XXI. EXPLORACIÓN DEL CEREBRO


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— Lo siento — dijo Siever Genarr mirando a madre e hija con una expresión que parecía suplicar perdón prescindiendo de las palabras.

— Yo había dicho a Marlene que este trabajo no es muy agobiante, y entonces, casi de forma inmediata, padecimos una pequeña crisis respecto a las reservas de energía, y me vi obligado a aplazar esta conferencia nuestra. Sin embargo, la crisis ha terminado, y no ha sido gran cosa ahora que podemos verla de forma retrospectiva. ¿Me perdonáis?

— Por descontado, Siever — dijo Eugenia Insigna, claramente inquieta —. Pero no diré que hayan sido tres días fáciles. Presiento que cada hora de nuestra estancia aquí acrecienta el peligro de Marlene.

— Yo no temo a Erythro lo más mínimo, tío Siever — declaró la joven.

— Y yo procuraré representar el papel de agente honrado y satisfaceros a ambas — dijo Genarr —. Dejando aparte lo que Pitt haga abiertamente, hoy mucho que puede hacer de forma indirecta; y por tanto es peligroso, Eugenia, que tu temor de Erythro te induzca a no tomar en consideración el atrevimiento e ingenio de Pitt. Para comenzar, si vuelves a Rotor transgredirás su reglamento de urgencia, y él podrá encarcelarte, o enviarte al exilio en Nuevo Rotor, o incluso devolverte aquí.

«Por lo que se refiere a Erythro, no debemos infravalorar el peligro de la plaga, aun cuando parezca haberse extinguido en su primera forma virulenta. Me desazona tanto como a ti, Eugenia, poner en peligro a Marlene.

— No hay riesgo alguno — murmuró exasperada la muchacha.

— Escucha, Siever — dijo Insigna —, no creo que debamos seguir discutiendo sobre Marlene en su presencia.

— Te equivocas. Quiero hacerlo en su presencia. Intuyo que ella sabe mejor que ninguno de nosotros dos, lo que debe hacer. Ella es la responsable de su mente, y nosotros debemos entrometernos lo menos posible.

Insigna dejó escapar un sonido inarticulado, pero Genarr prosiguió implacable:

— La quiero presente en esta discusión porque necesito su input. Necesito su opinión.

— Pero tú conoces ya su opinión — argumentó Insigna —. Ella quiere ir ahí fuera, y tú estás diciendo que debemos permitirle hacer lo que le plazca, porque es mágica en cierto modo.

— Nadie ha dicho ni una palabra sobre magia ni sobre una posible autorización para dejarla salir. Me atrevo a sugerir que sería bueno que hiciésemos experimentos con todas las precauciones debidas.

– ¿En qué sentido?

— Para empezar, me gustaría una exploración de cerebro. — Genarr se volvió hacia Marlene —. ¿Comprendes por qué es necesario eso, Marlene? ¿Tienes alguna objeción?

Marlene frunció un poco el ceño.

— Ya me han hecho exploraciones de cerebro. Todo el mundo las ha sufrido. No te permiten iniciar los estudios sin una exploración de cerebro. Cada vez que te sometes a un examen médico completo…

— Lo sé — la interrumpió con tono amable Genarr —. Durante los tres últimos días no he perdido el tiempo por completo. Aquí tengo — dijo al tiempo que ponía la mano sobre un montón de cintas de computadora a la izquierda de su mesa — la computación de cada exploración de cerebro que te han hecho.

— Pero no has dicho todo, tío Siever — dijo muy tranquila Marlene.

— ¡Ah! — exclamó con aire triunfal Insigna —. ¿Qué nos oculta, Marlene?

— Está un poco nervioso acerca de mi. No se halla conforme por completo con mi sensación de que estoy a salvo. Se siente inseguro.

– ¿Cómo puedes decir eso, Marlene? — protestó Genarr —. No tengo la menor duda acerca de tu seguridad.

Pero Marlene arrebatada por lo que acababa de vislumbrar de repente, exclamó:

— Creo que por eso esperaste tres días, tío Siever. Razonaste contigo mismo hasta estar seguro de que yo no percibiría tu incertidumbre. Sin embargo, no te sirvió de nada. Todavía puedo verla.

— Si resulta tan aparente, Marlene, es só1o porque te estimo tanto que el más leve riesgo se me antoja insufrible.

