En el cual Reynevan es primero apaleado, y al poco se pone en camino hacia Strzelin en compañía de cuatro personas y un perro. El tedio del viaje lo ameniza una disputa acerca de las herejías que, a lo visto, se multiplican como la mala yerba.
Por la linde del bosque, entre las verdes centinodias, por un lecho entre meandros delimitado por una hilera de sauces, corría alegre, bañado por el sol, un riachuelo. Allí donde comenzaba el paso y el camino penetraba en el bosque, unía las orillas del riachuelo un puente de gruesas tablas, unas tablas tan negras, tan mohosas y envejecidas como si la construcción hubiera sido realizada en tiempos de Enrique el Piadoso. En el puente se hallaba un carro de viaje al que estaba engarzada una jamelga baya y escuchimizada. El carro estaba muy torcido. Se podía ver por qué.
– La rueda -afirmó Reynevan, acercándose-. Es el problema, ¿no?
– Más de lo que pensáis -respondió, manchándose de alquitrán la frente sudorosa, una mujer joven, pelirroja y guapa, aunque un tanto rellena-. El eje se ha quebrado.
– Ja, entonces, sin herrero no hay tu tía.
– ¡Ay, ay! -El otro viajero, un judío barbudo vestido con sencillas ropas pero cuidadas y para nada pobres, se agarró con ambas manos su gorrilla de zorro-. ¡Señor de Isaac! ¡Qué desgracia! ¡Qué mala suerte! ¿Qué hacer entonces?
– ¿Ibais hacia Strzelin? -concluyó Reynevan a partir de la dirección en que se encontraba el timón del carro.
– Lo habéis adivinado, noble mancebo.
– Os ayudaré y vos a cambio me lleváis. Como veis, yo también voy en esa dirección. Y también tengo problemas.
– Difícil no es el darse cuenta. -El judío meneó la barba y los ojos le brillaron con astucia-. Noble sois, joven señor, vese a la legua. ¿Mas dónde trajina el vuestro caballo? ¿En carro se os antojara viajar, no siendo Lanzarote? Ea pues. Bueno es teneros delante. Llamóme Hiram ben Eliazar, rabino de Brzeg. De jornada a Strzelin…
– Y yo llamóme -tomó alegremente la palabra la pelirroja, imitando la forma de hablar del judío- Dorotea Faber. De jornada por el ancho mundo. ¿Y vos, noble mancebo?
– Mi nombre es -decidió Reynevan al cabo de un instante de vacilación- Reinmar Bielau. Escuchad. Obraremos de tal modo. Arrastraremos como podamos el carro fuera del puente, desengarzamos a la yegua y yo cabalgaré a toda prisa hasta Olawa, a los arrabales, con el eje, al herrero. Y si falta hiciera, hasta al propio herrero traería. Pongámonos a trabajar.
Resultó que no era tan fácil.
Dorotea Faber fue de poca ayuda, el anciano rabino de ninguna en absoluto. Aunque la escuchimizada yegua clavaba con fuerza los cascos en las podridas tablas y tiraba de la collera, no movieron el carro más que una pulgada. Reynevan no era capaz de levantar solo el vehículo. Así que al fin se sentaron junto al eje roto y miraron, jadeando, a los gobios y las lampreas, que había tantos que hasta agitaban el arenoso fondo del riachuelo.
– Habéis dicho -preguntó Reynevan a la pelirroja- que vais al ancho mundo. ¿Adonde?
– Adonde esté el pan -respondió con ligereza, limpiándose la nariz con el reverso de la mano-. De momento, dado que el señor judío tan solícitamente me acogiera en su carro, con él hasta Strzelin, luego, quién sabe, acaso y hasta el propio Wroclaw. En mi oficio no ha de faltarme trabajo en ningún lado, aunque querría tener de lo mejor…
– ¿En vuestro… oficio? -Reynevan comenzó a comprender-. Esto… esto significa que…
– Precisamente. Soy… cómo lo llamáis… Eso, sí… una moza del partido. Hasta no ha mucho en el lupanar brzegano La Corona.
– Entiendo. -Reynevan meneó serio la cabeza-. ¿E ibais juntos? ¿Un rabino? ¿Y tú? ¿Tomaste en tu carro…? Humm… ¿A una cortesana?
