En el que resulta que nuestros héroes han escogido con mala fortuna el lugar de pernocta. Se confirma también la conocida tesis -aunque la cosa se vea mucho más tarde- de que en tiempos históricos hasta las cosas más pequeñas pueden llegar a tener consecuencias no menos históricas.
Reynevan, pese a su cansancio, durmió mal y con desasosiego. Antes de quedarse dormido se había envuelto en el heno, que estaba atestado de cardos y pinchaba, encajándose entre Scharley y Sansón, con lo que se había ganado unos cuantos insultos y codazos. Luego gimió entre sueños ante la visión de la sangre surgiendo de los labios de Peterlin, acribillado por las espadas. Suspiró viendo a Adela de Sterz desnuda, cabalgando encima del duque Juan de Ziebice, gimió al ver cómo el duque se entretenía acariciando y apretando sus pechos bailarines. Luego, para su horror y desesperación, el lugar dejado libre por Adela lo ocupó Nicoletta la Rubia, es decir Catalina Biberstein, quien cabalgaba al incansable Piasta con no menos energía y entusiasmo. Y con una satisfacción final en ningún caso menor.
Luego hubo muchachas medio desnudas con el cabello al aire que volaban en escobas a través de un cielo iluminado por el resplandor de las hogueras, entre una bandada de cuervos graznando. Hubo un treparriscos que se deslizaba por una pared con el mudo pico abierto. Hubo un destacamento de caballeros encapuchados que galopaban por el campo, gritando algo ininteligible. Hubo una turris fulgurata, herida por el rayo, una torre que se desmoronaba, un hombre que caía de ella. Hubo un hombre corriendo por la nieve, ardiendo, envuelto en llamas. Hubo luego una batalla, el sonido de los disparos, el fuego de los cañones, el rumor de cascos, el relincho de los caballos, el entrechocar de las espadas, los gritos…
Lo despertó un rumor de cascos, los relinchos de unos caballos, el entrechocar de unas espadas, unos gritos. Sansón Mieles le tapó la boca con la mano en el último segundo.
El patio de los establos estaba lleno de caballeros y peones.
– Hemos caído de cojones -murmuró Scharley, observando la plazoleta a través de unas rendijas de la madera-. Cierto, como el erizo en la plasta.
– ¿Es una persecución? ¿De los ziebicanos? ¿Me persiguen a mí?
– Peor. Es una puta reunión. Un montón de gente. Veo nobles. Y caballeros. Me cagüenla, ¿precisamente aquí? ¿En estos despoblados?
– Larguémonos mientras estemos a tiempo.
– Por desgracia -Sansón señaló con la cabeza en dirección al cercado de las ovejas-, ya es tarde. Hállase ya todo el terreno rodeado por gente armada. Da la sensación de que para no dejar pasar a nadie. Mas dudo que dejaran salir a nadie tampoco. Nos hemos despertado demasiado tarde. Hasta me asombro de que no nos arrancara del sueño el aroma, llevan asando carne desde el alba…
Cierto, desde el patio les llegaba un aroma a asado cada vez más fuerte.
– Los de las armaduras llevan colores episcopales. -Reynevan también encontró una rendija para echar un vistazo-. Puede que sea la Inquisición.
– Estupendo -murmuró Scharley-. Joder, estupendo. La única esperanza que nos queda es que no miren en el pajar.
– Lamentablemente, es una esperanza vana -dijo Sansón Mieles-, porque precisamente para acá se encaminan. Escondámonos en el heno. Y si nos encontraran, finjamos ser idiotas.
– Eso es fácil para ti.
Reynevan se abrió camino entre el heno hasta las tablas del suelo, encontró una rendija, pegó el ojo a ella. Vio cómo entraban en el pajar unos soldados y cómo, para su desesperación, examinaban cada rincón, pinchando incluso con las lanzas en los montones de heno y de gavillas. Uno se encaramó a la escalera, pero no entró en la troje, se conformó con echar un vistazo por encima.
– Alabada sea la eterna vagancia del soldado -susurró Scharley.
Para su desgracia no fue aquello el final. Después de los peones, entraron al pajar unos criados y unos monjes. Limpiaron y barrieron la era. Luego echaron olorosas agujas de abeto. Se trajeron banquetas. Se pusieron unas borriquetas de madera de pino y sobre ellas unas tablas. Las tablas fueron cubiertas con unas telas. Antes de que comenzaran a traer damajuanas y vasos, Reynevan ya sabía lo que estaba pasando.
Transcurrió un tiempo hasta que llegaron los nobles. Entonces todo se llenó de colores, se iluminó con las armaduras, las joyas, las cadenas y hebillas de oro, en una palabra, con cosas que no pegaban en absoluto con el tétrico interior del pajar.
– Joder… -susurró Scharley, también con el ojo puesto en una rendija-. Resulta que en este pajar han convocado una reunión secreta. No son cualquiera… Conrado, el obispo de Wroclaw en persona. Y el que está a su lado es Ludwig, el duque de Brzeg y Legnica…
– Silencio…
Reynevan también había reconocido a los dos Piastas. Conrado, que desde hacía ocho años era obispo de Wroclaw, admiraba por su apostura verdaderamente caballeresca y su aspecto saludable, algo bastante sorprendente si tenemos en cuenta su afición a la bebida, su gula y su lujuria, vicios de dignidad clerical que eran por todos conocidos e incluso hasta se habían convertido en proverbiales. De seguro que aquello era de agradecer al poderoso y saludable organismo y a la no menos saludable sangre de los Piastas, puesto que otros magnates, incluso trasegando y putañeando menos, llevaban ya a la edad de Conrado una tripa hasta las rodillas, bolsas bajo los ojos y narices rojizas, si acaso aún las poseían, las narices, digo. En cambio, Ludwig de Brzeg, que contaba con cuarenta primaveras, recordaba al rey Arturo de las miniaturas caballerescas: largos y ondulados cabellos que rodeaban, como una aureola, un rostro apasionado como el de un poeta pero muy masculino a la vez.
– Os invito a la mesa -anunció el obispo, asombrándolos de nuevo, esta vez con su voz juvenil y sonora-. Aunque esto sea un pajar y no un palacio, os dispensaremos con aquello que la casa posea, y las sencillas viandas aldeanas las regaremos con unos caldos magiares que ni el rey Segismundo en Buda puede permitirse siempre. Lo que bien puede corroborarnos el señor canciller real, el ilustrísimo señor Schlick. Y eso, por supuesto, si fuera capaz de hallar tal néctar.
Un hombre joven pero muy serio y de aspecto acaudalado hizo una reverencia. Sobre el gambesón llevaba un escudo: una cuña de plata en campo de gules y tres anillos de color opuesto.
– Gaspar Schlick -susurró Scharley-. El secretario personal, confidente y consejero del Luxemburgués. Gran carrera para un mozo imberbe como él…
Reynevan se quitó una paja de la nariz, sofocando con esfuerzo sobrehumano un estornudo. Sansón Mieles siseó en tono de advertencia.
– Doy la bienvenida con particular cordialidad -continuó el obispo Conrado- a su eminencia Giordano Orsini, miembro del colegio de cardenales y, al presente, nuncio de su santidad el Papa Martín. Bienvenido sea también el representante del estado de la Orden Teutónica, el noble Godofredo Rodenberg, regidor de Lipa. Saludo también a nuestro ilustre huésped de Polonia, así como a los de Bohemia y Moravia. Sed bienvenidos, sentaos.
– Hasta un puto teutón que ha venido -murmuró Scharley, intentando ampliar el hueco entre las tablas con ayuda de un cuchillo-. Regidor de Lipa. ¿Dónde está eso? En Prusia, seguro. ¿Y quiénes serán los otros? Veo a don Puta de Czastolovice… El grueso, con el león de sable en campo de oro es Albrecht von Kolditz, estarosta de Swidnica… Por su parte, ese del Odrzywas en el escudo debe de ser alguno de los señores de Kravarz.
