En el cual el lector se entera de más cosas todavía acerca de Reynevan, y esto por las pláticas que sobre él mantienen diferentes personas, lo mismo bien intencionadas que estrictamente desafectas. Mientras tanto el propio Reynevan yerra por los bosques de Olesnica. El autor le escatima al lector la descripción del tal vagabundeo, por lo que al lector nolens volens no le queda más remedio que imaginárselo él mismo.
– Sentaos, sentaos a la mesa, señores -invitó Bartolomeo Sachs, burgomaestre de Olesnica, a los regidores-. ¿Qué he de mandar traer? De vinos, por ser francos, no tengo ninguno que pudiera impresionaros. Mas si se trata de cerveza, jo, jo, hoy mismo me han traído derechamente de Swidnica una admirable cerveza de barril, de primera, sacada de una bodega fría y honda.
– Cerveza entonces, señor Bartolomeo. -Juan Hofrichter, uno de los mercaderes más ricos de la ciudad, se restregó las manos-. Que ésta, la cerveza, es bebida nuestra, que los nobles y los señoritingos de diversa estirpe se atraganten con vino… Con perdón de vuesa merced…
– Nada, nada -sonrió el cura Jacobo von Gall, preboste de San Juan Evangelista-. Que yo no soy noble, sino párroco. Y el párroco, como por el nombre mismo se comprende, con los parroquianos ha de andar, así que tampoco a mí me está bien despreciar la cerveza. Y beber puedo, que ya he oficiado las vísperas.
Estaban sentados a una mesa en la sala grande del ayuntamiento, de bajos techos, sobriamente encalada, el lugar donde solían celebrarse las sesiones del cabildo. El burgomaestre en su silla de costumbre, de espaldas a la chimenea, el cura Gall junto a él, con el rostro hacia la ventana. Enfrente estaba sentado Hofrichter, junto a él Lukas Frydman, un conocido y acaudalado platero, vestido con un jubón guateado a la moda y un sombrero de terciopelo de ala ancha que portaba sobre una cabeza bien peinada, lo que le daba un aspecto de verdadero noble. El burgomaestre carraspeó y, sin esperar a que el servicio trajera la cerveza, comenzó.
– ¿Y qué es lo que tenemos aquí? -proclamó, cruzando las manos sobre una tripa de buen tamaño-. ¿Qué es lo que nos han preparado en esta nuestra villa los señores nobles caballeros? Una pelea en los agustinos. Caballos en, cómo se dice, persecución por las calles de la urbe. Un tumulto en la plaza, algunos maltratados, entre ellos un niño, de gravedad. Mercancías destrozadas, género despilfarrado. Unas notables pérdidas, cómo se dice, materiales, hasta bien entrada la tarde que se me metían aquí los mercatores et institores con sus exigencias de desagravios. Ciertamente, debiera haberlos mandado con tales pretensiones a casa de los señores Sterz, a Bierutów, Ledna y Sterzendorf.
– Mejor que no -le recomendó Juan Hofrichter con sequedad-. Aunque yo mismo sea de la opinión de que los señores caballeros últimamente han rebasado la medida, no se deben olvidar ni el origen de la cuestión ni los sus corolarios. Pues corolario, y bien trágico, es la muerte del joven Niklas de Sterz. Y el origen: la procacidad y el libertinaje. Los Sterz defendían el honor del hermano, persiguieron al bellaco que sedujera a la cuñada, ensuciara el lecho matrimonial. Cierto es que en su arrebato exageraron un tanto…
El mercader enmudeció al ver la significativa mirada del padre Jacobo. Porque cuando el padre Jacobo daba la señal con su mirada de querer hablar, se callaba hasta el burgomaestre. Jacobo Gall no sólo era el preboste de la parroquia local, sino al mismo tiempo secretario del príncipe de Olesnica y canónigo del capítulo de la catedral de Wroclaw.
– El adulterio es un pecado -dijo el cura, irguiendo su seca apostura detrás de la mesa-, el adulterio es también un delito. Pero el pecado lo castiga Dios y el delito la ley. No hay nada que justifique ni la justicia de propia mano ni los asesinatos.
– Precisamente, precisamente -cayó el burgomaestre en el credo, pero enmudeció al punto y se dedicó a la cerveza, que acababan de servir.
– Niklas Sterz, lo que nos duele infinito -añadió el padre Gall-, murió trágicamente, mas a consecuencia de un infortunado accidente. Cierto que si Wolfher y compañía hubieran alcanzado a Reinmar de Bielau, habriamos tenido que vernos en nuestra jurisdicción con una muerte. De hecho no es seguro que no lo hayamos de tener todavía. Recuerdo que el prior Steinkeller, el venerable anciano que fué terriblemente apaleado por los Sterz, yace sin sentido en los agustinos. Si acaso muriera de esta somanta, habría un problema. Para los Sterz, esencialmente.
– En lo que se refiere al delito de adulterio -el platero Lukas Frydman contemplaba los anillos que portaba en sus bien cuidados dedos-, pensad, señores, que no es nuestra la jurisdicción. Aunque la inmoralidad tuviera lugar en Olesnica, no son nuestros los delincuentes. Gelfrad Sterz, el esposo traicionado, es vasallo del duque de Ziebice. Lo mismo que el seductor, el joven galeno Reinmar de Bielau…
– Aquí aconteció la inmoralidad y aquí tuvo lugar el delito -dijo Hofrichter con tono áspero-. Y no banal, si ha de creerse lo que la señora Sterz confesara en los agustinos. Que el médico con hechizos la embriagó y con nigromancias la llevó al pecado. La obligó sin que ella lo quisiera.
– Todas dicen lo mismo -murmuró desde el interior de su jarra el burgomaestre.
– Especialmente -añadió sin emoción el platero- cuando alguien como Wolfher de Sterz le tiene a uno un cuchillo en el pescuezo. Bien ha dicho el venerable padre Jacobo que el adulterio es un delito, un crimen, y que como tal precisa de pesquisas y de tribunales. No queremos aquí desquites de familia ni peleas callejeras, no vamos a permitir que hijos de señorones desaforados pongan la mano encima de los clérigos, agiten cuchillos y maltraten a la gente en las plazas. En Swidnica metieron en la torre a uno de los Pannewitz porque golpeó a un espadero y lo amenazó con su espetón. Y así ha de ser. No pueden volver los tiempos de la arbitrariedad de los caballeros. La cuestión ha de llegar al duque.
