En el que Reynevan y Scharley durante bastante tiempo disfrutan de tranquilidad, atención médica, solicitud espiritual y alimentación regular, así como de la compañía de personas extraordinarias con las que pueden conversar a voluntad de los temas más interesantes. En pocas palabras, tienen lo que se suele tener en una casa de locos.
– Alabado sea Jesucristo. Bienaventurado el nombre de Santa Dymphna.
Los pensionarios de la Torre de los Locos reaccionaron haciendo crujir la paja y emitiendo un murmullo deslavazado, ininteligible. El hermano del Santo Sepulcro jugueteaba con un palo, se golpeaba con él la mano izquierda, que llevaba extendida.
– Vosotros dos -dijo a Reynevan y Scharley- sois nuevos en este nuestro rebaño divino. Y nosotros damos aquí a los nuevos nuevos nombres. Y dado que hoy celebramos a los santos mártires Cornelio y Cipriano, entonces uno será Cornelio y el otro Cipriano.
Ni Cornelio ni Cipriano contestaron.
– Yo soy -continuó el monje sin efusión- el mestre del hospital y cuidador de la Torre. Mi nombre es hermano Tranquilus. Nomen ornen. Al menos mientras nadie me provoque.
»Me provoca, habéis de saber, aquél que hace ruido, se retuerce, organiza tumulto y barullo, se ensucia a sí mismo y sus alrededores, usa de palabras feas, blasfema contra Dios y los santos, no reza y estorba a otros en sus rezos. Y en general, quien peca. Y para los pecadores tenemos aquí diversos métodos. El palito de roble. El cubito de agua fría. La jaula de hierro. Y la cadena en la pared. ¿Está claro?
– Sí -respondieron al unísono Cornelio y Cipriano.
– Entonces -el hermano Tranquilus bostezó, miró su palo, de madera de roble, bien pulido y con aspecto de haber sido usado largo tiempo- comencemos la curación. Si a base de oraciones os ganáis la buena voluntad y la instancia de Santa Dymphna, y os abandonan, Dios lo permita, la locura y la demencia, volveréis entonces, curados, al seno sano de la sociedad. Dymphna es por su benevolencia famosa entre los santos, así que tenéis muchas posibilidades. Pero no dejéis de rezar. ¿Está claro?
– Sí.
– Entonces, con Dios.
El hermano del Santo Sepulcro subió por los temblequeantes escalones que salían de la pared y terminaban en algún lugar arriba, delante de una puerta, muy sólida, a juzgar por los sonidos que hacía al abrir y cerrar. El eco, que apenas retumbaba en el pozo de piedra, se apagó, Scharley se levantó.
– Bueno, hermanos en el apuro -dijo, alegre-, hola, quienquiera que seáis. Resulta que habremos de pasar algún tiempo juntos. Aunque sea en prisiones, pero en fin. ¿No debiéramos presentarnos los unos a los otros?
Como una hora antes, sólo le respondió el crujido y chasquido de la paja, unos bufidos, unas maldiciones en voz baja y algunos otros sonidos en su mayor parte bastante improcedentes. Mas tampoco esta vez se dejó Scharley arredrar por ello. Se acercó decidido a uno de los nidos de paja que estaban formados en número de unos diez al pie de los muros de la torre y alrededor de los arruinados pilares y arquerías que dividían el fondo. La luz que caía de arriba atravesando unos ventanucos en lo alto de la torre deshacía la oscuridad sólo en una escasa medida. Pero la vista ya se había acostumbrado y se veía algo.
– ¡Buenos días! ¡Me llamo Scharley!
– ¡Vete a paseo! -le respondió con un bufido el hombre del nido de paja-. Molesta, loco, a los que te sean iguales. ¡Yo tengo los sesos sanos! ¡Soy normal!
Reynevan abrió la boca, la cerró rápidamente y la abrió de nuevo. Veía pues que quien decía ser normal se ocupaba en manipular enérgicamente sus propios genitales. Scharley carraspeó, se encogió de hombros, continuó adelante, en dirección al siguiente nido. El hombre que yacía en él no se movía, de no contar un leve temblor y unos extraños tirones del rostro.
– ¡Buenos días! Me llamo Scharley…
– Bbb… bbuub… ble-bleee… Bleee…
– Lo que pensaba. Sigamos, Reinmar. ¡Buenos días! Me llamo…
– ¡Quieto! ¿Pero dónde pones el pie, loco! ¿En el dibujo? ¿Es que no tienes ojos?
Sobre el suelo duro como la piedra, entre la paja barrida, se veían, pintadas con tiza, una figuras geométricas, unos diseños y unas columnas de cifras sobre las que se hallaba doblado un viejecillo que tenía la punta de la cabeza tan calva como un huevo. Diseños, figuras y cifras cubrían también por completo la pared sobre su nido.
– Ah -retrocedió Scharley-. Disculpad. Entiendo. Cómo podría haberlo olvidado: noli turbare Circulos meos.
El viejecillo alzó la cabeza, mostró unos dientes ennegrecidos.
– ¿Letrado?
– Algo.
– Entonces toma asiento junto al pilar. Junto a ese marcado con la omega.
Tomaron y ocuparon, juntando paja, unos nidos bajo el pilar señalado, marcado con la letra griega. Apenas habían conseguido dar cima a la tarea cuando apareció el hermano Tranquilus, esta vez en compañía de otros monjes vestidos con hábitos con la cruz doble. Los guardianes del sepulcro de Jerusalén trajeron un caldero hirviendo, pero a los pacientes de la torre no se les permitió acercarse con las escudillas hasta que hubieron rezado el Pater noster, el Ave, el Credo, el Confiteor y el Miserere. Reynevan aún no sospechaba que aquello sería el principio de un ritual al que iba a tener que asistir durante mucho tiempo. Muchísimo.
– Narrenturm -habló, mirando obtusamente al fondo de la escudilla, a los restos de gachas que habían quedado pegados-. ¿En Frankenstein?
– En Frankenstein -confirmó Scharley, al tiempo que rebuscaba entre los dientes con una paja-. La torre está junto al hospicio de San Jorge, que está dirigido por los hermanos del Santo Sepulcro de Nysa. Fuera de los muros de la ciudad, junto a la puerta de Klodzko.
– Lo sé. Pasé junto a ella. Ayer. Creo que ayer… ¿Cómo hemos venido a parar aquí? ¿Por qué nos han considerado enfermos mentales?
– A todas luces -el demérito se rió con fuerza- alguien sometió a un análisis nuestras últimas hazañas. No, querido Cipriano, sólo bromeaba, no tenemos tanta suerte. Esto no es sólo la Torre de los Locos, también es… provisionalmente… una prisión de la Inquisición. La cárcel de los dominicos locales está en obras. Frankenstein tiene dos prisiones locales, en el ayuntamiento y en la Torre Torcida, pero las dos están llenas. Por eso se mete aquí, en la Narrenturm, a los aprisionados por orden del Santo Oficio.
– Sin embargo, ese Tranquilus -Reynevan no se dio por vencido- nos trata como si no estuviéramos en nuestros cabales.
– Deformación profesional.
– ¿Y qué hay de Sansón?