– Silencio -susurró Sansón-. Y deja de rascar… Nos van a descubrir por las astillas que caigan en los vasos…
Abajo, ciertamente, se estaban alzando los vasos y se bebía, la servidumbre rondaba a su alrededor con las damajuanas. El canciller Schlick lanzó cumplidos al vino, mas no se supo si no era más que por diplomática cortesía. Los que estaban sentados a la mesa parecían conocerse los unos a los otros. Con algunas excepciones.
– ¿Quién es -se interesó el obispo Conrado- vuestro joven acompañante, monsignore Orsini?
– Es mi secretario -le repuso el legado papal, un viejecillo pequeño, canoso y de agradable sonrisa-. Llámase Nicolás de Cusa. Prevéole una gran carrera al servicio de la Santa Madre Iglesia. Vero, grandes servicios me ha prestado en esta la mi misión, sabe como ninguno otro derrotar las tesis heréticas, en especial de lolardos y husitas. Bien puede ello confirmarlo su ilustrísima el obispo de Cracovia.
– El obispo de Cracovia… -susurró Scharley-. Joder… Es decir…
– Zbigniew Olesnicki -confirmó Sansón Mieles en un susurro-. En Silesia, en conciliábulos con Conrado. Maldita sea, dónde hemos ido a caer. Teneos quedos como ratones. Porque como nos descubran, estamos muertos.
– Si es así -continuó abajo el obispo Conrado-, entonces, ¿no será lo mejor que empiece don Nicolás de Cusa? Porque ciertamente tal es el propósito de nuestra reunión: poner punto final a la peste husita. Antes de que sean aquí servidas viandas y vino, antes de que comamos y bebamos, que el joven cura nos dé reprobación de las enseñanzas de Hus. Estamos atentos.
El servicio trajo en un soporte un buey asado y lo depositó sobre la mesa. Los cuchillos y los estiletes brillaron y se pusieron en acción. Sin embargo, el joven Nicolás de Cusa se levantó y comenzó a hablar. Y aunque los ojos le brillaban a la vista del asado, la voz del joven cura no tembló.
– Una chispa es cosa de poca entidad -dijo, exaltado-, mas si tropieza con algo seco, lleva a su perdición a grandes ciudades, murallas y bosques. Lo agrio de la leche también pareciera ser pequeño y sin importancia, y no obstante capaz es de agriar la leche en todos los calderos. Por su parte, tal y como dice el Eclesiastés, una mosca muerta descompone una vasija de aceite perfumado. Del mismo modo las falsas enseñanzas comienzan con uno, de dos o tres se concierta al principio su auditorio. Mas poco a poco el cáncer se extiende por el cuerpo y, como se dice, una oveja negra echa a perder el rebaño. Así es que ha de ahogarse la chispa no más aparezca, y retirar lo agrio de la leche, y extirpar lo malo del cuerpo y la oveja negra separar del rebaño, para que no se destruyan la casa, el cuerpo, el cántaro de leche ni el rebaño…
– Extirpar lo malo del cuerpo -repitió el obispo Conrado, al tiempo que rasgaba con los dientes un pedazo de buey del que resbalaba un jugo grasiento y sangriento-. Bueno, ciertamente decís la verdad, joven señor Nicolás. ¡La cirugía es la cosa! El yerro, el yerro afilado es la mejor medicina para el cáncer husita. ¡Cortarlo! ¡Degüellar a los herejes, degüellarlos sin piedad!
Los comensales también mostraron su aprobación balbuceando con la boca llena y gesticulando con huesos mordisqueados. El buey se iba transformando poco a poco en el esqueleto de un buey mientras Nicolás de Cusa derribaba uno tras otro todos los errores husitas, una tras otra todas las deformaciones de las enseñanzas de Wiclif: la negación de la transubstanciación, la negación de la existencia del purgatorio, el rechazo del culto a los santos y a sus imágenes, el rechazo a la confesión. También se ocupó de la comunión sub utraque specie y también la atacó.
– Sólo en una especie -gritó- y ésa es en forma de pan, debe serles proveída la comunión a los fieles. Pues dice San Mateo: el pan nuestro de cada día, panem nostrum supersubstantialem danos hoy. Dice San Lucas: tomó pan, lo bendijo, lo partió y lo repartió a los discípulos. ¿Acaso se habla aquí de vino? Ciertamente, sólo una costumbre y no más es sancionada y confirmada por la Iglesia para que el hombre de bien tome la comunión. ¡Y esto ha de ser aceptado por todo aquél que profese la fe de Cristo!
– Amén -concluyó, mientras se lamía los dedos, Ludwig de Brzeg
– ¡Por mí -gruñó como un león el obispo Conrado, al tiempo que arrojaba un hueso a un rincón- pueden los señores husitas tomar la comunión incluso en la forma de una lavativa por la parte del culo! ¡Pero estos hideputas me quieren robar! ¡Hablan a gritos de la secularización general de los bienes de la Iglesia, de la pobreza evangélica del clero! ¡Es decir: quitárnoslo a nosotros y metérselo ellos al coleto! ¡Por los clavos de Cristo, que esto no va a ser así! ¡Por encima de mi cadáver! ¡O mejor por encima de sus heréticas carroñas! ¡Así se pudran!
– De momento están vivos -dijo agriamente Puta de Czastolovice, el estarosta de Klodzko, al cual no hacía más que cinco días habían visto Reynevan y Scharley en el torneo de Ziebice-. De momento están vivos y con salud, en contra de lo que fuera predicho a la muerte de Zizka. Que se devorarían los unos a los otros, Praga, Tabor y los Huérfanos. De eso nada, señores. Quién contara con ello, la cagó.
– El peligro no sólo no mengua sino que acreciéntase -tronó con una potente voz de bajo Albrecht von Kolditz, estarosta y hetmán del ducado de Wroclaw y Swidnica-. Mis espías afirman que se está estableciendo una colaboración cada vez mayor entre los praguenses y Korybut con los herederos de Zizka: Jan Hviezda de Vicemilice, Bohulas von Svamberk y Rohac de Dubé. Hablase en voz alta de expediciones guerreras comunes. Don Puta tiene razón. Erraron quienes tras la muerte de Zizka contaran con un milagro.
– Y no hay que contar con más milagros -introdujo Gaspar Schlick con una sonrisa-. Ni con que nos enderezara el asunto del cisma bohemio el Preste Juan viniendo de la India con miles de caballos y elefantes. Nosotros, nosotros mismos hemos de ponerle remedio a la cosa. Precisamente por ello es por lo que me envía el rey Segismundo. Hemos de saber con qué podemos contar en Silesia, Moravia y en el ducado de Opava. Estará bien también saber con qué podemos contar en Polonia. Y esto, espero, nos lo comunicará ahora su eminencia el obispo de Cracovia. Su actitud incomplaciente con el amparo polaco a los partidarios de Wiclif es de todos conocida. Y su presencia aquí demuestra que a favor está de la política del rey de Roma.
– En Roma -intercaló Giordano Orsini- sabemos con qué ardor y qué dedicación combate la herejía el obispo Sbigneus. En Roma sabemos de ello y no olvidaremos recompensarlo.
– ¿De modo que puedo entonces -Gaspar Schlick volvió a sonreír- dar por sentado que el reino de Polonia apoya la política del rey Segismundo? ¿Y que apoyará su iniciativa? ¿Con hechos?
– Contento estaría -bufó el caballero teutón Godofredo von Rodenberg, que estaba apoyado en la mesa-, ciertamente, de conocer la respuesta a tal pregunta. Enterarme de cuándo se puede esperar la activa participación de los ejércitos polacos en las cruzadas contra los husitas. Quisiera saber de ello por labios objetivos. De modo que os escucho, monsignore Orsini. ¡Todos os escuchamos!
