Insigna se sentó cavilosa, profundamente sorprendida de su propia actitud. Ella no había contado nunca esa historia a nadie, aunque hubiese vivido con ella presente casi a diario durante catorce años.
No había soñado siquiera con contársela a nadie jamás. Supuso que la llevaría consigo a la tumba.
No era que fuese vergonzosa en modo alguna.. Pero era reservada. Y he aquí que se la había contado, con todo detalle y sin reservas… a su hija adolescente, a alguien que, hasta el momento de iniciar su relato, había considerado una chiquilla… la persona menos adecuada para escucharla.
Y ahora esa chiquilla la miró solemne con sus ojos negros… sin pestañear, con una mirada seria, increíblemente adulta, y por fin dijo:
— Entonces lo echaste, ¿verdad?
— En cierto modo, sí. Pero yo estaba furiosa. Él quería llevarte a la Tierra. — Hizo una pausa y añadió irresoluta-: ¿Lo entiendes?
— ¿Tanto me querías? — preguntó Marlene.
Insigna respondió indignada:
— ¡Por supuesto!
Y entonces, ante la mirada serena de aquellos ojos, se detuvo para pensar lo impensable. ¿Había querido, de verdad, a Marlene?.
Reaccionó con calma y dijo:
— Desde luego. ¿Por qué no habría de quererte?.
Marlene movió la cabeza y, por un instante, apareció una expresión hosca en su rostro.
— Según creo no fui un bebé encantador. Quizás él me quisiera. ¿Te sentías desgraciada porque me quería más que a ti? ¿Te quedaste conmigo sólo porque él me quería?
— ¡Qué cosas tan horribles estás diciendo! No fue así ni mucho menos — dijo Insigna sin saber a ciencia cierta si lo creía o no. Discutir esas cosas con Marlene no estaba resultando consolador. La muchacha estaba desarrollando cada vez más esa horrorosa facultad de ver a través de ella. Insigna ya se había apercibido antes, pero lo atribuyó a las insinuaciones ocasionalmente certeras de una niña desdichada.
Pero aquello estaba sucediendo con creciente frecuencia, y ahora Marlene pareció blandir el escalpelo de forma deliberada.
— Escucha, Marlene — dijo Insigna-, ¿qué te hizo pensar que yo había echado a tu padre? Sin duda yo no he dicho jamás nada ni te he dado motivo alguno para creerlo así.
— A decir verdad, ignoro cómo sé las cosas, madre. Algunas veces hablaste de padre conmigo, o con otra persona delante de mí, y siempre parecía que lamentabas algo. Algo que quisieras poder descartar.
— ¡Ah! ¿Sí? Nunca he sentido eso.
— Y poco a poco, cuanto más acumulo esas impresiones, tanto más reveladoras se hacen. Es tu forma de hablar, tu forma de exteriorizar los pensamientos…
Insigna examinó atenta a su hija y luego preguntó de súbito:
— ¿En qué estoy pensando?
Marlene dio un ligero respiro y dejó escapar una risa ahogada. No era una chica propensa a reír y, por lo general, no pasaba de esa risa ahogada.
— Eso es fácil — respondió-. Piensas que yo sé lo que estás pensando; pero te equivocas. Yo no leo el pensamiento. Sólo traduzco palabras y sonidos, expresiones y movimientos. Porque las personas no pueden preservar lo que creen oculto. Y yo las vigilo largo rato.
— ¿Por qué? ¿Por qué sientes la necesidad de vigilarlas?
— Porque, cuando yo era pequeña, todo el mundo me mentía. Me decían lo bonita que era. 0 te lo decían a ti cuando yo estaba escuchándolas. Todas tenían una expresión estática que parecía decir, “la verdad es que no lo creo en absoluto”. Y ni ellas mismas parecían darse cuenta de eso. Al principio, yo no podía creer que no se dieran cuenta. Pero luego dije para mí, “me imagino que les resulta más cómodo hacer creer que están diciendo la verdad”.
Marlene hizo una pausa y luego, de sopetón, preguntó a su madre:
— ¿Por qué no le dijiste a padre a dónde nos dirigíamos?
— No pude. El secreto no me pertenecía.
— Quizá si lo hubieses hecho, él nos habría acompañado.
Insigna negó enérgicamente con la cabeza.
— No, no lo habría hecho él había tomado la firme decisión de regresar a la Tierra.
— Pero, si se lo hubieses dicho, madre, el comisario Pitt no le habría permitido marchar ¿verdad? Padre hubiera sabido demasiado.
— Por entonces Pitt no era comisario — explicó Insigna sin percatarse de lo insignificante de su observación. Y añadió con inesperada energía-: Yo no lo habría querido de esa manera. ¿Tú sí?
— No lo sé. Me es imposible imaginar cómo se habría comportado él si se hubiera quedado.