– Cuanto más -confirmó con un ademán de cabeza el burgomaestre- que Reinmar de Bielau es un noble y Adela Sterz también. Ni a él ni a ella podemos azotar ni echarlos de la villa como a una simple lumiasca. El negocio ha de llegar al duque.
– No es cuestión de apresurarse en estos asuntos -comentó el preboste Jacobo Gall, mirando al techo-. El duque Conrado se va a Wroclaw, antes del viaje tiene negocios sin cuento en la cabeza. Los rumores, como rumores que son, de seguro que ya le han llegado, mas no es momento de hacer oficiales los tales rumores. Bastará con exponer el asunto al duque cuando vuelva. Hasta entonces pudiera que se resolviera todo por sí mismo.
– Pienso lo mismo. -Bartolomeo Sachs afirmó con la cabeza.
– Y yo -añadió el platero.
Juan Hofrichter se colocó su capotillo de cebellinas, sopló la espuma de la jarra.
– No parece que sea cosa de informar al duque de momento -dijo-, esperaremos a que vuelva, en ello estoy de acuerdo con vuesas mercedes. Mas al Santo Oficio debemos de participárselo. Y apriesa. Lo que hallamos en el laboratorio del médico. No volváis la cabeza, don Bartolomeo, no hagáis gestos, pío señor don Lukas. Y vos, reverencia, no suspiréis ni contéis las moscas en el techo. Tantas ganas tengo yo como vosotros, tanto quiero tener a la Inquisición aquí como vos. Mas cuando se abrió el laboratorio había mucho concurso de gente. Y donde hay mucha gente siempre, creo que no sea grande novedad para todos, siempre habrá por lo menos uno que vaya con el cuento a la Inquisición. Y si apareciera por Olesnica el visitador, seremos los primeros a los que preguntará por qué vacilamos.
– Y entonces yo -el preboste dejó de mirar al techo- aclararé las vacilaciones. Yo, personalmente. Porque ésta es mi parroquia y sobre mí descansa la obligación de informar al obispo y al inquisidor papal. A mí también me corresponde valorar si las circunstancias dadas justifican la apelación y el empleo de la curia y del Santo Oficio.
– ¿Y la hechicería a la que se refiriera Adela Sterz en los agustinos no es tal circunstancia? ¿El laboratorio no lo es? ¿El alambique de alquimista y el pentagrama en el suelo no lo son? ¿La mandragora? ¿Los cráneos humanos y las manos de cadáver? ¿Los cristales y los espejos? ¿Las botellas y redomas con el diablo sabe qué pócimas o venenos? ¿La ranas y las salamandras en tarritos? ¿No son ésas circunstancias?
– No lo son. Los inquisidores son personas serias. Su labor es la inquisitio de articulis fidei. No los cuentos de vieja, las supersticiones ni las ranas. Así que no pienso hacerles perder tiempo.
– ¿Y los libros? ¿Éstos que están aquí?
– Los libros -respondió sereno Jacobo Gall- hay que examinarlos bien. Atentamente y sin prisas. El Santo Oficio no prohibe la lectura. Ni la posesión de libros.
– En Wroclaw -dijo Hofrichter con aire triste- no hace nada que a dos los mandaron a la hoguera. Se dice que precisamente por la posesión de libros.
– No por los libros -le contradijo el preboste con sequedad-, sino por su contumacia, por su estricto rechazo a impugnar las nociones que los tales libros contenían. Entre los cuales había escritos de Wiclif y Hus, del lollardo Floretus, de los artículos praguenses y muchos otros libelos y manifiestos husitas. Yo no veo nada parecido entre los libros requisados en el laboratorio de Reinmar de Bielau. Veo aquí nada más que obras de medicina. Que además son en su mayor parte, o quizá hasta al completo, propiedad del scriptorium del monasterio de los agustinos.
– Reitero. -Juan Hofrichter se levantó, se acercó a los libros extendidos sobre la mesa-. Reitero que para nada ardo en deseos de llamar ni a la Inquisición episcopal, ni a la papal. No quiero delatar a nadie, ni a nadie ver ardiendo en la hoguera. Mas aquí se trata también de nuestros pellejos. De que los tales libros no nos acusaran a nosotros. ¿Y qué tenemos aquí? ¿Aparte de Galeno, Plinio y Estrabón? Saladinus de Asculo, Compendium aromatorium. Scribonius Largus, Compositiones medicamentorum. Bartolomeus Anglicus, De proprietatibus rerum, Albertus Magnus, De vegetalibus et plantis… Magnus, ja, apelativo tal cual para un hechicero. Y aquí, vaya por Dios, Sabur ben Sahl… Abu Bekr al-Razi… ¡Paganos! ¡Sarracenos!
– Estos sarracenos -le aclaró sereno Lukas Frydman al tiempo que examinaba sus anillos- se enseñan en las universidades cristianas. Como autoridades en cuestión de medicina. Y vuestro «hechicero» no es otro que Alberto Magno, obispo de Ratisbona, famoso teólogo.
– ¿Tal decís? Hummm… Sigamos… ¡Oh! Causae et curae, escrito por Hildegarda de Bingen. ¡Una bruja, seguro, la tal Hildegarda!
– No precisamente -sonrió el padre Gall-. Hildegarda de Bingen, profetisa, llamada la Sibila de Renania. Muerta en olor de santidad.
– Ja. Mas si tal cosa afirmáis… ¿Y qué es esto? John Gerard, Generall… Histoire… of Plantes… Curioso, en qué lengua estará escrito esto… Creo que en la de los judíos. Mas de seguro que éste es otro santo. Y aquí tenemos Herbarius, de Thomas de Bohemia…
– ¿Cómo habéis dicho? -El padre Jacobo alzó la cabeza-. ¿Tomás el Checo?
– Así está escrito.
– Mostradme. Humm. Interesante, interesante… Todo, por lo que resulta, se queda en familia. Y en torno a la familia todo se revuelve.
– ¿Qué es eso de la familia?
