Capítulo decimosexto

En el que Reynevan, noble como Perceval e igual de tonto, se lanza al rescate y se planta en defensa de alguien. Como resultado, toda la compaña se ve obligada a escapar. Y muy deprisa.


Basilicus super omnes -dijo Reynevan-. Annus cyclicus. Voluptas? Sí, voluptas, seguro. Voluptas papillae. De sanctimonia et… Expeditione hominis. ¡Sansón!

– ¿Sí?

Expeditione hominis. O positione hominis. En el papel quemado. El de Powojowice. ¿Te dice algo?

Voluptas papillae… Oh, Reinmar, Reinmar.

– ¡Te he preguntado que si te dice algo!

– No. Por desgracia. Mas estoy pensando en ello todo el tiempo.

Reynevan no dijo nada, aunque pese a su aseveración Sansón Mieles parecía menos pensar que dormitar en la silla de su espigado valaco de color gris rata, un caballo que le había conseguido Justus Schottel, el swidnicano maestro del grabado, siguiendo la lista de Scharley.

Reynevan suspiró. Completar los pertrechos requeridos había costado más de lo previsto. En vez de tres, hubieron de pasar cuatro largos días en Swidnica. El demérito y Sansón no se quejaron, antes al contrario, estaban verdaderamente contentos de poder andurrear por las famosas bodegas de la ciudad y de poder investigar concienzudamente la calidad de la cerveza de marzo de aquel año. Reynevan, sin embargo, al que por causa de la conspiración se le había desaconsejado el andar por las tabernas, se aburría en el taller en compañía del aburrido Simón Unger, se enfadaba, se impacientaba, amaba y echaba de menos. Contaba meticulosamente los días separado de Adela y por nada en el mundo le salían menos de veintiocho. ¡Veintiocho días! ¡Casi un mes! Recapacitaba acerca de si Adela sería capaz de resistirlo y de qué forma.

Al quinto día por la mañana la espera llegó a su fin. Despidiéndose de los xilografistas, los tres peregrinos dejaron Swidnica, junto a la Puerta Baja se unieron a una larga columna de otros viajeros que iban a caballo, a pie, cargados, empaquetados, conduciendo vacas y ovejas, tirando de carros, empujando carretillas, montados en vehículos de los más diversos tipos y aspectos. Sobre la columna se elevaba tanto un apestoso mal olor como el espíritu de empresa.

A la lista de pertrechos de Scharley, Justus Schottel había añadido por propia iniciativa un buen montón de ropas, muy distintas, aunque a todas luces caóticamente recogidas. De este modo los tres tuvieron oportunidad de cambiarse de vestido. Scharley aprovechó la ocasión de inmediato y ahora se presentaba con dignidad, es más, hasta con aspecto castrense, vestido con un haqueton de piqué que llevaba unas marcas de armadura oxidadas y que imponían respeto. La digna ropa transformó también de forma casi mágica al propio Scharley: al librarse del excéntrico ropaje de demérito, se libró también de sus excéntricas maneras y sus salidas de tono. Ahora estaba sentado bien derecho sobre su hermoso caballo, apoyaba el puño en la cadera y contemplaba a los mercaderes que iban pasando con una mueca marcial, digna si no de un Gawain, al menos de un Gareth.

Sansón Mieles también había transformado su aspecto, aunque en los paquetes despachados por Schottel no fue fácil encontrar algo que le viniera bien al gigante. Por fin consiguieron sustituir la monacal túnica de tela de saco por una jornea corta y una capucha cortada en dientecillos a la moda. Eran unos ropajes tan populares que Sansón dejó, dentro de lo que era posible, de resaltar entre la multitud. Ahora, en el grupo de otros viajeros, todo el que los miraba no veía nada más que a un noble en compañía de un bachiller y de su servicio. Al menos ésa era la esperanza de Reynevan. Contaba también con que Kirieleisón y su banda, incluso si se habían enterado de que le acompañaba Scharley, preguntarían por dos viajeros y no por tres.

El propio Reynevan, al librarse de sus ropas destrozadas y no demasiado limpias, había escogido dentro de la oferta de Schottel unos estrechos pantalones y un jubón de lino con una parte delantera guateada a la moda, lo que le daba una silueta un tanto de pájaro. El conjunto estaba completado por una boina como la que solían llevar los estudiantes, como por ejemplo su reciente conocido Juan von Gutenberg. Resultaba curioso que Gutenberg se convirtiera en causa de una discusión, la cual, sorprendentemente, no giraba en torno al hallazgo de la imprenta. La carretera de la Puerta Baja, que discurría desde Rychbach por el valle del río Pilawa, era parte de la importante ruta comercial Nysa-Dresde, y como tal era muy frecuentada. Tanto, que el hecho comenzó a molestar la sensible nariz de Scharley.