Insigna terció encolerizada:

— Si el más leve riesgo se te antoja insufrible ¿cuáles crees que serán mis sentimientos como madre? Así que, en tu incertidumbre consigues exploraciones de cerebro violando la intimidad médica de Marlene.

— Necesité averiguarlo. Y lo hice. Son insuficientes.

– ¿Insuficientes en qué sentido?

— En los primeros días de la Cúpula, cuando la plaga golpeaba una vez y otra, una de nuestras preocupaciones principales era concebir un scanner de cerebro más aquilatado y una computadora programada con más eficiencia para interpretar los datos. Esto no ha sido transferido nunca a Rotor. Pitt, con su deseo exagerado de ocultar la plaga, se opuso a la aparición súbita de un scanner cerebral más perfecto en Rotor, lo cual podría haber suscitado preguntas y rumores inconvenientes. Era ridículo, a mi parecer; pero en esto, como en otras muchas cosas, Pitt se salió con la suya. Por consiguiente, Marlene, tú no has pasado nunca por una apropiada exploración de cerebro, y quiero que se te haga una con nuestro dispositivo.

Marlene se echó hacia atrás.

— No.

Un rayo de esperanza iluminó el rostro de Insigna.

– ¿Por qué no, Marlene?

— Porque cuando el tío Siever dijo eso… se mostró de súbito mucho más inseguro.

Genarr replicó:

— No, eso no es… — pero enmudeció, alzó los brazos y los dejó caer desalentado —. ¿Para qué molestarse? Querida Marlene, si parecí inseguro de repente fue porque necesitamos una exploración exhaustiva del cerebro para que sirva como un estándar de la normalidad mental. Entonces, si quedas expuesta a Erythro y, de resultas, sufres aunque sólo sea la más leve distorsión mental, se la podrá detectar mediante la exploración del cerebro, aun cuando nadie pueda percibirla al mirarte o hablar contigo. Pues bien, apenas menciono una exploración minuciosa de cerebro pienso en la posibilidad de detectar un cambio mental que sería inhallable de otro modo… y semejante pensamiento desencadena una preocupación automática. Eso es lo que has percibida Vamos, Marlene, ¿cuánta incertidumbre detectas? Exprésalo de forma cuantitativa.

— No mucha, pero está ahí. Lo malo es que sólo puedo decir que estás inseguro. No me es posible descifrar por qué. Tal vez esa exploración especial del cerebro sea peligrosa.

– ¿Cómo va a serlo? Ha sido ya empleada… Escucha, Marlene, tú sabes que Erythro no te hará daño. ¿No sabes también que tampoco te lo hará la exploración del cerebro?

— No, no lo sé.

— Entonces, ¿sabes que te hará daño?

– ¿Cómo puedes estar tan segura acerca de Erythro y nada segura acerca de la exploración del cerebro?

— Lo ignoro. Sólo sé que Erythro no me hará daño; pero no puedo asegurar que la exploración del cerebro no me lo haga. O que me lo haga.

La sombra de una sonrisa animó el rostro de Genarr. No hizo falta ser muy agudo para percibir su enorme alivio.

– ¿Por qué te reconforta tanto eso, tío Siever? — inquirió Marlene.

— Porque si estuvieras inventando tus sentimientos intuitivos por el deseo de darte importancia, por puro romanticismo o por alguna especie de ilusión, los aplicarías a todo. Pero no lo haces. Escoges y seleccionas. Sabes algunas cosas y no sabes otras. Ello me induce mucho más a creerte cuando afirmas que estás segura de que Erythro no te hará daño, y por tanto no temo ya que la exploración de cerebro revele algo perturbador.

Marlene se volvió hacia Eugenia.

— Tiene razón, madre. Él se siente mucho mejor y yo me siento mucho mejor. ¡Resulta tan evidente…! ¿Es que no puedes verlo?

— Poco importa lo que vea yo — dijo Insigna —. Pero no me siento mejor.

– ¡Oh, madre! — murmuró Marlene; y luego, dijo en voz alta a Genarr —: Me someteré a la exploración.


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— Esto no es sorprendente — murmuró Siever Genarr.

Estaba observando los gráficos de la computadora con sus dibujos intrincados, casi florales, a medida que se movían lentamente hacia dentro y hacia fuera. Eugenia Insigna, a su lado, los miraba muy atenta pero sin entender nada.

– ¿Qué es lo que no te sorprende, Siever? — preguntó.