– Cierto -añadió con una sonrisa Schlick, sin apartar los ojos de Olesnicki-. Todos os escuchamos. ¿Tuvo pues éxito vuestra misión en la corte de Jagiello?
– Largo platiqué con el rey Ladislao -dijo con una voz algo triste el Orsini-. Mas, humm… Sin resultado alguno. En nombre de su santidad y con su venia, le entregué al rey de Polonia una reliquia, y aun una no poco buena… Uno de los clavos con los que nuestro Salvador estuvo clavado a la cruz. Vero, si una tal reliquia no es capaz de mover a un monarca cristiano a una cruzada contra los herejes, entonces…
– Entonces es que no es un monarca cristiano -terminó el obispo Conrado las palabras del nuncio.
– ¿Os habéis dado cuenta? -El teutón hizo una mueca burlona-. ¡Más vale tarde que nunca!
– De modo que -intervino Ludwig de Brzeg- la fe verdadera no puede contar con el apoyo de los polacos.
– El reino de Polonia y el rey Ladislao -habló por primera vez Zbigniew Olesnicki- apoyan la fe verdadera y la Iglesia de Pedro. En la mejor de las posibles formas. Con el dinero de San Pedro. Ninguno de los señores aquí representados puede decir lo mismo.
– ¡Puff! -El duque Ludwig agitó la mano-. Platicad lo que queráis. Vaya un cristiano que está hecho Jagiello. ¡Es un neófito, con el diablo todavía pegado a la piel!
– Su paganismo -Godofredo Rodenberg se levantó- se ve más claramente en su feroz odio a toda la nación alemana, que es la columna vertebral de la Iglesia. Y sobre todo a nosotros, los Caballeros del Hospital de Nuestra Señora, antemurale christianitatis, quienes con los nuestros propios pechos defendemos la fe católica ante los paganos, ¡y ello desde hace más de doscientos años! Y cierto que el tal Jagiello es un neófito e idólatra, el cual, para poder destruir a la Orden, no sólo con los husitas mas con el mismo infierno presto estaría a allegarse. Oh, ciertamente, no habríamos de hacer consejo aquí de cómo persuadir a Jagiello y a Polonia de acudir a la cruzada, sino volver hubiéramos a lo que en Pressburg entonces, dos años atrás, por los Reyes Magos se hablara, de cómo atacar con una cruzada a la propia Polonia. ¡Y quebrar en pedazos ese aborto, ese bastardo de la Unión de Horodlo!
– Vuestras palabras -dijo el obispo Olesnicki con voz muy fría- dignas son del propio Falkenberg. Y no es de asombrarse, puesto que secreto alguno es el que las sus famosas Sátiras no en otro lugar sino en Malbork se le dictaran a Falkenberg. Os recuerdo que el tal pasquín fue condenado en el concilio, y el propio Falkenberg hubo, ante la amenaza de la hoguera, de retirar sus vergonzosas y heréticas tesis. ¡Extraña pues el que estas palabras salgan de labios de alguien que a sí mismo se llama antemurale christianitatis]
– No os alteréis tanto, señor obispo -intervino conciliador Puta de Czastolovice-. Puesto que es un hecho el que vuestro rey apoya a los husitas tanto en secreto como abiertamente. Sabemos y entendemos que con ello contiene a los teutones, y que ha de contenerlos, de ello es difícil extrañarse. Mas las consecuencias de tal política para toda la cristiandad de Europa pueden resultar fatales. Vos mismo lo sabéis.
– Desgraciadamente -confirmó Ludwig de Brzeg-. Y tales consecuencias las vemos. Korybut en Praga, con él hay una bandería entera de polacos. En Moravia Dobko Puchala, Piotr de Lichwino y Fedor de Ostrogski. Wyszek Raczynski al lado de Rohac de Dubé. He aquí dónde están los polacos, he aquí dónde, en esta guerra, vense los polacos pabellones y escúchanse los gritos de guerra polacos. He aquí cómo Jagiello defiende la verdadera fe. ¿Y sus edictos, manifiestos, ucases? Nos engatusa, eso es todo.
– Y mientras tanto balas de plomo, caballos, armas, víveres, todo tipo de mercancías -añadió sombrío Albrecht von Kolditz- fluyen incesablemente de Polonia a Bohemia. ¿Y entonces qué, señor obispo? ¿Por un camino enviáis a Roma el dinero de San Pedro del que tanto os alabáis, y por otro pólvora y balas a las tropas husitas? Ciertamente es esto parecido al vuestro rey, quien, como se dice, pone una vela a Dios y otra al diablo.
– Ciertos asuntos -reconoció al cabo el obispo Olesnicki- también a mí me duelen. Pero para que fuera a mejor, Dios me ayude, pongo todo lo que sea menester. Mas las palabras sobran, no he de repetir otra vez los mismos argumentos en contra. De modo que lo diré y sin demora: la prueba de las intenciones del reino de Polonia es mi presencia aquí.
– Presencia que apreciamos en lo que vale. -El obispo Conrado dio una palmada en la mesa-. ¿Pero qué es ese vuestro reino de Polonia? ¿Lo sois acaso vos, noble don Zbigniew? ¿O Witold? ¿O los Szafranski? ¿Quizá los Ostrogski? ¿O no lo serán los Jastrzebski o los Biskupski? ¿Quién gobierna en Polonia? Puesto que no el rey Ladislao, viejo decrépito, que no gobierna ni a la propia esposa. ¿Es entonces que en la Polonia gobierna Sonka Holszanska? ¿Y juntamente con sus amantes: Ciolek, Hincza, Kurowski, Zaremba? ¿Y a quién más se jode la ruritana?
– Vero, vero. -El legado Orsini asintió triste-. Es una vergüenza que ese rey sea un cornuto…
– Una compaña de tamaña importancia -el obispo de Cracovia frunció el ceño- y se entretiene con maledicencias como las mujeres. O como los estudiantes en el burdel.
– No negaréis que Sonka le pone los cuernos a Jagiello y lo cubre de deshonra.
– Lo niego, porque eso son vana rumoris. Hablillas puestas en circulación por Malbork.
El teutón se alzó de la mesa, rojo y presto para la réplica, pero Gaspar Schlick lo detuvo con un gesto resuelto.
– Pax! -lo cortó-. Dejemos este tema, hay otros de mayor importancia. Por lo que entiendo, un ataque armado a Polonia en forma de cruzada es cosa de momento insegura. Aunque sea con tristeza, lo asumo. Mas, por la concha de Santiago, cuidad de que se respeten verdaderamente los puntos del pacto de Kásemark y los edictos de Jagiello emitidos en Trembowla y Wielun. Estos edictos al parecer cierran las fronteras, al parecer amenazan con castigo el comercio con los husitas y, sin embargo, tanto armas como mercancías, tal y como con razón afirma el señor estarosta de Swidnica, siguen yendo de Polonia a Bohemia…
– Prometí que haría esfuerzos -interrumpió impaciente Olesnicki-. Y no son estas promesas hueras. Quienes coyunda tengan con los herejes checos serán en Polonia castigados, hay edictos reales, iura sunt clara. Al señor hetmán de Swidnica y a su eminencia el obispo de Wroclaw les recuerdo no obstante las palabras de las Escrituras: ¿cómo veis la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio? ¡Media Silesia mercadea con los husitas y nadie nada hace en contra!
– En un error estáis, noble señor cura Zbigniew. -El obispo Conrado se inclinó sobre la mesa-. Porque se hace algo en contra. Os aseguro que se han tomado medidas. Medidas muy duras. Se llevarán a cabo sin edictos, sin manifiestos, sin pergamino alguno, mas algunos defensores haereticorum sufrirán en el propio pellejo lo que significa allegarse a los herejes. Y os aseguro que otros se henchirán de miedo. El mundo conocerá entonces la diferencia entre la acción verdadera y la aparente. Entre la verdadera defensa de la fe y el engatusamiento.
