En el cual, en la vigilia de San Gil, que cae en viernes, Reynevan y Sckarley comen el almuerzo del tiempo de ayuno en un monasterio de benedictinos. Tras la colación exorcizan a un diablo. Con consecuencias completamente inesperadas.
Oyeron el monasterio antes de verlo porque, escondido en el bosque, resonaron de pronto profundas y melodiosas sus campanas. Antes de que se disipara el sonido de las campanas, aparecieron entre las hojas de los alisos y los ojaranzos los tejados de un edificio rodeado por un muro, que se reflejaba en el agua de unos estanques, poblados de lentejas e isoetes, pero serenos como espejos, apenas agitados a veces por unos círculos concéntricos causados por el movimiento de grandes peces al alimentarse. En los juncales croaban las ranas, graznaban los patos, chillaban y chapoteaban las pollas de agua.
Los caballos iban al paso por un camino flanqueado de árboles que coronaba un dique reforzado.
– Allí -señaló Scharley, de pie sobre los estribos-. Allí tenemos un monasterio. Me gustaría saber de qué regla. Dice el conocido versillo:
Bernardus valles, montes Benedictus amabat,
Oppida Franciscus, celebres Dominicus urbes.
«Mas aquí parece que alguien ama los pantanos, los estanques y los diques. Aunque con toda seguridad no es amor a los estanques y los diques, sino más bien a las carpas. ¿Qué piensas, Reinmar?
– Yo no pienso.
– ¿Pero una carpa te comerías? ¿O una tenca? Hoy es viernes y los monjes han tocado a nonas. ¿No irán a comer alguna cosilla?
– Lo dudo.
– ¿Por qué y qué cosa?
Reynevan no respondió. Miró el portón semiabierto del monasterio, del que salió un caballo pío con un monje en la silla. El monje lanzó al caballo a un fuerte galope nada más cruzar el portón, lo que terminó mal. Aunque el caballo pío distaba de ser un andaluz o el dextrarius de un lancero, resultó ser fogoso y resabiado, y el monje -benedictino, como se veía por su hábito- no pecaba al menos de habilidad como jinete. Para colmo se había subido al pío calzado con unas sandalias que ni a tiros se querían quedar en los estribos. Habiendo circulado como un cuarto de legua, el caballo se dobló y el monje voló de la silla y dio volteretas junto a un sauce, mostrando sus muslos al desnudo. El pío retozó, relinchó, satisfecho de sí mismo, tras lo cual, a paso ligero, corrió por el dique en dirección a los dos viajeros. Al pasar a su lado, Scharley lo cogió de las riendas.
– ¡Mira no más a este centauro! -dijo-. Bridas de soga, una gualdrapa por silla y las cinchas de harapos. No sé si acaso las reglas de San Benito de Nursia permiten el montar a caballo o no. Mas algo así debiera estar prohibido.
– Tenía prisa. Se veía claramente.
– Eso no es excusa.
Al monje, como antes al monasterio, lo escucharon antes de verlo. Estaba sentado entre las bardanas y, con la cabeza apoyada en las rodillas, lloraba amargamente, sollozaba de tal modo que partía el corazón.
– Vaya, vaya -habló Scharley desde lo alto de su montura-. No hay por qué derramar lágrimas, hermano. No se perdió nada. El caballejo no ha huido, aquí lo tenemos. Y ya aprenderá el hermano a montar a caballo. Tiempo, por lo que veo, tendréis muchísimo.
Ciertamente, Scharley tenía razón. El monje era un monjillo. Un novicio. Un chavalillo al que le temblaban las manos, los labios y el resto de la cara a causa de los sollozos.
– El hermano… Deodato… -gimió-. El hermano… Deodato… Va a morir… Por mi culpa…
– ¿Qué?
– Por mi culpa… Va a morir… Fallé… Fallé…
– ¿Ibas a por el galeno? -se imaginó Reynevan al punto-. ¿Para un enfermo?
– El hermano… -sollozó el muchacho-. Deodato… Por mi culpa…
– ¡Habla más claro, hermano!
– ¡Un mal espíritu -gritó el monjillo, alzando sus ojos enrojecidos- ha entrado en el hermano Deodato! ¡Y lo poseyó! Y el abad me mandó que con la lengua fuera… que corriera presto con la lengua fuera a Swidnica, a los hermanos canónigos… ¡a por un exorcista!
– ¿No había en el monasterio mejor jinete?
– No había… Puesto que yo soy el más joven… ¡Ay de mí, infortunado!
