En el que nuestros héroes, liberados de la Narrenturm, son libres, aunque, como resulta, no del todo. Toman parte en acontecimientos históricos, o más concretamente, en pegar fuego a algunas aldeas y pueblos. Luego Sansón salva lo que se puede, luego pasan cosas diversas, hasta que por fin los héroes se van. Su camino, para usar la metáfora del poeta, les conduce in parte ove non é che luca.
La nieve que yacía sobre los tejados saltaba a los ojos con su blanco cegador. Reynevan se torció, si no hubiera sido por el brazo de Sansón, se habría caído por las escaleras en un santiamén. Desde el hospicio les llegaban gritos y el estampido de los disparos. La campana de la iglesia del hospital se quejaba dolorosamente, tocaban también a rebato todos los santuarios de Frankenstein.
– ¡Más rápido! -gritó Halada-. ¡A la puerta! ¡Cubrios! ¡Están disparando!
Disparaban. La flecha de una ballesta silbó por encima de sus cabezas, destrozó una tabla. Encogiéndose, corrieron hacia el patio. Reynevan se tropezó, cayó de rodillas en un barro mezclado con sangre. Junto a la puerta y cerca del hospital yacían unos cadáveres: algunos caballeros del Santo Sepulcro, algunos servidores, algunos soldados de la Inquisición, al parecer dejados por Gregorio Hejncze.
– ¡Más deprisa! -los apremió Tybald Raabe-. ¡A los caballos!
– ¡Aquí! -les salió un jinete bohemio vestido con armadura, con una tea en la mano, tiznado y ahumado como el diablo-. ¡Presto, presto!
Tomó impulso y lanzó la tea sobre el tejado de paja de la casa. La tea rebotó sobre la paja mojada, se apagó en el barro. El bohemio lanzó una maldición.
Olía a humo y fuego, las llamas restallaban por encima de los tejados del establo, algunos bohemios sacaban de allí unos caballos que daban patadas. De nuevo sonó el estampido de flechas, se oyeron gritos, un golpeteo de cascos, se luchaba, por lo que se podía discernir, junto a la iglesia del hospital. Precisamente desde la iglesia, desde las espilleras de la torre y de las ventanas del coro, alguien disparaba con ballestas y arcabuces, poniendo por objetivo todo lo que se moviera.
A la entrada del edificio del medicinarium, que estaba ardiendo, yacía un hermano del Santo Sepulcro apoyado en la pared. Era el hermano Tranquilus. El hábito mojado ardía lentamente y humeaba. El monje sujetaba su barriga con las dos manos, entre los dedos manaba abundante sangre. Tenía los ojos abiertos, miraba directamente al frente, pero de seguro que ya no veía nada.
– Rematadlo -ordenó Halada.
– ¡No! -El agudo grito de Reynevan detuvo a los husitas-. ¡No! ¡Dejadlo!
«Está muriendo… -añadió más bajo, viendo las miradas amenazadoras y enfurecidas-. Dejadle morir en paz.
– Y cuanto más -dijo el jinete tiznado- que el tiempo apremia, no hay por qué perderlo con un medio muerto. ¡Venga, venga, a caballo!
Reynevan, aún como en sueños o en trance, saltó a la silla del caballo que se le ofrecía. Scharley, que iba a su lado, le dio con la rodilla.
Ante él estaban las anchas espadas de Sansón, al otro lado tenía a Urban Horn.
– Ten cuidado -le susurró Horn, precisamente- de con quién las tienes. Éstos son Huérfanos de Hradec Králové. Con ellos no hay bromas…
– Es que era el hermano Tranquilus…
– Sé quién era.
Se lanzaron contra la puerta, directamente hacia el humo. Ardían y crepitaban en llamas el molino del hospital y las chozas a su alrededor. En la ciudad seguían sonando las campanas, las murallas estaban llenas de personas.
Se les unieron más jinetes, dirigidos por un bigotudo con cuirboulli y capucha de malla.
– ¡Allí -el bigotudo señaló la iglesia-, casi desencajadas ya andaban las puertas! ¡Y había lo que saquear! ¡Hermano Brázda! ¡Dos padrenuestros más y listos!
– Dos padrenuestros más -el llamado Brázda, el tiznado, señaló a las murallas de la ciudad- y éstos se habrían por fin dado cuenta de cuántos somos en verdad. Entonces saldrían y en parecido lapso de tiempo nos finiquitan. ¡A caballo, hermano Velek!
Se lanzaron al galope, salpicando barro y aplastando la nieve. Reynevan ya se había recuperado lo suficiente para poder contar a los bohemios y le había salido que habían atacado Frankenstein una veintena. No sabía si debía admirar más su bravura y bizarría o asombrarse del tamaño de los destrozos que habían sido capaces de organizar aquel puñado de hombres. Aparte de los edificios del hospicio y del molino del hospital, el fuego estaba devorando la choza de los tinteros en las orillas del Budzówka, ardían también las casetas junto al puente y los establos de delante de las puertas, casi en la misma puerta de Klodzko.
– ¡Hasta la vista! -El llamado Velek, el bigotudo con el cuirboulli, se dio la vuelta, amenazó con el puño a los burgueses reunidos en las murallas-. ¡Hasta la vista, papistas! ¡Ya volveremos!
Desde las murallas le respondieron unos disparos y gritos. Unos gritos muy guerreros y valientes: los habitantes de la villa ya habían alcanzado también a contar a los husitas.
Galopaban como locos, sin ahorrar para nada esfuerzo a los caballos. Aunque parecía una estupidez total, fue, como resultó, parte del plan. Habiendo recorrido a una velocidad imponente una distancia de cerca de milla y media, llegaron a las montañas de Sowa, a Srebrna Góra, donde entre lo espesura del bosque los estaban esperando cinco jóvenes husitas y caballos de refresco. Para los antiguos prisioneros de la Narrenturm se halló vestimenta y equipo. También se halló un poco de tiempo, entre otras cosas, para conversar.
– ¿Sansón? ¿Cómo nos encontraste?
– No fue fácil. -El gigante tiró de las cinchas-. Tras vuestro arresto desaparecisteis como un sueño. Intenté enterarme, pero en vano, nadie quiso hablar conmigo. No sé por qué. Por suerte, si no querían hablar conmigo, al menos lo hacían ante mí, sin inmutarse ante mi presencia. De algunos de aquellos rumores podía inferirse que se os había llevado a Swidnica, de otros, que a Wroclaw. Por entonces apareció don Tybald Raabe, conocido de Kromolin. Duró un poco hasta que conseguimos ponernos de acuerdo, al principio me tomó, ja, por un retrasado mental. Un idiota, se entiende.
– Ya podíais olvidarlo, don Sansón -dijo con leves remordimientos el goliardo-. Ya discutimos esta cuestión, para qué volver a ella. Y como tenéis aspecto, con perdón, de…
– Todos sabemos -lo interrumpió con voz fría Scharley, al tiempo que acortaba las cinchas- qué aspecto tiene Sansón. Estamos escuchando lo que pasó luego.
– Don Tybald Raabe -la boca de tonto de Sansón se torció en una sonrisa- no se escapó a los estereotipos. Por una parte rechazó conversar conmigo despreciativamente, por otra menospreció mi presencia hasta tal punto que siguió hablando delante de mí. Con diversas personas y de diversos asuntos. Muy pronto dime cuenta de quién era don Tybald Raabe. Y le di a entender que lo sabía. Y cuánto sabía.
– Así fue, señor. -El goliardo enrojeció, turbado-. Oy, me llené yo entonces de miedo… Mas la cosa… aclaróse… pronto…
– Aclaróse, aclaróse -lo interrumpió Sansón, sereno- que don Tybald tenía conocencias. Entre los husitas de Hradec Králové. Para ellos, pues, como de seguro ya os habéis imaginado, trabaja como espía y emisario.
– Vaya una coincidencia. -Scharley mostró sus dientes en una sonrisa-. Y vaya un montón de…
– Scharley -lo cortó, desde su caballo, Urban Horn-. No le des más vueltas al tema. ¿Vale?
– Vale, vale. Sigue hablando, Sansón. ¿Cómo sabías dónde buscarnos?
– Esto es cosa curiosa. Hace unos días, en una posada cerca de Broumovo, se acercó a mí un joven. Algo raro. Sabía sin duda alguna quién era yo. Por desgracia, al principio no pudo extraer de sí nada excepto la frase, cito: «Para que abras ojos de ciegos, para que saques de la cárcel a los presos, y de casas de prisión a los que están de asiento en tinieblas».
– ¡Isaías! -se asombró Reynevan.
– Cierto. Pasaje cuadragésimo segundo, verso séptimo.
– No me refiero a eso. Él se llamaba así… Así lo llamábamos… ¿Y él os ha… dirigido a la Torre de los Locos?
– No digo que me haya asombrado demasiado.
– Y entonces -dijo al cabo Scharley con énfasis y ampulosidad- los husitas de Hradec cabalgaron en atrevida carga hacia la tierra de Klodzko hasta alcanzar Frankenstein, distante seis millas de la frontera, prendieron fuego a media villa, conquistaron el hospicio de los hermanos del Santo Sepulcro y la Narrenturm. Y todo ello, si he oído bien, sólo por nosotros dos. Por mí y por Reynevan. Ciertamente, don Tybald Raabe, no sé cómo agradecéroslo.
– Las razones -el goliardo carraspeó- habrán de aclararse pronto. Paciencia, señores.
– La paciencia no es una de mis mayores virtudes.
– Habréis de trabajar un tanto en la tal virtud -dijo con voz fría el bohemio llamado Brázda, el caudillo de la partida, que se había acercado y detenido el caballo junto a ellos-. Los motivos por los que os sacáramos del trullo se os aclararán cuando llegue el momento. No antes.
Brázda, como la mayoría de los bohemios de la partida, llevaba un cáliz cortado de roja tela en el pecho. Pero era el único que se había añadido el escudo husita directamente en el escudo que se veía encima de su sobrevesta: unas escaleras de asalto de sable sobre campo de oro.
– Soy Brázda de Klinstejn, de la familia de los Ronovic -confirmó sus suposiciones-. Y ahora se acabaron las pláticas, al camino. El tiempo apremia. ¡Y estamos en territorio enemigo!