— No puedo explicártelo como es debido porque no estoy familiarizado con su jerga. Y si Ranay D'Aubisson, que es nuestro gurú local para estas cuestiones, nos lo explicara, ni tú ni yo la entenderíamos. Sin embargo, sí me indicó esto…

— Parece la concha de un caracol.

— El color la hace resaltar. Es una medida de complejidad más que una indicación directa de forma física, según dice Ranay. Esta parte es atípica. Por lo general no la encontramos en los cerebros.

El labio inferior de Insigna tembló.

– ¿Quieres decir que ella ha resultado ya afectada?

— No, claro que no. Dije atípica, no anormal. Desde luego, yo no necesitaría explicarle eso a un observador científico experimentado. Deberás reconocer que Marlene es diferente. En cierto modo celebro que la concha de caracol esté ahí. Si su cerebro fuera completamente típico, deberíamos preguntarnos por qué ella parece ser lo que es; de dónde proviene la perceptividad. ¿La finge con astucia o somos imbéciles nosotros?

– ¿Pero cómo sabes que no es algo…, algo…?

– ¿Enfermizo? ¿Cómo puede serlo? Hemos reunido todas las exploraciones de cerebro a lo largo de su vida desde la infancia. Lo atípico está siempre presente.

— Nunca se me informó. Nadie lo señaló jamás.

— Claro que no. Las primeras exploraciones fueron del tipo usual, bastante primitivo y no lo mostraron, al menos de forma que saltara a la vista. Pero como tenemos por fin esta adecuada exploración de cerebro y podemos ver con claridad los detalles, nos será posible retroceder hasta los primeros y sacarlo a la luz. Ranay lo ha hecho ya. Te digo, Eugenia, que esta técnica avanzada para explorar el cerebro debiera ser estándar en Rotor. Al suprimirla, Pitt realizó uno de sus actos más disparatados. Es costosa, por descontado.

— La pagaré — murmuró Insigna.

— No seas boba. Estoy incluyendo esto en el presupuesto de la Cúpula. Después de todo, puede contribuir a desvelar el misterio de la plaga. Bien, aquí lo tienes. Se ha escudriñado el cerebro de Marlene con mayor complejidad que nunca. Si ella ha resultado afectada, se reflejará en la pantalla por muy insignificante que sea la lesión.

– ¡Cuánto me aterra, esto, no puedes hacerte ni idea! — exclamó Insigna.

— No me extraña, te lo aseguro. Pero ella se muestra tan confiada que me pongo de su lado sin poder remediarlo. Estoy convencido de que esa sensación tan firme de seguridad tiene algún significado.

– ¿Cómo puede tenerlo?

Genarr señaló la concha de caracol.

— Tú no tienes eso, y tampoco yo, así que ninguno de los dos está en condiciones de decir dónde y cómo adquiere ella esa sensación de seguridad. Pero la tiene y, por tanto, nosotros debemos autorizarle la salida a la superficie.

– ¿Por qué hemos de hacerle correr riesgos? ¿Quieres explicarme por qué hemos de hacer que corra riesgos?

— Hay dos razones. Primera, ella parece llena de determinación, y tengo la impresión de que obtendrá tarde o temprano… lo que esté decidida a hacer. En tal caso, deberíamos darle ánimo y enviarla fuera, puesto que no podremos detenerla por mucho tiempo. Segunda, es posible que, de resultas, averigüemos algo sobre la plaga. No puedo predecir lo que será; pero cualquier cosa, por insignificante que parezca, que pueda facilitar información adicional referente a la plaga, tendrá un gran valor.

— No para la mente de mi hija.

— No se llegará a ese extremo. Por un lado, incluso aunque yo tenga fe en Marlene y no vea el menor riesgo, haré cuanto pueda para minimizarlo y así te quedarás tranquila. En principio, no la dejaremos salir a la superficie durante algún tiempo. Puedo llevarla en un vuelo sobre Erythro, por ejemplo. Ella verá lagos y planicies, colinas y desfiladeros. Iríamos incluso hasta el borde del mar. Todo eso tiene una belleza pura…, lo he visto una vez, pero está yermo. Ella no verá vida por parte alguna… Sólo los prokaryotes en el agua, que son invisibles, claro está. Puede ser que esa aridez uniforme le desagrade y le haga perder por completo su interés por el exterior. Sin embargo, si insiste todavía en salir y sentir bajo sus pies el suelo de Erythro, procuraremos que se ponga un traje «E».