– Más bien afortunado -dijo Scharley con gesto serio-. Cierto, más bien afortunado. Busca, muchacho, entre la hierba tus sandalias y corre al monasterio. Anuncíale al abad la buena nueva. Que vuestro monasterio está protegido por la gracia de Dios. Que te encontraste en el dique al maestro Benignus, conocido exorcista al que de seguro un ángel lo envió en esta dirección.
– ¿Vos, buen señor? Sois vos…
– Corre, he dicho. Ve al abad con la lengua fuera. Anúnciale que llego.
– Dime que he oído mal, Scharley. Dime que te equivocaste al hablar. Que no dijiste en absoluto lo que dijiste hace un instante.
– O sea, ¿el qué? ¿Que voy a exorcizar al hermano Deodato? Pues lo voy exorcizar, por supuesto. Con tu ayuda, muchacho.
– Oh, no, eso no. Conmigo no cuentes. Yo ya tengo sin ello problemas de sobra. No necesito nuevos.
– Yo tampoco. En vez de ello me son necesarios comida y dinero. Comida lo mejor ahora mismo.
– Es la idea más tonta de todas las ideas tontas posibles -afirmó Reynevan, pasando la mirada por el huerto del monasterio bañado por el sol-. ¿Eres consciente de lo que haces? ¿Sabes cuál es el castigo para quien se hace pasar por clérigo? ¿Por exorcista? ¿Por algún maldito magister Benignus?
– ¿Qué es eso de hacerme pasar? Soy clérigo. Y exorcista. Es una cuestión de fe y yo creo. Creo en que lo voy a conseguir.
– Te estás burlando de mí.
– Para nada. Comienza a prepararte espiritualmente para la tarea.
– No voy a tomar parte en algo así.
– ¿Y por qué? Eres médico, ¿no? Hay que ayudar al que sufre.
– A él. -Reynevan señaló en dirección a la enfermería de la que acababan de salir y en la que yacía el hermano Deodato-. A él no se le puede ayudar. Es un letargo. El monje está aletargado. En coma. ¿No has oído que los monjes han dicho que lo intentaron despertar pinchándolo en el talón con un cuchillo al rojo? Así que se trata de algo parecido al grana mal, la gran enfermedad. Tocado por el mal está aquí el cerebro, spiritus animalis. He leído sobre ello en el Canon medicinae, de Avicena, también en Razes y Averroes… Y sé que no se puede curar. No se puede más que esperar…
– Cierto, se puede esperar -lo interrumpió Scharley-. ¿Mas por qué con las manos cruzadas? ¿Sobre todo si se puede actuar? ¿Y ganar dinero con ello? ¿Sin perjuicio para nadie?
– ¿Sin perjuicio? ¿Y la ética?
– No acostumbro a hablar de filosofía con la tripa vacía. -Scharley se encogió de hombros-. Hoy por la tarde, sin embargo, cuando esté saciado y embriagado, te elucidaré los principia de mi ética. Y te asombraré con su sencillez.
– Esto puede acabar mal.
– Reynevan. -Scharley se dio la vuelta con brusquedad-. Voto al diablo, piensa positivamente.
– Precisamente eso hago. Pienso que va a acabar mal.
– Pues piensa lo que quieras. Mas ahora haz la merced de cerrar el pico, que se acercan.
Ciertamente, el abad se estaba acercado, asistido de algunos monjes. El abad era bajito, redondo y rechoncho, sin embargo su aspecto bonachón y honesto lo destruía una boca deformada en una mueca y unos ojos astutos. Los cuales saltaban ágiles de Scharley a Reynevan. Y de vuelta.
– ¿Y qué decís? -preguntó, guardando las manos bajo el escapulario-. ¿Qué le pasa al hermano Deodato?
– Tocado por el mal -anunció Scharley, abriendo los labios con orgullo- está el spiritus animalis. Es algo parecido al grana mal, la gran enfermedad, descrita por Avicena, hablando pronto y mal: el Toju Va Boju. Habéis de saber, reverende pater, que la cosa no tiene buen aspecto. Pero se intentará.
– ¿Qué se intentará?
– Expulsar del poseído al mal espíritu.
– ¿Tan seguro estáis -el abad torció el cuello- de que es una posesión?
– Seguro -la voz de Scharley era muy fría- que no se trata de una cagalera. La cagalera tiene otros síntomas.
– Mas vosotros -la voz del abad seguía manteniendo una nota de sospecha- no sois clérigos.
– Lo somos. -Scharley no movió ni una pestaña-. Ya se lo expliqué al hermano de la enfermería. Y que llevamos ropas de seglar, es un camuflaje. Para burlar al diablo. Para pillarlo por detrás, por así decirlo.
El abad los escudriñó con ojos astutos. Ay, qué mal, qué mal, pensó Reynevan, tonto no es. Esto puede terminar verdaderamente mal.