– Tanta familia -Lukas Frydman parecía seguir interesado tan sólo en sus anillos- que más no se puede. Tomás el Checo, o sea Behem, el autor de ese Herbarius, es el bisabuelo de nuestro Reinmar, el aficionado a las esposas ajenas que tantos quebraderos de cabeza y tantos problemas nos está dando.
– Thomas Behem, Thomas Behem -frunció el ceño el burgomaestre-. También llamado Thomas el Médico. He oído hablar de él. Era amigo de no sé qué duque… No recuerdo…
– Del duque Enrique VI de Wroclaw -se apresuró a aclarar el sereno platero Frydman-. Ciertamente fue el tal Thomas su amigo. Al parecer fue un sabio preclaro, un médico de talento. Estudió en Padua, en Salerno y en Montpellier…
– Se decía también -introdujo Hofrichter, quien desde hacía ya unos instantes confirmaba con ademanes de su cabeza que él también se había acordado- que era hechicero y hereje.
– Don Juan, os habéis agarrado a esa hechicería como una sanguijuela -torció el gesto el burgomaestre-. Dejadlo.
– Thomas Behem -le instruyó con vez leve el preboste- era un religioso. Un canónigo de Wroclaw, llegó luego hasta sufragáneo de la diócesis. Y obispo titular de Sarepta. Conoció personalmente al Papa Benedicto XII.
– También del tal Papa se decían cosas disparejas. -Hofrichter no pensaba renunciar-. Hasta entre los infulates ha habido hechicerías. El inquisidor Schwenckefeld, en sus tiempos…
– Dejadlo en fin -lo cortó el padre Jacob-. Que otras cosas han de ocuparnos aquí.
– Ciertamente -confirmó el platero-. Y yo sé el qué. El duque Enrique no tuvo descendencia varonil, sólo tres hijas. El padre Thomas se permitió un romance con la más joven, Margarita.
– ¿Y el duque lo permitió? ¿Hasta ahí llegaba su amistad?
– El duque ya no vivía entonces -aclaró el platero-. La duquesa Ana o bien no sabía lo que pasaba o no quería saberlo. Thomas Behem no era obispo todavía, mas estaba en excelente conocimiento del resto de Silesia: de Enrique el Fiel de Glogów, de Casimiro de Cieszyn y Freistadt, de Bolek el Pequeño de Swidnica-Jawor, de Ladislao de Bython y Cosel, de Ludwig de Brzeg. Así que imagínense vuesas mercedes a alguien que no sólo acostumbra a pasar tiempo en Aviñón, junto al Santo Padre, sino que también es capaz de quitar las piedras de la vejiga, y eso con tanta maña que no sólo es que tras la operación le queda su polla al paciente, sino que ésta hasta se le levanta. Puede que no todos los días, pero lo hace. Y si esto puede sonar a burla, no lo es ciertamente. Es de todos sabidos que gracias a Thomas seguimos teniendo hoy día Piastas en Silesia. Pues ayudó con la misma pericia tanto a hombres como a mujeres. Y también a las parejas, si vuesas mercedes entienden a lo que me refiero.
– Temóme que no -dijo el burgomaestre.
– Sabía ayudar a matrimonios a los que no les iba bien en la cama. ¿Entendéis ahora?
– Ahora sí -asintió Juan Hofrichter-. Oséase, que la duquesa de Wroclaw jodia gracias a las tales artes médicas. Y naturalmente resultó de ello una criatura.
– Naturalmente -confirmó el padre Jacobo-. El asunto se solucionó del modo habitual: a Margarita la cerraron en las clarisas, el niño fue a parar a Olesnica, a casa del duque Conrado. Conrado lo crió como a un hijo. Thomas Behem se hizo cada vez figura de mayor rango, en todas partes, en Silesia, en Praga, en la corte del emperador Carlos IV, en Aviñón. Así que el mozo tuvo ya la carrera segura en la tierna infancia. Carrera religiosa, se entiende. Dependiente de cuánto juicio mostrara. Si hubiera sido tonto del todo le habría tocado una parroquia de aldea. Que medio tonto, pues entonces abad de algunos cistercienses. Y si listo, le esperaba el capítulo de alguna colegiata.
– ¿Y cómo resultó ser?
– Listillo. Guapo como el padre. Y valeroso. Antes de que a nadie le diera tiempo a hacer nada, el futuro cura andaba ya peleando con los granpolacos al lado del joven duque, el futuro Conrado el Viejo. Se batió con tanta bravura que no hubo salida y lo armaron caballero. Y con feudo. De este modo murió el curilla Tymo, viva el chevalier Tymo Behem de Bielau. El caballero Tymo, que pronto hizo buena liga, casándose con la hija menor de Heidenreich Nostitz.
– ¿Nostitz le dio su hija al bastardo de un cura?
– El cura, padre del bastardo, fue nombrado por entonces sufragáneo de Wroclaw y obispo de Sarepta, conocía al Santo Padre, era consejero del rey Wenzel IV y se trataba de tú con todos los duques de Silesia. De seguro que el viejo Heidenreich le ofreció él mismo de buen grado a la hija.
– Es posible.
– Del enlace de la hija de Nostitz con Tymo de Bielau nacieron Enrique y Thomas. Se ve que la sangre del abuelo se hizo presente en Enrique porque se ordenó sacerdote, estudió en Praga y hasta su muerte, no hace mucho, fue escolástico en la Santa Cruz de Wroclaw. Thomas, por su parte, conoció a Boguszka, la hija de Miksza de Prochowice, y tuvo dos hijos con ella. Peter, llamado Peterlin, y Reinmar, llamado Reynevan. Peterlin, o sea Perejil, y Reynevan, o sea Tanaceto. Unos apodos vegetativo-herbáceos que no tengo ni idea si ellos mismos se los dieron, o si su origen tienen en la fantasía del padre. El cual, ya que en ello estamos, murió en la batalla de Tannenberg.
– ¿De qué lado?
– Del nuestro, del cristiano.
Juan Hofrichter meneó la cabeza, dio un trago de la jarra.
– Y el tal Reynevan o Tanaceto, que tiene por costumbre allegarse a mujeres ajenas… ¿Qué hace en los agustinos? ¿Es un hermano seglar? ¿Converso? ¿Novicio?