– ¿Qué es un traje «E»?

— Un traje Erythro. Es un modelo sencillo…, como un traje espacial salvo que no necesita contener aire a presión contra un vacío. Es una combinación impermeable de plástico y textil, muy ligera, que no obstaculiza el movimiento. El casco, con su escudo de infrarrojos, es algo más complicado, y hay una reserva artificial de aire y ventilación. En suma, la persona vestida con un traje «E» no queda expuesta al medio ambiente de Erythro. Por añadidura, alguien la acompaña.

– ¿Quién? ¡Yo no la confiaría a nadie que no fuera yo misma!

Genarr sonrió.

— No se me ocurriría ningún acompañante menos adecuado. Tú no sabes nada sobre Erythro, la verdad, y además te asusta. No me atrevería a dejarte salir. Mira, la única persona en quien podemos confiar no eres tú sino yo.

– ¿Tú?

Insigna lo miró boquiabierta.

– ¿Por qué no? Aquí nadie conoce Erythro mejor que yo, y si Marlene es inmune a la plaga también yo lo soy. Durante mis diez años en Erythro no he sido afectado lo más mínimo. Además de eso, sé pilotar una aeronave lo cual significa que no necesitaremos piloto. Si salgo con Marlene, podré también vigilarla de cerca. Si ella hace algo anómalo, la traeré a la Cúpula y la someteré a una exploración de cerebro más aprisa que la luz.

— Y será ya demasiado tarde a pesar de todo.

— No; no por necesidad. No debes ver la plaga como una cuestión de todo o nada. Ha habido casos leves, incluso muy leves, y personas que resultaron ligeramente afectadas pueden hacer una vida normal dentro de lo razonable. Nada le sucederá. Estoy seguro.

Insigna quedó silenciosa en su butaca. Parecía pequeña e indefensa.

Obedeciendo a un impulso, Genarr la rodeó con el brazo.

— Vamos, Eugenia, olvídate de esto por una semana. Te prometo que ella no saldrá en una semana por lo menos…, y algo más que eso si consigo mermar su resolución mostrándole Erythro desde el aire. Durante el vuelo, permanecerá encerrada en la aeronave y tan segura como aquí. Por lo pronto, te diré una cosa… Tú eres astrónomo, ¿verdad?

Ella lo miró y dijo desalentada.

— Sabes que lo soy.

— Entonces eso significa que no miras nunca las estrellas. Los astrónomos no lo hacen jamás. Ellos miran sólo sus instrumentos. Ahora es de noche sobre la Cúpula, así que vamos arriba, a la cubierta de observación, y contempla el panorama. Hace una noche muy clara, y no hay nada como mirar las estrellas para sentir quietud y paz. Confía en mí.


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Era cierto. Los astrónomos no miraban las estrellas. No tenían necesidad de hacerlo. Daban instrucciones a telescopio, cámaras y espectroscopios por medio de la computadora, que a su vez recibía instrucciones por vía de la programación.

Los instrumentos hacían el trabajo, los análisis, las simulaciones gráficas. El astrónomo se limitaba a formular preguntas. Luego, estudiaba las respuestas. Para eso no se necesitaba mirar las estrellas.

Pero entonces, pensó ella, ¿cómo se mira ociosamente las estrellas? ¿Se puede hacer cuando se es astrónomo? El mero paisaje estelar te intranquilizaría. Había trabajo que hacer, preguntas que formular, misterios que resolver y, al cabo de un rato, uno volvía a su taller, ponía en funcionamiento algunos instrumentos y, mientras tanto, se distraía leyendo una novela o contemplando un espectáculo por holovisión.

Insigna susurró todo eso a Siever Genarr mientras éste iba de un lado a otro por su despacho asegurando cabos sueltos antes de marchar. (El era un revisor proverbial de cabos sueltos, como Insigna recordaba de días lejanos, cuando eran jóvenes. En aquel entonces, esa costumbre la había irritado, aunque tal vez debiera haberla admirado. Siever tiene muchas virtudes, pensó, y Crile, por el contrario…)

Se substrajo sin compasión a sus pensamientos y los apuntó en otra dirección.

Ente tanto, Genarr manifestó:

— A decir verdad, yo no utilizo con mucha frecuencia la cubierta de observación. Siempre parece haber otra cosa que hacer. Y cuando lo hago, me encuentro a menudo demasiado solo ahí arriba. Será agradable tener compañía. ¡Vamos!