– Los señores inventores -masculló el demérito, al tiempo que espantaba las moscas-, como el señor Gutenberg et consortes, ya podrian por fin hallar algo práctico. Algo como, pongamos, otros medios de transporte. Algún perpetuum mobile, algo que se mueva por sí mismo, sin necesidad de depender de caballos y bueyes, como éstos de aquí, que nos están demostrando sin pausa las enormes capacidades de sus tripas. Ah, en verdad os digo, sueño con algo que se mueva por sí mismo sin ensuciar al mismo tiempo el medio ambiente. ¿Qué, Reinmar? ¿Sansón? ¿Eh? ¿Qué dices tú a esto, filósofo venido del otro mundo?

– Algo que viaje solo y no apeste. -Sansón Mieles reflexionó-. Que se mueva solo y no ensucie los caminos ni envenene el ambiente. Ja, ciertamente, no es fácil dilema. La experiencia me dicta que los inventores lo resolverán. Mas sólo en parte.

Puede que Scharley tuviera intenciones de preguntar al gigante por el sentido de sus palabras, sin embargo se lo impidió un jinete, un zarrapastroso que iba sin silla sobre una delgada yegua, el cual galopó a toda velocidad hacia la cabeza de la columna, dejándolos atrás. Scharley sujetó a su caballo, que se había espantado, amenazó al zarrapastroso con el puño y le escupió una serie de invectivas. Sansón se puso de pie en los estribos, miró hacia atrás, hacia el lugar del que provenía el zarrapastroso. Reynevan, que ya había acumulado suficiente experiencia, sabía lo que iba a ver.

– Al ladrón se le quema el culo -adivinó-. Alguien ha espantado a ese fugitivo. Alguien que viene desde la ciudad…

– …y está examinando con atención a todos los viajeros -terminó Sansón-. Cinco… no, seis hombres armados. Algunos tienen un escudo en las almillas. Un pájaro negro con las alas extendidas…

– Conozco ese escudo…

– ¡Yo también! -gritó Scharley, tirando de las riendas-. ¡Dadles a los caballos! ¡Detrás de la yegua! ¡Aprisa! ¡A reventar!

Cuando estuvieron ya cerca de la cabeza de la columna, en el lugar donde el camino se introducía en un oscuro hayedo, doblaron hacia el bosque, al cabo de un rato se escondieron entre los arbustos. Y vieron cómo a ambos lados del camino, observando a todos, examinando escrupulosamente los carros y bajo las lonas de los furgones, venían cabalgando seis jinetes. Stefan Rotkirch. Dieter Haxt. Jens von Kobelsdorf, llamado el Buho. Además de Wittich, Morold y Wolfher Sterz.

– Sí… -dijo Scharley alargando las sílabas-. Sí, Reinmar. Te creías que eras un sabio y que el resto del mundo estaba poblado por tontos. Te informo con pesar de que era una suposición errónea. Porque el mundo entero te conoce ya a ti y tus intenciones, tan fáciles de prever. Sabe que te diriges a Ziebice, donde está tu amorcito. Así que si comienzas a albergar dudas, si comienzas a buscarle el sentido a tu viaje a Ziebice, no te fatigues pensando. Yo te lo diré: no lo tiene. Ninguno. Tu plan es… Permíteme que busque la palabra adecuada… Humm…

– Scharley…

– ¡Ya la tengo! Absurdo.


La disputa fue corta, agria y sin resultado ninguno. Reynevan siguió sordo ante la lógica de Scharley. A Scharley no le conmovieron las nostalgias amorosas de Reynevan. Sansón Mieles se abstuvo de tomar partido.

Reynevan, cuyo pensamiento se hallaba obnubilado completamente por el calculo de los días de alejamiento de su amada, presionó, por supuesto, para que continuaran el viaje a Ziebice, o bien siguiendo a los Sterz o bien haciendo intentos para adelantarlos, por ejemplo, cuando se pararan a aprovisionarse, lo más seguro en los alrededores de Rychbach o incluso en la propia población. Scharley estaba decididamente en contra. La muestra de ostentación dada por los Sterz, afirmó, sólo podía atestiguar una cosa.

– Ellos -explicó- tienen por tarea precisamente el espantarte en dirección a Rychbach y Frankenstein. Y allí ya están esperando Kirieleisón y De Barby. Créeme, muchacho, ésa es la forma normal de capturar a un fugitivo.

– ¿Entonces cuál es tu propuesta?

– Mis propuestas -Scharley señaló a su alrededor con un amplio gesto- las limita la geografía. Aquella cosa grande, cubierta de nubes, a oriente, es, como sabes el monte Sleza. Por su parte, lo que se alza allá son las Góry Sowie, las Montañas de la Lechuza, aquélla grande es el monte llamado la Lechuza Grande. Junto a la Lechuza Grande hay dos pasos, Walimska y Jugowska, desde allí nos pondríamos en un abrir y cerrar de ojos en Bohemia, en Broumovo.

– Bohemia, como ya dijiste, es peligrosa.

– En este momento -Scharley le respondió con voz fría-, el mayor riesgo eres tú. Y los perseguidores que te siguen los talones. Reconozco que lo que más me gustaría ahora sería ir precisamente a Bohemia. Desde Broumovo iría a Klodzko, de Klodzko a Moravia y a Hungría. Mas tú, sospecho, no vas a renunciar a Ziebice.