– Cierto -se mostró de acuerdo, burlonamente, Scharley-, es peligroso portar cálices en el pecho por estos lares.
– Al contrario -le respondió Brázda de Klinstejn-. Tal señal guarda y protege.
– ¿De verdad?
– Si hay ocasión, vos mismo lo comprobaréis.
La ocasión la hubo bien pronto.
Sobre los caballos de refresco la partida atravesó rápidamente el paso de la Plata, tras él, cerca de la aldea de Ebersdorf, se toparon de bruces con un destacamento armado, formado por ballesteros y caballeros con armadura. El destacamento contaba con al menos treinta personas y viajaba bajo un pabellón rojo adornado con una cabeza de cordero, el escudo de los Haugwitz.
Y ciertamente, Brázda de Klinstejn tenía razón por completo. Haugwitz y sus gentes aguantaron en el sitio sólo hasta el momento en que reconocieron con quién tenían que vérselas. Luego, caballeros y ballesteros dieron la vuelta a los caballos y huyeron a un galope tal que el barro salpicaba denso bajo los cascos.
– ¿Y qué decís a la señal del Cáliz? -Brázda se volvió hacia Scharley-. ¿No funciona mal, no es cierto?
No se podía polemizar con ello.
Galoparon, obligando todavía a los caballos a un gran esfuerzo. En su loco galope, se tragaban copos de la nieve que estaba comenzando a caer.
Reynevan estaba seguro de que iban hacia Bohemia, de que al pasar el valle de Scinawki doblarían e irían río arriba, hacia la frontera, por el camino que conducía directamente hacia Broumovo. Se asombró cuando la partida siguió galopando a través de una depresión hacia las montañas de Stolowy que se veían azuladas al suroeste. No sólo él se asombró.
– ¿Adonde vamos? -Urban Horn gritó por encima de la velocidad y la nieve-. ¡Eh! ¡Halada! ¡Señor Halada!
– ¡Radków! -gritó Halada.
– ¿Para qué?
– ¡Ambrós!
Radków, que Reynevan no conocía porque no había estado nunca por allí, resultó ser una pequeña ciudad muy agradable, que se extendía pintoresca a los pies de unas montañas erizadas de bosques. Sobre el anillo de las murallas se alzaban unos tejados rojos, se disparaba hacia el cielo la esbelta torre de una iglesia. La vista habría sido hermosa de no ser por el hecho de que sobre la villa se elevaba una enorme columna de humo.
Radków estaba siendo asediada.
El ejército reunido junto a Radków contaba con más de mil guerreros, sobre todo infantería, armada principalmente, como se veía, de todo tipo de arma arrojadiza: desde el más simple dardo hasta la bisarma de complicado manejo.
Al menos la mitad de los soldados estaban provistos de ballesta y arma de fuego. Había también artillería, delante de la puerta de la ciudad se había colocado una bombarda de mediano tamaño, escondida tras una barricada, y en los huecos por entre los escudos había arcabuces y culebrinas.
El ejército, aunque tenía un aspecto amenazador, estaba quieto como una estantigua, como si lo hubieran encantado, en silencio, inmóvil. El conjunto recordaba a una pintura, a un tableau. El único acento de movilidad eran los puntos negros de los cuervos que giraban en el cielo gris. Y la nube de humo que se retorcía sobre la ciudad, aquí y allí salpicada por las lenguas rojas de las llamas.
Entraron al trote por entre los carros. Reynevan vio de cerca por primera vez en su vida los famosos carros de guerra husitas, los contempló con interés, asombrándose de su hábil construcción de trampas de crudas tablas que en caso de necesidad podían alzarse y transformar el vehículo en un verdadero bastión.
Los reconocieron.
– Don Brázda -lo saludó breve un bohemio vestido con media armadura y un gorro de piel, con el obligatorio entre los rangos superiores cáliz rojo en el pecho-. El noble señor hidalgo Brázda por fin se digna acudir con la élite de sus nobles caballeros. En fin, más vale tarde que nunca.
– No pensé -Brázda de Klinstejn se encogió de hombros- que os iría tan fácil. ¿Ya se acabó? ¿Se han rendido?
– ¿Y qué pensabas? Por supuesto que se han rendido, ¿quién y con qué se iba a defender aquí? Bastó con quemar algunos tejados y al punto comenzaron a pactar. Ahora apagan los incendios y el reverendo Ambrós está recibiendo a su embajada en este momento. Por ello habréis de esperar.
– Si hay que esperar, se espera. Desmontad, muchachos.
Hacia el cuartel de mando del ejército husita se encaminaron a pie ya en un pequeño grupo, de los bohemios no iban más que Brázda, Halada y el bigotudo, Velek Chrasticky. Por supuesto, los acompañaban Urban Horn y Tybald Raabe.
Llegaron al mismo final de las negociaciones. Los enviados radkowianos se iban en aquel preciso momento, unos pálidos y asustados burgueses se retiraban, mirando con miedo a su alrededor y apretando los gorros. Por sus gestos se podía concluir que no habían conseguido mucho.
– Será como de costumbre -valoró en voz baja el bohemio del gorro de piel-. Las mujeres y los niños saldrán de inmediato. Los hombres, para salir, tendrán que pagar rescate. Y también pagar rescate por la villa, que si no, será reducida a cenizas. Además…
– Deberán ser entregados todos los curas papistas -añadió Brázda, que a todas luces también tenía práctica-. Y todos los huidos de Bohemia. Ja, resulta que al final no tenía por qué haberme apresurado. La salida de las hembras y la recolección del rescate llevará su tiempo. No nos iremos de aquí tan presto.
– Vayamos ante Ambrós.
Reynevan recordaba las pláticas que sobre el antiguo preboste de Hradec Králové habían tenido Scharley y Horn. Recordaba que lo habían tachado de fanático, extremista y radical, sobresaliendo en fanatismo y falta de escrúpulos incluso entre los más radicales y más fanatizados taboritas. Así que esperaba encontrarse a un tribuno pequeño, delgado como un palo, de ojos ardientes, agitando las manos y gritando manifiestos rebosantes de saliva y demagogia. En cambio se encontró a un donoso hombre de escasos movimientos, vestido con un traje negro que recordaba a un hábito pero más corto, que dejaba al descubierto unas botas altas. El hombre llevaba una barba ancha como una espátula, que le llegaba casi hasta el cinturón, del que colgaba una espada. Pese a aquella espada, la figura del sacerdote husita se presentaba más bien bonachona. Y jovial. Puede que aquella impresión la produjeran su frente alta y clara, sus cejas pobladas y la citada barba, gracias a la cual Ambrós tenía un poco el aspecto del Dios Padre de los iconos bizantinos.
– Don Brázda -los saludó bastante cordialmente-. En fin, más vale tarde que nunca. La expedición, por lo que veo, concluyó con buenos resultados. ¿Sin pérdidas? Bien, bien. ¿Y el hermano Urban Horn? ¿De qué nube nos ha caído?
– De una negra -respondió Horn, ácido-. Gracias por el rescate, hermano Ambrós. No llegó ni un minuto demasiado pronto.
– Contento estoy, contento. -Ambrós asintió con la barba-. Y otros estarán contentos también. Cuando nos alcanzó la nueva, nosotros ya os lloramos. Pues difícil es escapar a las garras de los obispos. Ciertamente, antes el ratón de las del gato. En pocas palabras, bien estuvo… Aunque verdad es que no fue por ti por quien mandara yo la partida a Frankenstein.
Dirigió sus ojos hacia Reynevan, y Reynevan sintió frío en la espalda. El sacerdote guardó silencio largo tiempo.
– El joven señor Reinmar de Bielau -afirmó por fin-. El hermano de Peter de Bielau, verdadero cristiano, que tanto hizo por la causa del Cáliz. Y que su vida dio por la causa.
Reynevan se inclinó sin decir palabra. Ambrós volvió la cabeza, durante un largo instante clavó sus ojos en Scharley. Duró un tanto, hasta que Scharley bajó los ojos con humildad, y de todas formas se podía observar que los había bajado sólo por diplomacia.
– Don Scharley -dijo por fin el preboste de Hradec-. Quien no deja a nadie solo en apuros. Cuando Peter von Bielau moría a manos de los papistas, don Scharley salvaba a su hermano, sin cuidarse del peligro al que él mismo se exponía. Cierto, raro en estos tiempos ejemplo de honor. Y de amistad. Porque como dice al fin y al cabo el viejo proverbio bohemio: v nouzi poznas pritele.
«Por su parte, don Reinmar -continuó Ambrós-, por lo que oímos, pruebas da de verdadero amor fraternal, siguiendo las huellas del hermano, como él, dando testimonio de la verdadera fe, enfrentándose con bravura a los errores e injusticias de Roma. Como toda persona recta y creyente, se pone de parte del Cáliz, y rechaza tanto a la corrupta Roma como al diablo. Esto hablará en vuestro favor. Al fin y al cabo ya ha hablado, Reinmar y don Scharley. Cuando el hermano Tybald contó que los perros del infierno os habían enterrado en el agujero, no lo dudé ni un momento.
– Gracias mil.
– Vos las merecéis. Porque al cabo es gracias a vosotros que el dinero por el que el obispo de Wroclaw, granuja y herético, quería comprar nuestra muerte, servirá a la nuestra, la justa causa. Vosotros lo sacaréis ahora del escondrijo y nos lo daréis a nosotros, los verdaderos cristianos. ¿Eh? ¿O no?
– ¿Di… dinero? ¿Qué dinero?
Scharley suspiró en voz baja. Urban Horn tosió. Tybald Raabe carraspeó. El rostro de Ambrós se paralizó.
– ¿Burla de mí hacéis?
Reynevan y Scharley agitaron la cabeza negando y de sus ojos surgió tanta santa inocencia que el sacerdote se mitigó. Pero sólo un poco.
– ¿Debo entender entonces -arrastró las palabras- que no fuisteis vosotros? ¿No fuisteis vosotros quienes robas… quienes acometisteis la expropiación del recaudador de impuestos? ¿Para nuestra causa? Ja. Es decir, que no fuisteis vosotros. Entonces hay alguien que habrá de dar explicaciones. ¡Esclarecerlo! ¡Señor Raabe!