Y abrió la marcha hacia un pequeño ascensor. Era la primera vez que Insigna tomaba un ascensor en la Cúpula, y por un instante creyó estar de vuelta en Rotor…, si no fuera porque no percibió ningún cambio en la atracción seudo gravitatoria ni se sintió oprimida ligeramente contra la pared por el efecto Coriolis, como le ocurría en Rotor.

— Hemos llegado — dijo Genarr haciendo una seña a Insigna para que saliera.

Ella salió, curiosa, a una cámara vacía, y casi al mismo tiempo se echó hacia atrás.

– ¿Estamos expuestos aquí? — inquirió.

– ¿Expuestos? — exclamó desconcertado Genarr —. ¡Ah! Quieres decir que si nos estamos dando de cara con la atmósfera de Erythro. ¿Es eso? No, no. No tengas miedo Nos hallamos encerrados en un hemisferio de cristal diamantino al que nada puede arañar. Un meteorito lo aplastaría, desde luego, pero los cielos de Erythro están libres, virtualmente, de meteoritos. En Rotor tenemos un cristal idéntico, ya sabes. Sin embargo…, la calidad no es la misma y tampoco el tamaño.

Esto último lo dijo enorgullecido.

— Te tratan bien aquí — dijo Insigna acariciando otra vez el cristal como si quisiera asegurarse de su existencia.

— Deben hacerlo si quieren que la gente venga este lugar — luego, volviendo a la burbuja añadió —: A veces llueve sobre ella, por supuesto. Pero cuando el cielo se despeja, se seca aprisa. Como siempre quedan residuos, una mezcla detergente especial limpia la burbuja durante el día. Siéntate, Eugenia.

Insigna tomó asiento en una butaca muelle y cómoda que se inclinó obedeciendo a una leve presión suya, de modo que ella se encontró mirando hacia arriba. Oyó el murmullo suave de otra butaca cuando el peso de Genarr la empujó hacia atrás. Y entonces la tenue luz nocturna, que había resplandecido lo suficiente para dejar ver las butacas y las pequeñas mesas en la habitación, se extinguió. En la oscuridad de un mundo deshabitado, el cielo sin nubes y de un negro tan intenso que parecía terciopelo, se llenó de chispas fulgurantes.

A Insigna se le cortó el aliento. Ella sabia, en teoría, cómo era el cielo. Lo había visto en gráficos y mapas, en simulaciones y fotografías…, en todos sus aspectos y formas, excepto en la realidad. Se sorprendió a sí misma desdeñando los objetos interesantes, las rarezas que podían causarle desconcierto, los misterios que parecían exigirle la vuelta al trabajo. No se fijó en ningún objeto determinado sino en el efecto que todos juntos componían.

En la remota prehistoria, pensó, el estudio de su apariencia, y no de las propias estrellas, fue lo que procuró las constelaciones y el comienzo de la astronomía a los antiguos.

Genarr tenía razón. La paz, cual una telaraña tenue, imperceptible, la envolvió.

Al cabo de un rato, Insigna dijo casi adormecida:

— Gracias, Genarr.

– ¿Por qué?

— Por ofrecerte a salir con Marlene. Por arriesgar tu mente para cuidar de mi hija.

— No arriesgo mi mente. No nos sucederá nada a ninguno de los dos. Además…, ella me inspira un sentimiento paternal. Al fin y al cabo, Eugenia, tú y yo estamos juntos desde hace mucho tiempo y creo… haber tenido siempre un alto concepto de ti.

— Lo sé — repuso ella sintiendo los aguijonazos de la culpabilidad.

Siempre había sabido cuáles eran los sentimientos de Genarr… Él no había podido disimularlos jamás, lo cual le había inspirado resignación antes de conocer a Crile, y enojo después.

— Si te he herido alguna vez en tus sentimientos, Siever, lo siento de verdad.

— No lo necesitas — dijo afable Genarr.

Se hizo un largo silencio mientras la sensación de paz se acentuaba, e Insigna se encontró anhelando seriamente que no entrara nadie y rompiera el extraño sortilegio de serenidad que la atenazaba.

Entonces Genarr dijo:

— Tengo una teoría para explicar por qué la gente no quiere subir aquí, a la cubierta de observación. Ni en Rotor. ¿Has percibido alguna vez que tampoco se utiliza mucho en Rotor la cubierta de observación?