– Bien sospechas.

– En fin, tendremos que renunciar a las seguridades que nos proporcionarían los pasos.

– Ésa sería -intervino inesperadamente Sansón Mieles- una seguridad bastante relativa. Y difícil de alcanzar.

– Eso es un hecho -se mostró de acuerdo el demérito con serenidad-. No es que se trate de la zona más segura del mundo. En fin, entonces nos dirigiremos a Frankenstein. Mas no por la carretera, sino a los pies del monte, por los límites de los bosques del paso de Silesia. Alargamos el camino, vagabundearemos un tanto por despoblado, ¿mas qué es lo que nos queda si no?

– ¡Caminar por la carretera! -estalló Reynevan-. ¡Detrás de los Sterz! Llegarse a ellos y…

– Ni tú mismo -lo cortó con fuerza Scharley- te crees lo que hablas, muchacho. Porque no quieres caer en sus zarpas. De ninguna manera.


Así que cabalgaron, al principio a través de hayedos y robledales, luego por sendas, luego por fin por caminos que se retorcían entre las colinas. Scharley y Sansón platicaban en voz baja. Reynevan guardaba silencio y reflexionaba sobre las últimas palabras del demérito.

Scharley demostró de nuevo que sabía, si no leer los pensamientos, al menos adivinar sin errores lo que se pensaba partiendo del contexto conocido. Ciertamente, la vista de los Sterz despertó en Reynevan de inmediato una rabia y una salvaje sed de venganza, estaba dispuesto a lanzarse casi de inmediato tras ellos, esperar a la noche, emboscarse y rajarles la garganta estando dormidos. Lo detenían sin embargo no sólo la razón, sino también un miedo paralizante. Algunas veces se había despertado bañado en frío sudor, arrancado de un sueño en el que lo atrapaban y lo arrastraban a la sala de torturas de la mazmorra de los Sterz. En lo que se refiere a las herramientas allí reunidas, el sueño era aterradoramente concreto. Cuando Reynevan recordaba aquellas herramientas, le sobrevenían alternativamente olas de calor y de frío. Ahora también le recorrían la espalda unos espasmos y el corazón se le detenía todas las veces que a los bordes del camino aparecían oscuras siluetas que sólo después de una mirada más atenta resultaban ser no los Sterz, sino unos enebros.

El asunto empeoró aún más cuando Scharley y Sansón cambiaron de tema de conversación y comenzaron a disertar acerca de la historia de la literatura.

– Cuando el trovador Guillermo de Cabestaing -dijo Scharley, mirando significativamente a Reynevan- sedujo a la mujer del señor de Cháteau-Rousillon, dicho caballero ordenó matar al poeta, lo descuartizó, mandó al cocinero que friera el corazón y se lo dio a comer a la esposa infiel. Ella, después, se tiró de la torre.

– Eso es por lo menos lo que cuenta la leyenda -respondió Sansón Mieles con un aire erudito que, conjuntado con su aspecto de imbécil, dejaba perplejo-. No siempre se puede dar crédito a los señores trovadores, puesto que sus estrofas acerca de éxitos amorosos con damas casadas a menudo son muestra de sus deseos y sueños, y sólo más raramente escenifican hechos reales. Un ejemplo es digamos Marcabrú, al cual, pese a clarísimas sugerencias, con toda seguridad nada le unía a Leonor de Aquitania. También muy exagerados son, en mi opinión, los amoríos de Bernardo de Ventadorn con la señora Alaiz de Montpellier y los de Raúl de Coucy de Champaña cuando se enorgullece de Blanca de Castilla. Y también Arnold de Mareil, según sus propias palabras, amante de Adelaida de Béziers, favorita del rey de Aragón.

– Aquí puede ser -concedió Scharley- que el trovador fantaseara, puesto que la cosa terminó en que lo expulsaron del palacio. Si hubiera habido en la poesía una pizca de verdad, el asunto habría podido tener un final más triste. O si el rey hubiera sido más apasionado. Como el señor de Saint Gilíes. Éste, por una canzone ambigua a su mujer, ordenó que le cortaran la lengua al trovador Pedro de Vidal.

– Según la leyenda.

– ¿Y el trovador Giraud de Corbeilh, arrojado desde lo alto de la muralla de Carcassonne, es también una leyenda? ¿Y Gaucelm de Pons, envenenado por causa de cierta hermosa casada? Di lo que quieras, Sansón, mas con mucho no ha sido todo cornudo tan majadero como el marqués de Montferrat, el cual, hallando en su jardín a su mujer durmiendo en brazos del trovador Raimbaut de Vaqueyras, los cubrió a ambos con su capa para que no se enfriaran.

– Era su hermana, no su mujer. Pero lo demás es cierto.

– ¿Y lo que le sucedió a Daniel Carret por ponerle los cuernos al barón de Faux? El barón lo mató por medio de unos esbirros a sueldo, mandó hacer una copa con su calavera y ahora bebe en ella.