El obispo habló con tanto veneno, tanto odio había en su voz, que Reynevan sintió cómo se le ponían los pelos de punta. El corazón le comenzó a latir con tanta fuerza que le dio miedo que pudieran llegar a escucharlo desde abajo. Sin embargo, los de abajo tenían otra cosa en la cabeza. Gaspar Schlick serenó de nuevo las emociones y dio por terminadas las disputas, tras lo cual los llamó a discutir con tranquilidad la situación en Bohemia. De modo que los disputantes obispo Conrado, Godofredo Rodenberg, Ludwig de Brzeg y Albrecht von Kolditz guardaron silencio y tomaron la palabra los bohemios y moravos, quienes habían estado callados hasta entonces. Ni Reynevan, ni Scharley, ni Sansón Mieles conocían a ninguno de ellos, sin embargo estaba claro -o casi claro- que se trataba de caballeros de las zonas en las que regía la concordia de Pilsen, así como nobles moravos fieles al Luxemburgués, agrupados en torno a Jan de Kravar, el señor de Jicina. Pronto resultó que uno de los presentes era el propio y famoso Jan de Kravar en persona.
Precisamente Jan de Kravar, alto, de cabellos y bigotes negros, con un color de la tez que demostraba que pasaba más tiempo sentado en su caballo que a la mesa, era el que más tenía que decir en relación con la situación actual en Bohemia. Nadie lo interrumpió cuando, con serenidad, incluso con una voz desapasionada, comenzó a hablar. Todos, inclinándose, miraron en silencio el mapa del reino de Bohemia que había desplegado sobre la mesa, en un lugar que el servicio había dejado limpio al retirar los huesos del buey. Desde arriba no se veían los detalles del mapa, de modo que Reynevan tuvo que conformarse con la imaginación cuando el señor de Jicina departió acerca de los ataques de los husitas a Karlstein y Zebrak, que al fin y al cabo fueron fallidos, y a Svihov, Oboriste y Kvetnica, que por desgracia tuvieron éxito. Acerca de las acciones en el oeste, contra los señores de Pilsen, Lokiec y Most, que eran fieles al rey Segismundo. De los ataques al sur, de momento repelidos con eficacia por Oldrich de Rozmberk. De la amenaza contra Iglav y Olomouc por la alianza de Korybut, Borek de Miletinek y Rohac de Dubé. De los ataques por parte de Dobko Puchala, un caballero polaco de la estirpe de los Wieniawa, contra el norte de Moravia.
– Me estoy meando -susurró Scharley-. No me aguanto…
– Puede que te ayude a aguantarte -susurró a su vez Sansón Mieles- el pensamiento de que como te descubran, la próxima vez que le cambiarás el agua a las aceitunas será en el cadalso.
Abajo principió a hablar del duque de Opava. Y al punto comenzaron las disputas.
– A Przemko de Opava -anunció el obispo Conrado- lo tengo por aliado de poco fiar.
– ¿Cuál es la contrariedad? -Gaspar Schlick alzó la cabeza-. ¿Su matrimonio? ¿El que precisamente con la viuda de Jan, duque de Raciborz, se haya unido en nupcias? ¿El que la mencionada sea una Jagiellona, hija de Dymitri Korybut, nieta del rey de Polonia, hermana del Korybut que nos está dando tantos quebraderos de cabeza? Aseguróos, señores, que el rey Segismundo nada hará con tal maridaje. Los Jagiello son familia de natural lobuno y más tienden a morderse entre ellos que a cooperar. Przemko de Opava no se aliará con Korybut sólo porque sea su cuñado.
– Przemko ya formó junta con ellos -lo contradijo el obispo-. En marzo, en Hombok. Y en Olomouc, por San Urbano. Ciertamente, presto se conciertan Opava y los señores moravos con los herejes, presto forman pactos. ¿Qué habéis de decir a ello, don Jan de Kravar?
– No mormuréis ni de mi cuñado ni de la nobleza morava -bufó el señor de Jicina-. Y sabed que gracias a los tratados de Hombok y de Olomouc tenemos ahora concordia en la Moravia.
– Y los husitas -Gaspar Schlick sonrió ácido- tienen el paso libre para comerciar con Polonia. No entendéis mucho de política, ay, no mucho, don Jan.
– Si entonces… -La tez bronceada de Jan de Kravar se encendió de rabia-. Si en los aquellos tiempos… cuando Puchala se echó a nosotros… Si el Luxemburgués nos hubiera entonces prestado auxilio, no habríamos sido obligados entonces al pacto.
– Vano es hablar del pasado. -Schlick se encogió de hombros.
Lo importante es que por vuestros tratos los husitas tienen ahora abiertos los caminos para comerciar atravesando Opava y Morava. Y los mencionados Dobko Puchala y Piotr Polak poseen Sczumperk, Uniczow, Odry y Dolany, con lo que prácticamente han bloqueado Olomouc. Lanzando aceifas, saquean y aterrorizan toda la provincia. Ellos son los que provecho tienen de la mencionada concordia y no vos. Mal negocio hicisteis, don Jan.
– Tales aceifas -intercaló el obispo de Wroclaw con una sonrisa malvada- no son especialidad exclusiva de los husitas. Yo les di ya leña a los heréticos en el año vigésimo primo, en Broumov y Trutnov. Hubo allí montones de cadáveres de bohemios que alcanzaban la altura de un hombre, y el cielo estaba negro por el humo de las hogueras. Y a quien no matáramos ni quemáramos, lo marcamos. Según nuestra costumbre, a lo silesio. Si ves ahora a un bohemio sin nariz, mano o pie, ten por seguro que es a causa de nuestros estupendos ataques por aquellas tierras. ¿Qué, señores, no vamos a repetir la fiesta? El año de 1425 es año jubilar… ¿No podríamos honrarlo a base de exterminar a los husitas? ¡A mí no me gusta hablar en vano, no acostumbro a contentarme con pláticas ni a acordar concordias con ellos! ¿Qué decís a ello, don Albrecht? ¿Don Puta? Añadid ambos dos a los míos doscientos lanceros e infantería con arma de fuego y les enseñaremos modales a los herejes. Iluminaré el cielo con el resplandor del fuego desde Trutnov hasta Hradec Králové. Prometo…
– No prometáis -lo interrumpió Gaspar Schlick-. Y guardad el entusiasmo para el momento adecuado. Para la cruzada. Puesto que no se trata de meras aceifas. No se trata de cortar pies y manos, porque al rey Segismundo de nada le sirven siervos cojos y mancos. Y su santidad no desea que los husitas sean exterminados, sino que vuelvan al seno de la Iglesia verdadera. Y no se trata de matar a la población civil, mas de la destrucción de los ejércitos de Tabor y Oreb. De destruirlos de tal modo que se avengan a negociar. Por eso, vayamos al grano. ¿Qué fuerzas pondrá Silesia cuando se anuncie la cruzada? Y con datos concretos, os ruego.
– Más concreto sois que un judío. -El obispo sonrió torcido-. ¿Es eso apropiado para con un pariente? Pues sois prácticamente mi cuñado. En fin, si ése es vuestro deseo, ahí tenéis: yo mismo pondré sesenta lanceros más su correspondiente infantería y cañones. Conrado Kantner, mi hermano, vuestro futuro suegro, dará sesenta caballeros. Los mismos pondrá, lo sé, el aquí presente Ludwig de Brzeg. Ruprecht de Lubin y su hermano Ludwig reunirán cuarenta. Bernard de Niemodlin…
Reynevan no se dio cuenta de cuándo se quedó dormido. Lo despertó un golpe en las costillas. A su alrededor todo estaba oscuro.
– Nos largamos de aquí -murmuró Sansón Mieles.
– ¿Nos hemos dormido?
– Y un buen rato.
– ¿Se ha terminado la reunión?
– Al menos de momento. Habla en susurros, detrás del pajar hay un puesto de guardia.
– ¿Dónde está Scharley?