– De modo que -el abad no apartaba la vista de Reynevan, sondeándole-, ¿cómo vais a proceder? ¿Siguiendo a Avicena? ¿O quizá según las recomendaciones de San Isidoro de Sevilla contenidas en su famosa obra cuyo título…? Oh, no me acuerdo… Mas vos, ilustrado exorcista, con toda seguridad lo sabéis…
– Etymologiae. -Tampoco esta vez a Scharley le temblaron los párpados-. Ciertamente, usaré de la ciencia contenida en ellas. Del mismo modo que del De natura rerum, del mismo autor. Y del Dialogus magnas visionum atque miraculorum de Cesar de Heisterbach. Y del De universo de Rábano Mauro, el arzobispo de Maguncia.
La mirada del abad se suavizó un tanto, pero se veía que no lo había abandonado del todo la sospecha.
– Que entendéis de letras es difícil de negar -dijo, con retintín-. Habéis sabido demostrarlo. ¿Y ahora qué? ¿Pediréis pitanza por delante? ¿Y bebida? ¿Y la paga por adelantado?
– De paga no se ha de hablar. -Scharley se incorporó tan orgullosamente que a Reynevan lo embargó una verdadera admiración-. No se ha de hablar de grosches, puesto que yo no soy mercader ni usurero. Me contentaré con una limosna, alguna dádiva modesta, y no por adelantado, sino una vez terminada la tarea. En lo que se refiere a la pitanza y la bebida, os recordaré, reverendo padre, las palabras del evangelio: los malos espíritus se expulsan sólo con oración y ayuno.
El rostro del abad se iluminó y la dureza hostil desapareció de sus ojos.
– Ciertamente -dijo-, veo que hemos topado con cristianos derechos y temerosos de Dios. Y ciertamente os digo: el evangelio es el evangelio pero, con perdón, no se mete uno en faena con las tripas vacías. Os invito al prandium. A un modesto prandium pascual puesto que hoy es feria sexta, viernes. Hay aleta de castor en salsa…
– Vos primero, venerable padre abad. -Scharley tragó saliva con sonoridad-. Vos primero.
Reynevan se limpió la boca y ahogó un eructo. La aleta de castor, o sea, la cola, cocida en salsa de rábano resultó ser, servida con grano de alforfón, una verdadera delicia. Reynevan había oído hablar de aquella especialidad, sabía que en algunos monasterios se comía durante el ayuno pascual, puesto que por causas desconocidas y perdidas en la oscuridad de los siglos se la consideraba algo parecido al pescado. Era sin embargo una delicatessen bastante rara, no todas las abadías tenían en sus alrededores colas de castor ni todas disponían del privilegio de su captura. Sin embargo, el gran gozo de la degustación del riquísimo plato había quedado deslucido por el pensamiento lleno de desasosiego de la tarea que les estaba esperando. Mas, pensó, mientras arrebañaba escrupulosamente la escudilla con un pedazo de pan, lo que me he comido, eso ya no me lo quita nadie.
Scharley, quien en un abrir y cerrar de ojos había dado cuenta de una porción bastante pequeña -puesto que era tiempo de ayuno-, peroraba poniendo gesto de gran ilustrado.
– En lo que se refiere a la posesión diabólica -relataba-, diversas son las opiniones de las autoridades en la materia. Las más importantes, de las que no me atrevo a dudar, las conocen también vuesas mercedes, son los santos padres y doctores de la Iglesia: sobre todo Basilio, Isidoro de Sevilla, Gregorio de Nazianz, Cirilo de Jerusalén y Efraím el Sirio. Con toda seguridad os son conocidas las obras de Tertuliano, Orígenes y Lactancio. ¿Cierto?
Algunos de los benedictinos presentes en el refectorio asintieron con entusiasmo, otros bajaron la cabeza.
– Son éstas sin embargo fuentes de general conocimiento y por ello un exorcista que se precie no puede limitar a ellas su ciencia.
Los monjes asintieron de nuevo, mientras comían con aplicación los últimos restos de alforfón y de salsa que quedaban en las escudillas. Scharley se incorporó, carraspeó.
– Yo -anunció, no sin orgullo- conozco los Dialogus de energía et operatione daemonum de Michael Psellos. Conozco fragmentos del Exorcisandis obsessis a daemonio, obra del Papa León III, ciertamente hay provecho cuando los sucesores de Pedro toman la pluma. Leí repetidas veces el Picatrix, traducido del árabe por Alfonso el Sabio, el ilustrado rey de León y Castilla. Conozco las Orationes contra daemoniacum y Flagellum daemonum. Conozco también el Libro de los secretos de Enoch, mas en esto no hay de lo que alabarse puesto que todos lo conocen. Por su parte mi asistente, el bravo maestro Reinmar, ha profundizado incluso en los libros sarracenos, aunque consciente era del peligro que conlleva el contacto con la necromancia pagana.