– Todo es verdad. -Sansón Mieles asintió-. Sólo que no era un barón, sino un conde. Y no lo mandó matar, sino emprisionar. Y se hizo no una copa, sino una bolsita decorada. Para su sello y para el dinero suelto.

– ¿Una… -Reynevan tragó saliva-… bolsita?

– Una bolsita.

– ¿Por qué te has puesto tan blanco de pronto, Reinmar? -Scharley fingió preocuparse por él-. ¿Qué te pasa, estás enfermo? Al cabo, siempre dijiste que un gran amor exige sacrificio. Se le dice a la elegida: te quiero más que a los reinos, a los cetros, más que a la salud, más que a una larga vida… ¿Y una bolsita? Una bolsita es una nimiedad.


Precisamente en el momento en que procedente de una pequeña iglesia que no estaba muy lejos -por lo que dijo Scharley, en una aldea llamada Lutomia- les llegaba el sonido de una campana, Reynevan, que iba en cabeza, se detuvo, alzó la mano.

– ¿Habéis oído?

Estaban en un cruce, delante de una cruz torcida y de una figurilla a la que la lluvia había alterado hasta convertirla en un ídolo deforme.

– Son los vagantes -afirmó Scharley-. Están cantando.

Reynevan negó. Los sonidos que les llegaban desde una garganta que se perdía en un bosque no recordaban en absoluto ni a Tempus est iocundum, ni a Amor tenet omnia, ni a In taberna quando sumus, ni a ninguna otra de las populares canciones de los goliardos. Las voces que escuchaban no recordaban en nada a las voces de los vagantes que les habían adelantado no hacía mucho. Más bien recordaban…

Acarició con la mano el arriaz de su espada, otro de los regalos que habían obtenido en Swidnica. Y luego se inclinó en la silla y espoleó al caballo. Al trote. Y luego al galope.

– ¿Adonde vas? -gritó Scharley tras él-. ¡Detente! ¡Detente, diablos! ¡Nos vas a meter en un lío, idiota!

Reynevan no le hizo caso. Se introdujo en la encañada. Y al otro lado de la encañada, en una pradera, se estaba desarrollando una lucha. Allí había un tiro, dos potentes caballos y un furgón cubierto con un lienzo negro y alquitranado. Junto al furgón había como unos diez hombres a pie vestidos con brigantinas, almófares de malla y capelinas y provistos con armas de madera, los cuales estaban atacando a dos caballeros con un encarnizamiento propio de perros. Los caballeros se defendían. Encarnizadamente. Como jabalís acorralados.

Uno de los gentilhombres, a caballo, estaba completamente cubierto con una armadura de placas, inmerso en acero de los pies a la cabeza, es decir, desde el crestón de la celada hasta los puntiagudos zapatos herrados. Los picos de las lanzas y azagayas barreaban por encima de su peto, tintineaban sobre sus quijotes y grebas, sin introducirse en ninguna juntura. Como no podían hacerle nada al jinete, los asaltantes la emprendieron con el caballo. No lo pincharon, intentaron no herirlo, al fin y al cabo un caballo costaba mucho dinero, pero le golpeaban con las maderas donde podían, contando con que el animal, al encabritarse, echaría a tierra al caballero. Efectivamente, el caballo se encabritó, agitó la testa, relinchó y mordió su freno, rebosante de espuma. Enseñado como estaba a luchar, mientras hacía ésto se retorcía y daba coces, dificultando el acceso a su amo y a él mismo. El caballero, sin embargo, se balanceaba tan enérgicamente sobre la silla que era de maravillarse el que siguiera sentado en ella.

Los peones habían conseguido desmontar al otro caballero, quien también iba completamente armado. Ahora se estaba defendiendo con saña, apoyado en el furgón negro. No llevaba yelmo y bajo la capucha, que se había deslizado, se agitaban unos cabellos claros, largos, manchados de sangre. Bajo unos bigotes igualmente rubios rebrillaban sus dientes. A los que lo estaban atacando los repelía con los golpes de un chafarote que sujetaba con las dos manos. La espada, tan larga como pesada, se movía en las manos del caballero como si fuera el espadín de adorno de algún cortesano. El arma no sólo tenía un aspecto terrible: la embestida de los atacantes era entorpecida por tres heridos que yacían ya en el suelo, aullando de dolor e intentando echarse a un lado. El resto de los atacantes mostraba respeto, sin acercarse, e intentaban picar al caballero desde una distancia segura. Sin embargo, incluso si sus punzadas acertaban, si no eran repelidas por la pesada hoja del chafarote, sus filos resbalaban por la coraza.

La observación de estos acontecimientos, cuya descripción nos ha obligado a emplear estas cuantas líneas, a Reynevan no le ocupó más de un segundo. Tuvo ante sus ojos lo que todo el mundo hubiera visto: dos caballeros andantes en apuros, asaltados por una horda de golfines. O bien: dos leones acosados por las hienas. O bien: Roldan y Florismarte plantando batalla al moro superior en número. De modo que Reynevan se sintió en un instante como Oliver. Gritando, desembanastó su espada, atizó al caballo con los talones y se lanzó al rescate sin hacer caso en absoluto a los gritos de advertencia ni a las maldiciones de Scharley.