– ¿Y es que no iba a tomarla? -El rabino Hiram abrió mucho los ojos-. La tomé. Vaya un infame malvado habría yo sido, noble mancebo, de no haberlo hecho.
Las tablas mohosas vibraron bajo unos pasos.
– ¿En aprietos andáis? -preguntó uno de los tres hombres que habían entrado en el puente. ¿Auxilio os hace falta?
– Mal no vendría -reconoció Reynevan, aunque la jeta desagradable y los ojos vivarachos de quienes ofrecían la ayuda no le gustaban nada, pero que nada. Y resultó que, como se vio más tarde, con toda razón. Al punto, con un simple empujón de los fuertes brazos, el carro se encontró en la pradera junto al puente.
– ¡Bueno! -dijo, agitando un bastón, el más alto de los rufianes, que era peludo hasta las orejas-. A trabajo hecho, paga que espera.
Desengarza, judío, el caballo del carro, quítate la capa y afloja la bolsa. Tú, caballerete, sácate el jubón y salte de las botas. Y tú, guapetona, salte de todo, que a ti te toca pagar en otra manera. ¡En pelota viva!
Sus compadres se echaron a reír, mostrando sus dientes podridos. Reynevan se agachó y tomó el palo con el que había sujetado el carro.
– Velailo -lo señaló con el bastón el peludo-, qué caballerete más reñidor. No le ha instruido la vida que si a uno le mandan dar las botas, darlas hay. Puesto que descalzo andar se puede, mas con las rodillas quebradas no. ¡Venga! ¡Dadle de palos!
Los truhanes retrocedieron ágilmente ante el molinete silbante con el que Reynevan se protegió, uno se acercó por detrás y con una hábil patada en la rodilla tumbó al muchacho en el suelo, aunque él mismo se lanzó a gritar y a girar intentando proteger sus ojos de las uñas de Dorotea Faber, que le había saltado a la espalda. Reynevan recibió un golpe de bastón en las costillas, se encogió bajo una lluvia de patadas y palos y vio cómo uno de los rufianes derrumbaba a puñetazos al judío, que había intentado intervenir. Y luego vio al diablo.
Los jayanes comenzaron a gritar. De un modo horrible.
Lo que se había lanzado sobre los jayanes no era, por supuesto, diablo alguno. Era un perro grande, negro como la pez, un dogo, que llevaba al pescuezo un collar erizado de púas. El perro se deslizaba por entre los jayanes como un rayo negro, pero atacaba no como un dogo, sino como un lobo. Clavaba los colmillos y soltaba la presa. Para morder enseguida a otro. En la pantorrilla. En los muslos. En la entrepierna. Y cuando cayeron, en las manos y la cara. Los gritos de las víctimas se fueron haciendo macabramente débiles. Ponían la carne de gallina.
Sonó un modulado y penetrante silbido. El dogo negro dejó al instante a los jayanes, se sentó inmóvil con las orejas alzadas. Como una figura de antracita.
Un jinete vino por el puente. Cubierto con una corta capa gris sujeta por un alfiler de plata, un ajustado jubón y un gorro de piel del que caía una larga cola hasta los hombros.
– Cuando el sol llegue a la copa de aquel pino -habló con donosura el recién llegado, incorporando en la silla de un semental moro una figura que no era precisamente pequeña- soltaré a Belcebú tras vuestras huellas, bellacos. Ése es el tiempo que tenéis, miserables. Y dado que Belcebú es muy rápido, os aconsejo que corráis. Y desaconsejo que hagáis pausa en la carrera.
A los miserables no hizo falta repetírselo dos veces. Se perdieron en el bosque, cojeando, gimiendo, lanzando de vez en cuando una asustada mirada a sus espaldas. Belcebú, como si supiera con qué los iba a atemorizar más, no los miraba a ellos, sino al sol y la copa del pino.
El jinete hizo moverse un poco a su semental. Se acercó, miró desde arriba al judío, a Dorotea Faber y a Reynevan, el cual se acababa de levantar y se masajeaba las costillas y se limpiaba la sangre de la nariz. El jinete miró sobre todo a Reynevan -lo que no pasó inadvertido al muchacho- con especial atención.
– Vaya, vaya -dijo por fin-. Una situación clásica. Como de un cuento. Un pantano, un puente, una rueda, problemas. Y ayuda a pedir de boca. ¿No la llamasteis acaso? ¿No tenéis miedo de que saque del bolsillo un quirógrafo y os haga firmarlo?