– ¿Qué, eh, qué? -se enfadó Scharley-. Lo miraron a la jeta y lo dejaron ir. ¿Ironía, no? Lo dejaron ir por parecer idiota. Y a nosotros nos embotellaron con los grillaos. Dicho honestamente, no tengo nada que reprocharle a nadie, sólo yo soy el culpable. Ellos te buscaban a ti, Cipriano, y a nadie más, sólo de ti hablaba el significavit. A mí me metieron porque opuse resistencia, quebré algunas narices, ja, y por algunas patadas que, sin falsa modestia, dieron donde debían dar… Si me hubiera mantenido tranquilo, como Sansón…
– Entre nosotros -terminó al cabo de un instante de pesado silencio-, toda mi esperanza está en él, Sansón. De que invente algo y lo organice. Y deprisa. De otro modo… De otro modo podemos tener problemas.
– ¿Con la Inquisición? ¿Y de qué se nos acusa?
– El problema -la voz de Scharley sonaba terriblemente triste- no es de qué se nos acusa. El problema es de qué nos declararemos culpables.
Reynevan no necesitaba explicaciones, sabía de qué se trataba. Lo que habían oído en el establo de los cistercienses significaba la pena de muerte, una muerte precedida de torturas. Nadie debía enterarse de lo que habían estado escuchando. Las miradas significativas con que el demérito señalaba a otros huéspedes de la Torre no necesitaban de explicaciones. También Reynevan sabía que la Inquisición tenía por costumbre colocar entre los prisioneros a sus espías y provocadores. Scharley, ciertamente, prometió que era capaz de desenmascararlos con rapidez, pero recomendó precaución y vigilancia también con respecto a otros que pudieran parecer decentes. Incluso con aquéllos, decidió, no se deben compartir confidencias. No merecía la pena, concluyó, que éstos supieran algo y tuvieran de qué hablar.
– Puesto que -añadió- un hombre en el potro habla. Habla mucho, habla todo lo que sabe, habla todo lo que puede. Porque mientras que esté hablando, no lo queman a uno.
Reynevan se quedó pálido. Tan evidentemente que hasta Scharley creyó necesario darle ánimos con una amistosa palmada en la espalda.
– Arriba los corazones, Cipriano -lo animó-. Todavía no se han puesto con nosotros.
Reynevan empalideció más aún y Scharley lo dejó correr. No sabía que Reynevan no se mortificaba en absoluto porque en el tormento pudiera contar algo de lo escuchado en el conciliábulo del pajar. Mil veces más le asustaba el pensamiento de que pudiera traicionar a Catalina Biberstein.
Habiendo descansado un tanto, ambos inquilinos del barrio Omega trabaron algunas amistades más. Con diversos resultados. Algunos de los pensionistas de la Narrenturm no querían hablar, otros no podían, porque estaban en un estado que los doctores de la Universidad de Praga denominaban -siguiendo a Salerno- como dementia o debilitas. Otros eran más charlatanes. Pero incluso éstos tampoco se apresuraban a revelarles sus apelativos, con lo que Reynevan les otorgaba en su mente diversos apodos.
Su vecino más cercano era Tomás Alfa, quien vivía bajo un pilar marcado precisamente con esa letra griega, y había llegado a la Torre de los Locos en el día de Santo Tomás de Aquino, el siete de marzo. No elucidó por qué se encontraba allí y por qué llevaba tanto tiempo, pero a Reynevan, al menos, no le daba la impresión de estar chiflado. Dijo ser inventor, mas Scharley, a partir de los manierismos de su habla, declaró que era un monje huido. El descubrir un agujero en los muros de un monasterio no era razón, dijo, para pretender ser tomado por un verdadero descubridor.
No lejos de Tomás Alfa, debajo de la letra tau y de un letrero arañado en el muro que decía POENITEMINI, vivía el Camaldulense. Éste no podía encubrir su origen clerical, dado que la tonsura aún no estaba cubierta de cabellos. No se sabía más de él, puesto que callaba como un verdadero hermano de Camaldoli. Y como verdadero camaldulense aguantaba sin murmurar y sin palabra de queja el ayuno que era tan frecuente en la Narrenturm.
Del lado contrario, bajo el letrero LIBERA NOS DEUS NOSTER, eran vecinos dos individuos que, irónicamente, también habían sido vecinos en libertad. Ambos negaban estar locos, ambos se consideraban víctimas de intrigas pérfidamente tejidas. Uno, cronista municipal, que había sido bautizado como Buenaventura por los hermanos del Santo Sepulcro a causa del día de su llegada, le otorgaba la culpa de su encierro a su mujer, quien estaría ahora contenta de poder hacer uso de su amante sin estorbos. Buenaventura había obsequiado a Scharley y Reynevan para empezar con un largo discurso acerca de las mujeres, quienes por su mismo nacimiento y naturaleza eran malvadas, veleidosas, lujuriosas, libertinas, indignas y traidoras. Aquel sermón sumió a Reynevan por largo tiempo en negros recuerdos y aún más negra melancolía.
Al segundo vecino, Reynevan lo llamó para sí el Institor, puesto que de continuo y en alta voz se lamentaba por su institorium, es decir, un rico y productivo puesto en el mercado. De la libertad, afirmaba, lo habían privado, denunciándolo, sus propios hijos, para poder hacerse con el puesto y sus provechos. Del mismo modo que Buenaventura, Institor reconocía tener intereses científicos: los dos se ocupaban como aficionados de la astrología y la alquimia. Ambos enmudecían de forma extraña al oír la palabra «Inquisición».
No lejos de los vecinos, bajo una pintada que ponía CULO, tenía su nido otro habitante de Frankenstein, Nicolás Coppirnik, quien no ocultaba su identidad. Era Nicolás un masón de la logia local y astrónomo aficionado, por desgracia persona poco habladora, abstraída y no muy amiga de compadreos.
No lejos, junto a la pared, apenas alejado del enclave de los científicos, habitaba el ya conocido Circulos Meos, abreviado, Circulos. Estaba sentado rodeado de paja como un pelícano en su nido, una sensación que potenciaban su liso cráneo y los muchos pelos de su cuello. El que no estaba aún muerto lo probaba su apestoso olor, su brillante calva y su incansable y molesta costumbre de pintar con tiza en la pared o el suelo. Quedó claro que no era él, como Arquímedes, mecánico, los dibujos y figuras tenían otros objetivos. Precisamente por ellos se había metido a Circulos en el manicomio.
Junto al nido de Isaías, hombre joven y apático, quien había recibido su apodo por su continua cita del Libro de los Profetas, había una jaula de hierro que producía temor, y que servía como cárcel. La jaula estaba vacía y Tomás Alfa, que era el que más tiempo llevaba en la torre, no había visto que se hubiera encerrado allí a nadie. El vigilante de la Narrenturm, el hermano Tranquilus, explicó Alfa, era ciertamente tranquilo y muy comprensivo. Por supuesto, mientras que no lo provocara nadie.
Normal, quien seguía ignorando a todos, pronto llegó a «provocar» al hermano Tranquilus. Durante una oración mañanera, Normal se dedicaba a su actividad preferida: juguetear con su miembro. La cosa no escapó a los ojos de halcón del hermano del Santo Sepulcro y Normal recibió una buena tunda con el palo de roble, el cual, se vio, no llevaba el hermano Tranquilus para alardear.