Por muy loco que estuviera, la ayuda no llegó ni un segundo demasiado pronto. El atacado caballero se había caído del caballo con un estampido como si hubieran lanzado un cazuela de cobre desde lo alto de un campanario. Por su parte, el rubio del chafarote, que era mantenido junto al carro por las armas de los atacantes, no podía ayudarle más que con unas terribles blasfemias con las que regó a éstos generosamente.

Y a esto que apareció Reynevan. Con su caballo espantó y tumbó a los que rodeaban al jinete derribado. A uno, de grises bigotes, que no se dejaba abatir, le asestó un tajo, su espada tintineó sobre la capelina. La capelina cayó y el de los bigotes grises se dio la vuelta, frunció el ceño en una mueca amenazadora y, tomando impulso, golpeó a Reynevan con la alabarda, de cerca, aunque por suerte sólo con el asta. Mas Reynevan cayó igualmente del caballo. El de los bigotes grises saltó hacia él, se echó encima, lo agarró del cuello. Y echó a volar. En sentido literal. Pues tanta había sido la fuerza con que el puño de Sansón Mieles le había golpeado en la sien. Al punto se echaron otros sobre Sansón, el gigante se encontró rodeado. Tomó del suelo la alabarda, al primer atacante lo golpeó de plano en la capelina de tal modo que el gorro de hierro salió planeando y el hombre cayó como de través. Sansón agitó el arma, la hizo girar en molinetes como si fuera una caña, abriendo un espacio a su alrededor, en torno a Reynevan y el caballero caído. El caballero había perdido la celada al caer, de la gola que le cubría el cuello surgía un rostro joven, ruboroso, una nariz como una patata y unos ojos verdes.

– ¡Esperad, gorrinos inmundos! -gritó con una extraña voz de soprano-. ¡Os voy a enseñar, comemierdas! ¡Por el cráneo de Santa Sabina! ¡Os vais a acordar de mí!

En socorro del blondo que estaba en situación desesperada, defendiéndose junto al carro, acudió Scharley. El demérito, con un estilo verdaderamente acrobático, a pleno galope, alzó la espada arrojada por alguien, expulsó a los de a pie dando tajos a diestro y siniestro con una maestría digna de admiración. El blondo, al que en el acoso junto al carro le había quitado de las manos el chafarote, no perdió el tiempo buscándolo por el suelo, se lanzó al remolino de la lucha con los puños.

Pareciera que la inesperada ayuda hubiera hecho inclinarse la balanza al lado de los atacados, cuando tronaron los cascos de unos caballos y en el campo entraron a pleno galope cuatro jinetes con armaduras pesadas. Incluso si Reynevan tuvo dudas por un instante, los gritos triunfales de los soldados las disolvieron, lanzándose con renovada fuerza a la lucha al ver la llegada de los refuerzos.

– ¡Cogedlos vivos! -gritó desde detrás de su visera el jefe de los de las armaduras, quien llevaba en el escudo tres peces de plata-. ¡Quiero vivos a esos bellacos!

La primera victima de los recién llegados fue Scharley. Ciertamente el demérito evitó con destreza los golpes de un hacha de guerra saltando de la silla, mas en la tierra lo dominaron los peones por la fuerza de su número. Sansón Mieles se apresuró a ir en su ayuda, atizando a diestro y siniestro con su alabarda. El gigante no se apartó del caballero que se llegaba a él con un hacha, golpeó a su rocín en la testera que le cubría la cabeza, con tanta fuerza que la alabarda se quebró con un chasquido. Pero el caballo lanzó un chillido y cayó de rodillas, al jinete lo arrancó de la silla el blondo. Ambos comenzaron a forcejear, abrazados como dos osos.

Reynevan y el jovenzuelo caído del caballo estaban ofreciendo una resistencia encarnizada a los otros hombres de armadura, dándose ánimos con fuertes gritos, maldiciones e invocaciones a los santos. Sin embargo, resultaba evidente que la situación era desesperada. Nada apuntaba a que los atacantes, en su fervor, recordaran las órdenes de aprehenderlos vivos. A incluso si así fuera, Reynevan ya se veía en el cadalso.

Mas la fortuna les fue aquel día benigna.

– ¡Atacad, en nombre de Dios! ¡Matad, los que en Dios creáis!