– Yo no dije… -balbuceó el goliardo- que fueran ellos precisamente. Dije que era posible… Que muy probable…
Ambrós se enderezó. Los ojos le ardieron como a un loco, en el rostro, en los lugares que la barba dejaba al descubierto, se le había arremolinado la sangre y le daba un color como el gaznate de un pavo. Durante un momento, el preboste de Hradec tuvo el aspecto no de un Dios Padre sino de un Zeus Señor del Rayo. Todos se encogieron esperando oír el trueno. Pero el sacerdote se tranquilizó enseguida.
– Dijiste -arrastró las palabras- algo por completo distinto. Oh, me engatusaste, hermano Tybald, me arrastraste al error. Para que enviara los soldados a Frankenstein. ¡Puesto que sabías que de otro modo no los habría enviado!
– V nouzi -terció Scharley en voz baja- poznas pritele.
Ambrós lo midió con los ojos, no dijo nada. Luego se volvió hacia Reynevan y el goliardo.
– Debiera ordenar -ladró- que a todos vosotros, amigos, se os tendiera en el potro uno tras otro, puesto que todo este asunto con el alcabalero y sus dineros me huele a mí mucho a podrido. Y vosotros todos me parecéis a mí, con perdón, embaucadores. Ciertamente, debiera mandaros al verdugo a todos, tal y como aquí estáis.
«Pero -el sacerdote clavó sus ojos en Reynevan- en recuerdo a Peter de Bielau no lo haré. En fin, habré de lamentarme por el dinero del obispo, se ve que no me estaba destinado. Mas con vosotros estoy en paz. Fuera de mi vista. Idos de aquí, al diablo.
– Venerable hermano. -Scharley carraspeó-. Dejando aparte el equívoco… Contábamos…
– ¿Con qué? -bufó Ambrós en su barba-. ¿Que os iba a permitir uniros a nosotros? ¿Que os tomaría bajo el ala? ¿Que os llevaría seguros en dirección a Bohemia, a Hradec? No, don Scharley. Os aprisionó la Inquisición. Quien ha estado en prisiones bien puede haber sido trabajado. En pocas palabras, que podéis ser espías.
– Nos insultáis.
– Mejor insultaros a vos que a mi razón.
– Hermano -descargó la tensión, al acercarse, uno de los caudillos husitas, un simpático gordo con aspecto de mendicante o de charcutero-. Hermano Ambrós…
– ¿Qué pasa, hermano Hlusicka?
– Los burgueses han traído el rescate. Se van, como estaba acordado. Primero las hembras con los crios.
– El hermano Velek Chrasticky -Ambrós hizo un gesto con la mano- tomará a unos soldados a caballo y patrullará los alrededores de la villa para que nadie escape. Los demás conmigo, todos. Todos, he dicho. Al señor de Klinstejn le entrego provisionalmente la vigilancia sobre nuestros… huéspedes. ¡Adelante, vamos!
Ciertamente, desde la puerta de Radków iba saliendo una columna de gente, llena de miedo y vacilación, que iba atravesando la hilera de erizadas hojas husitas. Ambrós y su estado mayor se detuvieron al lado, escrutaron a los que salían. Atentamente. Reynevan sintió que se le erizaban los cabellos en el cuello. Tenía un presentimiento terrible.
– Hermano Ambrós -preguntó Hlusicka-. ¿Vais a predicarles?
– ¿A quiénes? -El sacerdote se encogió de hombros-. ¿A esa morralla de alemanes? Éstos no entienden cristiano y a mí no me da la gana de hablar en su pagano, porque… ¡Vaya! ¡Allí! ¡Allí!
Sus ojos cobraron un brillo de ave de rapiña, el rostro se quedó paralizado de improviso.
– ¡Allí! -gritó, señalando-. ¡Allí! ¡Cogedla!
Señaló a una mujer cubierta con un amplio manto, que llevaba un niño. El niño se retorcía y lloraba espasmódicamente. Los soldados se acercaron, disolvieron a la multitud con las astas de las bisarmas, aferraron a la mujer, le quitaron el manto.
– ¡No es una mujer! ¡Es un hombre vestido de moza! ¡Un cura! ¡Un papista! ¡Un papista!
– ¡Traedlo acá!
El sacerdote arrastrado y obligado a ponerse de rodillas temblaba de miedo y bajaba la cabeza con espasmos. Así que lo obligaron a mirar a Ambrós. Pero incluso entonces cerraba los párpados y los labios se le movían en silenciosa oración.
– Vaya, vaya. -Ambrós puso los brazos en jarras-. Qué beatas más amorosas. Para salvar a su curilla no sólo le han dado pingos de moza sino hasta un rapaz. Vaya un sacrificio. ¿Quién eres tú, curato?
El sacerdote apretó los párpados aún más.
– Es Nicolás Megerlein -habló uno de los campesinos que acompañaba al estado mayor husita-. Preboste de la parroquia local.
Los husitas murmuraron. Ambrós enrojeció, tomó aire con fuerza.
– El padre Megerlein -dijo con énfasis-. Ahí es nada. Vaya una suerte. Soñábamos con este encuentro. Desde el último raid del obispo a la tierra de Trutnov. Esperábamos mucho de este encuentro.
«¡Hermanos! -se enderezó-. ¡Mirad! ¡He aquí al perro de la puta de Babilonia! ¡La mortal herramienta en manos del obispo de Wroclaw! ¡Aquél que perseguía la verdadera fe, que enviaba a los buenos cristianos al martirio y el sufrimiento! ¡Quien en Vízmburk con sus propias manos derramara sangre inocente! ¡Dios lo ha puesto en nuestras manos! ¡Nos lo ha dado para castigar el mal y la injusticia!
«¿Oyes, curato maldito? ¿Asesino? ¿Qué haces, cierras los ojos a la verdad? ¿Cierras los oídos como la víbora áspid de la Biblia? Ja, cerdo hereje, tú con toda seguridad no conoces la Palabra, no la has leído, ¡tú sólo tienes por cierto lo que te dice tu lujurioso obispo, tu pervertida Roma y tu Papa anticristo! ¡Y tus blasfemas imágenes doradas! ¡Ahora yo, puerco, te enseñaré la palabra de Dios! ¡Apocalipsis de San Juan, catorce, nueve: si alguno adora a la bestia y a su imagen, y toma la señal en su frente, o en su mano, éste también beberá del vino de la ira de Dios! ¡Y será atormentado con fuego y azufre! ¡Con fuego y azufre, papista! ¡Eh, venid acá! ¡Agarradlo! ¡Y empajadlo! Sí, como hicimos con los monjes de Beroun y Prachatice.
Unos cuantos husitas cogieron al preboste. Éste vio lo que traían otros y comenzó a gritar. Le dieron con el asta de un hacha en el rostro, se calló, se quedó colgado de las manos que lo sujetaban.
Sansón hizo un rápido movimiento, pero Scharley y Horn lo agarraron al momento. Viendo que dos podían ser pocos, Halada se apresuró a ayudarlos.
– Calla -le susurró Scharley-. Por Dios, calla, Sansón…
Sansón volvió la cabeza y lo miró a los ojos.
El preboste Megerlein fue rodeado por dos haces de paja. Después de pensarlo, se añadieron dos más, tales que la cabeza del clérigo se escondió por completo bajo las gavillas. Todo el conjunto se enlazó fuerte y con mucho cuidado a base de cadenas. Y se le prendió fuego por varias partes. Reynevan se sintió mal. Se dio la vuelta.
Escuchó un grito loco, inhumano, pero no vio cómo la muñeca de fuego corría, tropezándose, por la limpia nieve, a través de un túnel de husitas que la empujaban con lanzas y alabardas. Ni cómo caía por fin, retorciéndose y girando entre el humo y las chispas.
La paja ardiendo no produce suficiente temperatura para matar a un ser humano. Pero produce la suficiente como para convertir a un ser humano en algo poco parecido a un ser humano. En algo que se retuerce en convulsiones y aulla inhumanamente, aunque no tenga labios. Algo que hay que matar por fin misericordiosamente a golpes de maza y hacha.
En la multitud de los radkowianos gritaban las mujeres, lloraban los niños. De nuevo hubo allí un alboroto y al cabo trajeron ante Ambrós y lanzaron de rodillas a otro sacerdote, un anciano delgadillo. Éste no iba disfrazado. Pero temblaba como una hoja. Ambrós se inclinó hacia él.
– ¿Uno más? ¿Quién es?
– El padre Straube -se apresuró con las apropiadas aclaraciones el aldeano delator-. El antiguo preboste. Antes de Megerlein…
– Aja. Es decir, un curato emeritus. ¿Qué, abuelo? La vida terrenal, veo, se te finaliza ya. ¿No es hora de pensar en la eterna? ¿En dejar y rechazar los errores y pecados papistas? Pues no serás salvado si persistes en ellos. Ya viste qué se le hizo a tu confráter. Acepta el Cáliz, jura los cuatro artículos. Y serás libre. Hoy y para toda la eternidad.
– ¡Señor! -balbuceó el viejecillo, cayendo de rodillas y juntando las manos-. ¡Buen señor! ¡Piedad! ¿Qué queréis? ¿Que reniegue? Pues si ésta es la mi fe… Al fin… Pedro… Antes que cantara el gallo… Yo no puedo… Dios mío, ten piedad… ¡No puedo!
– Lo entiendo. -Ambrós movió la cabeza-. No lo alabo, pero entiendo. En fin, Dios nos mira a todos. Seamos misericordiosos. ¡Hermano Hlusicka!
– ¡A vuestro servicio!
– Seamos misericordiosos. Sin sufrimiento.
– ¡A la orden!
Hlusicka se acercó a uno de los husitas, le tomó el mayal. Y Reynevan por primera vez en su vida vio en acción aquel instrumento que ya en general se relacionaba tanto con los husitas. Hlusicka enrolló el mayal, lo hizo girar, y con todas sus fuerzas golpeó al padre Straube en la cabeza. Bajo el golpe del palo de hierro el cráneo reventó como una cacerola, salpicando sangre y sesos.
Reynevan sintió cómo se doblaban las rodillas. Vio cómo el rostro de Sansón Mieles palidecía, vio cómo las manos de Scharley y de Urban Horn volvían a aferrar los hombros del gigante.