Reynevan enrojeció. El abad sonrió amistosamente, tomándolo como una prueba de modestia.
– ¡Ciertamente! -proclamó-. Vemos que son vuesas mercedes varones letrados y versados exorcistas. Curioso estoy por saber qué número de diablos tenéis en vuestro haber.
– En verdad -Scharley bajó los ojos, modesto como una novicia- que no puede medírseme con records. El mayor número de diablos que me fuera dado expulsar de una tacada ha sido de nueve.
– Cierto -el abad se ensombreció visiblemente- que no es mucho. Oí hablar que los dominicos…
– Yo también lo oí -lo interrumpió Scharley-. Mas no lo viera. Aparte de ello, he hablado yo de diablos de primera clase, y es bien conocido que todo diablo de primera clase tiene a su servicio a por lo menos trescientos diablejos menores. Éstos, sin embargo, un exorcista que se precie no los cuenta, puesto que si se expulsa al caudillo también huyen los vasallos. Mas si se hubieran de contar todos con los métodos de los hermanos predicadores, pudiera muy bien resultar que sin esfuerzo estuviera yo en parangón con ellos.
– Pudiera ser -reconoció el abad, pero no muy seguro.
– Por desgracia -añadió Scharley con voz fría y un poco como a desgana-, tampoco puedo dar garantías por escrito. Pido que tengáis esto en cuenta para que después no me vengáis con quejas.
– ¿Qué?
– San Martín de Tours -tampoco ahora le temblaron los párpados a Scharley- tomaba de cada diablo exorcizado un documento firmado con su propio nombre diabólico, comprometiéndose a que el citado demonio ya no se iba a atrever a poseer a la citada persona nunca más. Muchos santos y obispos de claro nombre consiguieron después lo mismo, mas yo, modesto exorcista, no soy capaz de arrancar tal documento.
– ¡Y puede que sea mejor! -El abad se persignó, los otros hermanos también-. ¡Madre de Dios, reina del Cielo! ¿Un pergamino firmado por la mano del Malo? ¡Qué abominación! ¡Y pecado! No lo queremos, no lo queremos…
– Y bien que no lo queráis -lo cortó Scharley-. Mas primero el deber y luego el placer. ¿Está ya el paciente en la capilla?
– Con toda seguridad.
– ¿Y de qué modo -habló de pronto uno de los hermanos benedictinos más jóvenes, que hacía largo rato que no apartaba la vista de Scharley- podéis explicar, maestro, que el hermano Deodato yace como un tronco, apenas respira y no menea ni un dedo, cuando sin embargo todos casi de los doctos libros por vos citados dicen que el poseído suele de extraordinaria manera agitar las extremidades y que el diablo platica y grita a través suyo sin pausa? ¿No sea acaso esto una contradicción?
– Toda enfermedad -Scharley miró al monje desde arriba-, y entre ellas la posesión, es obra de Satán, destructor de la obra divina. Toda enfermedad está causada por alguno de los cuatro Ángeles Negros del Mal: Mahazel, Azazel, Azrael o Samael. El que el poseído no vomite, no grite, sino que yazca como un muerto atestigua precisamente que lo poseyó alguno de los demonios vasallos de Samael.
– ¡Cristo Jesús! -se persignó el abad.
– Mas yo conozco remedio para los tales demonios -añadió Scharley-. Vuelan ellos por el aire y poseen al hombre en silencio y a escondidas, por el aliento, es decir la insufflatio. Por ese mismo camino, esto es, a través de la exsufflatio, mandaré al diablo salir del enfermo.
– ¿Y cómo es esto posible? -El joven monje no cejaba-. ¿Un diablo en una abadía, donde hay campanas, misa, breviario y santidad? ¿Posee a un monje? ¿Cómo es posible?
Scharley se vengó con una dura mirada.
– Como nos enseña San Gregorio Magno, doctor de la Iglesia -dijo severo y con ímpetu-, una monja tragó una vez al diablo junto con una hoja de lechuga del huerto conventual. Puesto que menospreció la obligación de la oración y de la señal de la cruz antes de consumirla. ¿No le sucedería por un casual parecida peripecia al hermano Deodato?
Los benedictinos bajaron la cabeza, el abad carraspeó.
– Pudiera ser -murmuró-. El hermano Deodato podía ser muy mundano, muy mundano y poco consciente del deber.