Entre el trápala y los piadosos gritos de batalla se acercaron nuevas fuerzas a la lucha: tres pesados jinetes más, completamente armados y con yelmos de picuda visera del tipo llamado hundsgugeln, capucha de perro. No cabía preguntar de qué parte estaban. Uno tras otro, los tajos de las largas espadas dejaban tendidos en la arena regada de sangre a los peones con sus capelinas. El caballero de los peces en el escudo, habiendo recibido un potente tajo, se tambaleó en su silla. El segundo lo cubrió con su escudo, lo sujetó, aferró al caballo por las riendas, los dos se lanzaron al galope, huyendo. El tercero también quiso huir, pero recibió un golpe de espada en la cabeza y cayó bajo los cascos del caballo. Los peones más valientes intentaban defenderse con sus lanzas, pero cada dos por tres alguno soltaba el arma y se perdía en el bosque.

Para entonces el blondo ya había derribado a su contrincante con un potente golpe del puño envuelto en su guantelete metálico. Cuando el otro intentaba levantarse, lo sujetó poniéndole un pie sobre el hombro, cuando consiguió sentarse pesadamente, el blondo miró a su alrededor buscando algo con que aporrearlo.

– ¡Cógelo! -le gritó uno de los caballeros armados-. ¡Cógelo, Rymbaba!

El blondo llamado Rymbaba agarró al vuelo el martillo de combate que le habían lanzado, un pavoroso martel de fer, golpeó al que intentaba incorporarse con una fuerza que hasta sonó un estampido, una vez, dos veces, luego una tercera. La cabeza de la víctima cayó, la sangre que salía de bajo la chapa se derramó abundante sobre el aventa.il, el gorjal y el peto. El blondo se puso de pie con las piernas abiertas sobre el herido y golpeó otra vez.

– ¡Dios! -resopló-. Cómo me gusta este trabajo…

El jovencito de la nariz de patata carraspeó, escupió sangre. Luego se enderezó, sonrió con los labios ensangrentados y le tendió la mano a Reynevan.

– Gracias por el socorro, joven señor. ¡Por la tibia de San Afrodisio que no olvidaré esto! Me llamo Kuno von Wittram.

– Y a mí -el blondo tendió la derecha a Scharley- que me despellejen los diablos del Tártaro si olvidara la asistencia de vuesa merced. Soy Paszko Pakoslawic Rymbaba.

– Preparaos -ordenó uno de los acorazados, mostrando bajo su visera abierta un rostro tostado y unas mejillas grises por el afeitado-. ¡Rymbaba, Wittram, coged a los caballos! ¡Apriesa, por Satanás!

– Oh, bah. -Rymbaba se inclinó y se limpió los mocos con los dedos-. ¡Fuyeron todos!

– Tornarán al poco -anunció uno de los que había llegado en auxilio, señalando al escudo con los tres peces-. ¿Acaso os habéis embriagado ambos dos de beleño para asaltar viajeros precisamente aquí?

Scharley, que estaba acariciándole los ollares a su castaño, le regaló a Reynevan una mirada que era muy, pero que muy significativa.

– Precisamente aquí -repitió el caballero-. ¡En las heredades de los Seidlitz! No lo perdonarán…

– No lo perdonarán -confirmó el tercero-. ¡A caballo, todos!

Unos gritos, relinchos, el sonido de unos cascos les llegaron por el camino y el bosque. Entre heléchos y tocones aparecieron corriendo unos alabarderos, por el camino venían a toda prisa unos cuantos jinetes, caballeros con armadura y ballesteros.

– ¡Pies en polvorosa! -gritó Rymbaba-. ¡Pies en polvorosa, si le tenéis estima a vuestros cuellos!

Se lanzaron al galope, perseguidos por los gritos y los silbidos de los primeros virotes de las ballestas.


No los persiguieron demasiado tiempo. Cuando los soldados de a pie se quedaron atrás, los caballeros aminoraron la marcha, no muy seguros a todas luces de su ventaja. Los ballesteros lanzaron una salva más tras de los fugitivos y así se acabó la persecución.

Para estar más seguros galoparon todavía un par de leguas, cambiaron de dirección, mirando a todos lados constantemente, entre colinas y bosques de arces. Nadie, sin embargo, los perseguía. Para dejar descansar a los caballos, se detuvieron en las inmediaciones de una aldea, junto a la última choza. Los lugareños, sin esperar a que les saquearan las casas y los corrales, les trajeron ellos mismos una cazuela de pieroguis y una tina de suero de leche. Los caballeros de rapiña, los raubritter, se sentaron en la valla. Comieron y bebieron en silencio. El más mayor, que se había presentado a sí mismo antes como Notker von Weyrach, miró largo rato a Scharley.

– Sí… -dijo por fin, lamiéndose los bigotes que se le habían manchado de suero-. Gente digna y brava sois, señor Scharley, y tú, joven señor Von Hagenau. Por cierto, ¿no seréis acaso descendiente del celebérrimo vate?

– No.

– Aja. ¿De qué andaba yo…? Ah, de que bravos y bizarros sois. Y vuestro criado, mas que a primer vista cretino pareciera, valiente y esforzado es hasta el pasmo. Sí… Os apresurasteis en favor de mis muchachos. Y a causa dello vosotros mismos os habéis metido en apuros, no os libraréis de embarazo. Os las habéis tenido con los Seidlitz, y ellos son vengativos.