– Reinmar Bielau -sonrió el cura Jakob- es médico, que ha estudiado en Praga, en la Universidad Carolina. Antes de empezar los estudios ya estudiaba el muchacho en la escuela de la catedral de Wroclaw, luego aprendió los secretos de la herboristería con un boticario de Swidnica y con los hermanos del hospicio de Brzeg. Fueron precisamente los hermanos y su tío paterno, Enrique, el escolástico de Wroclaw, quienes lo mandaron a nuestros agustinos, que están especializados en la curación con yerbas. El muchacho, honrado y sensible, mostrando vocación, trabajaba para el hospital y la leprosería. Luego, por lo que se ha dicho, estudió medicina en Praga, también, por cierto, bajo la protección del tío y del dinero que el tío recibía como canónigo. Parece ser que le dio fuerte a los estudios, puesto que al cabo de dos años ya era bachiller en artes, artium baccalaureus. Se fue de Praga justo después de… Humm…
– Después de la defenestración -no tuvo reparo en terminar el burgomaestre-. Lo que muestra claramente que nada le ata a la, como la llaman, herejía husita.
– Nada le ata a ella -confirmó sereno el platero Frydman-. Lo sé bien por mi hijo, el cual también por aquellos tiempos estudiaba en Praga.
– Y bien que estuvo -añadió el burgomaestre Sachs- que Reynevan volviera a la Silesia y no al ducado de Ziebice, donde su hermano anda al servicio del duque Juan. Es un buen muchacho, y de buenas razones, aunque joven, y tan dotado para curar con las yerbas que pocos hallarás como él. A la mujer mía de unos furúnculos que le salieron en el, cómo se dice, en eso pues, la curó. A la hija de unas toses crónicas restableció. A mí me dio un cocimiento para los ojos que me supuraban, que como mano de santo…
El burgomaestre calló la boca, carraspeó y metió las manos en las mangas guarnecidas de piel de su sayo. Juan Hofrichter lo miró con atención.
– Esto -enunció- me ha aclarado por fin algunas cosas. Acerca del tal Reynevan. Ya lo sé todo. Aunque bastardo, sangre es de los Piastas. Hijo de obispo. Amado de los duques. Pariente de los Nostitz. Sobrino de un escolástico de la colegiata de Wroclaw. Compañero de estudios de los hijos de los ricos. Y además, por si fuera poco, famoso médico, casi milagroso, que sabe ganarse el agradecimiento de los poderosos. ¿Y de qué es de lo que os curó a vos, venerable padre Jacobo? ¿De qué malestares, por curiosidad?
– Los malestares -respondió con frialdad el preboste- no son tema a debate. Digamos entonces, sin detalles, que me sanó.
– No estaría bien -añadió el burgomaestre- perder a alguien así. Pena sería consentir que alguien así muriera en asuntos de familia tan sólo porque se dejara llevar por unos, cómo se dice, ojos fermosos. Que sirva pues a la república. Que sane, puesto que sabe…
– ¿Incluso si para ello usa de un pentagrama en el suelo? -bufó Hofrichter.
– Si sana -dijo serio el padre Gall-, si ayuda, si mitiga el dolor, pues incluso así. Un talento así es un regalo divino, el Señor lo da según Su voluntad y de acuerdo a un propósito por Él sabido. Spiritus fíat ubi vult, no somos nosotros quiénes para escudriñar sus caminos.
– Amén -resumió el burgomaestre.
– Hablando en plata -no cejaba Hofrichter-, alguien como Reynevan no puede ser culpable. ¿De eso se trata? ¿Eh?
– Quien carezca de culpa -respondió Jacobo Gall con rostro pétreo-, que tire la primera piedra. Y Dios nos juzgará a todos.
Durante un instante reinó el silencio, un silencio tan profundo que se pudo escuchar el susurro de las alas de una mariposa nocturna que golpeteaba contra la ventana. Desde la calle de San Juan les llegó la voz penetrante y cantarína del alguacil de la ronda.
– Entonces, resumiendo -el burgomaestre se enderezó de tal modo que la barriga rozó el canto de la mesa-, los culpables del tumulto en nuestra villa de Olesnica son los hermanos Sterz. De los perjuicios materiales y los daños corporales ocasionados en el mercado son culpables los Sterz. De la pérdida de salud y, no permita Dios, de la posible muerte del venerable prior Steinkeller son culpables los hermanos Sterz. Ellos y sólo ellos. Por su parte, lo que le sucedió a Niklas de Sterz fue una desgracia, cómo se dice, un accidente. Así le presentaremos el asunto al duque cuando vuelva. ¿Hay acuerdo?
– Hay acuerdo.
– Consensus omnium.
– Concordi voce.
– Y si Reynevan apareciera -añadió al cabo de un instante de silencio el preboste Gall-, aconsejo que se lo tome preso por lo bajo y se lo encierre. Aquí, en nuestro calabozo de la casa consistorial. Para su propia seguridad. Hasta que se apaguen las ascuas.
– Estaría bien -añadió Lukas Frydman, mirando sus anillos- hacerlo con premura. Antes de que Tammo Sterz se entere de lo que ha pasado.
Al salir del ayuntamiento a la oscuridad de la calle de San Juan, el mercader Hofrichter captó con el rabillo del ojo un movimiento en la pared de la torre, iluminada por la luz de la luna. Una borrosa figura que se movía un poco por debajo de la ventana del trompetero municipal y por encima de la ventana de la habitación donde acababa de celebrarse la reunión. Miró, protegiéndose los ojos de la molesta luz de la candela que llevaba el paje. Qué diablos, pensó, y se santiguó al instante. ¿Qué es lo que se arrastra por la pared? ¿Un buho? ¿Un mochuelo? ¿Un murciélago? O puede…
Juan Hofrichter tembló, se volvió a santiguar, se subió su capa de cebellinas casi hasta el cuello, se envolvió en ella con prisa en dirección a su casa.
De modo que no vio cómo un enorme treparriscos extendía sus alas, se lanzaba desde un parapeto sin ruido, como un fantasma, como un espíritu nocturno, y revoloteaba por encima de los tejados de la ciudad.
A Apeczko Sterz, señor de Ledna, no le gustaba visitar el castillo de Sterzendorf. La razón era muy sencilla: Sterzendorf era la sede de Tammo de Sterz, cabeza, sénior y patriarca de la familia. O, como otros decían: tirano, déspota y torturador.