Brázda de Klinstejn no apartaba los ojos del cuerpo carbonizado y humeante del preboste Megerlein.
– Miegerlin -dijo de pronto, acariciándose la barbilla-. Miegerlin. No Megerlein.
– ¿Qué?
– El curato que estaba con el obispo Conrado en el raid de la tierra de Trudnov se llamaba Miegerlin. Y este de aquí era Megerlein.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que el curilla era inocente.
– Eso no es nada -habló de pronto Sansón Mieles con voz sorda-. Nada de nada. Dios de seguro que lo reconoce. Dejémoselo a Él.
Ambrós se volvió bruscamente, clavó en él sus ojos, lo contempló largo rato. Luego miró a Reynevan y Scharley.
– Bienaventurados los pobres de espíritu -dijo-. A veces un ángel habla por boca de los simples. Mas tened con él cuidado. Alguien podría pensar que el tonto sabe lo que dice. Y si fuera ese alguien menos comprensivo que yo soy, mal se acabaría. Tanto él como sus señores.
»Y además -añadió-, este idiota tiene razón. Dios juzgará, separará la paja del grano, los inocentes de los pecadores. Al cabo, ningún cura papista deja de ser pecador. Todo servidor de Babilonia merece castigo. Y la mano de un cristiano verdadero…
Su voz creció, tronó cada vez más potente, se elevaba sobre las cabezas de los soldados, revoloteaba, parecía, sobre el humo que, todavía, pese a haber apagado los incendios, se retorcía sobre la villa. De ella, una vez rendido el rescate, salía una larga fila de huidos.
– ¡La mano de un verdadero cristiano no puede temblar cuando castiga a un pecador! Porque el mundo es la tierra, la buena semilla son los hijos del reino de Dios, las malas yerbas los hijos del Malo. De modo que así como se arrancan las malas yerbas y se queman, así será en el fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles: éstos habrán de arrancar de Su reino todo lo malo y a aquéllos que hayan cometido injusticia los echarán en un horno ardiendo. Allí se verá el llanto y el crujir de dientes.
La masa de los husitas gritó y aulló, brillaron las alabardas alzadas, ondearon los chuzos, los bieldos y los mayales.
– Y el humo de su tormento -tronó Ambrós, señalando a Radków-. ¡El humo de su tormento se elevará por los siglos de los siglos y no tendrán descanso ni de día ni de noche los adoradores de la Bestia y de su imagen!
Se dio la vuelta, ya más calmado.
– Y vosotros -dijo a Reynevan y Scharley- ahora tenéis ocasión de convencerme de vuestras verdaderas intenciones. Ya visteis lo que hacemos con los curas papistas. Os prometo que esto no es nada en comparación con lo que les espera a los espías de los obispos. Para éstos no tenemos piedad, ni siquiera si son hermanos legítimos de Peter de Bielau. ¿Entonces qué? ¿Seguís mendigando ayuda, queréis uniros a mí?
– ¡No somos espías -estalló Reynevan-. ¡Vuestras sospechas son insultantes! ¡Y nosotros no mendigamos ayuda! ¡Al contrario, nosotros os podemos ayudar! ¡Aunque no fuera más que por la memoria de mi hermano, del que mucho se oye aquí, pero sólo palabras vacías! Ya que lo queréis, os probaré que estoy más cerca de vos que del obispo de Wroclaw. ¿Qué decís a la información de que se prepara una traición? ¡Unos atentados! A vos, entre otros…
Los ojos de Ambrós se hicieron pequeños.
– ¿A mí? ¿Entre otros? ¿Entre quiénes, si me es dado preguntar?
– Sé -Reynevan fingió que no veía las señales desesperadas ni los gestos de Scharley-. Sé de un complot que tiene por objeto el acabar con los dirigentes de Tabor. Han de ser muertos: Bohuslav von Svamberk, Jan Hvezda von Vicemilice…
Un rumor surgió de pronto del estado mayor de Ambrós. El sacerdote no apartaba los ojos de Reynevan.
– Ciertamente -dijo por fin-. Una información interesante. Ciertamente, joven señor de Bielau, merece la pena que se os lleve a Hradec.
Mientras el ejército husita se ocupaba en un rápido, activo e intenso pillaje de la villa de Radków, Brázda de Klinstejn, Velek Chrasticky y Oldrich Halada le aclaraban a Reynevan y Scharley de qué se trataba. -Jan Hvezda de Vicemilice, hetmán de Tabor -contó Brázda- se despidió de este mundo el último día de octubre -aclaró-. Y su lugarteniente, el noble señor Bohuslav de Svamberk, dio el alma a Nuestro Señor no hace ni una semana.
– No me digáis -Scharley frunció el ceño- que ambos cayeron víctimas de asesinos.
– Ambos murieron a consecuencia de las heridas recibidas en la lucha. A Hvezda lo hirió una flecha en el rostro junto a Miada Vozice, en la vigilia de San Lucas, murió poco después. Don Bohuslav fue herido durante la lucha por la ciudad austríaca de Retz.
– Así que no fueron atentados -Scharley hizo un gesto burlón-, sino muertes que para los husitas son casi naturales.
– No del todo. Ya dije que uno y otro murieron algún tiempo después de ser heridos. ¿No se hubieran a lo mejor curado? A no ser que, pongamos, alguien algún veneno les diera. Extraño cúmulo de circunstancias, reconoced: dos grandes caudillos taboritas, ambos herederos de Zizka, mueren el uno tras el otro, en apenas un mes…
– Gran menoscabo es para el Tabor -dijo Velek Chrasticky-. Y para los enemigos nuestros grande es ganancia, tan grande que ya antes hubo sospecha… Y ahora, tras las revelaciones del joven señor de Bielau, ha de aclararse del todo la cosa. Completamente aclarada.
– Claro. -Scharley asintió, en apariencia con seriedad-. Tan importante es que, si surge la necesidad, se le mete al joven señor de Bielau en torturas. Puesto que nada, como es sabido, aclara mejor las cosas que el hierro al rojo.
– Anda con vos. -Brázda sonrió, pero más bien con poca convicción-. ¡Nadie piensa en nada parecido!
– ¡Pues si don Reinmar es hermano de don Peter! -añadió con la misma falta de convicción Oldrich Halada-. Y don Peter de Bielau era de los nuestros. Y al cabo vosotros también sois de los nuestros…
– Como tales -Urban Horn terció burlonamente- son libres, ¿verdad? ¿Pueden ir adonde quieran, si tienen gana? ¿Ahora mismo? ¿Qué? ¿Don Brázda?
– Bueno… -tartamudeó el hetmán de la caballería de Hradec-. Eso… No. No puedo. Tengo otras órdenes. Porque sabéis…
– Hay mucho peligro por estos lares. -Halada carraspeó-. Tenemos que… Humm… Cuidaros bien.
– Por supuesto. Tenéis.
La cosa estaba clara. Ambrós no se interesaba ya por ellos y no les prestaba atención, pero estaban bajo continua observación y control de los guerreros husitas. Disfrutaban de una libertad aparente, nadie los molestaba, antes al contrario, los trataban como a camaradas, hasta les dieron armas y casi los alistaron en el destacamento de caballería de Brázda, el cual, después de haberse reunido con las fuerzas principales, contaba con más de cien jinetes. Pero estaban bajo vigilancia y este hecho no se podía negar. Scharley al principio apretaba los dientes y maldecía en voz baja, al final acabó también por saludar.
Quedaba el asunto del asalto al recaudador, y ello ni Scharley ni Reynevan pensaban ni querían olvidarlo. Ni dejarlo enfriar.
Aunque Tybald Raabe evitaba hábilmente hablar de ello, le pusieron por fin la espalda contra la pared. Mejor dicho, contra el carro.
– ¿Y qué es lo que podía hacer? -habló enfadado cuando le dejaron por fin hablar-. ¡Don Sansón apremiaba! ¡Preciso era hacer algo! ¿Pensáis que si no hubiera sido por el cuento del dinero Ambrós nos habría dado los soldados? ¡Seguro, mis cojones treinta y tres! ¡Así que más valdría que me dierais las gracias en vez de gritarme! ¡Si no hubiera sido por mi idea, estaríais todavía sentados en la Narrenturm, esperando al inquisidor!
– Tu cuento podría habernos costado la vida. Si Ambrós fuera más codicioso.
– ¡Si fuera, si fuera! ¡Oh, bah! -El goliardo se colocó la capucha que le había retorcido Scharley-. ¿Acaso yo no sabía en qué estima tenía él a don Peter? Seguro estaba de que no iba a tocar a don Reinmar. Eso por un lado. Y por otro…
– ¿Qué, por otro?
– Que de verdad pensaba… -Tybald Raabe carraspeó algunas veces-. Qué voy a decir… Estaba casi seguro de que precisamente vosotros habíais robado al recaudador en Sciborowa Poreba.
– ¿Y quién le robó?
– ¿No fuisteis vosotros?
– Estás pidiendo a gritos, hermano, una patada en el culo. Bueno, venga, dinos cómo lograste escapar del asalto.
– ¿Cómo? -murmuró el goliardo-. ¡Pues corriendo! Le di con fuerza a los pies. Y sin mirar atrás, aunque gritaban «socorro».
– Aprende, Reinmar. '
– Todos los días aprendo algo -dijo Reinmar cortante-. ¿Y los otros, Tybald? ¿Qué les pasó a los otros? ¿Al recaudador? ¿Al caballero Von Stietencron? ¿A su… su hija?
– Ya os dije, señor. No miré atrás. No preguntéis más.
Reynevan no preguntó.
Caía la noche, más para gran asombro de Reynevan el ejército no levantó campamento. En una marcha nocturna los husitas llegaron a la aldea de Ratno, las hogueras quebraron la oscuridad de la noche. Los habitantes del castillo de Ratno menospreciaron el ultimátum de los husitas y lanzaron al parlamentario flechas de ballesta, de modo que a la luz de las chozas que ardían se procedió al ataque. La fortaleza se defendió con fuerza, pero cayó antes del alba. Los defensores pagaron por su resistencia: les dieron de lo lindo.