– Cierto -confirmó otro caballero, con largos cabellos y bigotes como un siluro que se había presentado como Woldan de Osin-. Los Seidlitz son hideputas de especial cuidado. Todos los suyos. Es decir, lo mismo los Laasan. Y los Kurzbach. Todos ellos son rufianes rencorosos y bellacos infames… ¡Eh, Witram, eh, Rymbaba, cuidado que habéis jodido la cosa, así os lleve el demonio!

– Hay que pensar -les aleccionó Weyrach-. ¡Lo mismo el uno que el otro, pensar!

– Pues si pensé -masculló Kuno Wittram-. Aconteció así: miro, y veo un carro. Pienso a la sazón: ¿por qué no lo desplumamos? Una cosa lleva a la otra… ¡Puff, por la soga de San Dimas! Vos mismo sabéis cómo es esto.

– Lo sabemos. Mas se ha de pensar.

– ¡Y también haber cuidado con la escolta! -añadió Woldan de Osin.

– No había escolta. Nomás que el carrero, un mozo de cola y uno a caballo con un bonete de castor, de seguro que el mercader. Salieron rielando. De modo que pensamos: los avíos son nuestros. Y al punto: como de debajo de la tierra asoman quince mastuerzos con alabardas…

– Lo dicho. Hay que pensar.

– ¡Y es que tales tiempos corren! -Paszko Pakoslawic Rymbaba se enervó-. ¡A lo que hemos llegado! Un carro de mierda, mercancías por bajo la lona que valen lo más tres groshes y van y lo defienden como si fuera, con perdón, como si fuera el Santo Grial.

– Antaño tal no era -asintió el tercer caballero, que llevaba una melena negra cortada al estilo caballeresco, el del rostro tostado, no mucho mayor que Rymbaba y Wittram, llamado Tassilo de Tresckow-. Antaño, si se gritaba: «Quieto y suelta la bolsa», pues la soltaban. Y hogaño se defienden, lidian como diablos, como condotieros venecianos. ¡Todo ha ido a peor! ¿Cómo puede uno, en tales circunstancias, ejercer su profesión?

– No se puede -concluyó Weyrach-. Cada vez es más difícil nuestro exercitium, cada vez vida más dura, la de caballero de fortuna. ¡Hey!

– ¡Hey! -lo secundaron en un triste coro los caballeros de rapiña-. ¡Heeeey!

– Por el estercolero -advirtió y señaló Kuno Wittram- anda hozando un puerco. ¿Lo apiolamos y nos lo llevamos?

– No -decidió al cabo Weyrach-. No perdamos tiempo.

Se levantó.

– Don Scharley -dijo-. Ciertamente indigno sería el dejaros solos en este trance. Los Seidlitz son rencorosos, de seguro que ya han puesto patrullas y controlan los caminos. De modo que os pido que vengáis con nosotros. A Kromolin, nuestra sede. Allá están nuestros escuderos y muchos de los nuestros también. Nadie allá os amenazará ni burlará.

– ¡Y que lo intenten! -Rymbaba se acarició sus rubios bigotes-. Venid con nosotros, don Scharley, venid. Porque en verdad os digo que me ayudasteis extraordinariamente.

– Tal y como a mí el joven señor Reinmar. -Kuno Wittram palmeó a Reynevan en la espalda-. ¡Lo juro por el barril de San Ruperto de Salzburgo! Venid entonces con nosotros a Kromolin. ¿Don Scharley? ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Entonces -Notker von Weyrach se desperezó-, en marcha, comitiva.


Cuando se estaba formando la columna, Scharley se quedó al final, llamó discretamente a Reynevan y a Sansón Mieles.

– El mencionado Kromolin -dijo en voz baja, mientras palmeaba a su castaño en el cuello- está cerca de Srebrna Góra, el Monte de la Plata, y de Stoszowica, junto a la llamada Sciezka Czeska, la Senda Bohemia, una ruta que lleva desde Bohemia a través del Przelecz Srebrne, el Puerto de la Plata, hasta Frankenstein, al camino de Wroclaw. Así que nos viene bien el ir con ellos. Y es más seguro. Nos mantendremos a su lado. Cerrando los ojos a su proceder. En la desgracia no se puede elegir. Aconsejo mantener la prudencia y no hablar demasiado. ¿Sansón?

– Callo y me hago el tonto. Pro bono commune.

– Estupendo. Reinmar, acércate. Tengo algo que decirte.

Reynevan, que ya estaba sobre el caballo, se acercó, sospechando lo que le esperaba y lo que iba a escuchar. No se equivocó.