– Por ello mismo pudo haberse convertido con facilidad en botín para el Malo -concluyó Scharley con sequedad-. Conducidnos a la capilla, reverendo.
– ¿Qué os será necesario, maestro? ¿Agua bendita? ¿Una cruz? ¿Cuadros de santos? ¿El Benediccional?
– Sólo agua bendita y una Biblia.
La capilla emitía frío y estaba sumida en una semitiniebla, apenas iluminada por la resplandeciente aureola de una vela y la oblicua columna de luz coloreada que atravesaba la vidriera. En aquella luz, sobre un catafalco cubierto con un lienzo, yacía el hermano Deodato. Tenía idéntico aspecto que hacía una hora en la enfermería del convento, cuando Reynevan y Scharley lo habían visto por vez primera. Tenía el rostro cerúleo y agarrotado, amarillento como un hueso del tétanos cocido, nacidas las mejillas y los labios, ojos cerrados y su aliento era tan leve que casi no se advertía. Lo habían colocado de tal modo que sobre el pecho tenía cruzadas las manos, que estaban marcadas con las heridas de las sangrías, y entrelazados en los dedos inmóviles, un rosario y una estola violeta.
A algunos pasos del catafalco, apoyando la espalda en la pared, estaba sentado en el suelo un hombre enorme, con el pelo cortado al cero, de ojos nublados y rostro de niño poco desarrollado. El gigante aquél tenía dos dedos de la mano derecha en la boca mientras que con la izquierda apretaba contra su barriga una perolilla de barro. Cada cierto tiempo, el fortachón se sorbía los mocos de forma asquerosa, alzaba la sucia y pegajosa perolilla de su no menos sucia y pegajosa túnica, se limpiaba los dedos en la tripa, los metía en la perolilla, arrancaba un poco de miel y se la llevaba a la boca. Tras lo cual el ritual volvía a repetirse.
– Es un huérfano. -El abad se adelantó a sus preguntas, al contemplar el gesto de desagrado de Scharley-. Un expósito. Lo bautizamos con el nombre de Sansón, que le cuadra a su porte y fortaleza. Es el servidor del monasterio, un tanto retrasado… Mas mucho quiere al hermano Deodato, va tras él como un perrillo… No se aleja ni un paso… Así que hemos pensado…
– Está bien, está bien -lo interrumpió Scharley-. Que se quede donde está, pero en silencio. Comencemos. Maestro Reinmar…
Reynevan, imitando a Scharley, se puso una estola al cuello, juntó las manos, inclinó la cabeza. No sabía si Scharley estaba fingiendo o no, pero él por su parte rezaba con pasión y sinceridad. Estaba, para qué decir más, asustadísimo. Scharley, sin embargo, parecía completamente seguro de sí mismo, se mostraba tan en su papel que parecía emanar de él la autoridad.
– Rezad -les ordenó a los benedictinos-. Recitad el Domine sánete.
Él se puso junto al catafalco, se persignó, hizo la señal de la cruz sobre el hermano Deodato. Dio una señal, Reynevan regó al poseído con agua bendita. El poseído, se entiende, no reaccionó.
– Domine sánete, Pater omnipotens -el murmullo de la oración de los monjes vibraba con el eco multiplicado por la bóveda estrellada-, aeterne Deus, propter tuam largitatem et Filii tui…
Scharley se limpió la garganta con un fuerte carraspeo.
– Offer nostras preces in conspectu Altissimi -recitó en alta voz, despertando aún mayores ecos- ut cito antiapent nos misericordiae Domini, et apprehendas draconem, serpentem antiquum, qui est diabolus et satanás, ac ligatum mutas in abyssum, ut non seducat amplius gentes. Hinc tuo confisi praesidio ac tutela, sacri ministerii nostri auctoritate, ad infestationes diabolicae fraudis repellendas in nomine Iesu Christi Dei et Domini nostri fidentes et securi aggredimur.
– Domine -a una señal, Reynevan se unió a él- exaudí orationem meam.
– Et clamor meus ad te veniat.
– Amén.
– Princeps gloriosissime caelestis militiae, sánete Michael Archangele, defende nos in praelio et colluctatione. Satanás! Ecce Crucem Domini, fugue partes adversad Apage! Apage! Apage!
– ¡Amén!
El hermano Deodato no dio señales de vida en el catafalco. Scharley se limpió la frente discretamente con la punta de la estola.
– En fin -no bajó los ojos ante las interrogantes miradas de los benedictinos-, ya hemos superado el prólogo. Y una cosa sabemos: que no tenemos que vernos aquí con un vasallo diabólico cualquiera, puesto que uno así ya habría huido. Habrá que usar bombardas de mayor calibre.