– Ya se ha deslizado hasta los caballos. Ahora voy yo. Y luego tú. Cuenta hasta cien y sal. Por el corral. Toma un haz de heno, camina despacio, con la cabeza gacha, como si fueras un paje que va a cuidar a los caballos. Y al otro lado del último chamizo ve a la derecha hacia el bosque. ¿Entendido?
– Por supuesto.
Y todo habría salido bien si no hubiera sido porque al pasar el último chamizo, Reynevan escuchó su apellido.
Por el patio andurreaban algunos soldados, ardían algunas hogueras y algunas teas, pero la oscuridad del tejado saliente permitía esconderse tan bien que Reynevan se subió a la banqueta sin miedo alguno, se puso de puntillas y miró al interior de la cabana a través de los pellejos que cubrían la ventana. Los pellejos estaban muy sucios y el interior escasamente iluminado. Sin embargo, se podía reconocer que estaban hablando tres personas. Una era Conrado, el obispo de Wroclaw. Su voz sonora, juvenil y clara, deshacía toda duda en aquel aspecto.
– Repito, os estoy a vos grandemente agradecido por esas nuevas. A nosotros no nos sería fácil hacernos con ellas. A los mercaderes les pierde la codicia y en el comercio es difícil conspirar, no hay cómo mantener los secretos, hay demasiados que los conocen y demasiados intermediarios. Antes que después llegará la información a alguno que ande en tratos con los husitas y que mercadee con ellos. Mas con los señores de la nobleza y con los burgueses es mucho más difícil, éstos saben tener la lengua quieta, han de cuidarse de la Inquisición, saben lo que les espera a los herejes y a los partidarios de los husitas. Y cierto, lo repito, sin la ayuda de Praga no hubiéramos caído sobre la pista de tales como Albrecht Bart o Peter de Bielau.
El hombre que estaba sentado de espaldas a la ventana habló con un acento que era inconfundible para Reynevan. Era un checo.
– Peter de Bielau -le respondió al obispo- sabía mantener un secreto. Ni siquiera en Praga había muchos que supieran de él. Pero sabéis cómo es: entre enemigos el hombre se guarda, entre amigos se le desata la lengua. Y si ya andamos con ello, imagino que aquí, entre amigos, no se os habrá escapado alguna palabreja imprudente acerca de mi persona, señor obispo.
– Me ultrajáis con tal suposición -dijo Conrado con altivez-. No soy un niño. Aparte de ello, no es por casualidad que la reunión se realice aquí, en Debowiec. Es un lugar seguro y secreto. Y las gentes que han venido son gente de fiar. Amigos y aliados. Al fin y al cabo, me permito afirmar, ninguno de ellos os ha visto siquiera.
– Y ha de ser alabada tal prudencia. Porque, podéis creerme, hay orejas husitas en el castillo de Swidnica, en casa del señor Von Kolditz y en la de don Puta en Klodzko. Y en lo tocante a los señores moravos que aquí se hospedan, aconsejaría también un cuidado exquisito. Sin que nadie se sienta ofendido: les gusta cambiar de bando. Don Jan de Kravar tiene muchos parientes y amigos…
Habló el tercero de los presentes. Era el que estaba más cerca de la lamparilla, Reynevan vio unos largos cabellos negros y un rostro de pájaro que recordaba a un treparriscos.
– Estamos alerta -dijo Treparriscos-. Y vigilantes. Y os aseguramos que sabemos castigar la traición, podéis creerme.
– Os creo, os creo -bufó el bohemio-. ¿Cómo no os voy a creer? ¿Después de lo que le sucedió a Peter de Bielau, al señor Bart? ¿A los mercaderes Pfefferkom, Neumarkt y Throst? Un demonio, un ángel de la venganza se arrastra por la Silesia, ataca desde el cielo despejado. Al mediodía. Un verdadero daemonium meridianum… El miedo ha invadido a las gentes…
– Y bien está -intercaló el obispo con serenidad-. Había de hacerlo.
– Y los resultados a la vista están. -El bohemio meneó la cabeza-. Desiertos están los puertos de los montes Karkonosze, raros y pocos son los mercaderes que se dirigen a Bohemia. Nuestros espías ya no van con tanto gusto en secreta misión a la Silesia, los antaño tan vocingleros emisarios de Hradec y Tabor también como que se han callado. La gente parlotea, el asunto va creciendo con la maledicencia, engorda como bola de nieve. Al parecer, a Peter de Bielau lo acuchillaron cruelmente. A Pfefferkom no lo salvó, dicen, ni el sagrado lugar, la iglesia en que lo alcanzara la muerte. Hanusz Throst huyó por la noche, mas resultó que el ángel de la venganza no sólo al mediodía sino hasta en las oscuridades de la noche ve y mata. Y como que yo fuera quien os diera esos nombres, eminencia, resulta de ello que tengo esos muertos en mi conciencia.
– Si queréis os doy la absolución. Aquí mismo. Y sin pagar.
– Mil gracias os doy. -El bohemio no podía no haber entendido la burla, pero la dejó pasar-. Mil gracias os doy, mas soy, como sabéis, calixtino y utraquista, no acepto la confesión oral.
– Vos os lo perdéis. -El obispo Conrado comentó con voz fría y un tanto despreciativa-. Os ofrecí no un ceremonial, sino tranquilidad para vuestro espíritu, y ésta no depende de la doctrina. Mas es vuestra voluntad el rechazarlo. Arregláoslas vos mismo a partir de ahora con vuestra conciencia. Yo no más os diré algo: que los tales difuntos, Bart, Throst, Pfefferkorn, Bielau… eran culpables. Pecaron. Y como escribe Pablo a los romanos: el pago por el pecado es la muerte.
– De igual forma está allí escrito -intervino Treparriscos- acerca de los pecadores: séales vuelta su mesa en lazo, y en red, y en tropezadero, y en paga.
– Amén. -Respondió el bohemio-. Eh, lástima, lástima que, ciertamente, el tal ángel o demonio sólo custodie la Silesia. No andamos faltos de pecadores allá en Bohemia… Algunos de nosotros, allá en la Dorada Praga, oran día y noche para que a ciertos pecadores los parta un rayo, para que los queme un relámpago… O los atrape un demonio. Si queréis os doy una lista. Con los nombres.
– ¿Pero qué lista? -preguntó Treparriscos con serenidad-. ¿Qué es lo que queréis? ¿Qué sugerís? Las gentes de las que aquí se hablara eran culpables y merecían el castigo. Mas Dios fue quien castigó su vida de pecadores. A Pfefferkorn matólo un colono celoso de su mujer, quien se colgó tras ello llevado de los remordimientos. A Peter de Bielau asesinólo en un arrebato de locura su propio hermano, taumaturgo y adulterino falto de seso. A Albrecht de Bart lo mataron los judíos llevados por la envidia, puesto que era más rico que ellos, algunos fueron aprehendidos, cantarán la verdad en el potro. Al mercader Throst lo mataron unos bandoleros, le gustaba andurrear de noche por los caminos y le pasó lo que tenía que pasar. Al mercader Neumarkt…
– Basta, basta. -El obispo agitó las manos-. Conteneos, no aburráis a nuestro huésped. Tenemos un asunto más importante y a él hemos de volver. Esto es, decidir quién de los señores praguenses está dispuesto a colaborar o a negociar.
– Perdonad mi franqueza -dijo el bohemio al cabo de un instante de silencio-, pero sería más provechoso si a Silesia la representara alguno de los duques. Sé que han de guardarse las proporciones, mas ya tuvimos en Praga suficientes embarazos y problemas a causa de radicales y fanáticos, mala fama tienen entre nosotros los clérigos…
– No sabéis, señor mío, de proporciones, cotejando clérigos católicos con heréticos.