Fueron pasando los días, marcados por el aburrido ritmo de las comidas y los rezos. Pasaron las noches. Estas últimas eran terribles, tanto a causa del frío insoportable como de los ronquidos corales y tremendos de los pensionados. Era más fácil soportar los días. Al menos se podía hablar.
– Por maldad y envidia. -Circulos meneó su buche y guiñó sus ojos legañosos-. Estoy aquí a causa de la maldad humana y de la envidia de los colegas fracasados. Me odiaban porque conseguí lo que a ellos no les fue dado alcanzar.
– ¿Y que era…? -se interesó Scharley.
– Y que voy yo -Circulos se limpió en el manto los dedos manchados de tiza-, y que voy yo a aclararsus, profanos. Si no lo vais a entender.
– Intentadlo.
– En fin, si es vuestra voluntad… -Circulos carraspeó, se hurgó la nariz, se rascó un talón con el otro-. Conseguí realizar algo que no es cosa de poca monta. Calculé la fecha precisa del fin del mundo.
– ¿El año de mil cuatrocientos veinte? -preguntó Scharley al cabo de un cortés silencio-. ¿El mes de febrero, el lunes después de Santa Escolástica? No me parece especialmente original.
– Me insultáis. -Circulos infló el resto de su barriga-. No soy un endiablado milenarista, ni ningún místico ignorante, no repito las tonterías de los chiliastas. Yo he investigado las cosas sine ira et studio, basándome en fuentes científicas y cálculos matemáticos. ¿Conocéis las Revelaciones de San Juan?
– Por encima, pero las conozco.
– El carnero abrió los siete sellos, ¿verdad? Y Juan vio a siete ángeles, ¿verdad?
– Completamente.
– Y los escogidos y señalados era ciento cuarenta y cuatro mil, ¿verdad? Y los ancianos, veinticuatro, ¿verdad? Y a dos testigos les dieron el poder de la profecía durante mil doscientos sesenta días, ¿verdad? De modo que si se suma todo esto, y se multiplica la suma por ocho, el número de letras en la palabra Apollyon, se calcula… Ah, qué sus voy a explicar, si no lo vais a entender. El fin del mundo llegará en julio. Más exactamente el seis de julio, in octava Apostolorum Petri et Pauli. En viernes. Por la tarde.
– ¿De qué año?
– Del presente, el año santo. Mil cuatrocientos veinticinco.
– Sí… -Scharley se acarició la barba-. Hay sin embargo, sabedlo, cierta pequeña complicación…
– ¿Cuál?
– Que estamos en septiembre.
– Eso no significa nada.
– Y es por la tarde.
Circulo se encogió de hombros, tras lo que volvió la cabeza y se metió ostentosamente en la paja.
– Sabía -refunfuñó- que no se debe hablar con ignorantes. Adiós.
Nicolás Coppirnik, el masón de Frankenstein, no era charlatán, pero su rudeza y aspereza no afectaban a Scharley ni a su deseo de conversación.
– De modo -el demérito no se resignó- que sois astrónomo. Y que os han metido en el trullo. En fin, se confirma que mirar demasiado fijamente al cielo no merece la pena y no es digno de un buen católico. Pero a mí, vuesa merced, me sale otra cuenta. La conjunción de la astronomía y la prisión sólo puede significar una cosa: el cuestionamiento de la teoría ptolemaica. ¿Tengo razón?
– ¿Razón en qué? -respondió Coppirnik con un bufido-. ¿En las conjunciones? La tenéis, ciertamente. Y en el resto aún. Pues pienso que sois de aquéllos que siempre tienen razón. Ya he visto antes tales como vos.
– Tales de seguro no -sonrió el demérito-. Mas no importa. Lo que importa es lo que pasa, según vos, con ese Ptolomeo. ¿Qué es lo que está en el centro del universo? ¿La Tierra? ¿El sol?
Coppirnik calló largo rato.
– Pues que esté lo que quiera estar -dijo al fin, amargado-. ¿Y cómo lo voy a saber yo? ¿Soy acaso yo un astrónomo, qué sé yo? Lo retiro todo, reconozco todo lo que quieran. Diré lo que me manden.
– Aja. -Scharley resplandeció)-. ¡De modo que acerté! ¿Chocó la astronomía con la teología? ¿Y os han asustado?
– ¿Cómo es eso? -Reynevan se asombró-. La astronomía es ciencia exacta. ¿Qué tiene que ver la teología con ella? Dos y dos son siempre cuatro…
– Yo también lo pensaba -lo interrumpió Coppirnik sombrío-. Mas la realidad es muy distinta.
– No entiendo.
– Reinmar, Reinmar. -Scharley sonrió con compasión-. Ingenuo como un niño. La suma de dos y dos no niega las Escrituras, lo que no se puede decir de las revoluciones de los cuerpos celestes. No se puede probar que la Tierra gira alrededor de un sol inmóvil cuando en las Escrituras está escrito que Josué ordenó al sol quedarse parado. Al sol. No a la Tierra. Por ello…
– Por ello -lo interrumpió el masón, aún más sombrío-, hay que seguir el dictado del instinto de conservación. En lo que se refiere al cielo, el astrolabio y el anteojo pueden equivocarse, la Biblia es infalible. El cielo…
– Él está asentado sobre el globo de la Tierra -tomó la palabra Isaías, a quien el sonido de la palabra Biblia le había hecho salir de la apatía-. Él extiende los cielos como una cortina, tiéndelos como una tienda para morar.
– Mira, mira. -Coppirnik meneó la cabeza-. Un grillao, pero sabe.
– Precisamente.
– ¿Qué, precisamente? -Coppirnik alzó la testa-. ¿Qué precisamente? ¿Tan sabio sois? Yo lo retiro todo. Si me dejan ir, yo afirmo todo lo que quieran. Que la Tierra es plana y su centro geométrico está en Jerusalén. Que el sol gira alrededor del Papa, que es el centro del universo. Todo lo acepto. Al fin y al cabo, ¿no tendrán ellos razón? Pardiez, su institución existe ya desde hace mil quinientos años. Aunque no sea más que por eso, no pueden equivocarse.
– ¿Y desde cuándo las fechas curan la estupidez? -Scharley entrecerró los ojos.
– ¡Al diablo con vosotros! -se enfureció el masón-. ¡Id vos mismo al tormento y la hoguera! ¡Yo lo retiro todo! ¡Yo digo: y sin embargo NO se mueve, eppur NON si muovel
»Y qué voy a saber yo al fin y al cabo -dijo con voz amarga al cabo de un instante de silencio-. ¿Qué clase de astrónomo soy yo? Soy hombre sencillo.
– No lo creáis, don Scharley -habló Buenaventura, que se acababa de despertar de la siesta-. Ahora dice eso porque le entró canguelo de la hoguera. Pero qué clase de astrónomo sea, en Frankenstein lo saben todos, porque cada noche se sube al tejado con el astrolabio y cuenta estrellas. Y no es el único de la familia, no, todos en su casa poseen mucho conocimiento de los astros, los Coppirnik. Incluso el más joven, el pequeño Nicolás, cuánto no se rieron los vecinos de que su primera palabra fuera «mama», la segunda «papa» y la tercera «heliocintrismo».