Se continuó la marcha al alba, y Reynevan se dio cuenta de que el raid de Ambrós sobre la tierra de Klodzko tenía el carácter de venganza, de desquite por la algara otoñal sobre Náchod y Trutnov, por la carnicería que habían realizado los ejércitos del obispo Conrado de Wroclaw y de Puta de Czastolovice en Vízmburk y las aldeas del río Metuja. Después de Radków y Ratno, por Vízmburk y Metuja pagó Scinawka. Scinawka pertenecía a Jan Haugwitz, Jan Haugwitz había tomado parte en la episcopal «cruzada». Scinawka sufrió el castigo por ello: la quemaron hasta los cimientos. Se convirtió en cenizas -dos días antes de la fiesta de su santa patrona- la iglesia de Santa Bárbara. El párroco consiguió escapar, salvando de este modo la cabeza ante el mayal.
Con la iglesia ardiendo a sus espaldas, Ambrós celebró la santa misa, puesto que, como resultó, era domingo. La misa era típica para los husitas: a campo libre, en una mesa común y corriente. Ambrós, mientras celebraba, no se quitó la espada.
Los bohemios rezaban en voz alta. Sansón Mieles, inmóvil como una estatua de la Antigüedad, estaba de pie y miraba el melero, las cubiertas de paja de las colmenas ardiendo.
Después de la misa, con las ruinas humeantes a la espalda, los husitas se encaminaron hacia el este, cruzaron una hondonada entre las cumbres nevadas del Goliniec y del Kopiec, a la tarde llegaron a Wojbórz. Era ésta tierra perteneciente a la familia de los Von Zeschau. La rabia con la que los husitas se lanzaron sobre la aldea atestiguaba que alguien de aquella familia debía de haber estado con el obispo en Vízmburk. No se salvó ni una sola casa, ni un pajar, ni siquiera un solo chozo ni un chamizo.
– Estamos a unas cuatro millas de la frontera -determinó Urban Horn en voz exageradamente alta y ostentosa-. Y sólo a una milla de Klodzko. Esos humos se ven de lejos y las nuevas se extienden aprisa. Estamos en la boca del león.
Lo estaban. Cuando acabaron con el pillaje y el ejército husita se marchaba de Wojbórz, apareció por el este un destacamento de caballeros de al menos cien componentes. Había en el destacamento bastantes sanjuanistas, los escudos en los pabellones señalaban la presencia de los Haugwitz, los Muschen y los Zeschau. Al ver a los husitas el destacamento huyó en pánico.
– ¿Y dónde está ese león? -se burló Ambrós-. ¿Hermano Horn? ¿Dónde esas bocas? ¡Adelante, cristianos! ¡Adelante, guerreros de Dios! ¡Adelante, en marcha!
Estaba claro que el objetivo de los husitas era Bardo. Si incluso durante cierto tiempo Reynevan albergó dudas -al fin y al cabo Bardo era una ciudad bastante grande y hueso mayor del que podía roer incluso alguien como Ambrós-, pronto se le resolvieron. El ejército se detuvo a pasar la noche en un bosque cerca de Nysa. Y hasta la medianoche estuvieron sonando las hachas. Producían escaleras de asalto, unas escalas que recordaban a las del escudo de los Ronovic, palos con los muñones de las ramas, unos utensilios sencillos, manejables, baratos y muy efectivos para escalar las murallas defensivas.
– ¿Vais a asaltar? -preguntó directamente Scharley.
Estaban sentados junto con los hetmans de la caballería de Ambrós alrededor de un caldero humeante de sopa de guisantes y engullían su contenido, soplando las cucharas. Los acompañaba Sansón Mieles, quien últimamente -desde Radków- estaba muy callado. A Ambrós no le interesaba el gigante y éste gozaba de completa libertad, la cual utilizaba, extrañamente, para ayudar voluntariosamente en la cocina de campaña, atendida por las mujeres y mozas de Hradec Králové, seres tristes, poco habladores, impenetrables y sin género.
– Vais a asaltar Bardo. -Scharley mismo se contestó cuando su pregunta recibió nada más que el ruido de masticación y el soplido de las cucharas-. ¿Tenéis acaso alguna cuenta pendiente?
– Lo adivinaste, hermano. -Velek Chrasticky se limpió los bigotes-. Los cistercienses de Bardo tocaron las campanas y celebraron la misa para el obispo Conrado, cuando fuera en septiembre a Náchod para saquear, quemar, matar mujeres y niños. Tenemos que mostrar que algo así no va a salirles gratis. Tenemos que dar un ejemplo por el miedo.
– Además -Oldrich Halada lamió la cuchara-, Silesia mantiene contra nosotros un bloqueo comercial. Hemos de mostrar que somos capaces de romper el embargo, que no les merece la pena. Tenemos que confortar un tanto los corazones de los mercaderes que con nosotros comercian, puesto que están asustados por los ataques terroristas. Tenemos que confortar a los parientes de los asesinados, mostrando que al terror responderemos con el terror y que los asesinos no quedarán impunes. ¿Verdad, joven señor de Bielau?
– Los asesinos -repitió Reynevan con voz sorda- no pueden quedar impunes. En ese aspecto estoy con vos, don Oldrich.
– Queriendo estar con nosotros -lo corrigió sin énfasis Halada- habríais debido decir «hermano» y no «don». Y mostrar con quién estáis lo vais a poder hacer mañana. Toda espada será bienvenida. Ardua se anuncia la lucha.
– Ciertamente. -Brázda de Klinstejn, que hasta entonces había guardado silencio, señaló con la cabeza en dirección a la ciudad-. Saben por qué en verdad aquí vinimos. Y se defenderán.
– En Bardo -intervino Urban Horn con burla en la voz- hay dos iglesias cistercienses, ambas muy ricas. Se enriquecieron con las peregrinaciones.
– Todo -bufó Velek Chrasticky- te lo tomas por lo placentero, Horn.
– Así soy yo.
Desde el campamento dejaron de sonar los golpes de hacha. A cambio llegaron de inmediato unos sonidos cada vez más altos que ponían los pelos de punta, el chirrido de las piedras de esmeril y de agua. El ejército de Ambrós afilaba sus espadas.
– Ponte delante de mí -le ordenó Scharley cuando se quedaron solos-. Venga, muéstrate. Ja. ¿Todavía no te has puesto el Cáliz en el pecho? ¿Estoy con vosotros, os sigo? ¿Qué son esas pláticas, Reinmar? ¿No te has metido demasiado en tu papel?
– ¿Qué es lo que quieres?
– Bien sabes qué. No hurgaré en tus disertaciones delante de Ambrós sobre lo sucedido en el establo de Debowiec y no te haré reproches, quién sabe, puede que no nos venga mal el escondernos algún tiempo bajo la protección de los husitas. Mas te aconsejo que recuerdes, diantres, que Hradec Králové no es nuestro objetivo, sino una estación en el camino a Hungría. Y sus asuntos husitas son para nosotros cosa fútil y de poca monta.
– Sus asuntos no son para mí de poca monta -protestó Reynevan con voz fría-. Peterlin creía en lo que ellos creen. Esto sólo me basta, porque conocía a mi hermano y sé qué tipo de persona era. Si Peterlin se sacrificó por su causa, si se dio a ella, eso quiere decir que no puede ser mala causa. Calla, calla, sé lo que quieres decir. También vi lo que les hicieron a los curas de Radków. Pero esto no cambia nada. Peterlin, repito, no hubiera apoyado una causa malvada. Peterlin sabía lo que yo hoy sé: en cada religión, entre las personas que la profesan y que luchan por ella, por cada Francisco de Asís hay una legión de hermanos Arnulfo.
– Quién fuera el tal hermano Arnulfo no puedo más que suponerlo. -El demérito se encogió de hombros-. Mas entiendo la metáfora, cuanto más que poco novedosa es. Si algo no entiendo… ¿Acaso tú, muchacho, te has pasado a la fe husita? ¿Y si, como todo neófito, te lanzas a misionar? Si esto es así, deten, te pido, tu pasión evangelizadora. Porque la diriges en una falsa dirección.
– Indudablemente. -Reynevan torció la boca-. A ti ya no hace falta misionarte. Ya está hecho.
Los ojos de Scharley se redujeron un poco.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– El dieciocho de julio, año dieciocho -dijo Reynevan tras un instante de silencio-. Wroclaw, Ciudad Nueva. El lunes sangriento. El canónigo Beess te dijo la contraseña que te dije entonces, en los carmelitas. Y Buko Krossig te reconoció y desenmascaró entonces, la noche de Bodak. Tomaste parte, y además activa, en la revuelta vratislaviana de julio del Anno Domini de 1418. ¿Y qué es lo que entonces os agitó y enojó tanto si no la muerte de Hus y de Jerónimo de Praga? ¿Por quién os pronunciasteis sino por los perseguidos begardos y wiclifitas? ¿Qué es lo que defendisteis sino la libertad de comulgar en ambas especies? Delarándoos como iustitia popularis, ¿contra qué os expresasteis sino contra la riqueza y corrupción del clero? ¿A qué llamabais en las calles sino a la reforma in capite et in membris? ¿Scharley? ¿Cómo fue?
– Cómo fue, así fue -respondió el demérito al cabo de un corto silencio-. Fue hace más de siete años. Seguro que esto te asombra, mas algunas personas consiguen aprender de sus errores y sacar de ellos consecuencias.
– Al principio de nuestra amistad -dijo Reynevan-, hace tanto que parece que hubieran pasado siglos, me regalaste, recuerdo, con la siguiente sentencia: el Creador nos creó a su imagen y semejanza, pero cuidó de que tuviéramos características individuales. Yo, Scharley, no borro el pasado ni me olvido de él. Yo volveré a Silesia y arreglaré mis cuentas. Arreglaré todas mis cuentas y pagaré todas mis deudas, con los intereses debidos. De Hradec Králové a Silesia hay menos camino que de Buda…
– Y te ha gustado la forma -cortó Scharley- en que el preboste de Hradec, Ambrós, arregla sus cuentas. ¿No tenía razón yo, Sansón, cuando dije que era un neófito?
– No del todo. -Sansón se había acercado de un modo que Reynevan no lo había advertido ni escuchado-. No del todo, Scharley. Se trata de otra cosa. De doña Catalina Biberstein precisamente. Creo que nuestro Reinmar se ha enamorado de nuevo.
Antes de que cayeran los fríos del alba, llegó el momento de la despedida.