El aire en la habitación era sofocante. Estaba oscuro. Tammo de Sterz no permitía abrir las ventanas por miedo a las corrientes de aire, también las contraventanas tenían que estar cerradas porque la luz hería los ojos del inválido.
Apeczko estaba hambriento. Y cubierto de polvo del camino. Pero no había tiempo para un refrigerio ni para refrescarse. Al viejo Sterz no le gustaba esperar. Tampoco tenía por costumbre el regalar a los huéspedes. Sobre todo a la familia.
Así que Apeczko tragó saliva para aliviar la garganta -no le habían dado nada de beber, por supuesto- y relató a Tammo lo sucedido en Olesnica. Lo hacía sin gana, pero, en fin, tenía que hacerlo. Inválido o no, paralítico o no, Tammo era el sénior de la familia. Un sénior que no toleraba la desobediencia.
El viejo escuchaba el relato apoyado en una silla, en la posición que era típica de él, increíblemente torcida. ¡Maldito viejo loco! Pensó Apeczko. ¡Puta ruina retorcida!
La causa del estado en que se encontraba el patriarca de la familia de los Sterz no era conocida del todo ni por todos. En una cosa había consenso: a Tammo le había dado un síncope porque se había puesto rabioso. Unos afirmaban que el viejo se había enrabietado al saber que su enemigo personal, el odiado duque de Wroclaw, Conrado, había recibido la dignidad episcopal y se había convertido en la más poderosa persona de Silesia. Otros afirmaban que la explosión fatal la había provocado su suegra, Anna de Pogorzelów, cuando dejó que se le agarrara su comida favorita, gachas de trigo con tocino. Vete tú a saber qué es lo que sucedió en realidad, pero el resultado estaba a la vista y no era posible dejar de advertirlo. El Sterz, después del accidente, sólo podía mover -y no muy graciosamente- la mano izquierda y el pie izquierdo. El párpado derecho lo tenía siempre cerrado, del izquierdo, que a veces conseguía abrir, le fluían incesantemente unas lágrimas densas mientras que de la comisura de la boca, que tenía retorcida en un gesto de pesadilla, le goteaba saliva. El accidente le había provocado también una casi completa pérdida del habla, de lo que le venía el apodo de Balbulus. El Tartaja.
La pérdida de la capacidad del habla no había tenido la consecuencia con la que contaba toda la familia: la pérdida de contacto con el mundo. Oh, no. El señor de Sterzendorf seguía teniendo a la familia en un puño y seguía siendo el terror de todos, y lo que tenía que decir, lo decía. Siempre había alguien a mano que fuera capaz de entender y traducir a una lengua humana sus gorgoteos, carraspeos, balbuceos y grititos. Ese alguien solía ser por lo regular un niño: alguno de los numerosos nietos o bisnietos de Balbulus.
Ahora la traductora era Ofka von Baruth, de diez años, que, sentada a los pies del anciano, se dedicaba a vestir a una muñeca con trapos de colores.
– De este modo -Apeczko Sterz terminó de contar la historia y, carraspeando, pasó a las conclusiones-, Wolfher pidió por un mensajero que hagamos conciencia de que el asunto estará arreglado enseguida. Que agarrarán a Reinmar Bielau en el camino a Wroclaw y le impondrán su castigo. Ahora, sin embargo, Wolfher tiene las manos atadas, porque el duque de Olesnica viaja por ese camino con toda su corte y diversos clérigos de importancia, así que no puede… No hay forma de acometer la persecución. Mas Wolfher jura que atrapará a Reynevan. Que se le puede confiar el honor de la familia.
El párpado de Balbulus se abrió, un hilo de baba le fluyó de la boca.
– ¡ Bbbhh-bhh-bhh-bhubhu-bhhuaha-rrhuaha-phhh-aaarrh! -se oyó en la cámara-. ¡Bbb… hrrrh-urrrhh-bhuuh! Guggu-ggu…
– Wolfher es un puto cretino -tradujo Ofka von Baruth con una vocecilla aguda y melodiosa-. Un idiota al que no le confiaría ni un cubo lleno de vómitos. Y lo único que es capaz de coger es su propia polla.
– Padre…
– ¡Bbb… brrrh! ¡Bhhrhuu-phr-rrrhhh!
– Calla -tradujo Ofka sin alzar la cabeza, ocupada con su muñeca-. Escucha lo que digo. Lo que ordeno.
Apeczko escuchó con paciencia los carraspeos y gritillos, esperó la traducción.
– Lo primero que mandarás determinar, Apecz -ordenó Tammo Sterz por labios de la niña-, es quién era la mujer de Bierutów encargada de vigilar a la borgoñona. Pues no se enteró de la verdadera razón de tantos viajes de caridad a Olesnica. O si no, es que andaba en el ajo con la puta. A esta mujer habrán de darle treinta y cinco azotes. En el culo, en pelotas. Aquí, frente a mis ojos. Que al menos tenga yo un poco de diversión.
Apeczko Sterz asintió. Balbulus tosió, carraspeó y se manchó de baba de arriba abajo. Después hizo un gesto monstruoso y gorgoteó.
– A la borgoñona -tradujo Ofka, al tiempo que peinaba con un minúsculo peine los cabellos de estopa de la muñeca-, de la que sé que se escondió en el convento de las clarisas de Ligota, debéis sacarla de allí, aunque para ello tengáis que asaltar el convento. Luego hay que encerrar a la barragana con algunos monjes que nos sean propicios, por ejemplo en…
Tammo dejó de pronto de tartamudear y de balbucear, los carraspeos se le quedaron en la garganta. Su ojo enrojecido clavado en él hizo comprender a Apeczko que el anciano había advertido su gesto turbado. Que lo había pillado. No se podía esconder la verdad por más tiempo.
– La borgoñona -jadeó- consiguió escapar de Ligota. En secreto… Nadie sabe adonde. Ocupados con la persecución… no vigila… mos.