– No -dijo el rabino-. A otro perro con ese güeso.
El jinete bufó.
– Me llamo Urban Horn -anunció, mirando todavía directamente a Reynevan-. ¿Y a quién hemos ayudado yo y mi Belcebú?
– Rabino Hiram ben Eliazar de Brzeg.
– Dorotea Faber.
– Lanzarote del Carro. -Reynevan, pese a todo, no se fiaba del todo.
Urban Horn volvió a bufar, se encogió de hombros.
– Me pienso que el camino que lleváis es el de Strzelin. He franqueado en el camino a un viajero que igual meta tenía. Si permitís un consejo, mejor sería mendigarle que os llevara consigo antes que pelearse con la rueda rota hasta la noche. Mejor. Y más seguro.
El rabino Hiram ben Eliazar lanzó una mirada nostálgica a su vehículo, mas con un mesarse la barba reconoció su razón al desconocido.
– Y ahora -el desconocido miró al bosque, a la copa del pino-, adiós. Me llama el deber.
– Pensé -se atrevió Reynevan- que tan sólo teníais en el ánimo asustarlos…
El jinete lo miró a los ojos y su mirada era fría. Como el hielo.
– Quería asustarlos -reconoció-. Mas yo, Lanzarote, nunca amenazo en vano.
El viajero anunciado por Urban Horn resultó ser un cura. Un gordezuelo de tonsura muy grande, vestido con una capa de visones, que conducía un amplio carro.
El cura detuvo al caballo, escuchó la historia sin bajar del pescante, miró el carro con el eje quebrado, examinó atentamente a cada uno de los componentes del trío de humillados pedigüeños, comprendió por fin qué era lo que los pedigüeños pedían.
– ¿Que qué? -preguntó al fin con gran incredulidad-. ¿Hasta Strzelin? ¿En mi carro?
Los pedigüeños adoptaron unos gestos todavía más humillados.
– ¿Yo, Felipe Granciszek de Olawa, capellán de Nuestra Señora del Consuelo, buen cristiano y clérigo católico, he de subir a mi carro a un judío? ¿A una puta? ¿Y a un vagamundo?
Reynevan, Dorotea Faber y el rabino Hiram ben Eliazar se miraron los unos a los otros, y el gesto tenían turbado.
– Subid -anunció por fin con sequedad el cura-. Vaya un infame malvado sería yo, si no lo hiciera.
No había pasado una hora cuando, ante el robusto valaco que tiraba del sacerdotal carro, apareció Belcebú, brillante de rocío. Y un poco después apareció Urban Horn en el camino, en su caballo moro.
– Iré con vosotros hasta Strzelin -declaró sin rodeos-. Naturalmente, si no tenéis nada en contra.
Nadie tuvo nada en contra.
Sobre la suerte que corrieran los truhanes nadie preguntó. Y los inteligentes ojos de Belcebú no dejaban transparentar nada.
O todo.
Y de este modo recorrieron el camino a Strzelin por el valle del río Olawa, ora por entre densos bosques, ora por sobre anchas praderas cubiertas de hierbas. Por delante, como si fuera un explorador, iba corriendo el dogo Belcebú. El perro patrullaba el camino, a veces desaparecía en el bosque, olfateaba los arbustos y hierbas. No hubo lugar a perseguir y ladrar a las liebres y las urracas espantadas, aquello estaba, al parecer, por debajo de la dignidad del negro perrato. No hubo lugar a que Urban Horn, el misterioso desconocido de los ojos fríos, que cabalgaba junto al carro en su semental moro, tuviera que llamar o amonestar al perro.
Dorotea Faber conducía el carro sacerdotal tirado por el robusto valaco. La pelirroja coima brzegana se lo había pedido al clérigo y de forma bastante evidente lo trataba como una especie de pago por el viaje. Y conducía estupendamente, con mucha habilidad. De esta forma, el cura Felipe Granciszek, sentado junto a ella en el pescante, podía dormitar o discutir sin preocuparse por el vehículo.
En el carro, sobre unos sacos de avena, dormitaban o discutían, dependiendo de las circunstancias, Reynevan y el rabino Hiram ben Eliazar.
En la cola, atada a la escalerilla del carro, iba la escuchimizada yegua judía.