Cuanto más pronto oscurecía, cuanto más frío iba haciendo, tanto más se iba incrementando la cifra de pensionarios que se reunían para discutir y disputar. Se platicaba, platicaba, platicaba. Primero juntos, luego cada uno por su cuenta.
– Me echarán a perder mi institorium. Todo lo malgastarán, lo mandarán al cuerno, lo dilapidarán. Me arruinarán mi negocio. ¡La juventud de hoy en día!
– Todas las hembras, hasta la última, putas. De pensamiento o de obra.
– Llegará el Apocalipsis, nada quedará. Nada de nada. Mas qué voy yo a explicarsus, profanos.
– Y yo os digo que vendrán antes a por nosotros. Llegará el inquisidor. Nos darán tormento y nos quemarán luego. Y bien se nos está, por pecadores, que a Dios hemos enojado.
– Por tanto, como la lengua del fuego consume las aristas, y la llama devora la paja, así será su raíz como pudrimiento, y su flor se desvanecerá como polvo: porque desecharon la ley de Jehová de los ejércitos…
– ¿Oís? Grillao, pero sabe.
– Precisamente.
– El problema es -dijo Coppirnik pensativo- que hemos pensado en demasía.
– O, cierto, cierto -confirmó Tomás Alfa-. No será fácil escapar del castigo.
– …Y serán amontonados como se amontonan encarcelados en mazmorra, y en prisión quedarán encerrados, y serán visitados después de muchos días…
– ¿Oísteis? Grillao, pero sabe.
Junto al muro, alejados, balbuceaban y deliraban los afectados de dementia y debilitas. No lejos de ellos, en su nido, Normal le daba al manubrio, jadeando y gimiendo.
En octubre vinieron aún mayores fríos. Entonces, el día dieciséis -se podían orientar con las fechas gracias al calendario que Scharley había pintado en la pared con una tiza robada a Circulos- llegó un conocido suyo a la Narrenturm.
Al conocido no lo trajeron a la torre los hermanos del Santo Sepulcro, sino unos soldados con cotas de malla y jubones calados. Ofreció resistencia, así que le dieron varios golpes en el pescuezo y lo tiraron por las escaleras. Tropezó y se estampó contra el suelo. Los pensionarios, entre ellos Reynevan y Scharley, observaron cómo estaba tendido. Cómo se acercaba a él el hermano Tranquilus con su palo.
– Hoy es -dijo, después de haber saludado como de costumbre con el nombre de Santa Dymphna, patrona y defensora de los enfermos mentales-, hoy es el día de San Galo. Mas como ya tuviéramos aquí Galos y Galos, entonces, para no repetirnos… Hoy también es el día dedicado a San Mumolno. Así que, hermano, te llamarás Mumolno. ¿De acuerdo?
El individuo tumbado en el suelo se incorporó sobre los codos, miró al fraile. Durante un instante pareció que iba a responder con cortas y bien elegidas palabras. Tranquilus también debía de esperarlo, porque alzó el palo y retrocedió un paso para tomar mayor ímpetu. Pero el individuo sólo apretó los dientes y contuvo con ellos todas las cosas no dichas.
– Bueno. -El hermano del Santo Sepulcro asintió-. Entiendo entonces. Con Dios, hermanos.
El individuo tendido se sentó. Reynevan apenas lo había reconocido. No había capa gris, faltaba la hebilla de plata, faltaba el chaperón y la liripipe. El ajustado jubón estaba manchado de polvo y cal, rasgado en ambos hombros acolchados.
– Bienvenido.
Urban Horn alzó la cabeza. Tenía los cabellos sucios, un ojo morado, los labios abiertos e inflamados.
– Hola, Reinmar -respondió-. ¿Sabes?, no me asombra nada el encontrarte en la Narrenturm.
– ¿Estás entero? ¿Cómo te sientes?
– Estupendamente. Hasta se diría que radiante. Cierto rayo de sol me está dando en el culo. Échale un vistazo y compruébalo. Porque a mí me es difícil.
Se levantó, se masajeó el costado. Se frotó los lomos.
– Me han matado al perro -dijo con voz gélida-. Lo acribillaron. A mi Belcebú. ¿Te acuerdas de Belcebú?
– Lo siento. -Reynevan recordaba perfectamente los dientes del dogo a una pulgada de su rostro. Pero lo sentía de verdad.
– No se lo perdonaré. -Horn apretó los dientes-. Les pasaré cuenta. En cuanto salga de aquí.
– Eso puede ser un problema.
– Lo sé.
Durante la presentación Horn y Scharley se miraron el uno al otro largo rato, frunciendo el ceño y mordiendo el labio. Se veía que se había topado un perillán con otro perillán y un truhán con otro truhán. Se veía tan claramente que ninguno de los perillanes le preguntó al otro por nada en absoluto.
– De modo que -Horn miró alrededor- estamos donde estamos. Frankenstein, hospital de una orden reglada, los guardianes del Sepulcro de Jerusalén. La Narrenturm. La Torre de los Locos.
– No sólo. -Scharley entrecerró los párpados-. Lo que vuesa merced sin duda sabe.
– Su merced lo sabe sin duda -reconoció Horn-. Puesto que lo ha encerrado aquí la Inquisición y un significavit del obispo. En fin, se piense lo que se quiera del Santo Oficio, sus prisiones suelen ser decentes, amplias y limpias. Aquí también, por lo que huelo, se acostumbra a vaciar la letrina de vez en cuando y los pensionarios se presentan bastante bien… Se ve que los hermanos del Santo Sepulcro cuidan de su rebaño. ¿Y cómo dan de comer?
– Fatal. Pero con regularidad.
– Eso no está mal. La última loquería que vi fue la Pazzeria, en Florencia, junto a Santa María Nuova. ¡Había que haber visto a aquellos pacientes! Desnutridos, piojosos, peludos, sucios… ¿Y aquí? A vosotros, por lo que veo, ni que fuera la corte… Bueno, puede que no la corte imperial, puede que no la corte en Wawel… Pero ya en Vilnius, os garantizo, podríais aparecer por allí tal y como estáis ahora, no sobresaldríais en absoluto. Sí… Podría, podría haber caído en peor sitio… ¿No habrá entre ellos, espero, locos furiosos? ¿Ni, Dios nos guarde, sodomitas?
– No hay -lo tranquilizó Scharley-. Nos protege Santa Dymphna. Sólo aquéllos, allí. Están tumbados, deliran, juguetean con los pajarillos. Nada especial.
– Estupendo. En fin, pasaremos un tiempo juntos. Puede que largo tiempo.
– O puede que más corto del que juzgáis. -El demérito sonrió torvamente-. Nosotros llevamos aquí desde San Cornelio. Y estamos esperando al inquisidor de un día para otro. ¿Quién sabe? Igual hoy.
– Hoy no -afirmó Urban Horn con serenidad-. Y mañana tampoco. La Inquisición tiene en estos momentos otras ocupaciones.