– Qué curioso -tradujo Ofka al cabo de un largo instante de pesado silencio-, qué curioso que esto no me sorprenda en absoluto. Pero si es así, que así sea. No me voy a quebrar la cabeza por una puta. Que lo arregle Gelfrad cuando vuelva. Que solucione el asunto por su propia mano. A mí sus cuernos no me importan un pimiento. Tampoco es cosa nueva en nuestra familia. A mí mismo me los tienen que haber puesto bien grandes. Porque si no, no se explica que de mis propios lomos hayan nacido unos gilipollas como éstos.
Balbulus tosió, carraspeó y se ahogó durante unos instantes. Pero Ofka no tradujo, así que no se trataba de palabras, sino de toses normales y corrientes. Por fin, el anciano relinchó, tomó aliento, torció el gesto como un demonio y golpeó con su bastón en el suelo, después de lo cual comenzó a gorgotear a toda velocidad. Ofka lo escuchó, mordisqueando la punta de su coleta.
– Pero Niklas -tradujo- era la esperanza de esta familia. Sangre de mi sangre, de la sangre de los Sterz, no el maldito retoño de una perra callejera. Así que no es posible que por su sangre derramada no pague el asesino. Y con creces.
Tammo golpeó de nuevo con el bastón en el suelo. El palo se le cayó de la mano temblorosa. El señor de Sterzendorf tosió y estornudó, llenándose de babas y mocos. Roswitha von Baruth, la hija de Balbulus, madre de Ofka, que estaba junto a él, le limpió la barba, recogió el bastón y se lo puso en la mano.
– ¡Hgrrrhhh! Grhhh… Bbb… bhrr… bhrrrllg.
– Reinmar Bielau pagará por mi Niklas -tradujo Ofka con indiferencia-. Pagará, pongo a Dios por testigo y a todos los santos. Lo meteré en la mazmorra, en una jaula, en una caja como en la que los de Glogów metieron a Enrique el Gordo, con un agujero para la comida y otro enfrente para lo contrario, de tal modo que ni siquiera sea capaz de rascarse. Y lo tendré así medio año. Y sólo entonces me pondré con él. Y para que lo trabajen mandaré a buscar un verdugo a Magdeburgo, porque allá tienen admirables verdugos, no como aquí, en la Silesia, donde el delincuente muere ya al segundo día de tortura. Oh, no, haré traer a un maestro que le dedicará una semana al asesino de Niklas. O dos.
Apeczko Sterz tragó saliva.
– Pero para que se pueda hacer esto, hay que apresar al pájaro. Y para ello hace falta buen seso. Razón. Porque el pájaro no es tonto. Un tonto no se haría bachiller en Praga, ni les caería en gracia a los monjes de Olesnica. Y no habría conseguido hacerse con la francesa de Gelfrad tan prestamente. Con un listillo así no basta echar el aliento como un torpe por el camino a Wroclaw, exponiéndose a las burlas.
Poner el negocio en boca de todos, lo que sólo sirve al pájaro y no a nosotros.
Apeczko asintió. Ofka lo miró, se sorbió los mocos que le brotaban de una naricilla respingona.
– El pájaro -siguió traduciendo- tiene un hermano, que ha no sé qué posesiones por allá por Henrików. Es muy posible que vaya a buscar allí amparo. Hasta puede que ya esté allí. Hubo otro Bielau que fue durante su vida cura en la colegiata de Wroclaw, así que no podemos excluir que el bellaco quiera esconderse bajo las faldas de otro bellaco. Quiero decir, del venerable obispo Conrado. ¡El viejo ladrón y borracho!
Roswitha Baruth limpió otra vez la barba al anciano, que se le había llenado de mocos por la rabia.
– El pájaro además es amigo de los del hábito negro, en Brzeg. De los del hospicio. Allí podría haberse dirigido nuestro listillo, para sorprender y confundir a Wolfher. Cosa que no es, al fin y al cabo, difícil. Y por fin, lo más importante, aguza el oído, Apecz. De seguro que nuestro pájaro querrá jugar a ser trovador, a fingir que es algún puto Lohengrin o un nuevo Lancelot… Querrá acercarse a la francesa. Y allá, en Ligota, seguro que lo aprehenderemos, igual que a un perro que sigue a una perra en celo.
– ¿En Ligota? -se atrevió a decir Apeczko-. Pero si ella…
– Ha huido, ya lo sé. Mas él no lo sabe.
Viejo cabrón, pensó Apeczko, tiene el alma aún más retorcida que el cuerpo. Pero es más astuto que una zorra. Y sabe, hay que concederle el honor. Mucho. Todo.
– Mas para lo que acabo de decir -tradujo Ofka a la lengua humana- vosotros no me servís, mis hijos e hijos de mis hijos, sangre, al parecer, de mi sangre y carne de mi carne. Por eso vas a ir lo más presto posible a Niemodlin y luego a Ziebice. Allí… ¡Escúchame bien, Apecz! Allí has de encontrar a Kunz Aulock, llamado Kirieleisón. Y a otros: Walter de Barby, Sybko von Kobelau, Stork de Gorgowitz. A éstos les dirás que Tammo Sterz da mil gúldenes renanos por Reinmar de Bielau, vivo. Mil, acuérdate.
Apeczko tragó saliva al oír cada nombre. Porque eran estos nombres los de los peores sicarios y asesinos de casi toda la Silesia, facinerosos sin honor ni fe. Dispuestos a asesinar a su propia abuela por tres escotus, qué no harían por una suma de cuento de hadas como eran los mil gúldenes. Mis gúldenes, pensó Apeczko con rabia. Porque ésta habrá de ser mi herencia cuando este puto inválido estire la pata.
– ¿Lo has entendido, Apecz?
– Sí, padre.
– Entonces largo, vete de aquí. Ponte en camino y haz lo que te he mandado.
Primero me pondré en camino a la cocina, donde voy a llenarme las tripas y a comer y a beber por dos. Viejo roñoso. Y luego ya veremos.
– Apecz.
Apeczko Sterz se dio la vuelta. Y miró. Pero no al rostro retorcido y enrojecido de Balbulus, que, no por vez primera, le parecía que era algo innatural aquí en Sterzendorf, algo innecesario, fuera de sitio. Apeczko miró a los grandes ojos almendrados de la pequeña Ofka. A Roswitha, que estaba detrás de la silla.
– ¿Sí, padre?
– No nos decepciones.