De modo que se viajaba, se dormitaba, se discutía, se dejaba de hacerlo, se discutía, se dormitaba. Se comía lo uno o lo otro. Se vació un galápago de aguardiente que sacó de sus bagajes el cura Granciszek. Se vació un segundo que se sacó de bajo la capa el rabino Hiram.
Muy pronto, apenas pasado Brzezmierz, salió a la luz que el clérigo y el judío iban a Strzelin con casi idéntico propósito: a entrevistarse con el canónigo del capítulo de la catedral de Wroclaw que estaba de visita en la ciudad y la parroquia. Sin embargo, mientras que el cura Granciszek iba, como reconoció, requerido, por no decir obligado, el rabino no tenía más que la confianza de que le concedieran audiencia. El clérigo no le daba muchas esperanzas.
– El excelentísimo canónigo -dijo- tiene muchísimo trabajo. Muchos asuntos, juicios, audiencias sin cuento. ¡Pues malos tiempos nos ha tocado vivir, ay, malos!
– Como si alguno fuera bueno. -Dorotea Faber tiró de las riendas.
– Refiérame a tiempos malos para la Iglesia -recalcó el cura Granciszek-. Y para la verdadera fe. Puesto que medra, medra la mala hierba de la herejía. Te encuentras con alguno, te saluda en nombre de Dios y no sabes si es un hereje. ¿Habéis dicho algo, rabino?
– Ama a tu prójimo -murmuró Hiram ben Eliazar, no se sabía si en sueños-. El profeta Elias puede reflejarse en cada rostro.
– Oh. -El cura Felipe agitó la mano con desprecio-. Filosofía judaica. Y yo digo: celo y trabajo, celo, trabajo y oración. Puesto que la roca de Pedro tiembla y se estremece. Medra, medra alrededor la hierba de la herejía.
– Eso ya lo habéis dicho, pater. -Urban Horn detuvo al caballo para cabalgar junto al carro.
– Pues porque es verdad. -Al cura Granciszek, por lo visto, se le había quitado el sueño por completo-. Cuantas veces quiera que lo diga, es verdad. Se extiende la herejía, crece la apostasía. Como setas después de la lluvia crecen los falsos profetas, dispuestos a falsificar la Ley de Dios con sus falsas enseñanzas. Ciertamente que decirse puede que hasta profético escribió el apóstol Pablo a Timoteo: «Porque vendrá tiempo cuando ni sufrirán la sana doctrina; antes, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus concupiscencias. Y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas». Y dirán, Dios se apiade, que hacen en nombre de la verdad aquello que hacen.
– Todo en este mundo -advirtió con desgana Urban Horn- desarróllase bajo el lema de la lucha por la verdad. Y aunque por lo común de muy variadas verdades se trata, una verdad se beneficia de ello. La verdadera.
– Herético suena -el cura frunció el ceño- lo que dijerais. A mí, si se me permite, en lo tocante a la verdad más me agrada lo que el maestro Johann Nider escribiera en su Formicarius. Y en él comparó a los herejes con ciertas hormigas que habitan en la India, las cuales recolectan esforzadamente en la arena granitos de oro y los conducen a su hormiguero, pese a que del tal polvillo ningún beneficio reciben, pues ni comerlo pueden, ni en manera alguna usarlo. Del mismo modo los heréticos escudriñan las Santas Escrituras y buscan en ella la semilla de la verdad, adempero no saben qué hacer con la tal verdad.
– Hermoso fue lo dicho -suspiró Dorotea Faber, espoleando al valaco-. Lo de las hormigas, quiero decir. Oh, ciertamente, cuando escucho cosas tan sabias algo me aprieta en los bajos.
El cura no prestó atención ni a ella ni a sus bajos.