– Muchos opinan -siguió el bohemio sin inmutarse- que fanatismo es fanatismo, y que el romano no es mejor que el taborino. Por eso…
– Soy -lo cortó seco el obispo Conrado- representante del rey Segismundo en la Silesia. Soy un Piasta de sangre real. Todos los duques de Silesia, mis parientes, toda la nobleza silesia, todos reconocieron mi precedencia al elegirme landeskauptman. Arrastro esta pesada carga desde el día de San Marcos Anno Domini 1422. Suficiente como para que ya se supiera. Incluso en vuestra tierra, en Bohemia.
– Lo sabemos, lo sabemos. Pero…
– No hay pero que valga. Si queréis negociar, conmigo. O lo tomáis o lo dejáis.
El bohemio guardó silencio durante largo rato.
– Ah, os gusta, en verdad os gusta, eminencia -dijo por fin-. Amáis el gobernar, el enredaros en políticas, meter las narices y tocar con los deditos. Cierto, será para vos un golpe terrible cuando por fin se os prive del poder, se os quite, se os arranque de vuestras manos ansiosas. ¿Cómo vais a sobrevivir a esto? ¿Os lo imagináis? ¡Nada de política! Todo el día, desde el alba a las completas nada, sólo oraciones, penitencia, estudio, obras de misericordia. ¿A qué os sabe? ¿Señor obispo?
– A vos es al que os sabe -afirmó con acidez el Piasta-. Sólo que tenéis las manos demasiado cortas. Dijo no sé cuándo un sabio cardenal: los perros ladran, la caravana pasa. Este mundo lo gobierna y lo va a seguir gobernando Roma. Diría que Dios así lo quiere, mas no voy a usar su nombre en vano. De modo que diré que es adecuado el que el poder esté cerca de las cabezas más valiosas. ¿Y quién es, señor mío, más valioso que yo? ¿Quién? ¿Quizá vos, caballero?
– Se hallará -el bohemio no se resignaba- algún poderoso rey o emperador. Y entonces se acabará…
– Se acabará en Canossa -el obispo lo cortó de nuevo-. Ante los mismo muros bajo los que estuvo Enrique IV de Alemania. El poderoso rey que exigía que la clerecía, sin excluir al propio Papa Gregorio VII, dejara de meterse en políticas y no se ocupara más que de la oración del alba a las completas. ¿Y qué? ¿Os lo tengo que recordar? El gallito estuvo dos días descalzo en la nieve mientras que en el castillo el Papa se deleitaba con los placeres de la mesa y los famosos encantos de la margravina Matilda. Y con esto acabemos con esta chachara inútil. Con la moraleja de que no hay que levantarle la voz a la Iglesia. Nosotros gobernaremos siempre, hasta el fin del mundo.
– Y hasta después -añadió, venenoso, Treparriscos-. Al cabo, también en la Nueva Jerusalén, ciudad de oro tras muros de jaspe, habrá de mandar alguien.
– Así es. -El obispo lanzó un bufido-. Y para los perros que ladran y aullan, lo de siempre: ¡Canossa! Penitencia, vergüenza, nieve y talones helados. Y para nosotros una habitación caliente, vino especiado de Toscana y una margravina voluntariosa en un blando lecho.
– Allá en mi tierra -el bohemio habló con voz sorda- los Huérfanos y los taboritas ya andan afilando las hojas, ya envuelven los mayales, ya están engrasando los ejes de los carros. Vendrán acá en un sus. Y os arrebatarán todo. Perderéis los palacios, el vino, las margravinas, el poder, y al fin, hasta vuestra al parecer tan valiosa cabeza. Así será. Diría que Dios así lo quiere, mas no voy a utilizar su nombre en vano. No obstante os diré: hagamos algo con ello. Combatámoslo.
– Os juro que el Santo Padre, Martín…
– ¡Ah -estalló el bohemio-, dejadme en paz con ese vuestro Santo Padre, vuestro rey Segismundo y todos los príncipes del Imperio, con toda esa feria europea de alborotadores! ¡Con más enviados, con más defraudadores del dinero recogido para la cruzada! ¡Por los clavos de Cristo! ¿Nos mandáis esperar hasta que se llegue aun acuerdo? ¡Cuando a nosotros la muerte nos mira a los ojos cada día!
– A nosotros -habló Treparriscos- no nos podéis acusar de no menearnos, señor. Nosotros, como vos mismo reconocisteis, actuamos. Oramos apasionadamente, las nuestras oraciones suelen ser atendidas, a los pecadores les llega su castigo. Mas pecadores hay en demasía, de continuo aparecen nuevos. Os pedimos que nos sigáis ayudando.
– Es decir, con más nombres.
Ni el obispo ni Treparriscos respondieron. El bohemio, claramente, no esperaba tampoco respuesta.
– Haremos -dijo- lo que esté en nuestro poder. Enviaremos listas de benefactores de los husitas y de los mercaderes que con los husitas comercian. Os daremos los nombres… para que tengáis posibilidad de orar en intención de alguien.
»Y el demonio -tampoco ahora nadie respondió al bohemio-, el demonio, como de costumbre, acertará preciso y sin fallo. Oh, nos vendría bien, de verdad, una acción de este estilo en nuestra tierra.
– Eso es más difícil -dijo Conrado con voz áspera-. ¿Quién va a saber mejor que vos, que ni el mismo diablo distingue cuál partido es cuál en vuestra tierra? ¿Que no es capaz de adivinar quién con quién anda aliado ni en contra de quién está y si el martes seguirá del lado de los mismos con quien estaba el lunes? El Papa Martín y el rey Segismundo quieren parlamentar con los husitas. Con los razonables. Con tales como vos, siquiera. ¿Pensáis que faltaban los voluntarios para un atentado contra Zizka? No les dimos consentimiento. La eliminación de algunos individuos provocaría el caos, la anarquía más absoluta. Ni el rey ni el Papa desean algo así en Bohemia.
– Hablad así con el enviado -el bohemio bufó con desprecio-, con ese Orsini, a mí ahorradme esas locuciones. Y poned un poco en marcha esos vuestros sesos tan valiosos. Pensad en los intereses comunes.
– ¿Quién ha de morir, vuestro enemigo político o personal? ¿Y qué es lo que sea común?
– Os dije -el bohemio tampoco esta vez se dejó inmutar por la burla- que los taboritas y los Huérfanos miran a Silesia con ojos golosos. Unos os quieren convertir, otros simplemente robar y saquear. Se pondrán en movimiento un día de éstos, caerán con la espada y el fuego. El Papa Martín, con su deseo de reconciliación de los cristianos, orará por vos allá en el lejano Vaticano, el Luxemburgués que tanto anhela concordia gritará y rebufará de rabia en la lejana Buda. Albrecht Rakuski y el obispo de Olomouc suspirarán con alivio porque no les ha tocado a ellos. Y a vosotros mientras tanto os rajarán, quemarán en barriles, os empalarán…
– Vale, vale. -El obispo agitó la mano-. Ahorráoslo, tengo todo esto en cuadros allá en Wroclaw, en cada iglesia. Si entiendo bien, queréis convencerme de que la muerte violenta de unos cuantos taboritas escogidos preservará a Silesia del ataque. ¿Del Apocalipsis?
– Puede que no la preserve. Pero al menos lo retrasará.
– Sin obligaciones ni promesas: ¿de quién se trataría? ¿A quién habría que eliminar? Esto es, disculpad el lapsus linguete: ¿a quién hemos de recordar en nuestras oraciones?
– Bohuslav de Svamberk. Jan Hvezda de Vicemilice, hetmán de Hradec Králové. De allí también proceden Jan Capek de San y Ambrosius, antiguo capellán del Santo Espíritu. Prokop llamado el Calvo. Bedrich de Straznica…
– Más despacio -le ordenó Treparriscos-. Lo estoy apuntando. Sin embargo, os estáis concentrando en los alrededores de Hradec Králové. Os ruego nos deis la lista de los husitas más activos y radicales de la región de Náchod, de Trutnov y Vízmburk.