¿Y no puede ser que no sea él?, le cruzó por la mente. ¿No pudiera ser que él ya no exista, que en esa silla esté sentado un cadáver, un medio muerto al que la parálisis ya le ha devorado el cerebro por completo? ¿Que sean… ellas? ¿Que sean las mujeres -las más pequeñas, las jóvenes, las medianas y las viejas- las que gobiernen en Sterzendorf?
Desterró con rapidez aquel monstruoso pensamiento.
– No os decepcionaré, padre.
Apeczko Sterz no tenía intención de apresurarse a cumplir las órdenes. Murmurando con rabia, anduvo rápido hasta la cocina del castillo, donde ordenó que se le sirviera todo de lo que ha de disponer una cocina que se merezca ese nombre. Entre otras cosas, los restos de un muslo de venado, grasientas costillas de cerdo, una enorme ristra de morcillas de sangre, un pedazo de jamón de Praga y unas cuantas palomas cocidas en caldo. Y con ello un pan entero, grande como el escudo de un sarraceno. Y también, se entiende, vino del mejor, húngaro y moldavo, de los que Balbulus guardaba para su propio uso. El paralítico podía ser señor en la habitación de arriba, mas bajo ella el poder ejecutivo le pertenecía a otro. Bajo la habitación el señor era Apeczko Sterz.
Apeczko se sentía señor y nada más entrar a la cocina empezó a mostrar que lo era. El perro se ganó un puntapié y salió corriendo entre quejidos. El gato escapó, esquivando con gracia un cucharón que se le había lanzado. Los mozos de cocina casi se cayeron de culo cuando un caldero de hierro se estrelló contra el suelo de piedra con un indescriptible estruendo. La criada más vaga recibió un pescozón y se enteró de que era una buscona estúpida. También los pajes se enteraron de muchas otras cosas acerca de sí mismos y de sus padres y unos cuantos trabaron además conocimiento con el puño del amo, que era duro y pesado como el hierro. Aquél al que hubo que repetir la orden de traer el vino de la bodega del señor recibió una paliza tan grande que se tuvo que poner en camino a cuatro patas.
Poco después, Apeczko -don Apeczko-, que se había puesto cómodo a la mesa, comía con ansia y a grandes bocados, bebía alternativamente vino moldavo y húngaro, tiraba al suelo los huesos como un verdadero señor, escupía, carraspeaba y miraba de reojo a la gorda cocinera esperando tan sólo a que le diera algún pretexto.
Viejo bellaco, cabrón, paralítico de mierda, que se hace llamar padre y no es más que mi tío, el hermano de mi padre. Mas tengo que aguantar todo esto. Porque cuando estire por fin la pata, yo, el mayor de los Sterz, seré por fin el cabeza de familia. La herencia, por supuesto, habrá que partirla, pero cabeza de familia seré yo. Todos lo saben. Nada me lo impedirá, nada puede…
Impedirlo, maldijo Apeczko a media voz, sólo podría la disputa con Reynevan y la mujer de Gelfrad. Impedirlo podría la venganza de familia, que significa provocar un alboroto en el país. Impedirlo puede el contratar a sicarios y asesinos. La persecución ruidosa, el pudrirse en la mazmorra, el maltrato y la tortura de un muchacho que es pariente de los Nostitz y emparentado con los Piastas. Y vasallo de Juan von Ziebice. Y el obispo de Wroclaw, Conrado, que quiere tanto a Balbulus como Balbulus a él, solamente está esperando a encontrar una forma de echarse sobre los Sterz.
Muy mal, muy mal, muy mal.
Y de todo, decidió Apeczko de repente, hurgándose los dientes, de todo es culpable Reynevan, Reinmar de Bielau. Y pagará por ello. Pero no de forma que toda Silesia se entere. Pagará como es costumbre, por lo bajito, en la oscuridad, con un cuchillo entre las costillas. En el momento en que -como Balbulus adivinó con certeza- aparezca en secreto en Ligota, en el convento de las clarisas, bajo la ventana de su amada, la Adela de Gelfrad. Un tajo de cuchillo, un chapuzón en el estanque del convento. Y silencio. Sólo las carpas sabrán de ello.
Por otro lado, no se puede ignorar del todo la orden de Balbulus. Aunque sólo sea porque el Tartaja acostumbra a comprobar la realización de sus órdenes. Encargar su ejecución no a una, sino a dos personas.
Entonces, ¿qué hacer, diablos?
Apeczko clavó el cuchillo en la tabla de la mesa con un chasquido, tiró la copa de vino de golpe. Alzó la cabeza, cruzó la vista con la vieja cocinera.
– ¿Qué cono miras? -ladró.
– El amo viejo -pronunció con serenidad la cocinera- hizo traer no ha mucho unos admirables vinos italianos. ¿He de mandar servirlos, mi señor?
– Ciertamente. -Apeczko, contra su voluntad, sonrió, percibió cómo la serenidad de la mujer se le transmitía-. Ciertamente, por favor, mandad servirlos, probaremos qué cosa sea lo que madura en Italia. Mandad también, haced la merced, a un pajecillo a la torre, que despierte a alguno que no sea malo con el caballo y la cabeza tenga en su sitio. Alguien que sea capaz de llevar un recado.
– Como mandéis, señor.
Los cascos golpetearon en el puente. El mensajero, al dejar Sterzendorf, se dio la vuelta, saludó con la mano a su mujer, que estaba en la muralla despidiéndolo con un pañuelito blanco. Y de pronto el mensajero captó el movimiento de una figura borrosa que se arrastraba por la pared de la torre bañada por la luna. Qué diablos, pensó, algo andurrea por ahí. ¿Un buho? ¿Un mochuelo? ¿Un murciélago? O puede que…
El mensajero murmuró un exorcismo, escupió al foso y espoleó al caballo. El mensaje que portaba era urgente. Y el amo que se lo había encargado, severo.
De modo que no vio cómo un enorme treparriscos extendía sus alas, se lanzaba desde un parapeto sin ruido, como un fantasma, como un espíritu nocturno, y revoloteaba por encima de los bosques, en dirección al valle del Widawa.