– Los cataros -departió- o dicho de otro modo, los albigenses, que la mano tendida de la Iglesia, que anhelaba regresarlos a su seno, como lobos mordieron. Los valdenses y lolardos, que se atrevieron a blasfemar contra el Santo Padre y la Iglesia y a llamar a la liturgia ladridos de perro. Los repugnantes renegados de los bogomilos y de los a ellos semejantes paulicianos. Alexianos y patripasianos, que se atrevieron a negar la Santísima Trinidad. Los fratricelli de Lombardía, esos rufianes y bandoleros, que más de un clérigo tienen en su conciencia. Sus semejantes los dulcinistas, partidarios de Fra Dolcino. ítem, otros muchos cismáticos: priscilianos, petrobrusianos, arnoldistas, speronistas, pasagianos, messalianos, hermanos apostólicos, pastorelos, patarenos y mauricianos. Los poplicanos y turlupinos, que la divinitas Christi negaban, rechazaban los sacramentos y se inclinaban ante el diablo. Los luciferianos, cuyo mismo nombre claramente expresa a quién rinden su blasfemo homenaje. Bueno, y por supuesto, los husitas, enemigos de la fe, de la Iglesia y del Papa…
– Para que sea más gracioso -introdujo con una sonrisa Urban Horn- todos los por vos nombrados se consideraban a sí mismos portadores de la verdad y tenían a los otros por enemigos de la fe. En cuanto a lo que se refiere al Papa, habréis de reconocer, señor cura, que a veces es difícil elegir entre tantos al que sea el verdadero. Y en lo tocante a la Iglesia, todos a coro hablan de la necesidad de la reforma in capite et in membris. ¿No os hace pensar esto, reverendo?
– No comprendo las vuestras palabras -reconoció Felipe Granciszek-. Mas si os referís a que en el mismo seno de la Iglesia la herejía prospera, entonces tenéis razón. Muchos hállanse cerca del pecado de ser débiles en la fe y en su vanidad se exceden en las devociones. Corruptio optimi pessima! ¡Tomemos por ejemplo el casus de los por todos conocidos flagelantes! Ya en 1349 el papa Clemente VI los reconoció como heréticos, los maldijo y ordenó penarlos, ¿mas ayudó esto?
– No ayudó -anunció Horn-. Siguieron vagabundeando por todas las Alemanias avivando el regocijo de las gentes, puesto que también hembras en cuantía había entre ellos y éstas flagelábanse desnudas hasta la cintura, con las tetas al aire. Algunas con tetas bien hermosas, y sé lo que digo pues vi yo sus procesiones en Bamberg, en Goslar y en Fürstenwalde. ¡Oh, se les meneaban aquellas tetillas, cómo se les meneaban! El último concilio los condenó de nuevo, mas esto de nada sirve. En cuanto venga otra peste u otra desgracia, comenzarán de nuevo las procesiones de flagelantes. Simplemente es que a ellos les gusta.
– Un sabio maestro de Praga -se unió a la discusión un Reynevan algo sumido en ensueños- demostró que es una enfermedad. Que algunas mujeres hallan gozo en castigarse desnudas a ojos de todos. Por eso hay tantas mujeres entre los flagelantes.
– El apoyarse en los maestros praguenses no es cosa de aconsejar en estos tiempos -sugirió con aspereza el cura Felipe-. Mas en cualquier caso algo hay en ello. Los hermanos predicadores afirman que mucho del mal tiene su origen en la lujuria corporal, y la de la hembra es insaciable.
– A las hembras mejor las dejáis en paz -habló de improviso Dorotea Faber-. Pues vos mismo no estáis sin culpa.
– En el jardín del paraíso -le contrapuso Granciszek- hablóle la sierpe no a Adán sino a Eva y de seguro sabía lo que se hacía. También los dominicos saben de seguro lo que dicen. Mas no era mi intención amonestar a las hembras, sino referir cuan mucho de las herejías de los tiempos presentes tiene por un peregrino casual su origen en la lujuria y el apetito carnal, según una simiesca, creo, propiedad, que supone que si la Iglesia lo prohibe, pues hagámoslo a la contra. ¿Que la Iglesia ordena circunspección? ¡Pues ponemos el culo al aire! ¿Que prescribe continencia y moderación? ¡Pues, venga, jodamos como los gatos en marzo! Los picardos y adamitas en Bohemia andan por completo en pelotas y fornican todos con todos, rebozados en el pecado como perros y no personas. Del mismo modo obraron los hermanos apostólicos, es decir, la secta de Segarelli. Los condormientes de Colonia, o sea «los que duermen juntos», coyuntan de cuerpo sin importar género ni parentesco. Los paternianos, llamados así a causa de su indigno apóstol, Paternus de Paphlagonia, no reconocen el sacramento del matrimonio, lo que no les estorba para entregarse a los más diversos de los deleites, en especial a aquéllos que hacen la concepción imposible.
– Interesante -habló Urban Horn pensativo.
Reynevan enrojeció, y Dorotea bufó, mostrando que la cosa no le era del todo ajena.