Aunque lo presionaron, Horn sólo les dio explicaciones después de la comida. La cual, para colmo, comió con ganas. Y sin despreciar los restos que no había comido Reynevan, quien se sentía últimamente indispuesto y falto de apetito.
– Su requeteminencia el obispo Conrado de Wroclaw -aclaró Horn mientras con un dedo recogía del fondo de la escudilla los últimos grumos- atacó a los husitas bohemios. Junto con don Puta de Czastolovice han marchado armados sobre las provincias de Náchod y Trutnov.
– ¿Una cruzada?
– No. Una aceifa de rapiña.
– Pero si las dos cosas son lo mismo -sonrió Scharley.
– Vaya -bufó Horn-. Quería preguntar por qué les han encerrado a vuesas mercedes, mas ya no pregunto.
– Y bien hecho. ¿Qué pasa con esa aceifa?
– El pretexto, si es que era necesario un pretexto, fue el presunto asalto de los husitas a un recolector de impuestos, que al parecer tuvo lugar el trece de septiembre. Robaron a lo visto más de mil quinientos gúldenes…
– ¿Cuántos?
– Ya lo he dicho: presunto, al parecer, a lo visto. Nadie lo cree. Pero como pretexto le vino bien al obispo. Sin embargo, eligió muy bien el momento. Atacó durante la ausencia de los ejércitos husitas de Hradec Králové. El hetmán de allí, Jan Capek de San fue llamado a Podjested, en la frontera con Lausacia. El obispo, resulta, no tiene malos espías.
– Cierto, de seguro que los tiene. -Scharley ni siquiera pestañeó-. Seguid hablando. ¿Señor Horn? Hablad, no hagáis caso a estos chiflados. Tendréis tiempo de cansaros de verlos.
Urban Horn apartó la vista de Normal, que se dedicaba con entusiasmo a autoviolarse. Y de uno de los idiotas, concentrado en construir un pequeño zigurat de sus propias deposiciones.
– Sí… En qué me había yo… Aja. El obispo Conrado y don Puta entraron en Bohemia siguiendo la ruta de Lewin y Homole. Arrasaron y saquearon los alrededores de Náchod, Trutnov y Vízmburk, quemaron las aldeas. Robaron, mataron a quien les cayó a mano, campesinos, mujeres, sin diferenciar. Respetaron a los niños que cabían bajo la tripa de un caballo. A algunos.
– ¿Y luego?
– Luego…
La hoguera se iba apagando, las llamas ya no se retorcían ni crepitaban, tan sólo se arrastraban por el montón de madera. La madera no se había quemado del todo, por un lado porque era un día lluvioso, por otro porque la habían cortado húmeda, para que el hereje no se quemara demasiado pronto, para que se tostara lentamente y conociera como es debido el sabor de la pena que le esperaba en el infierno. Sin embargo exageraron, no cuidaron de mantener el punto medio, la medida y el compromiso: la excesiva cantidad de leña mojada produjo que el delincuente no ardiera sino que se asfixiara con el humo muy deprisa. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar demasiado. Tampoco se quemó bien: apretado por la cadena contra el poste, el cadáver retuvo en general su forma humana. La carne ensangrentada, no del todo quemada, se mantuvo en muchas partes pegada contra el esqueleto, la piel colgaba como coletas retorcidas y los huesos desnudados aquí y allí estaban más rojos que negros. La cabeza se había asado más bien regularmente, la piel carbonizada se había separado del cráneo. Los dientes, que brillaban blanquecinos dentro de una boca abierta en el último grito antes de la muerte, le daban un aspecto muy macabro al conjunto.
Aquel aspecto, paradójicamente, recompensaba la decepción producida por un tormento demasiado corto y poco martirizador. Producía, para qué decir más, un mejor efecto psicológico. Se había reunido en el lugar del auto da fe a una multitud de checos traídos de las aldeas de los alrededores. La vista de un choscarro informe en una hoguera de seguro que no los hubiese asustado. Sin embargo, reconociendo en el cadáver de abierta boca y no del todo quemado a su hasta hacía poco sacerdote, los bohemios se desesperaron por completo. Los hombres temblaban, cubriendo los ojos, las mujeres chillaban y se desmayaban, los niños lloraban como locos.
Conrado de Olesnica, obispo de Wroclaw, se enderezó en la silla, orgullosa y enérgicamente, la armadura chirrió. Al principio tenía intención de echar un discurso delante de los prisioneros, un sermón que debía dejar claro a la muchedumbre todo el mal de la herejía y advertirlos de la severa pena que les esperaba a los que se desviaban de la fe. Sin embargo renunció a ello, tan sólo miró, con los labios apretados. ¿Para qué iba a cansarse la lengua? De todas formas aquel populacho eslavo apenas entendía el alemán. Y del castigo por herejía mejor y más gráficamente que cualquier sermón hablaba aquel cuerpo quemado en el palo. Los cadáveres mutilados y destrozados hasta hacerlos irreconocibles, acumulados en montones en mitad de un rastrojo. El fuego que devoraba los tejados de las casas. Las columnas de humo que se elevaban al cielo desde otras aldeas incendiadas junto al Metuja. Los horribles gritos de las muchachas que llegaban desde el pajar en el que las habían encerrado para alegrar a los soldados klodzkanos de don Puta de Czastolovice.
Inmerso entre la multitud de bohemios gritaba y se enervaba el padre Miegerlin. Con ayuda de unos soldados y en compañía de algunos dominicanos, el cura cazaba husitas y sus simpatizantes. En la caza lo ayudaba una lista de nombres que a Miegerlin le había dado Birkart Grellenort. Sin embargo, el cura no tenía a Grellenort por un oráculo, ni a su lista por cosa sagrada. Afirmando que reconocía a los heréticos por sus ojos, orejas y la forma general de su rostro, el cura había capturado ya durante toda la empresa a cinco veces más personas que había en la lista. A una parte los habían matado en el acto. Otros iban encadenados.
– ¿Qué hacemos con ellos? -preguntó, acercándose, el mariscal del obispo, Lorenz von Rohrau-. ¿Excelencia? ¿Qué mandáis hacer con ellos?
– Lo mismo -Conrado de Olesnica lo miró severo- que con los que los precedieron.
Al ver a los ballesteros y soldados que se colocaban y sacaban sus flechas, la multitud de bohemios lanzó un terrible grito. Algunos hombres se separaron de la masa y se lanzaron a la huida, unos jinetes los persiguieron, alcanzaron, los tajaron y finiquitaron a punta de espada. Otros se apretaron, se arrodillaron, cayeron a tierra. Los hombres cubrieron a las mujeres con sus cuerpos, las madres a sus hijos.
Los ballesteros hicieron girar sus cranequines.
En fin, pensó Conrado, en esta multitud de seguro que hay algunos inocentes, incluso algunos buenos católicos. Pero Dios reconocerá a sus ovejas.
Como las reconoció en el Languedoc. En Béziers, en Carcassonne, en Toulouse. En Montségur.