El abad frunció el ceño y se removió intranquilo. El gigante Sansón, sentado en el suelo, se rascó la sien, sorbió los mocos, carraspeó, se tiró un pedo, despegó con esfuerzo de su barriga la perolilla de miel y miró dentro para comprobar cuánta quedaba.
Scharley pasó por los monjes una mirada que en su propia opinión era inteligente y apasionada al mismo tiempo.
– Como nos enseñan las Escrituras -dijo-, al satán lo caracteriza el orgullo. No otra cosa sino el inmensurable orgullo condujo a Lucifer a rebelarse contra el Señor, por el orgullo fue castigado con su encierro en las calderas infernales. ¡Y el diablo sigue siendo orgulloso! El primer mandamiento del exorcista es, por ello, el herir al diablo en su orgullo, vanidad y amor propio. En pocas palabras: insultarlo como es debido, maldecirlo, denigrarlo, humillarlo. Ha de abochornárselo y entonces se escabullirá corrido.
Los monjes esperaron, seguros de que aquello no era todavía el final. Y tenían razón.
– De modo que ahora comenzaremos a humillar al diablo -siguió Scharley-. Si alguno de los hermanos es de delicado natural ante palabras gruesas, que se aleje presto. Acércate, maestro Reinmar, recita las palabras del Evangelio de Mateo. Vosotros por vuestra parte, hermanos, orad.
– Entonces Jesús reprendió al demonio y lo hizo salir del muchacho, que quedó sano desde aquel momento. Después los discípulos hablaron aparte con Jesús, y le preguntaron: ¿Por qué no pudimos nosotros expulsar al demonio? -recitó Reynevan-. Porque sois hombres de poca fe…
El murmullo de la oración recitada por los benedictinos se mezclaba con la recitación. Por su parte, Scharley arregló la estola en su cuello, se puso al lado del inmóvil y exánime hermano Deodato y extendió las manos.
– ¡Diablo repugnante! -gritó de tal modo que Reynevan tartamudeó y el abad dio un respingo-. ¡Te ordeno que salgas de inmediato de este cuerpo, fuerza impura! ¡Fuera de este cristiano, tú, sucio, gordo y seboso cerdo, bestia entre todas las bestias la más bestial, vergüenza del Tártaro, vómito del Sheol! ¡Yo te expulso, mugriento gorrino judío, a tu estercolero del infierno donde ojalá te ahogues en mierda!
– Sancta Virgo virginem -susurró el abad- ora pro nobis…
– Ab insidiis diaboli -le contestaron los monjes- libera nos…
– ¡Tú, viejo cocodrilo! -gritaba Scharley, enrojeciendo-. ¡Basilisco moribundo, macaco de mierda! ¡Sapo hinchado, asno cojo de culo hendido, tarántula enredada en su propia tela! ¡Camello escupido! ¡Tú, miserable gusano aferrado a una carroña apestosa en el mismo fondo del Gehenna, tú, repugnante escarabajo escondido en las boñigas! ¡Escucha cómo te llamo por tu verdadero nombre: scrofa stercorata et paedicosa, cerda impura y piojosa, oh tú malvado entre los malvados, tonto entre los tontos, stultus stultorwn rexl ¡Tú, obtuso carbonero! ¡Tú, zapatero borracho! ¡Tú, cabrón de huevos hueros!
El hermano Deodato en su camastro ni siquiera tembló. Aunque Reynevan lo regó de agua bendita con pasión, las gotas fluían impotentes por la tez paralizada del anciano. Los músculos de las mandíbulas de Scharley temblaron con fuerza. Se acerca la culminación, pensó Reynevan. No se equivocó.
– ¡Sal de este cuerpo! -gritó Scharley-. ¡Tú, catamito jodido por el culo!
Uno de los hermanos benedictinos más jóvenes huyó, tapándose las orejas, tomando el nombre del Señor en vano. Otros estaban o muy pálidos o muy rojos.
El fortachón pelado tosió y gimió intentando meter en la perolilla de la miel la mano entera. Era aquella empresa imposible, la mano era dos veces mayor que la perolilla. El gigante alzó la vasija a gran altura, echó la cabeza para atrás y abrió la boca, pero la miel no fluyó, había demasiado poca.
– ¿Y qué hay del hermano Deodato, maestro? -se atrevió a balbucear el abad-. ¿Qué hay del mal espíritu? ¿Acaso ya saliera?
Scharley se inclinó sobre el exorcizado, apoyó casi la oreja en sus pálidos labios.