— A Marlene le gustaba ir algunas veces — informó Insigna —. Me dijo que allá arriba se encontraba sola por lo general. Este último año o así, me contó que le gustaba observar a Erythro. Entonces debí haberle prestado más atención…

— Marlene es una persona insólita. Según creo, lo que ahuyenta a casi toda la gente y la disuade de subir aquí es eso.

– ¿El qué?

— Eso — repitió Genarr, y señaló un lugar en el cielo, pero con la oscuridad ella no pudo distinguir hacia dónde se dirigía su brazo —. Esa estrella tan brillante; la más brillante del cielo.

– ¿Te refieres al Sol…, nuestro Sol… el Sol del Sistema Solar?

— Exacto. Es un entrometido. Si no fuera por esa estrella brillante, el cielo sería más o menos el mismo que vemos desde la Tierra. Alpha Centauri está un poco descolocada y Sirio tiene una ligera derivación, pero nosotros no nos apercibimos de ello. Dejando a un lado esas pequeñeces, el cielo que contemplas es lo que vieron los sumerios hace cinco mil años. Todo excepto el Sol.

– ¿Y crees que el Sol ahuyenta a la gente de la cubierta de observación?

— Sí, quizá no se abstengan de un modo consciente; pero creo que a todos les inquieta verlo. Se tiende a pensar que el Sol se halla muy distante, que es inalcanzable, que forma parte de un universo completamente diferente. Sin embargo, está ahí en el cielo, resplandeciente, exigiendo nuestra atención, recordándonos nuestra culpabilidad por haber huido de él.

– ¿Y por qué no suben a la cubierta de observación los adolescentes y los niños? ¿Ellos saben poco o nada del Sol y del Sistema Solar?

— Los demás les damos un ejemplo negativo. Cuando todos nos hayamos ido, cuando no haya nadie en Rotor para quien el Sistema Solar sea algo más que una frase, el cielo parecerá pertenecer otra vez a Rotor, creo yo, y este lugar estará abarrotado…, si todavía existe.

– ¿Crees que puede dejar de existir?

— No estamos en condiciones de percibir el futuro, Eugenia.

— Hasta ahora parece que estamos prosperando y creciendo.

— Sí, es cierto; pero esa estrella brillante, el entrometido, es lo que me preocupa.

— Nuestro viejo Sol. ¿Qué puede hacernos? Él no puede alcanzarnos.

— Claro que puede. — Al decir esto Genarr miró fijamente la brillante estrella en el cielo occidental —. Las personas que dejamos atrás en la Tierra y en los Establecimientos descubrirán tarde o temprano Némesis. Tal vez lo hayan hecho ya. Y tal vez hayan desarrollado la hiperasistencia. Opino que ellos deben haber descubierto la hiperasistencia poco después de nuestra marcha. Nuestra desaparición les debe de haber estimulado mucho.

— Partimos hace catorce años. ¿Por qué no están ya aquí ellos?.

— Quizá les haga vacilar la idea de un vuelo de dos años. Saben que Rotor lo intentó; pero ignoran que hemos tenido éxito. Pueden pensar que nuestros restos se hallan esparcidos por todo el espacio desde el Sol hasta Némesis.

— A nosotros no nos faltó el coraje para intentarlo.

— Claro que no. ¿Pero crees que Rotor habría hecho el intento si no hubiese sido por Pitt? Fue él quien nos empujó a todos los demás, y dudo que haya otro Pitt en los Establecimientos o, si me apuras, en la Tierra. Sabes que Pitt no me gusta. Desapruebo sus métodos, su moral o su falta de ella, su tortuosidad, su astucia despiadada para enviar a una chica como Marlene hacia lo que él espera sea su destrucción. No obstante, si nos atenemos a los resultados, Pitt pasará a la historia como un gran hombre.

— Como un gran líder — le corrigió Insigna —. Tú eres un gran hombre, Siever. Hay una diferencia evidente.

Se hizo otra vez el silencio hasta que Genarr murmuró:

— Me paso el tiempo esperando a que ellos vengan aquí en nuestra persecución. Ese es mi principal temor, y parece acrecentarse cuando el entrometido brilla sobre mí. Ahora se cumplen catorce años desde que abandonamos el Sistema Solar. ¿Qué han estado haciendo ellos durante ese tiempo? ¿No te lo has preguntado nunca, Eugenia?

— Jamás — susurró medio dormida —. Mis preocupaciones son más inmediatas.

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