Entraré en la historia como defensor de la verdadera fe, pensó, perseguidor de la herejía, un Simón de Montfort silesio. La posteridad recordará mi nombre con reverencia. Como el del mismo Simón, como el de Schwenckefeld, como el de Bernardo de Gui. Eso, la posteridad. En lo tocante al día de hoy, quizá me valoren por fin en Roma. ¿Puede que por fin eleven a Wroclaw al rango de archidiócesis, y yo me convierta en arzobispo de Silesia y elector del Imperio? ¿No se terminará esta farsa de que formalmente la diócesis es parte de la provincia eclesiástica polaca y pertenece formalmente -como una burla- al metropolita polaco, el arzobispo de Gniezno? Desde luego que antes se me llevarán los diablos que reconocer a un polaco como superior, vaya una humillación estar por debajo de ese Jastrzebiec. El cual -¡Dios, cómo puedes dejar que pase esto!- exige desvergonzadamente una visita pastoral. ¡A Wroclaw! ¡Un polaco en Wroclaw! ¡Nunca! Nimmermehr!
Silbaron los primeros virotes, vibraron las cuerdas de las ballestas, de nuevo quienes intentaban escaparse del grupo murieron a punta de espada. Los gritos de los asesinados se elevaban al cielo. Esto, pensó el obispo Conrado mientras controlaba a su asustado rocín, no dejarán de verlo en Roma, esto no pueden no valorarlo. Que aquí, en Silesia, en las fronteras de Europa y de la civilización cristiana, soy yo, Conrado Piasta de Olesnica, quien alza bien alta la cruz. Que soy un verdadero bellator Christi, defensor y apóstol del catolicismo. Y a los heréticos y apóstatas: eJ castigo y el flagelo de Dios.
A los gritos de los condenados se sumaron de pronto voces que provenían de un camino oculto por la colina, al cabo se acercó con un estampido de cascos un grupo de jinetes que galopaba hacia el este, hacia Lewin. Detrás de los jinetes traqueteaban unos carros, los carreteros gritaban, se levantaban en los pescantes y azuzaban sin piedad a los caballos, intentando obligarlos a un paso más rápido. Detrás de los carros desfilaban las vacas bramando, detrás de las vacas corría la infantería, gritando en voz muy alta. Él no entendió lo que decían a causa del tumulto. Pero otros lo entendieron. Los soldados que estaban ejecutando a los bohemios se dieron la vuelta y, como un solo hombre, se lanzaron a la huida detrás de los caballos, de los carros, de la infantería que ocupaba ya todo el camino.
– ¡Adonde vais! -gritó el obispo-. ¡Quietos! ¿Qué os pasa? ¿Qué sucede?
– ¡Husitas! -gritó, deteniendo ante él el caballo, Otto von Borschnitz-. ¡Husitas, duque! ¡Nos atacan los husitas! ¡Los carros de los husitas!
– ¡Tonterías! ¡No hay ejércitos suyos en Hradec! ¡Los husitas se han ido a Podjested!
– ¡No todos! ¡No todos! ¡Vienen! ¡Nos atacan! ¡Huiiid! ¡Salvad la vida!
– ¡Quietos! -gritó, enrojeciendo, Conrado-. ¡Quietos, cobardes! ¡Prestad batalla! ¡A la lucha, hijos de perra!
– ¡Sálvate! -gritó, galopando a su lado, Nicolás Zedlitz, el estarosta de Otmuchów-. ¡Husitaaas! ¡Nos atacan! ¡Husitaaas!
– ¡Don Puta y don Kolditz ya se han ido! ¡Sálvese el que pueda!
– Quietos… -El obispo intentaba en vano hacerse oír en aquel pandemónium-. ¡Señores caballeros! Cómo que…
El caballo se asustó, se puso a dos patas, Lorenz von Rohrau lo agarró de las riendas y lo controló.
– ¡Huyamos! -gritó-. ¡Eminencia! ¡Salvemos la vida!
Por el camino iban viniendo más jinetes, ballesteros y armados, entre estos últimos el obispo reconoció a Sander Bolz, Hermann Eichelborn con la capa de San Juan, a Hanusz Czenebis, Johann Haugwitz, uno de los Schaff, fácil de identificar de lejos por su escudo palé d'argent et de gueules. Detrás de ellos, con los rostros deformados por el espanto, corrían como locos Markwart von Stolberg, Gunter Bischofsheim, Ramfold Oppeln, y Niczko von Runge. Los mismos caballeros que aún ayer se peleaban los unos con los otros en sus ansias guerreras, que estaban dispuestos a atacar no sólo Hradec Králové sino hasta el mismo monte de Tabor. Y que ahora huían llenos de pánico.
– ¡Sálvese quien pueda! -gritó, galopando a su lado, Tristram Rachenau-. ¡Viene Ambrós! ¡Ambrós!
– ¡Cristo, ten piedad! -balbuceó, corriendo junto al caballo del obispo, el cura Miegerlin-. ¡Cristo, sálvanos!
Un carro con un eje roto y cargado con el botín entorpecía el paso por el camino. Lo empujaron y derribaron, se dispersaron por el barro los cofrecillos, arquetas, barriletes, mantas, alfombras, pellejos, zapatos, el tocino, otros bienes que habían sido saqueados en las aldeas quemadas. Se quedó atorado otro carro, tras él otro, los carreteros saltaron y emprendieron la huida a pie. El camino ya estaba sembrado del botín que habían reunido los soldados. Al cabo, entre los hatos y paquetes del pillaje distinguió el obispo también escudos, alabardas, hachas, ballestas, hasta armas de fuego. Los soldados, libres del peso, huían a tanta velocidad que alcanzaron a los jinetes y caballeros. Los que no podían seguirles el paso aullaban y gritaban con pánico. Mugían las vacas, balaban las ovejas.
– Más deprisa, más deprisa, excelencia… -lo espoleó Lorenz von Rohrau con voz temblorosa-. Pongámonos a salvo… A salvo… Por lo menos hasta Homolo… Hasta la frontera…
En el centro del camino, en parte enterrado en la tierra, ensuciado por el ganado, cubierto por restos de bollos y fragmentos de las cacerolas rotas, yacía un pabellón con una gran cruz roja. La señal de la cruzada.
Conrado, el obispo de Wroclaw, se mordió el labio. Y picó espuelas. Al este. Hacia Homolo y el paso de Lewin. Sálvese el que pueda. Sólo más deprisa. Más deprisa. Porque viene…
– ¡Ambrós! ¡Viene Ambrós!
– Ambrós. -Scharley asintió-. El antaño preboste del Santo Espíritu de Hradec. He oído hablar de él. Estuvo al lado de Zizka hasta su muerte. Es un radical peligroso, un carismático tribuno del pueblo, un verdadero caudillo de masas. Los moderados calixtinos lo temen como al fuego porque Ambrós tiene a los moderados por traidores a los ideales de Hus y la comunión con el cáliz. Y a un gesto suyo se alzan mil mayales taborítas.
– Cierto -confirmó Horn-. Ambrós ya estaba furibundo durante la anterior aceifa episcopal, en el año veintiuno. Entonces, como recordaréis, se terminó con una tregua que con el obispo Conrado firmaron Hynek Krusina y Cenek de Vartenberk. El sacerdote, sediento de sangre, los señaló a los dos como traidores y pactistas, y la turba se lanzó contra ellos con los mayales, apenas tuvieron tiempo de escapar. Ambrós, desde aquel día, no ceja de hablar de venganza… ¿Reinmar? ¿Qué te pasa?