– Está ya casi en la cima -valoró-. Ahora mismo lo echamos. Hemos, sin embargo, de espolearlo con hedores. Al diablo lo afecta el hedor. Venga, hermanos, traed un cubo de estiércol, una sartén y una lamparilla de aceite. Vamos a embadurnarle al poseído estiércol reciente bajo la nariz. De hecho, todo lo que huela mal sirve. Azufre, cal, asafétida… Y lo mejor de todo, pescado podrido. Puesto que ya lo dice el libro de Tobías: incensó iecore pisas fugabitur daemonium.
Algunos hermanos corrieron a realizar el pedido. El fortachón sentado junto a la pared se hurgó con el dedo en la nariz, se miró el dedo, lo limpió en la pernera. Después de lo cual volvió a su tarea de arrebañar los restos de miel de la perolilla. Con el mismo dedo. Reynevan sintió cómo la cola de castor que habían comido se le acercaba a la garganta impulsada por una deliciosa ola de salsa de rábano.
– Maestro Reinmar -la fuerte voz de Scharley le hizo volver en sí-. No cejemos en nuestro empeño. El Evangelio de San Marcos, por favor, en el parágrafo correspondiente. Rezad, hermanos.
– Y había en la sinagoga de ellos un hombre con espíritu inmundo, el cual dio voces, diciendo: ¡Ah!, ¿qué tienes con nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres, el Santo de Dios. Y Jesús le riñó, diciendo: Enmudece, y sal de él. Y el espíritu inmundo, haciéndole pedazos, y clamando a gran voz, salió de él… -leyó Reynevan, obediente.
– Surde et mute spiritus ego tibi praecipio -repitió Scharley con voz amenazadora y autoritaria, inclinado sobre el hermano Deodato- exi ab eol Imperet tibi dominus per angelum et leonem! Per deum vivum! Justitia eius in saecula saeculorum! ¡Que su poder te expulse y te obligue a salir junto con toda tu banda!
»Ego te exorciso per caracterum et verborum sanctum! Impero tibi per clavem salomonis et nomen magnum, tetragrammaton!
El fortachón devorador de miel tosió de pronto, se llenó de babas y le salieron los mocos. Scharley se limpió el sudor de la frente.
– Difícil y arduo es este casus -explicó, evitando la mirada del abad, que cada vez estaba más llena de sospecha-. Habrá que usar argumentos aún más fuertes.
Durante un instante reinó un silencio tal que se podía oír el desesperado zumbar de una mosca a la que una araña había atrapado en su tela en el rincón de una ventana.
– ¡Por el Apocalipsis -se escuchó en el silencio la voz de barítono de Scharley, ya un tanto ronca- por el que el Señor reveló los hechos que habrán de acaecer y confirmó los tales hechos por boca de un ángel enviado por Él, te conjuro, satán! Exorciso te, flumen immundissimum, draco maleficus, spiritum mendacii!
«¡Por los siete candelabros de oro y por el candelabro que se yergue en medio de los siete! ¡Por la voz que es la voz entre muchas que dice: yo soy aquél que murió y aquél que resucitó, aquél que vive y que vivirá eternamente, el que guarda la llave de la muerte y del infierno, te ordeno, sal, espíritu impuro que conoces el castigo de la condenación eterna!
Tampoco ahora hubo resultado alguno. En los rostros de los benedictinos se dibujaban sentimientos diversos, muy diversos. Scharley inspiró profundamente.
– ¡Que te venza Agyos como venció a Egipto! ¡Que te lapiden, como Israel lapidó a Achan! ¡Que te pateen con sus pies y te cuelguen en sus bieldos como colgaron a los cinco reyes amorianos! ¡Que te asiente el Señor un clavo en la frente y te clave el tal clavo con el martillo, como le hizo la mujer Jael a Sisera! ¡Que te sean arrancadas la cabeza y ambas manos como al maldito Dagon! ¡Que te corten el rabo junto a tu mismísimo culo diabólico!
Ay, pensó Reynevan, esto va a acabar mal. Esto va a acabar mal.
– ¡Espíritu infernal! -Scharley extendió las manos con un brusco movimiento sobre el hermano Deodato, que seguía sin dar señales de vida-. ¡Yo te conjuro por Acharan, Ehey, Homus, Athanatos, Ischiros, Aecodes y Almanach! ¡Te conjuro por Arathon, Bethor, Phalego y Ogo, por Pophiel y por Phul! ¡Te conjuro por los poderosos nombres de Shmiel y Shmul! ¡Te conjuro por el más terrible de los nombres: el nombre del poderosísimo y horroroso Semaphor!
Semaphor no funcionó mejor que Phul ni Shmul. No se podía disimular aquello. También Scharley lo veía.
– ¡Jobsa, hopsa, afia, alma! -gritó como un loco-. ¡Meloch, Berot, Not, Berib et vos omnesl ¡Hemen etan! ¡Hemen etan! ¡Hau! ¡Hau! ¡Hau!