– ¡Ja! -gritó el bohemio-. ¿Estáis planeando algo?
– Más bajo, señor.
– Querría llevar a Praga buenas nuevas…
– Y yo os digo que bajéis la voz.
El bohemio se calló en el peor momento para Reynevan. Deseando ver su rostro a cualquier precio, Reynevan se puso de puntillas y el banco se apoyó contra la pared. Una pata podrida se quebró con un chasquido, Reynevan se derrumbó sobre la tabla, para colmo derribando también los palos, bastones, bieldos y palas. Con un estampido que casi se oyó hasta en Wroclaw.
Se alzó de inmediato y se lanzó a la huida. Escuchó los gritos de los guardias, y por desgracia no sólo a sus espaldas, también por delante, precisamente en la dirección en la que quería huir. Giró entre unos edificios. No vio cómo salió de la choza Treparriscos.
– ¡Un espía! ¡Un espíaaa! ¡Tras él! ¡Cogedlo vivo! ¡Vivooo!
Un paje le cortó el camino, Reynevan lo derribó. A otro, que lo agarró del brazo, le atizó un puñetazo directamente en la nariz. Perseguido por maldiciones y gritos, atravesó una cerca, se abrió paso a través de girasoles, ortigas y bardanas, el bosque salvador estaba ya allí mismito, por desgracia sus perseguidores le pisaban ya los talones, también por los lados, desde detrás del pajar, salieron corriendo hacia él unos peones. Uno de ellos ya estaba casi, casi por cogerlo cuando como si surgiera de la tierra apareció Scharley y lo golpeó con un enorme puchero de barro. Contra los restantes cargó Sansón Mieles, armado con una estaca arrancada de la cerca. Sujetando el palo de dos codos horizontalmente delante de él, el gigante derribó a tres de un solo golpe y a los dos siguientes les atizó de tal modo que rodaron como troncos, hundiéndose en las bardanas como en lo profundo del mar. Sansón agitó la estaca y bramó como un león, en una pose, se diría, idéntica a la de su famoso tocayo amenazando a los filisteos. Los peones se detuvieron un momento, pero sólo un momento: desde el pajar les llegaban refuerzos. Sansón lanzó su palo contra los soldados y comenzó la retirada siguiendo las huellas de Scharley y Reynevan.
Saltaron a los caballos, los lanzaron al galope a golpe de talón y gritos. Atravesaron a toda velocidad el robledal, envueltos en una maraña de hojas, galoparon a través de un montecillo, protegiéndose el rostro de las ramas. Los charcos del sendero chafotearon, entraron en un bosque alto.
– ¡No os paréis! -gritó Scharley, al tiempo que se daba la vuelta-. ¡No os paréis! ¡Nos persiguen!
Cierto, los perseguían. El bosque detrás de ellos resonaba con el tamborileo de los cascos y con los gritos. Reynevan se dio la vuelta y vio las siluetas de unos jinetes. Se inclinó sobre las crines para que las ramas que iban dejando atrás no lo barrieran de la silla. Por suerte salieron de la espesura hacia un bosque menos denso, echaron los caballos al galope. El bayo de Scharley galopaba como un huracán, acrecentó la distancia. Reynevan tuvo que obligar a su montura a una carrera más rápida. Era muy arriesgado, pero quedarse atrasado él solo no le hacía mucha gracia.
Volvió a mirar atrás. El corazón se le congeló y se le bajó hasta el fondo de la barriga cuando distinguió a los perseguidores: unas siluetas de jinetes con unas capas enganchadas a los brazos que les daban el aspecto de las alas de un fantasma. Escuchó un grito.
– Adsumus! Adsumuuus!
Corrían todo lo que daban de sí los cascos de los caballos. El animal de Enrique Hackeborn roncó de pronto, el corazón de Reynevan se hundió aún más. Apoyó el rostro contra las crines. Sintió cómo el caballo saltaba, por propia iniciativa, atravesando un tronco o una zanja.
– Adsumuuus! -le llegaba por detrás-. Adsuuumuuus!
– ¡Al barranco! -gritó Sansón, que iba delante de él-. ¡Al barranco, Scharley!
Scharley, aunque a galope desbocado, distinguió la garganta: un barranco, un despeñadero, un caminillo en una olla. Al punto dirigió al caballo hacia allá, el bayo relinchó al resbalarse con la alfombra de hojas que cubría la pendiente. Sansón y Reynevan se apresuraron a seguirle. Se escondieron en la garganta, pero no aflojaron el paso, no detuvieron a los caballos. Se lanzaron a la desesperada por el musgo, que ahogaba el sonido de los cascos. El caballo de Enrique Hackeborn ronqueó de nuevo, más fuerte, varias veces seguidas. El caballo de Sansón relinchó también, tenía el pecho bañado en sudor, expedía bolas de espuma a su alrededor. El bayo de Scharley no mostraba signo alguno de cansancio.
Las sinuosidades de la garganta los condujeron a una praderilla, tras la pradera había un bosquete de matorrales, denso como una selva. Después de atravesarlo llegaron de nuevo a un bosque alto, que les permitía ir al trote. Así que trotaron de nuevo, y los caballos relinchaban cada vez más fuerte.
Al cabo de un rato, Sansón aflojó el paso y se quedó retrasado. Reynevan comprendió que debía hacer lo mismo. Scharley miró a su alrededor, detuvo al bayo.
– Creo… -jadeó, cuando llegaron a su altura-. Creo que los hemos perdido. ¿En qué cojones, diablos, nos has metido de nuevo, Reinmar?
– ¿Yo?
– ¡Maldita sea! ¡Vi a esos jinetes! ¡Vi cómo te encogías de terror al verlos! ¿Qué es lo que son? ¿Por qué gritaban «estamos»?
– No lo sé, lo juro…
– Poco me importan tus juramentos. Puff, fueran quienes fueran, lo conseguimos…
– Todavía no lo hemos conseguido -dijo Sansón Mieles con la voz cambiada-. Aún no ha pasado el peligro. Cuidado. ¡Cuidado!
– ¿Qué?
– Algo se acerca.
– ¡No oigo nada!
– Mas viene. Algo malo. Algo muy malo.
Scharley dio la vuelta al caballo, de pie en los estribos, miró a su alrededor.y aguzó el oído. Reynevan, al contrario, se encogió en la silla, el cambio de voz de Sansón lo había llenado de pavor. El castellano de Enrique Hackeborn ronqueó, pateó. Sansón gritaba. Reynevan aullaba.
Y entonces, sin saber de dónde, sin saber cómo, del oscuro cielo se lanzaron sobre ellos unos murciélagos.
No eran aquéllos, se entiende, murciélagos normales y corrientes. Aunque no mucho más grandes de los normales, como mucho dos veces, tenían una cabeza innaturalmente crecida, unas orejas enormes, ojos que ardían como carbones y los hocicos llenos de blancos colmillos. Y había muchos, toda una bandada, una nube. Sus estrechas alitas silbaban y cortaban como cimitarras.
Reynevan agitaba las manos como un loco, alejando de sí a las bestias, que lo atacaban rabiosamente, aullando de miedo y asco se arrancaba las que se le aferraban al cuello y los cabellos. A algunas las rechazaba, golpeándolas como a pelotas, a otras las agarraba con las manos y las ahogaba. Pero las que restaban le arañaban el rostro, le mordían los dedos, le roían dolorosamente las orejas. Junto a él, Scharley cortaba a su alrededor con su sable, la negra sangre de los murciélagos salpicaba abundantemente. En la cabeza de Scharley había cuatro murciélagos, Reynevan veía cómo fluían por la cabeza y las mejillas del demérito finas líneas de sangre. Sansón luchaba en silencio, destrozaba a los animales que lo rodeaban, aplastando en su puño varios a la vez. Los caballos estaban enloquecidos, daban coces, relinchaban con fuerza.