– Nada.
– Tienes aspecto de no estar presente en espíritu -valoró Scharley-. ¿Estás acaso enfermo? No importa. Volvamos a la aceifa del obispo, querido señor Mumolno. ¿Qué es lo que tiene que ver con nosotros?
– El obispo atrapó a algunos husitas -le aclaró Horn-. Al parecer. Es decir, al parecer husitas, porque atraparlos los atrapó. ¿Os he dicho que tiene buenos espías?
– Lo has dicho -asintió Scharley-. De modo que la Inquisición está ocupada sacándoles a los tales prisioneros sus declaraciones. Así que juzgáis que no van a tener tiempo para nosotros.
– No lo juzgo. Lo sé.
La conversación que era inevitable tuvo lugar por la tarde.
– Horn.
– Te escucho, muchacho, con la mayor atención.
– El perro, por mucha pena que dé el animal, ya no lo posees.
– Es difícil no verlo. -Urban Horn entrecerró los ojos.
Reynevan carraspeó con fuerza para llamar la atención a Scharley, quien no muy lejos, estaba jugando con Tomás Alfa a un ajedrez modelado de barro y pan.
– No ves aquí tampoco -continuó- ninguna zanja, ni humores, ni fluidos. En una palabra, nada que pudiera librarte de la necesidad de responder a mi pregunta. La misma que ya te hice en Balbinów, en el establo de mi asesinado hermano. ¿Te acuerdas de lo que te preguntara?
– No suelo tener problemas de memoria.
– Estupendo. Responde a la pregunta que me debes, tampoco te resultará un problema. De modo que escucho. Habla, pero ya.
Urban Horn puso las manos detrás de la nuca, se estiró. Luego miró a Reynevan a los ojos.
– Vaya, vaya -dijo-. Qué duro. Pero ya. Y si no es ya, ¿entonces qué? Partiendo de la base de que no te debo nada, ¿qué, entonces? Si se me deja preguntar.
– Entonces -Reynevan se aseguró con una mirada de que Scharley estaba escuchando- se te puede dar una buena paliza. Y eso antes de que te dé tiempo de decir credo in Deum patrem omnipotentem.
Horn guardó silencio algún tiempo, sin cambiar de posición ni apartar las manos que tenía juntas detrás de la nuca.
– Ya te conté -habló por fin- que no me sorprendí de verte aquí. Estaba claro que habías despreciado las advertencias y los consejos del canónigo Beess, tampoco escuchaste los míos y algo así no podía sino terminar mal para ti, es un milagro que aún estés vivo. Pero estás prisionero, muchacho. Si no te habías dado cuenta hasta ahora, date cuenta: estás prisionero en la Torre de los Locos. Y me exiges respuesta a tus preguntas, demandas explicaciones. Deseas conocimiento. ¿Y qué, si se puede saber, pretendes hacer con él? ¿Con qué cuentas? ¿Que te dejarán salir de aquí para festejar el aniversario del hallazgo de las reliquias del santo Esmaragdo? ¿Que te liberará la bondad de alguien movido por el remordimiento? No, Reinmar de Bielau. Te espera el inquisidor y el interrogatorio. ¿Y sabes lo que es el strappado? ¿Cuánto piensas que vas a aguantar cuanto tiren de tus manos dobladas a la espalda? ¿Cargado antes con un peso de cuarenta libras en los tobillos? ¿Y cuando te pongan antorchas bajo los sobacos? ¿Qué? ¿Cuánto tiempo, en tu opinión, aguantarás antes de que comiences a cantar? Te lo diré: no alcanzarás ni a decir Veni Sánete Spiritus.
– ¿Por qué mataron a Peterlin? ¿Quién lo mató?
– Eres, muchacho, más cabezón que un carnero. ¿No has entendido lo que te he dicho? No te diré nada que puedas luego cantar en el potro. El juego es demasiado importante, y la apuesta demasiado alta.
– ¿Qué juego? -Reynevan se enfadó-. ¿Qué apuesta? ¡Me importa un ochavo vuestro juego! Tus secretos ha mucho ya que dejaron de serlo, la causa que sirves tampoco lo es ya. ¿Piensas que no sé sumar dos y dos? Has de saber, en fin, que me río de ello. Un pito me importan a mí vuestras conspiraciones y peleas religiosas. ¿Me oyes, Horn? No exijo que delates a tus compañeros, que reveles más escondites donde se oculte John Wiclif Anglicus, doctor evangelicus super omnes evangelistas. Pero, diablos, tengo que saber por qué y de qué mano murió mi hermano. Y tú me lo vas a decir. ¡Aunque tuviera que exprimírtelo!
– ¡Jojó! ¡Mirad al gallito!
– Levántate. Te voy a meter una leche.
Horn se levantó. Con un movimiento rápido y ágil, que recordaba a un zorro.
– Tranquilo -susurró-. Tranquilo, joven señor de Bielau. Sin nervios. La cólera perjudica la belleza. Te vas a poner feo. Y vas a perder tu suerte con las casadas, famosa ya en toda la Silesia.
Echando el cuerpo hacia atrás, Reynevan le dio una patada bajo la rodilla de una forma que había tomado de Scharley. Horn, sorprendido, cayó de rodillas. Pero a partir de entonces, la técnica de Scharley comenzó a fallar. El golpe que se suponía tenía que partirle la nariz a Horn lo evitó con un mínimo pero rápido movimiento, el puño de Reynevan sólo topó con la oreja. Horn dio un amplio y más bien caótico gancho de izquierda con el antebrazo, se levantó con agilidad de zorro, retrocedió.
– Vaya, vaya. -Mostró los dientes en una sonrisa-. ¿Quién se lo habría esperado? Pero si tanto lo deseas, muchacho… A tu servicio.
– Horn. -Scharley, sin darse la vuelta, mató con una reina de pan al caballo de pan de Tomás Alfa-. Estamos en la cárcel, conozco las costumbres, no me meteré. Pero te juro: todo lo que le hagas, yo te lo haré a ti por dos veces. Incluyendo sobre todo las dislocaciones y fracturas.
Sucedió muy rápido. Horn se lanzó como un verdadero zorro, ágil y ligero, como un baile. Reynevan evitó el primer golpe, golpeó a su vez, incluso hasta acertó, pero sólo una vez, el resto de los golpes se estrellaron sin resultado y sin fuerza contra la defensa. Horn sólo golpeó dos veces, muy rápido. Las dos veces con mucha precisión. Reynevan cayó de culo en el suelo.
– Como niños -dijo, moviendo el rey, Tomás Alfa-. Exactamente como niños.
– La torre come al peón -dijo Scharley-. Jaque mate.
Urban Horn estaba de pie junto a Reynevan, tocándose la mejilla y la oreja.
– No quiero volver nunca más a este asunto -dijo con voz fría-. Nunca más. Pero para que no parezca que nos hemos atizado en vano, satisfaré un tanto tu curiosidad y te revelaré algo. Algo que se refiere a tu hermano Peter. Querías saber quién lo mató. No sé quién, pero sé algo. Es más que seguro que a Peter lo mató tu romance con Adela Sterz. Que fue un pretexto, un pretexto maravilloso, casi perfecto, para enmascarar los verdaderos motivos. No me dirás que no habías caído tú mismo en ello. Porque al parecer sabes sumar dos y dos.