– Escúchame atentamente, idiota sin remedio. El mero hecho de tu existencia ya constituye una amenaza mortal para mí. No permitiré que acrecientes esta amenaza con tu estúpido comportamiento y tus heroicidades de cretino. No voy a comentar el hecho de que, al intentar ser caballeresco, resultaste ser un idiota, que te lanzaste a ayudar a unos ladrones y les auxiliaste en su lucha contra las fuerzas del orden. No voy a burlarme, Dios mediante, de que hayas aprendido algo de todo esto. Mas te prevengo: si otra vez haces algo parecido, te abandonaré a tu suerte, de una vez y para siempre. Recuérdalo, borrico, anótatelo, zopenco: nadie se va a lanzar a ayudarte a ti, pues sólo un idiota se lanza a ayudar a otros. Si alguien pide socorro, lo que hay que hacer es darse la vuelta y poner tierra por medio. Te prevengo: si en el futuro siquiera vuelves la cabeza en dirección a un pobre, una doncella en apuros, un niño maltratado o un perro apaleado, nos separamos. Juega luego al Perceval por tu propia cuenta y riesgo.

– Scharley…

– Silencio. Estás prevenido. Yo no bromeo.


Cabalgaban por unas praderas en medio del bosque, entre hierbas y flores que les llegaban hasta los estribos. El cielo al oeste, cubierto por retazos de nubes, ardía con estrías de un ardiente púrpura. Se divisaba la oscura pared de las montañas y los negros bosques del puerto de Silesia.

Notker von Weyrach y Woldan de Osin, que iban a la vanguardia, cantaban himnos con aire serio y concentrado. De vez en cuando alzaban al cielo los ojos desde sus hundsgugeln, que llevaban alzados. Su cántico, aunque no muy alto, sonaba digno y adusto.


Pange lingua gloriosi

Corporis mysterium

Sanguinisque pretiosi,

Quem in mundi pretium

Fructus ventris generosi

Rex effudit Gentium


Algo más atrás, tan lejos como para no molestar con su propio canto, cabalgaban Tassilo de Tresckow y Scharley. Ambos, con bastante menos seriedad, cantaban un romance amoroso:

So die bluomen üz dem grase dringent,

same si lachen gegen der spilden sunnen,

in einem meien an dem morgen fruo,

und diu kleinen vogelln wol singent

in ir besten wise, die si kunnen,

waz wünne mac sich da gelichen zuo?


Detrás de los cantantes iban Sansón Mieles y Reynevan, cabalgando al paso. Sansón escuchaba, se balanceaba en la silla y murmuraba, estaba claro que conocía las palabras del minnesang y que -de no tener que guardar el incógnito- con gusto se habría unido al coro. Reynevan pensaba y pensaba en Adela. Sin embargo, era difícil concentrarse, puesto que Rymbaba y Kuno Wittram, que cerraban la comitiva, cantaban a voz en grito y sin pausa canciones picarescas y de borrachos. Su repertorio parecía ser inagotable.

Olía a humo y a paja.


Verbum caro, panem verum

Verbo carnem efficit:

Fugue sanguis Christi merum,

Et si sensus déficit,

Ad firmandum cor sincerum

Sola fides sufficit.


La elevada melodía y los piadosos versos de Tomás de Aquino no engañaban a nadie, a los caballeros les precedía su reputación. A la vista de la recua salían corriendo las mujeres que recogían el heno, desaparecían como cervatillos las muchachas creciditas. Los leñadores huían ante sus golpes y los pastores llenos de miedo se escondían detrás de sus ovejas. Huyó, abandonando su carro, un peguero. Unos hermanos menores peregrinos alzaron sus hábitos hasta el culo y pusieron pies en polvorosa. No les hicieron efecto ninguno, pero ninguno, los poéticamente tranquilizadores versos de Walther von der Vogelweide.


Nú wol dan, welt ir die wárheit schouwen,

gen wir zuo des meien hóhgezíte!

Der ist mit aller siner krefte komen.

Seht an in und seht an werde frouwen,

wederz dá daz ander überstrite:

daz bezzer spil, ob ich daz han genomen.


Sansón Mieles tarareaba bajito, secundándoles. Mi Adela, pensaba Reynevan, mi Adela. Ciertamente, cuando por fin estemos juntos, cuando se termine esta separación, será tal y como las estrofas de Walther von der Vogelweide en las canciones que están cantando: vendrá el mayo. O como en los versos de ese otro poeta…


Rerum tanta novitas

In solemni veré

Et veris auctoritas

Jubet nos gaudere…


– ¿Has dicho algo, Reinmar?

– No, Sansón. No he dicho nada.

– Ah. Mas no sé qué cosas raras murmurabas.

Ah, primavera, primavera… Y mi Adela más hermosa es que la primavera. Ah, Adela, Adela, ¿dónde estás, amada? ¿Cuando por fin te verán mis ojos? ¿Cuando besaré tus labios? Tus pechos…

¡Aprisa, aprisa, adelante! ¡A Ziebice!

Me gustaría saber también, pensó de pronto, dónde está y qué está haciendo Nicoletta la Rubia.


Genitori, Genitoque

Laus etjubilatio,

Salus, honor, virtus quoque

Sit et benedictio…


Al final de la comitiva, invisibles tras de una revuelta del camino, gritaban, asustando a las fieras del campo, Rymbaba y Wittram.


Los curtidores puteros

el su culo le adobaron.

Los remendones rateros

con él zapatos montaron.

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