El sable de Scharley silbó por encima de la cabeza de Reynevan, la hoja le rozó los cabellos, barriendo de ellos a un murciélago, una bestia especialmente grande, gruesa y agresiva.
– ¡Pies en polvorosa! -gritó el demérito-. ¡Hay que huir! ¡No podemos seguir aquí!
Reynevan tiró del caballo, dándose cuenta de pronto. Aquéllos no eran murciélagos normales, eran monstruos creados por un hechizo y eso sólo podía significar una cosa: que habían sido enviados por los perseguidores y que los perseguidores aparecerían allí de inmediato. Se lanzaron al galope, no tuvieron que espolear a los caballos, los rocines, llenos de pánico, habían olvidado su cansancio y corrían como perseguidos por lobos. Los murciélagos no se quedaban atrás, atacaban, se lanzaban en picado y les caían encima sin pausa, era difícil defenderse a pleno galope. Sólo Scharley era capaz de hacerlo, cortando con su sable y cosiendo a la murcielaguería a toda velocidad y con tanta habilidad como si hubiera nacido y pasado toda su juventud en el país de los tártaros.
Por su parte, se demostró otra vez que a Reynevan lo perseguía una mala suerte peor que la de Jonás. Los murciélagos mordían a los tres, más sólo a Reynevan se le clavó uno en los cabellos de la frente de tal modo que le tapaba completamente los ojos. Los monstruillos atacaron a los tres caballos, pero sólo al de Reynevan se le metió uno directamente en la oreja. El caballo se retorció, relinchando como un loco, dio coces tiritando, con la cabeza gacha, echó las ancas hacia arriba con tanta energía que el cegado Reynevan voló de la silla como un proyectil de una catapulta. El caballo, privado de su peso, se lanzó a un loco galope y se hubiera perdido por el bosque. Por suerte, Sansón tuvo tiempo de aferrarlo de las riendas y de hacerlo detenerse. Scharley, por su parte, saltó del caballo y con el sable en alto se metió entre los arbustos de enebro donde los murciélagos atacaban a Reynevan, quien se retorcía entre la alta hierba, como los sarracenos a un caído paladín de Carlomagno. Gritando horrendas maldiciones y terribles insultos, el demérito agitó el sable hasta que chorreó sangre. Junto a él, Sansón luchaba a caballo, con una mano. Con la otra sujetaba a los dos animales enloquecidos. Algo así sólo podía hacerlo una persona con la fuerza que él tenía.
Reynevan fue el primero que advirtió que nuevas fuerzas se sumaban a la lucha. Quizá porque estaba a cuatro patas, consiguió escaparse de la barahúnda casi con la nariz en la hierba. Y así vio cómo la hierba se doblaba sobre la tierra, plana, como si la golpeara un fuerte viento. Alzó la cabeza y como a unos veinte pasos vio a un hombre, casi un anciano, mas de gigantesca estatura, de ojos ardientes y una melena leonina de cabellos blancos como la leche. El anciano empuñaba un bastón extraño, nudoso, curvo, fantásticamente retorcido, una verdadera serpiente petrificada en un paroxismo de dolor.
– ¡Al suelo! -gritó el anciano con voz de trueno-. ¡No te levantes!
Reynevan se aplastó contra la tierra. Sintió cómo un extraño viento le silbaba sobre la cabeza. Escuchó unas ahogadas maldiciones de Scharley. Y luego un chillido grande y agudo de los murciélagos que hasta entonces habían estado atacando en el silencio más absoluto. El chillido enmudeció tan de repente como había surgido. Reynevan escuchó y sintió cómo a su alrededor caía algo, como un granizo, golpeando el suelo como manzanas maduras. Sintió también una lluvia aún más fina, pequeñita, seca, sobre los cabellos y la espalda. Miró a su alrededor. Toda la extensión que alcanzaba su vista estaba cubierta por cadáveres de murciélagos y desde arriba, desde las ramas de los árboles, se derramaba una densa e interminable lluvia de insectos muertos: escarabajos, gorgojos, arañas, orugas y polillas.
– Matavermis… -jadeó-. Eso era un matavermis…
– Miradlo, miradlo -dijo el anciano-. ¡Sabe de qué habla! Mozo será, mas versado. Levántate. Ya se puede.
El anciano, ahora se daba cuenta, no era para nada un anciano. Tampoco es que, por supuesto, fuera un jovenzuelo, pero el tono blanco de sus cabellos, Reynevan podía apostar su cabeza, tenía su origen menos en la vejez que en el albinismo típico de los magos. También la estatura gigantesca resultó ser una apariencia creada por la magia. El albino apoyado en el bastón era alto, pero no de forma sobrenatural.
Scharley se acercó, pateando sin interés a los murciélagos que yacían muertos sobre la hierba. Se acercó Sansón Mieles con los caballos. El albino los contempló con atención, en especial a Sansón.
– Tres -dijo-. Curioso. Porque estábamos buscando a dos.
Del por qué hablaba en plural se enteró Reynevan antes de que le diera tiempo a preguntar. Resonaron unos cascos, el claro se llenó de caballos relinchando.
– Buenas -gritó desde lo alto de su silla Notker von Weyrach-. Al final nos encontramos. Esto si que es churra.
– Churra -repitió con parecida sorna Buko von Krossig, echando levemente el caballo hacia el demérito-. ¡Y más aún que en lugar por todo diferente del que fuera acordado! ¡Por todo diferente!
– Burláis, don Scharley -añadió, alzando la visera de su bascinet, Tassilo du Tresckow-. No mantenéis lo estipulado. Y eso es cosa poco honrada.
– Y, por lo que veo, no se ha librado de castigo -bufó Kuno Wittram-. ¡Por el bastón de San Gregorio el Milagroso! ¡Mirad sólo cómo los bichos le han roído las orejas!
– Hay que irse de aquí. -El albino interrumpió la escena que se desarrollaba ante los ojos del asombrado Reynevan-. Los perseguidores se están acercando. ¡Los caballos siguen el rastro! ¡Los caballos están siguiendo el rastro!
– ¿Y no lo dije? -bufó Buko von Krossig-. ¿Que los salvaríamos, que les sacaríamos el culo de las cadenas? Vale, vamos. ¿Don Huon? Esos perseguidores…
– No son cualquiera cosa. -El albino contemplaba a un murciélago que sujetaba por la punta de un ala, luego posó sus ojos en Scharley y Sansón-. Sí, no son cualquiera cosa quienes aquí acuden… Los conocí, los conocí por el picor de mis dedos… Vaya, vaya… Interesantes sois, interesantes… Puede decirse: dime quién te persigue, y te diré quién eres. O de otro modo: mis perseguidores son mis testigos.
– Oh, va, los perseguidores -gritó, haciendo girar al caballo, Paszko Rymbaba-. ¡Me cago de miedo! ¡Que se acerquen, que les vamos a dar de palos!
– No creo que sea tan sencillo -respondió el albino.
– Ni yo. -Buko también miraba a los murciélagos-. ¿Don Huon? ¿Por favor?
El albino llamado Huon no respondió, en vez de ello golpeó el suelo con su retorcido bastón. Al momento comenzó a surgir de las hierbas y los juncos una niebla, blanca y densa como el humo. En un cortísimo instante, el bosque desapareció por completo en ella.
– El viejo hechicero -murmuró Notker Weyrach-. Hasta escalofríos dan.
– ¡Pero bueno! -bufó alegre Paszko-. Nada me da a mí.
– Para quienes nos están persiguiendo -se atrevió a decir Reynevan- puede que la niebla no sea un obstáculo. Ni siquiera mágica.
El albino se dio la vuelta. Lo miró a los ojos.
– Lo sé -dijo-. Lo sé, señor conocedor. Por eso la niebla no es para ellos, sino para los caballos. Y sacad cuanto antes a los vuestros de aquí. Cuando huelan el vapor se volverán locos.
– ¡En camino, comitiva!