El carro dio un trompicón tan tremendo en un bache que el rabino Hiram se despertó y el cura Granciszek, que estaba a punto de lanzarse a un nuevo sermón, casi se mordió la lengua. Dorotea Faber le chasqueó al valaco, hizo restallar las riendas. El presbítero corrigió su posición en el pescante.
– Hubo y hay también otros -continuó- que pecan de la misma forma que los flagelantes, es decir, con devoción exagerada, los cuales están a sólo un paso de la desnaturalización y de la herejía. Como los parecidos a los flagelantes disciplinan, como los battuti, como los circumcelliones, como los bianchi, es decir, los blancos, como los humillados, los llamados hermanos de Lyon, como los joaquinitas. Y conocemos esto de los nuestros lares silesios también. Refiérame a los begardos de Swidnica y Nysa.
Aunque Reynevan tenían una opinión algo distinta de begardos y beguinas, movió afirmativamente la cabeza. Urban Horn no lo hizo.
– Los begardos -dijo sereno- llamados fratres de voluntaria paupertate, de pobreza voluntaria, podrían ser ejemplo para muchos clérigos y monjes. También bastantes servicios hubo para la sociedad. Basta con decir que fueron las beguinas y sus hospitales los que sofocaron la peste en el año sesenta, sin dejar que se extendiera la epidemia. Lo que significa que miles de personas se salvaron de la muerte. Cierto que buena paga recibieron las beguinas. Una acusación de herejía.
– Había entre ellos -reconoció el cura- indubitablemente muchas gentes piadosas y dispuestas al sacrificio. Mas había también cismáticos y pecadores. Muchos de los conventos de beguinas, y a la par esos tan alabados hospicios, resultaron ser nidos de pecado, blasfemia, herejía y obscenidad impía. Muchos de los begardos vagabundos también se dieron al mal.
– Podéis pensar lo que queráis.
– ¿Yo? -refunfuñó Granciszek-. Yo no soy más que un clérigo de Olawa común y corriente, ¿qué es lo que tengo yo que pensarme? A los begardos los condenó el concilio de Viena y el papa Clemente casi cien años antes del mi nacimiento. No estaba yo en el mundo cuando en el Año del Señor de mil trescientos treinta y dos la Inquisición descubriera entre las beguinas y los begardos prácticas tan pavorosas como el quebrantamiento de sepulturas y la profanación de cuerpos. No estaba yo en el mundo cuando en el setenta y dos, por gracia de nuevos edictos papales, se renovó la Inquisición en Swidnica. Las pesquisas, que demostraron la herejía de las beguinas y su relación con las cismáticas Hermandades del Libre Espíritu, con la repugnancia de los picardos y los turlupinos, a consecuencia de lo cual la duquesa viuda Agnes cerró los monasterios y conventos de Swidnica, y a los begardos y beguinas…
– A los begardos y beguinas -terminó Urban Horn- se los persiguió y hostigó por toda Silesia. Mas aquí con toda seguridad también te lavas las manos, clérigo de Olawa, porque sucedió antes de tu nacimiento. Sabe que también fue antes del mío. Lo que no me estorba para saber lo que sucedió de verdad. Que a la mayoría de los begardos y beguinas que aprehendieron se los mortificó en el potro. Que a los que sobrevivieron, se los quemó. Y un grupo bien grande, como suele pasar, salvó el pellejo denunciando a los otros, enviando a la tortura y la muerte a compañeros, amigos y hasta parientes cercanos. Algunos de los traidores abrazaron luego el hábito de los dominicos y mostraron verdadera pasión de neófito en la lucha contra la herejía.
– ¿Consideráis que eso es malo? -El clérigo lo miró con severidad.
– ¿Denunciar?
– Luchar contra la herejía con pasión. ¿Consideráis que es malo?
Horn se dio la vuelta en la silla, su rostro había cambiado.
– No intentes conmigo -susurró- tales juegos, pater. No seas, joder, como Bernardo de Gui. ¿Qué es lo que ganas con ponerme una trampa con tu pregunta tendenciosa? Mira a tu alrededor. No estamos en los dominicos, sino en los bosques de Brzezmierz. Si me siento amenazado, te meto una hostia y te tiro a un barranco. Y en Strzelin digo que te moriste por el camino de una repentina calentura de la sangre, de una subida de fluidos y humores.