Se ha vuelto loco, pensó Reynevan. Y ahora nos van a comenzar a pegar. Ahora se van a dar cuenta de que todo esto no es más que tontería y parodia, no pueden ser tan tontos. Ahora se va a terminar todo con una paliza de aupa.
Scharley, sudando de la leche y ronco de narices, atrapó su mirada y murmuró una clara petición de ayuda, apoyando la petición con un gesto bastante brusco aunque a hurtadillas. Reynevan alzó los ojos al techo. Cualquier cosa, pensó, intentando recordar los viejos libros y las conversaciones con brujos amigos, cualquier cosa es mejor que ese «hau, hau, hau».
– ¡Hax, pax, max! -aulló, agitando las manos-. ¡Aberor super aberer! ¡Aie Saraye! ¡Aie Saraye! ¡Albedo rubedo, nigredo!
Scharley, respirando pesadamente, le agradeció con la mirada, con un gesto le ordenó continuar. Reynevan respiró hondo.
– ¡Tumor, rubor, calor, dolor! Peripsum, et cum ipso, et in ipso! ¡Jobsa, hopsa, et vos omnesl Et cum spiritu tuol ¡Melach, Malach, Molach!
Ahora nos van a pegar, pensó febrilmente, y puede que hasta a dar de patadas. Ahora, enseguida, en un instante. No hay solución. Hay que ir a por todas. En árabe. Ayúdame, Averroes. Sálvame, Avicena.
– ¡Kullu-al-shaitanu-alradyim! -gritó-. ¡Fa-ana-sajum Tarish! ¡Qasura al-Zoba! ¡A-ahmar, Baraqan al-Abayad! ¡Al-shaitan! ¡Khar-al-Sus! ¡Al ouar! ¡Mochen al relil! ¡El feurdsh! ¡El feurdsh!
La última palabra, como recordaba nebulosamente, significaba «cono» y no tenía demasiado que ver con el exorcismo. Era consciente de la enorme estupidez que estaba cometiendo. Por ello le sorprendió aún más el resultado.
Le embargó de pronto la sensación de que el mundo se había congelado por un instante. Y entonces, en el más absoluto silencio, en aquel congelado tableau de benedictinos con sus oscuros hábitos y el fondo de las grises paredes, algo comenzó de pronto a temblar, algo sucedió, algo interrumpió la mortecina calma con movimiento y sonido.
El gigante de ojos torpes sentado junto a la pared arrojó con brusquedad, asco y repugnancia la sucia y pegajosa perolilla de la miel. La perolilla golpeó contra el suelo pero no se rompió, sino que siguió rodando, llenando el silencio de un sordo pero estruendoso golpeteo.
El gigante se puso ante los ojos los dedos, pegajosos de la miel. Los contempló durante un instante y en su faz bañada por la luna se dibujó primero la incredulidad y luego el miedo. Reynevan lo miró, respirando pesadamente. Sintió sobre sí la mirada apremiante de Scharley, pero ya no se sentía capaz de expulsar de sí ni una palabra. Es el fin, pensó. El fin.
El fortachón, aún mirando sus dedos, sollozó. Desgarradoramente.
Y entonces, el hermano Deodato, tendido en su camastro, gimió, tosió, carraspeó y agitó los pies. Después de lo cual maldijo de forma bastante mundana.
– Santa Eufrasia… -clamó el abad, poniéndose de rodillas. Los otros monjes siguieron su ejemplo. Scharley abrió los labios, pero los cerró conscientemente al punto. Reynevan se puso las manos en las sienes, sin saber si rezar o huir.
– Joder… -croó el hermano Deodato, sentándose-. Cuidado que tengo seco el gaznate… ¿Qué pasa? ¿Me he perdido la cena? Me cago en vosotros, hermanos… Pues si no quería más que echarme un sueñecillo… Pero si os pedí que al poco me despertarais…
– ¡Milagro! -gritó uno de los monjes arrodillados.
– ¡El Reino de Dios ha llegado! -Otro se tumbó con los brazos en cruz sobre el suelo-. Igitur pervenit in nos regnum Dei!
– Alleluia!
El hermano Deodato, sentado en el camastro, pasaba la vista a su alrededor, de sus arrodillados confráteres a Scharley con la estola al cuello, de Reynevan al gigante Sansón, que seguía contemplando sus manos y tripa, del abad, que estaba orando, a los monjes que en aquel momento estaban entrando con un cubo de mierda y una sartén de cobre.
– ¿Pero es que nadie -preguntó el hasta hacía poco poseído- me va a explicar qué es lo que está pasando?