– Adiós, Reinmar. -Urban Horn apretó la mano de Reynevan-. Me largo. Demasiados han visto ya aquí mi cara y eso, en mi profesión, es cosa peligrosa. Y tengo intenciones de seguir practicando mi profesión.
– El obispo de Wroclaw ya sabe quién eres -le advirtió Reynevan-. De seguro lo saben también los jinetes negros que gritan Adsumus.
– Habrá que esconderse y esperar. Entre personas benévolas. De modo que iré primero a Glogówek. Y luego a Polonia.
– Polonia no es segura. Ya te conté lo que escuchamos en Debowiec. El obispo Zbigniew de Olesnica…
– Polonia -lo interrumpió Horn- no es sólo Zbigniew de Olesnica. Al contrario. Polonia es sólo en una mínima parte Zbigniew de Olesnica, Laskarz o Elgot. Polonia, muchacho, es… otros. Europa, muchacho, se transformará. Y a causa de Polonia, precisamente. Adiós, muchacho.
– Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos. Tú, por lo que te conozco, volverás a Silesia. Y yo también volveré. Tengo allí algunos asuntos que solucionar.
– Quién sabe, puede que los resolvamos juntos. De un solo golpe. Pero para que pudiera ser así, acepta, por favor, un consejo de amigo, Reinmar de Bielau: no invoques a demonios. No lo intentes más.
– No lo haré.
– Segundo consejo: si piensas seriamente en una futura colaboración para resolver nuestros asuntos, ejercita la espada. El estilete. La ballesta.
– Lo haré. Adiós, Horn.
– Adiós, noble señor. -Tybald Raabe se acercó-. También es llegada mi hora. Hay que trabajar para la causa.
– Cuídate.
– Pienso hacerlo.
Aunque Reynevan estaba listo para ponerse al lado de los husitas con el arma en la mano, no se le permitió. Ambrós exigió categóricamente que, junto con Scharley, se mantuviera durante al ataque junto a su estado mayor. Reynevan y Scharley -vigilados por la escolta- estaban pues en el estado mayor cuando el ejército husita atravesó el Nysa entre la nieve que caía y en un orden admirable se dispuso junto a la ciudad. Por el norte se elevaban ya al cielo nubes de humo: en una acción de sabotaje, la caballería de Brázda y Chrasticky había tenido ya tiempo de quemar los molinos y chozas de extramuros.
Bardo estaba listo para su defensa, los muros estaban llenos de soldados, se alzaban estandartes, se gritaba. Doblaban con fuerza las campanas de ambas iglesias, bohemia y alemana.
Delante de los muros había nueve palos carbonizados, en negros círculos de brasas y montones de cenizas. El viento traía un ácido olor a quemado.
– Husitas -aclaró uno de los aldeanos informantes, de los que unas decenas acompañaban al ejército de Ambrós-. Husitas, bohemios emprisionados, begardos y un judío. Para meter miedo. Al punto que ellos, su señoría, se enteraron de que veníais, sacaron a todos de las mazmorras y los quemaron. Para a los heréticos… es decir, perdonar… a vosotros… meter miedo y mostrar el su desprecio.
Ambrós asintió. No dijo palabra. Tenía el rostro como de piedra.
Los husitas tomaron posiciones rápida y hábilmente. La infantería se colocó y elevó paveses y barricadas. También se preparó la artillería. Desde los muros les gritaron e insultaron, a veces sonaba algún tiro, a veces silbaba alguna flecha. Los cuervos asustados volaron graznando por el cielo, las grajillas revolotearon desorientadas.
Ambrós se subió a un carro.
– ¡Verdaderos cristianos! -gritó-. ¡Fieles bohemios!
El ejército fue enmudeciendo. Ambrós esperó a que reinara un completo silencio.
– ¡He visto -gritó, señalando a los palos carbonizados y las brasas de las hogueras- ante el altar las almas de quienes han muerto por la palabra de Dios y para su testimonio. Y con voz potente gritaron: ¿cuándo, Señor santo y verdadero, juzgarás y decidirás el castigo por nuestra sangre a quienes habitan estas tierras?
»¡Vi a un ángel que estaba de pie en el sol! ¡Y gritaba con voz potente a todos los pájaros que volaban por el medio de los cielos: acudid, unios al gran banquete de Dios, para comer los cadáveres de los reyes, los cadáveres de sus caudillos y los cadáveres de los poderosos, los cadáveres de sus caballos y de los que los montan! ¡Y vi a una Bestia!
Desde los muros les llegó un griterío, volaron las maldiciones y los insultos. Ambrós alzó sus manos.
– ¡He aquí -gritó- que los pájaros de Dios nos señalan el camino! ¡Y allí, ante vosotros, la Bestia! ¡Allí está Babilnia, henchida de la sangre de los mártires! ¡Allí está el nido de pecado y maldad, preñado de supersticiones, la guarida de los servidores del anticristo!
– ¡A ellos! -gritó uno de entre la multitud de guerreros-. ¡Muerteee!
– ¡Porque he aquí -gritó Ambrós- que se acerca el día que arde como un horno, y todos los orgullosos y todos los que han causado perjuicio serán paja, se quemarán pues en el día por venir de tal modo que no quedarán de ellos ni raíces ni ramas!
– ¡Quemaaarlooos! ¡Muerteee! ¡Golpeadlos! ¡Matar! ¡A ellos!
Ambrós alzó ambas manos, la muchedumbre enmudeció al instante.
– Nos espera la obra de Dios -gritó-. ¡Obra que habrá que acometer con el corazón limpio, después de la oración! ¡De rodillas, fieles cristianos! ¡Oremos!
El ejército entero se arrodilló en medio de chirridos y crujidos, detrás de la pared formada por los paveses y las barricadas.
– Otee nás -comenzó Ambrós con voz potente-jenzjsi na nebesích, bud' posveceno tvéjméno…
– Prijd' tve království! -tronó con una sola, gigantesca voz, el ejército arrodillado-. Stan se tvá vule! Jako v nebi, tak i na zemi!
Ambrós no unió las manos ni bajó la cabeza. Miró a los muros de Bardo y en su mirada ardía el odio. Tenía los dientes abiertos como un lobo y los labios llenos de espuma.
– ¡Y perdónanos nuestras deudas! -gritó-. Como nosotros perdonamos…
Uno de los arrodillados en las primeras filas, en vez de perdonar, disparó con un arcabuz en dirección a las murallas. Desde las murallas le respondieron, las aspilleras se llenaron de humo, balas y virotes silbaron, golpearon como el granizo contra los paveses.
– ¡Y no nos dejes caer en la tentación! -El grito de los husitas se elevó sobre el estampido.
– Ale vysvobod' nás od zléhol
– ¡Amén! -gritó Ambrós-. ¡Amén! ¡Y ahora adelante, fieles bohemios! Vpred, bozí bojovnicí! ¡Adelante, guerreros de Dios! ¡Muerte a los siervos del anticristo! ¡Muerte a los papistas!
– ¡A por ellos!
Falconetes y ribadoquines escupieron fuego y plomo, tronaron arcabuces y pasavolantes, silbaron los virotes. Una lluvia mortal de proyectiles barrió a los defensores del muro. La segunda salva, esta vez de proyectiles incendiarios, se derramó sobre los tejados de las casas como pájaros de fuego. De una barricada elevada rugió una bombarda, cubriendo toda la zona de la puerta de un denso y apestoso humo. La puerta no aguantó el embate de una bala de piedra de cincuenta libras, se deshizo en pedazos. Los atacantes se lanzaron por la brecha. Otros, como si fueran hormigas, treparon a los muros por las escalas. La condena a muerte sobre la ciudad cayó en el espacio de algunos minutos. Sólo la ejecución se demoró unos instantes. Pero no demasiado.
– ¡A ellos, maaataaad!
Un salvaje grito, aullidos, un alboroto que erizaba los cabellos.
Bardo estaba muriendo. Moría al son de sus campanas. Las campanas de Bardo, que todavía sólo unos instantes antes tocaban sonoramente a rebato, que sólo un instante antes doblaban desafiantes como una llamada a las armas, se tornaron desesperadas como un grito de socorro. Hasta que por fin se convirtieron en el espasmódico, caótico, aterrorizado quejido de un agonizante. Y como un agonizante fueron apagándose, ahogándose en un estertor, sofocándose. Por fin se callaron, enmudecieron por completo. Y casi en aquel mismo momento ambos campanarios se cubrieron de humo, ennegrecieron sobre un fondo de llamas. Llamas que se alzaban hacia el cielo, se diría, transportando por los aires el alma de una ciudad que acababa de morir.
Porque la ciudad de Bardo había muerto. El fuego furioso no era más que la pira funeraria. Y el grito de los asesinados, su epitafio.
Al cabo de poco tiempo salió de la ciudad una hilera de refugiados: mujeres, niños y aquéllos a los que los husitas permitían salir. Los refugiados eran revisados cuidadosamente por los campesinos informantes. Cada cierto tiempo se reconocía a alguien. Lo sacaban. Y lo liquidaban.
Delante de Reynevan una aldeana con un manto señaló a los husitas a un hombre joven. Lo arrastraron y, cuando le quitaron el sombrero, su melena cortada a la moda reveló a un caballero. La aldeana le dijo algo a Ambrós y Hlusicka. Hlusicka impartió una corta orden. Los mayales se alzaron y cayeron. El caballero cayó a tierra, una vez en el suelo lo masacraron con bieldos y chuzos.
La aldeana se quitó la capucha, mostrando una gruesa trenza rubia. Y se fue. Cojeando. De una forma tan característica que Reynevan supo diagnosticar un defecto de nacimiento de la cadera. Al irse le envió una mirada muy significativa. Lo había reconocido.
Se estaba sacando el botín de Bardo, de entre el infierno de fuego y nubes de humo salía una procesión de bohemios cargados con los más diversos enseres. Los trofeos los cargaban en carros. Se buscaron bueyes y caballos.
Al final de toda la procesión salió de la ciudad en llamas Sansón Mieles. Estaba negro de hollín, acá y allá tenía quemaduras, tampoco tenía cejas ni pestañas. Llevaba en las manos a un joven gato, una criaturilla blanquinegra de piel erizada y de grandes ojos salvajes y asustados. El gato clavaba sus uñas nervioso en la manga de Sansón y cada cierto tiempo abría la boquilla sin soltar un sonido.