El clérigo empalideció.
– Por suerte para ambos -terminó Horn con serenidad-, no se llegará a ello, porque yo no soy ni begardo ni herético ni sectario de la Hermandad del Libre Espíritu. Mas no intentes juegos de inquisidor conmigo, clérigo de Olawa. ¿De acuerdo? ¿Eh?
Felipe Granciszek no respondió, tan sólo afirmó con la cabeza varias veces.
Cuando se detuvieron para estirar las piernas, Reynevan no lo resistió. En un aparte, preguntó a Urban Horn por las causas de su acerba reacción. Al principio Horn ganas de hablar no tenía, se limitó a un par de insultos y a borbotar algo acerca de los malditos inquisidores de andar por casa. Viendo sin embargo que a Reynevan aquello no le bastaba, se sentó en un tronco caído, llamó a su perro.
– Todas estas sus herejías, Lanzarote -comenzó en voz baja- me importan a mí lo mismo que la nieve del año pasado. Aunque sólo un loco, y por tal no me tengo, no distinguiría que esto es signum temporis y que va siendo hora de sacar conclusiones. ¿Que puede ser necesario cambiar algo? ¿Reformar o algo así? Yo intento entenderlo. Y puedo comprender que se solivianten cuando escuchan que Dios no existe, que se puede y se debe hacer burla del Decálogo y que hay que adorar a Lucifer. Los entiendo cuando ante tales dictum aullan que es herejía. ¿Mas qué es lo que sucede? ¿Qué es lo que más los enoja? No la apostasía ni el ateísmo, no la negación de los sacramentos, no la revisión de los dogmas ni la negación de éstos, no la demonolatría. Lo que más les enrabia son las llamadas a la pobreza evangélica. A la humildad. Al sacrificio. Al servicio. A Dios y a los hombres. Enloquecen cuando alguien les exige que renuncien al poder y al dinero. Por eso se lanzaron con tanta furia sobre los bianchi, sobre los humillantes, sobre la hermandad de Gerhard Groóte, sobre las beguinas y begardos, sobre Hus. ¡Voto al diablo, milagro considero el que no quemaran a Poverello, a Francisco el de los pobres! Mas temo que a diario arde en algún lugar la hoguera y en ella algún anónimo y por nadie conocido ni sabido Poverello.
Reynevan asintió.
– Por eso me enfurezco así -terminó Horn.
Reynevan asintió de nuevo. Urban Horn lo miró atentamente.
– He hablado de más -bostezó-. Y tales pláticas pueden ser peligrosas. Más de uno ya se ha ahorcado, como dicen, con su propia lengua… Mas yo confío en ti, Lanzarote. Y no sabes ni siquiera por qué.
– Claro que lo sé. -Reynevan sonrió forzadamente-. Pues si tuvieras alguna sospecha de que te voy a denunciar, me darías una hostia y en Strzelin dirías que me he muerto de una repentina subida de fluidos y humores.
Urban Horn sonrió. Con sonrisa de lobo.
– ¿Horn?
– ¿Sí, Lanzarote?
– No es difícil distinguir que eres hombre de mundo y conocimiento. ¿No sabrás por casualidad qué nobles tienen posesiones en los alrededores de Brzeg?
– ¿Y por qué esa curiosidad? -Los ojos de Urban Horn se entrecerraron-. ¿Tan peligrosa en los tiempos que corren?
– Por lo normal. Curiosidad.
– Por supuesto. -Horn alzó la comisura de la boca en una sonrisa, pero de sus ojos no desapareció en absoluto un brillo de sospecha-. En fin, satisfaré tu curiosidad en la medida de mis modestas posibilidades. ¿En los alrededores de Brzeg, dices? Konradswald pertenece a los Haugwitz, Jancowice pertenece a los Bischofsheim, Hermsdorf es propiedad de los Gall… Schónau, por lo que sé, es la sede del copero Bertold de Apolda…
– ¿Alguno tiene una hija? Joven, rubia…
– Hasta ese punto -lo cortó Horn- no llegan mis conocimientos. Y no deben. Y a ti también te lo aconsejo, Lanzarote. Los señores caballeros pueden soportar la curiosidad normal, pero no les gusta para nada el que alguien se interese demasiado por sus hijas. Y sus mujeres…
– Lo entiendo.
– Me alegro.