El castillo de Senseberg, como todos sabían, lo habían construido los templarios y no por casualidad habían elegido aquel lugar y no otro. Alzándose sobre la cima de un monte rocoso y quebrado, había sido en tiempos antiguos lugar de culto de los dioses paganos, allí había estado el altar sobre el que, como decían las leyendas, lo habitantes antiguos de aquellas tierras, los trebovanos y los boboranos, ofrecían a sus dioses sacrificios humanos. En tiempos en los que del altar no había quedado más que un círculo de piedras desgastadas y cubiertas de musgo, escondidas entre las malas hierbas, continuaba aún el culto pagano, en la cumbre seguían ardiendo las hogueras de los sábados. Todavía en 1189, Zyroslaw, el obispo de Wroclaw, amenazó con terribles castigos a quien se atreviera a celebrar en Senseberg festum diabolicum et maledictum. Casi cien años después también el obispo Wawrzyniec dejó pudrirse en las mazmorras a aquéllos que celebraban el culto.
Por entonces, se decía, habían venido los templarios. Construían sus pequeños castillos silesios, miniaturas amenazadoras y dentadas de sus fortalezas sirias, edificadas bajo la vigilancia de gentes de cabezas cubiertas con pañuelos y de rostros oscuros como pieles de toro curtidas. No pudo ser una casualidad que para erigir sus baluartes prefirieran antiguos lugares santos, de cultos cuya memoria había casi desaparecido. Como Mala Olesnica, Otmet, Rogów, Habendorf, Fischbach, Peterwitz, Owiesno, Lipa, Braciszowa Góra, Srebrna Góra, Kaltenstein. Y por supuesto, Senseberg.
Luego llegó el fin de la orden de los templarios. Justo o no, resulta vano discutirlo, pero se los liquidó, todo el mundo sabe cómo fue. La Orden de San Juan tomó posesión de sus castillos, también se los repartieron entre sí monasterios que se estaban enriqueciendo rápidamente y nobles silesios que no menos rápidamente estaban adquiriendo poder. Algunos castillos, pese al poder que dormitaba en sus raíces, se convirtieron en ruinas a una velocidad formidable. Unas ruinas que eran evitadas, sorteadas. A las que se tenía miedo.
Y no sin motivo.
Pese a la rápida colonización, pese al constante fluir de colonos hambrientos de tierra que provenían de Sajonia, de Turingia, de Renania y de Franconia, la montaña y el castillo de Senseberg seguían rodeados por un amplio círculo de tierra de nadie, de despoblado por el que sólo se atrevía a pasar el bandolero o el huido. Precisamente fueron ellos, los bandoleros y los huidos, los que contaron por vez primera las historias acerca de pájaros nunca vistos, de jinetes de pesadilla, de luces que brillaban fugazmente en las ventanas del castillo, de gritos y cánticos salvajes y terribles, de una fantasmal música de órgano que parecía llegar de debajo de la tierra.
Hubo quien no lo creyó. Hubo también quien fue atraído por los tesoros de los templarios, que al parecer yacían allá en las tierras de Senseberg. Eran, por lo común, gentes de espíritu intranquilo y curioso.
Pero no regresaron.
Si aquella noche en los alrededores de Senseberg se hubiera encontrado algún bandolero, huido o buscador de aventuras, la montaña y el castillo habrían podido dar argumento para nuevas leyendas. Una tormenta amenazaba en el horizonte, el cielo estallaba de vez en cuando con las luces de lejanos relámpagos, tan lejanos que ni se podía escuchar siquiera el martilleo de los truenos. Y en el oscuro bloque del castillo, que resaltaba a la luz del cielo relampagueante, ardieron de pronto los ojitos brillantes de las ventanas.
Había en el interior de lo que parecía una ruina una sala del homenaje, grande, de altos techos. Las velas que la iluminaban, los candelabros y las teas en soportes de hierro, arrancaban de la oscuridad unos frescos pintados en los severos muros. Los frescos representaban unas escenas caballerescas y religiosas. Así que los ojos de Parsifal, de rodillas ante el Grial, y los de Moisés, que llevaba las tablas de la ley desde el monte Sinaí, miraban hacia la enorme mesa redonda que estaba situada en el centro de la sala. Roldan en la batalla de Albrakka y el santo Bonifacio muriendo en el martirio por la espada de los frisios. Godofredo de Bouillon entrando en la Jerusalén conquistada. Y Jesús, cayendo por segunda vez bajo el peso de la cruz. Todos miraban con sus ojos un tanto bizantinos a la mesa y a los caballeros sentados a ella, que iban armados con armaduras completas y vestidos con capas con capuchas.
A través de la ventana abierta entró cabalgando sobre una ráfaga de viento un enorme treparriscos.
El pájaro voló en círculo, arrojó unas sombras fantasmales sobre los frescos, se posó, erizando las plumas, sobre el respaldo de una de las sillas. Abrió el pico y graznó, y antes de que sonara el eco del graznido en la silla estaba sentado ya un caballero. Con capa y capucha, tan parecido a los otros como si fueran gemelos.
– Adsumus -habló con voz sorda el Treparriscos-. Aquí estamos, Señor, reunidos en Tu nombre. Ven a nosotros y reina entre nosotros.
– Adsumus -repitieron a coro los caballeros reunidos a la mesa-. Adsumus! Adsumus!
El eco resonó por el castillo como un trueno, como el sonido de una batalla lejana, como el estruendo de un ariete contra las puertas de una ciudad. Y desapareció lentamente en los oscuros corredores.
– Gloria al Señor -dijo el Treparriscos cuando cayó el silencio-. Cercano está el día en el que todos sus enemigos se conviertan en polvo. ¡Pobres de ellos! ¡Por eso estamos aquí!
– Adsumus!
– La Providencia nos ha enviado -el Treparriscos alzó la cabeza y sus ojos brillaron con un reflejo de la luz de las llamas-, hermanos míos, una ocasión más para que de nuevo combatamos a los contrarios al Señor y venzamos otra vez a los enemigos de la fe. ¡Ha llegado el tiempo de lanzar un nuevo golpe! Recordad, hermanos, este nombre: Reinmar de Bielau. Reinmar de Bielau, llamado Reynevan. Escuchad…
Los caballeros de las capuchas se inclinaron, prestando atención. Jesús, cayendo bajo el peso de la cruz, los contemplaba desde el muro y en su ojos bizantinos se reflejaba la inmensidad del dolor humano.