El rostro de Ambrós era como de piedra. Reynevan y Scharley guardaban silencio. Sansón se acercó, se detuvo.
– Ayer por la noche pensaba en salvar el mundo -dijo con voz suave y cálida-. Esta mañana en salvar a la humanidad. Pero en fin, hay que tomar tareas a la medida de nuestras fuerzas. Y salvar lo que se pueda.
Habiendo saqueado Bardo, el ejército de Ambrós giró hacia el oeste, hacia Broumovo, dejando en la nieve blanca y reciente una gran huella negra.
La caballería se dividió. Una parte, con Brázda de Klinstejn, cabalgó por delante, lo que se denominaba predvoj, o sea vanguardia. El resto, unos treinta caballos, bajo el mando de Oldrich Halada, constituían la retaguardia. Entre ellos se encontraban Reynevan, Scharley y Sansón.
Scharley silboteaba, Sansón callaba. Reynevan, que iba al lado de Halada, escuchaba las lecciones que se le impartían, tomaba buenas costumbres y se libraba de las malas. En lo tocante a estas últimas, le enseñaba Halada con voz severa, se incluye el uso del nombre «husita», puesto que así sólo hablan lo enemigos, los papistas y gentes en general malignas. Se había de decir «ortodoxos», «buenos bohemios» o «guerreros de Dios». El ejército de Hradec Králové, le siguió enseñando el hetmán de los guerreros de Dios, es el brazo armado de los Huérfanos, es decir de los creyentes dejados huérfanos por el grande y llorado Jan Zizka. Mientras Zizka viviera, por supuesto, aún no había Huérfanos, se llamaban entonces Tabor Nuevo o Menor, y esto, para diferenciarse del Tabor Antiguo, es decir, de los taboritas. Zizka fundó el Tabor Nuevo o Menor apoyándose en los orebitas, es decir, aquellos creyentes que se reunían en la cima del monte Oreb, no lejos de Trebechovice, a diferencia de los taboritas, que se reunían en la cima del Tabor, junto al río Luznice y que allí habían construido su ciudad. No se debía, explicó severo el creyente hetmán, mezclar a los Huérfanos con el Tabor Nuevo, a los orebitas con los taboritas, y ya una exageración digna de castigo era el relacionar a cualquiera de estos grupos con los calixtinos de Praga. Si aún en la Ciudad Nueva de Praga se podía encontrar a verdaderos creyentes, le enseñaba el orebita de una montaña no muy lejos de Trebechovice, la Ciudad Vieja es un nido de moderados pactistas, llamados calixtinos o utraquistas, y con ellos los buenos bohemios no quieren verse relacionados y tampoco debieran. Pero tampoco a los praguenses se debe llamar «husitas», así hablan sólo los enemigos.
Reynevan se balanceaba en su silla un tanto adormilado y cada cierto tiempo afirmaba que entendía, lo que no era cierto. Otra vez comenzó a caer la nieve, pronto se transformó en una tormenta.
Al otro lado del bosque, en el cruce de caminos, cerca del arruinado Wojbórz, se erguía una cruz de piedra penitencial, uno de los recordatorios de crimen y remordimiento que eran tan numerosos en Silesia. El día anterior, cuando habían quemado Wojbórz, Reynevan no había advertido la cruz. Era por la tarde, estaba oscuro, nevaba. Se podían pasar muchas cosas desapercibidas.
La cruz tenía los brazos terminados en forma de hojas de trébol. Junto a ella había dos carros, no de guerra, sino normales y corrientes, para el transporte de carga. Uno estaba muy inclinado a un lado, la rueda apoyada en el cubo de la rueda tenía los radios completamente destrozados. Cuatro personas estaban intentando sin resultado levantar el carro para que otros dos pudieran sacar la rueda rota y colocar una de repuesto.
– ¡Ayudad! -gritó uno-. ¡Hermanos!
– ¡Descargad el carro! -dijo Halada-. ¡Será más leve!
– No sólo la rueda es -le respondió el carrero-. ¡También se jodio el yugo, no hay cómo enganchar! ¡Que alguno se adelante y vuelva con un yugo! Entonces descargamos las cosas…
– Que se lleve el diablo las cosas. ¿No veis cómo pega la nieve? ¿Queréis quedaros?
– ¡Pena de cosas!
– ¿Y no te da pena tu culo? Puede que nos anden persiguiendo…
La voz se le trabó a Halada en la garganta. Porque en mala, mala hora pronunció aquellas palabras.
Relincharon unos caballos, salió del bosque una hilera de caballeros con armadura completa. Había como unos treinta, en su mayoría sanjuanistas.
Iban al paso, todos iguales, disciplinados, ningún caballo llevaba la nariz siquiera una pulgada por delante.
Por el otro lado de la carretera salió de entre los árboles otro destacamento, igualmente numeroso. Bajo el estandarte de la cabeza de cordero de los Haugwitz. Acercándose en una fila cerrada, los caballeros les cortaron hábilmente a los Huérfanos el camino de huida.
– ¡Vamos a cruzar! -gritó uno de los jinetes más jóvenes-. ¡Hermano Oldrich! ¡Vamos a cruzarlos!
– ¿Cómo? -Halada tenía la voz seca-. ¿A través de las lanzas? ¡Nos atravesarán como a pollos! ¡Bajad de los caballos! ¡Entre los carros! ¡No venderemos barato el pellejo!
No había tiempo que perder, los caballeros que los rodeaban espoleaban ya los caballos al trote, los sanjuanistas hacían chasquear ya las viseras de sus cascos, inclinaban las copias. Los husitas saltaron de los caballos, se escondieron tras los carros, algunos hasta se arrastraron por debajo de ellos. Aquéllos para los que ya no quedaba escondite se arrodillaron con las ballestas en tensión. En los carros resultó que, aparte de los artilugios litúrgicos robados, por una feliz casualidad se transportaban también armas, en su mayoría de asta. Los bohemios se repartieron las alabardas, las partesanas y las bisarmas. A Reynevan alguien le embutió en la mano un chuzo que tenía una punta larga y fina como un punzón.
– ¡Preparaos! -gritó Halada-. ¡Vienen!
– Nos hemos metido en una mierda sin fondo. -Scharley tensó y armó una ballesta-. Y tanto que me las prometía en Hungría. Tantas ganas tenía, joder, de un verdadero bográcsgulyás.
– ¡Por Dios y San Jorge!
Los sanjuanistas y los Haugwitz lanzaron los caballos a la carga. Y con un rugido se echaron sobre los carros.
– ¡Ahora! -gritó Halada-. ¡Ahora! ¡Fuego! ¡A ellos!
Vibraron las cuerdas, una lluvia de virotes chocó contra escudos y armas. Cayeron algunos caballos, cayeron algunos jinetes. El resto se lanzó sobre los defensores. Las largas copias alcanzaron sus objetivos. El chasquido de las rotas lanzas y los gritos de las víctimas se alzaron al cielo. Reynevan quedó regado de sangre, vio cómo junto a él uno de los carreteros se retorcía convulsivamente, atravesado de parte a parte, cómo por el otro lado uno de los de la caballería rápida de Halada forcejeaba con una lanza clavada en el pecho, observó cómo un caballero, de gran tamaño, con el garfio de los Oppeln en el escudo, alzaba la copia hacia el cielo y tiraba a otro sangrando sobre la nieve. Vio cómo Scharley disparaba la ballesta muy de cerca, metiéndole el virote en la garganta a uno de los de las lanzas, cómo Halada le separaba a otro la cabeza del yelmo con un berdiche, cómo un tercero, enganchado por dos bisarmas, caía entre los carros y moría, perforado y acribillado. Un morro de caballo espumeante y abierto de par en par se balanceó junto a su cabeza, percibió el brillo de una espada, clavó su chuzo sin pensar, la punta cónica atravesó algo y se clavó en algo, Reynevan casi cayó del impacto, vio cómo el sanjuanista al que había tocado se balanceaba en la silla. Empujó el asta, el sanjuanista se echó hacia atrás, encomendándose con aguda voz a los santos. Pero no cayó, apoyado en su alto borrén trasero. Lo ayudó uno de los Huérfanos, golpeando al sanjuanista con una alabarda, ante lo cual el apoyo del borrén no bastó, el caballero resultó barrido de la montura. Casi en aquel mismo instante el bohemio recibió un golpe de maza barreteada en la cabeza, el golpe le hundió la capelina hasta la barba, de bajo la capelina brotó la sangre. Reynevan atacó al que había golpeado y, gritando maldiciones, lo arrancó de la silla. Junto a él cayó del caballo otro al que Scharley le había disparado. Un tercero, cortado por un mandoble, golpeó con la frente la crin del caballo y la regó de sangre. Comenzó a haber más espacio alrededor de los carros. Los de las armaduras retrocedieron, controlando con esfuerzo a sus caballos enloquecidos.
– ¡Bien hecho! -gritó Oldrich Halada-. ¡Bien hecho, hermanos! ¡Les dimos una buena! ¡Seguir así!
Estaban de pie entre la sangre y los cadáveres. Reynevan constató con estupor que de los suyos no quedaban vivos más de quince, de los cuales apenas diez se tenían en pie. La mayoría de ellos también estaban heridos. Comprendió que vivían solamente porque los de las lanzas, al cargar, se habían estorbado entre ellos, sólo una parte pudo luchar junto a los carros. Además, esa parte había pagado terriblemente por el privilegio. Los carros estaban rodeados por un anillo de seres humanos muertos y caballos mutilados relinchando.
– Preparaos -graznó Halada-. Atacarán enseguida…
– ¿Scharley?
– Vivo.
– ¿Sansón?
El gigante carraspeó, se limpió la sangre de una ceja, que le fluía desde una herida en la frente. Estaba armado con una barreteada erizada de pinchos y un pavés adornado por algún artista casero con un cordero, una hostia radiante y una inscripción: BÜH PAN NÁS, Dios Nuestro Señor.
– ¡Prepararse! ¡Vienen!
– Esto -Scharley constató con los dientes apretados- ya no lo podemos sobrevivir.
– Lasciate ogni speranza. -Sansón se mostró de acuerdo con voz serena-. Ciertamente es una suerte que no trajera conmigo al gato.