Reynevan se limpió la sangre de la nariz. No respondió. Pasó la lengua por el labio hinchado.
– Reinmar -añadió Horn-. Tienes mal aspecto. ¿No tienes fiebre?
Durante algún tiempo anduvo enfadado. Contra Horn, por causas ya vistas, contra Scharley, porque no había intervenido y no había pegado a Horn. Contra Coppirnik, porque roncaba, contra Buenaventura porque apestaba, contra Circulo, contra el hermano Tranquilus, contra la Narrenturm y el mundo entero. Contra Adela de Sterz porque lo había tratado tan mal a él. Contra Catalina Biberstein porque él la había tratado mal a ella.
Para colmo, se sentía mal. Moqueaba, se estremecía, dormía mal y se despertaba mojado por el sudor y helado de frío.
Lo martirizaban unos sueños en los que sin pausa percibía el olor de Adela, sus polvos, sus maquillajes, su lápiz de labios, su alheña, y todo esto se alternaba con el olor de Catalina, su feminidad, su sudor de doncella, la menta y el cálamo de sus cabellos. Los dedos y manos recordaban el contacto que volvía en sueños. Y también comparaban. Comparaban sin tregua.
Se despertó bañado en sudor. Y en la vigilia se acordó y no dejó de comparar.
Su malhumor lo acrecentaban Scharley y Horn, los cuales habían trabado amistad desde el incidente y compadrearon, se hicieron uña y carne, gustáronse, a todas luces, el perillán al perillán y el truhán al truhán. Sentados en el Omega, los perillanes tenían largas conversaciones. Y había cierto tema que se había como enganchado y que volvía una y otra vez. Incluso si comenzaban por algo completamente distinto, como las posibilidades de escaparse del trullo.
– Quién sabe -dijo Scharley en voz baja, mordisqueando pensativamente la quebrada uña de su pulgar-. Quién sabe, Horn. Puede que tengamos suerte… Tenemos, sabes, cierta esperanza… Alguien al otro lado de los muros…
– ¿Quién? -Horn lo miró con ojos sagaces-. ¿Si se puede saber?
– ¿Saber? ¿Y para qué? ¿Sabes lo que es el strappado? Cuánto piensas que aguantarás cuando te tiren de las…
– Vale, vale, ahórratelo. Oh, me interesaba saber si vuestra esperanza no radicará por casualidad en la amada de Reinmar, Adela de Sterz. La cual tiene ahora, por lo que cuenta el rumor, grande confianza e influencia entre los Piastas de Silesia.
– No. -Scharley lo negó, visiblemente divertido por el gesto rabioso de Reynevan-. En ella precisamente no radica nuestra esperanza. Nuestro querido Reinmar tiene, ciertamente, éxito con el bello género, pero de ello no se extrae provecho alguno, excepto, por supuesto, una más bien corta delectación en la jodienda.
– Sí, sí -Horn aparentó reflexionar-, el mero éxito con las mujeres no basta, hay que tener además suerte. Buena mano, por usar un eufemismo. Entonces se tiene la posibilidad no sólo de alcanzar las cuitas y congojas del amor, sino también algún provecho. Por ejemplo, en una situación como la nuestra. Al cabo no otra sino la doncella amada liberó de sus cadenas a Walgierz Wdaly. Una sarracena enamorada redimió de la esclavitud a Huon de Bordeaux. El gran duque lituano Vitoldo escapó de la mazmorra del castillo de Trakai con ayuda de su amada esposa, la princesa Anna… Joder, Reinmar, de verdad que tienes mala cara…
– … Ecce enim veritatem dilexisti incerta et occulta sapientiae tuae manifestati mihi. Asperges me hyssopo, et mundabor… ¡Eh! ¡A ver si voy a tener que apalear a alguien! Lavabis me… ¡Hola! ¡No bostecéis! ¡Sí, sí, Coppirnik, eso iba por ti! ¿Y tú, Buenaventura, por qué te rascas contra el muro como un cerdo? ¿Durante la oración? ¡Dignidad, mayor dignidad! ¡Y a quién, me gustaría saber, le huelen tan mal los pies! Lavabis me et super nivem dealbabor. Auditui meo dábis gaudium… Santa Dymphna… ¿Y ahora qué pasa?
– Está enfermo.
A Reynevan le dolía la espalda sobre la que estaba tendido. Se asombró de estar tendido, pues se acababa de arrodillar para rezar. El suelo estaba frío, el frío irradiaba a través de la paja, tenía la sensación de que yacía sobre hielo. Tiritaba de frío, se estremecía, los dientes le castañeteaban de tal modo que le dolían los músculos de las mandíbulas.
– ¡Pero señores! ¡Si quema como el horno de Moloch!
Quiso protestar, ¿acaso no veían que tenía frío, que estaba temblando de frío? Quiso pedir que lo cubrieran con algo, pero no consiguió hacer pasar a través de sus dientes temblorosos ni siquiera una sola palabra articulada.
– Sigue tumbado. No te muevas.
A su lado alguien resolló, estalló en tos. Circulos, Circulos es el que tose así, pensó, dándose cuenta con repentino espanto del hecho de que veía al que tosía como una mancha borrosa y sin forma, aunque estaba sólo a dos pasos. Abrió y cerró los ojos. No sirvió de nada. Sintió cómo alguien le limpiaba la frente y el rostro.
– Sigue tumbado tranquilamente -dijo una mancha de hongos en la pared con la voz de Scharley-. Sigue tumbado.
Estaba cubierto, pero no recordaba que lo hubieran cubierto. Ya no temblaba tanto, los dientes no castañeteaban.
– Estás enfermo.
Quiso decir que él sabía mejor, que al fin y al cabo era médico, que había estudiado medicina en Praga y sabía difirenciar una enfermedad de una debilidad y enfriamiento temporal. Para su asombro, de su boca abierta salió, en lugar de una sabia disquisición, tan sólo un horrible chillido. Tosió con fuerza, le dolía la garganta, le ardía. Hizo un esfuerzo y volvió a toser. Y perdió el conocimiento a causa del esfuerzo.
Deliraba. Y soñaba. Con Adela y Catalina. Tenía en su nariz un olor a polvo, a maquillaje, a menta, a alheña, a cálamo. Los dedos y manos recordaba el contacto, la blandura, la dureza, la suavidad. Cuando cerraba los ojos veía una modesta, avergonzada nuditas inrtualis, unos pechos pequeños con pezones endurecidos por el deseo. Un fino talle, unas finas caderas. Un vientre plano. Unos muslos vergonzosamente encogidos…
Ya no sabía cuál de ellas era.
Peleó con la enfermedad durante dos semanas, hasta los Santos. Luego, cuando sanó, se enteró de que la crisis y el empeoramiento habían tendido lugar hacia Simón y Judas Tadeo, como de costumbre, al séptimo día. Se enteró también de que las infusiones y cocimientos que lo habían salvado se las había traído el hermano Tranquilus. Y se las habían hecho beber Scharley y Horn. Quienes habían cuidado de él por turnos.