— Pero a mí sí me es posible.
Insigna se sintió como si estuviera ardiendo de furia otra vez. Volvió mentalmente a aquella última conversación, a las últimas palabras suyas gritando furiosa a Fisher que se fuera, que debía irse. No, no había habido error. Ella no lo habría querido como un prisionero, forzado a ser un miembro de Rotor. Ella no le había querido hasta ese punto. Y, en definitiva, tampoco le había aborrecido hasta ese punto.
Cambió aprisa de tema, pues no quiso dar tiempo a que su expresión se alterara.
— Esta tarde has trastornado a Aurinel. ¿Por que le dijiste que la Tierra iba a ser destruida? El vino a mí con esa invención, y pareció muy preocupado.
— Te hubiera bastado con decirle que soy una chiquilla y que nadie hace caso de las chiquillas. El te habría creído sin más aclaraciones.
Insigna pasó por alto eso. Tal vez fuera una buena idea no decir nada a nadie a fin de evitar la verdad.
— ¿Crees, realmente, que la Tierra va a ser destruida?
— Lo creo. A veces tú hablas sobre la Tierra y dices “¡pobre Tierra!”. Casi siempre dices “pobre Tierra”.
Insigna se sintió enrojecer. ¿Hablaba, verdaderamente, de la Tierra en esos términos?
— Bueno ¿por qué no? — respondió-. Está superpoblada, agotada, llena de odio, hambre y miseria. Me da pena el mundo. Pobre Tierra.
— No, madre. No lo dices así. Cuando lo dices… — Marlene levantó la mano como si quisiera atrapar algo, tantear algo sin que sus dedos pudieran aferrarlo.
— Bien, Marlene, termina.
— Lo tengo muy claro en el pensamiento pero no sé como expresarlo con palabras.
— Sigue intentándolo. Necesito saberlo.
— Lo dices de un modo que no puedo evitar el pensamiento de que te sientes culpable… como si el yerro fuese tuyo.
— ¿Por qué? ¿Qué crees que he hecho?
— Te lo oí decir una vez, cuando estabas en el observatorio. Miraste a Némesis y entonces me pareció que Némesis estaba relacionada con ello. Así pues, pregunté a la computadora lo que significaba Némesis, y ella me lo dijo. Es algo que destruye sin piedad, algo que inflige castigo Némesis es la venganza.
— Eso no fue lo que motivó el nombre — exclamó Insigna.
— Tú la bautizaste — dijo Marlene serena e inexorable.
Eso no era ya ningún secreto desde que dejaron atrás el Sistema Solar. Por entonces Insigna había aceptado el mérito de haberla descubierto y bautizado.
— Precisamente porque la bauticé, sé que ése no fue el motivo de que le diera el nombre.
— Entonces ¿por qué te sientes culpable, madre?
(Silencio… Más vale así si no quieres decir la verdad.)
Insigna dijo al fin:
— ¿Cómo supones que se destruirá la Tierra?
— No lo sé, pero creo que tú sí lo sabes, madre.
— Estamos jugando a los despropósitos, Marlene, de modo que vamos a dejarlo por ahora. Sin embargo, quiero asegurarme de que comprendas bien que no debes hablar de esto a nadie… y tampoco de tu padre. Que no volverás a mencionar ese disparate sobre la destrucción de la Tierra.
— Si no quieres que lo haga no lo haré, claro está; pero lo de la destrucción no es un disparate.
— Yo digo que lo es. Lo definiremos como disparate.
Marlene asintió.
— Creo que saldré a observar un rato — dijo con aparente indiferencia-. Después me iré a la cama.
— ¡Muy bien!
Insigna miro cómo su hija se marchaba.
Culpable, pensó. Me siento culpable. Lo llevo escrito en la cara como una bandera de brillantes colores. Cualquiera que me mire puede verlo. No, cualquiera no. Sólo Marlene. Ella tiene ese don.
Marlene había de tener algo para compensar todas sus carencias.
La inteligencia no era suficiente. No ofrecía la necesaria compensación, así que poseía ese don de interpretar las expresiones, las entonaciones, los rictus casi imperceptibles, de modo que ningún secreto estaba seguro ante ella.
¿Desde cuando habría guardado para sí ese peligroso atributo?
¿En qué momento lo habría sabido? ¿Sería algo que se acrecentaba con la edad? ¿Por qué le permitía ella surgir ahora, para atisbar desde detrás de la cortina que parecía haber tenido corrida sobre él, y para usarlo como un proyectil contra su madre?.¿Sería porque Aurinel la había rechazado de forma definitiva y, en consecuencia, ella daba golpes a ciegas?
Culpable, pensó Insigna. ¿Por qué no habría de sentirme culpable? Toda la culpa es mía. Debiera haberlo sabido desde el principio, desde el instante del descubrimiento… pero no quise saberlo.