Alguien le dio a Reynevan un arcabuz, el instante de tregua les había permitido a los Huérfanos hacerse con unos cuantos. Apoyó el cañón en un carro, sujetando el gancho en la borda, caló la mecha.
– ¡Por San Jorge!
– Gott mit uns!
Se inició con un estruendo de cascos la siguiente carga, desde todos lados. Tronaron los pedreñales y arcabuces, atravesó el humo una salva de ballestas. Y al momento hubo largas copias, salpicar de sangre y los gritos desgarradores de los heridos. A Reynevan lo salvó Sansón, cubriéndolo con el pavés de la hostia y el cordero. Al cabo de un momento el pavés protegió también de la muerte a Scharley: el gigante manejaba el enorme escudo con una mano, como si fuera un gorrillo, y rechazaba los terribles golpes de las copias como se fueran pompas de jabón.
Los sanjuanistas y los armados de Haugwitz entraron entre los carros, golpeando con espadas y hachas, apoyados en los estribos, barrían con sus mazas de armas, entre chasquidos y gritos. Los husitas morían. Morían uno tras otro, respondiendo como perros, disparando a los de las lanzas con sus ballestas y pistoletes directamente en el rostro, golpeando y pinchando a su alrededor con bisarmas y alabardas, aplastando con las barreteadas, clavando sus archas. Los heridos se arrastraban por debajo de los carros y les cortaban los tendones a los caballos, incrementando el barullo, el caos y el desbarajuste.
Halada subió a un carro, con un golpe de berdiche barrió de la silla a un sanjuanista, luego se dobló él mismo herido por un pinchazo. Reynevan lo agarró, lo sacó de allí. Dos caballeros con armadura pesada se lanzaron sobre ellos con las espadas en alto. De nuevo les salvó la vida Sansón y el BÜH PAN NÁS en el pavés. Uno de los caballeros, con la aguja de oro de los Zedlitz, cayó rodando junto con el caballo, al que le habían cortado los tendones. A otro, que iba montado sobre un rucio, le dio un tajo Scharley con el berdiche que había dejado caer Halada. El yelmo estalló, el caballero se dobló, chispeando sangre sobre su crinet. En el mismo momento un caballo golpeó y derribó a Scharley. Reynevan atravesó con su chuzo al jinete, la punta se quedó trabada en la chapa de la armadura. Reynevan soltó el asta, se dio la vuelta, se encogió, había caballeros acorazados por todas partes, a su alrededor había un caos tremendo de puntiagudos bacinetes, un caleidoscopio de cruces y enseñas en los escudos, un huracán de espadas brillantes, un maelstrom de dientes de caballos, de pechos y cascos. Narrenturm, pensó febril, esto sigue siendo una Narrenturm, demencia, locura y delirio.
Se resbaló en la sangre, cayó. Sobre Scharley. Scharley tenía una ballesta en la mano. Miró a Reynevan, murmuró. Y disparó. En vertical. Directamente a la barriga del caballo que estaba sobre ellos. El caballo relinchó. Y le dio un golpe con el casco a Reynevan en la cabeza. Esto es el final, pensó.
– ¡Dios, ayúdanooos! -escuchó como a través de algodón, paralizado por el dolor y la debilidad-. ¡Refuerzooos! ¡Refuerzooos!
– ¡Refuerzos, Reinmar! -gritó, agitándolo, Scharley-. ¡Refuerzos! ¡Estamos vivos!
Se puso a cuatro patas. El mundo seguía bailando y fluyendo ante sus ojos. Pero el hecho de que estaban vivos no pasaba desapercibido. Entrecerró los ojos.
Gritos y tintineos llegaban desde el campo de batalla, los sanjuanistas y los acorazados de los Haugwitz se las veían con los refuerzos recién llegados, que llevaban armadura completa. La lucha no duró mucho: el camino, desde el oeste, retumbaba bajo los cascos de los jinetes de Brázda, gritando a todo pulmón; detrás de ellos, gritando aún más fuerte, corría la infantería husita, con sus mayales en alto. Al ver esto, los sanjuanistas y la gente de Haugwitz dieron la espalda, se apresuraron hacia el bosque individualmente o en grupitos. Los refuerzos los persiguieron de cerca, atacando y golpeando sin piedad, hasta que el eco se perdió entre las colinas.
Reynevan se sentó. Se masajeó la cabeza y las sienes. Estaba completamente cubierto de sangre, pero, por lo que parecía, entero. No lejos, aún con su pavés en la mano, estaba sentado, apoyado en un carro, Sansón Mieles, con la cabeza sangrante, densas gotas le caían por la oreja hasta el hombro. Algunos husitas se retorcían en el suelo. Uno lloraba. Otro vomitó. Uno, sujetando en los dientes unas riendas, intentaba detener la sangre que le brotaba del muñón de una mano mutilada.
– Estamos vivos -repitió Scharley-. ¡Estamos vivos! ¡Eh, Halada, escuch…!
Se detuvo. Halada no escuchaba. Ya no podía escuchar.
Brázda de Klinstejn se acercó a los carros, se acercaron los de las armaduras que habían venido con los refuerzos. Aunque roncos y encendidos a causa de la pelea, enmudecieron y se quedaron callados cuando bajo los cascos de los caballos empezó a chapotear un barro sangriento. Brázda valoró de un vistazo la matanza, miró a los ojos glaucos de Halada, nada dijo.
El cabecilla de los acorazados del refuerzo contempló a Reynevan con el ceño fruncido. Estaba claro que hacía esfuerzos por recordar. Reynevan lo había reconocido al instante y no sólo por la rosa en el escudo: era el raubritter de Kromolin, el protector de Tybald Raab, el polaco Blazej Poraj Jakubowski.
El husita que estaba llorando puso la cabeza sobre el pecho y murió. En silencio.
– Extraño -dijo por fin Jakubowski-. Mirad a esos tres. Ni siquiera están demasiado maltratados. ¡Vaya unos putos suertudos! O puede que algún demonio cuide de ellos.
No los reconoció. Tampoco era esto nada extraño.
Aunque apenas se tenía en pie, Reynevan se puso al instante a ocuparse de los heridos. Para entonces la infantería husita ya había dado cuenta de los sanjuanistas y los lanceros de Haugwitz y los estaba desarmando. Se extraía a los muertos de las armaduras, ya habían comenzado las peleas, se arrancaban los unos a los otros las mejores armas y las armaduras más preciadas, se echaba mano a las bolsas de los caídos.
Uno de los caballeros que yacía bajo un carro, en apariencia muerto como los otros, se movió de pronto, sus armas chirriaron, gimió desde lo profundo de su yelmo. Reynevan se acercó, se arrodilló, le levantó la visera. Se miraron largo rato a los ojos.
– Venga… -gimió el caballero-. Remátame, hereje. Me mataste a mi hermano, mátame a mí también. Y que te trague el infierno…
– Wolfher Sterz.
– Así te mueras, Reynevan Bielau.
Se acercaron dos husitas con los cuchillos ensangrentados. Sansón se levantó y les cortó el paso, y en sus ojos había algo que hizo que los husitas se retiraran a toda prisa.
– Remátame -repitió Wolfher Sterz-. ¡Vómito del diablo! ¿A qué esperas?
– No maté a Niklas -dijo Reynevan-. Bien lo sabes. Aún no estoy seguro del papel que vosotros tenéis en la muerte de Peterlin. Mas has de saber, Sterz, que volveré. Y castigaré a los culpables. Entérate de ello y cuéntaselo a los otros. Reinmar de Bielau volverá a Silesia. Y exigirá que se arreglen las cuentas. Por todo.
El rostro de Wolfher, que estaba tenso, se relajó, se sosegó. Sterz se había hecho el valiente, pero sólo entonces comprendió que tenía una posibilidad de sobrevivir. Pese a ello no dijo palabra, volvió la cabeza.
La caballería de Brázda volvió después de la persecución y de haber hecho un reconocimiento. Espoleados por los jefes, la infantería dejó de saquear a los caídos y se puso en formación de marcha. Se acercó Scharley con tres caballos.
– Nos vamos -dijo-. Sansón, ¿puedes cabalgar?
– Puedo.
Sin embargo se fueron sólo al cabo de una hora. Dejando a sus espaldas la pétrea cruz penitencial, una de los muchos recordatorios de crimen y tardío remordimiento que había en Silesia. Ahora, aparte de la cruz, el cruce era también un cementerio, en el que estaban enterrados Oldrich Halada y veinticuatro husitas, Huérfanos de Hradec Králové. En el cementerio, Sansón había clavado un pavés. Con una hostia radiante y un cáliz.
Y con una leyenda: BÙH PÁN NÁS.
El ejército de Ambrós marchaba hacia el oeste, hacia Broumovo, dejando detrás de ellos un ancho cinturón de huellas de ruedas y de barro amasado por las botas. Reynevan se giró en la silla, miró hacia atrás.
– Volveré aquí -dijo.
– Eso es lo que me temía -suspiró Scharley-. Eso es lo que me temía, Reynevan. Que eso era precisamente lo que ibas a decir. ¿Sansón?
– ¿Sí?
– Murmuras por lo bajo y para colmo en italiano, de modo que, imagino, se trata otra vez de Dante Alighieri.
– Bien imaginas.
– ¿Y seguro que algún fragmento acorde con nuestra situación? ¿Con la dirección a la que nos dirigimos?
– Ciertamente.
– Humm… Fuor de la queta… Vamos pues, según tú. ¿Soy demasiado exigente si te pido una traducción?
– No lo eres.
Lejos del aura tranquila hacia la que tiembla;
y voy a una parte donde nada brilla.
En la falda occidental del monte Goliniec, en un lugar desde el que se veía todo el valle y el ejército en marcha, se posó un gran treparriscos sobre la rama de un pino, las agujas cayeron sobre la nieve. El treparriscos giró la cabeza, su ojo inmóvil parecía mirar a alguno de los que iban en la marcha.
El treparriscos debió de ver por fin lo que buscaba, porque abrió el pico y graznó, y en aquel graznido había un reto. Y una mortal amenaza.
Las montañas se hundieron en el sfumato turbio de un día nublado de invierno.
La nieve comenzó a caer de nuevo. Cubriendo las huellas.
Fin del Tomo Primero