Capítulo decimoquinto

En el que resulta que aunque los conceptos de «arte que merece la pena» y «el negocio del arte» en absoluto tienen que significar contradictio in adiecto, no es fácil sin embargo en el campo de la cultura hallar patrocinadores ni siquiera para descubrimientos que hagan época.


Como toda ciudad de cierto tamaño en Silesia, Swidnica castigaba a todo aquél que arrojara basura o porquería a la calle con una multa en efectivo. Sin embargo, no parecía que se ejecutara la tal prohibición con excesiva severidad, antes al contrario, se veía que a nadie le importaba. Un chaparrón mañanero, corto pero fuerte, humedeció todo el suelo de la villa y los cascos de los caballos y las pezuñas de los bueyes lo removieron muy pronto hasta convertirlo en una masa de mierda, barro y paja. De aquella masa se alzaban, como islas encantadas surgiendo del océano, unos montones de basura ricamente decorados con los más diversos ejemplares, a veces muy vistosos, de carroñas. En el estiércol algo más sólido chapoteaban los gansos, en el más fluido nadaban los patos. Los villanos avanzaban por aceras de tablas de madera y ripias con harta dificultad, a veces se caían de ellas. Aunque los bandos del magistrado amenazaban con multa también a aquél que dejara libre por las calles al ganado, bandadas de gruñones puercos transitaban las calles en ambas direcciones. Los puercos daban la sensación de estar locos, corrían de acá para allá como sus antepasados bíblicos de Gadara, haciendo tropezar a los peatones y espantando a los caballos.

Pasaron la calle de los Tejedores, luego la calle de los Toneleros, inundada por los sonoros golpes de los martillos, por fin la calle Alta, al otro lado de la cual estaba ya la plaza del mercado. Reynevan tenía unas ganas enormes de echar un vistazo a la cercana y famosa farmacia de El Lindwurm Dorado, puesto que conocía bien al boticario, el señor Cristóbal Eschenloer, con el que había estudiado hacía tiempo las bases de la alquimia y la magia blanca. Desechó sin embargo su deseo, las tres últimas semanas le habían enseñado muchísimo acerca de las reglas de la conspiración. Además, Scharley le apremiaba. No añojo el paso ni siquiera al cruzar junto a alguna de las bodegas en las que se escanciaba la Swidnica de marzo, una cerveza de renombre mundial. Atravesaron deprisa -todo lo que permitía la multitud- el mercado de verduras que estaba en los soportales frente al ayuntamiento, continuaron por la calleja de Kraszewice, estrecha a causa de los carromatos que había en ella.

Siguiendo a Scharley, entraron por debajo de un bajo arco de piedra en el negro túnel de un portal que apestaba como si desde el principio de los siglos hubieran estado haciendo allí sus necesidades las antiguas tribus de los silesios y dedosanos. Salieron del portal a un patio. El estrecho espacio estaba inundado de todo tipo de basura y de chatarra y había tantos gatos que no se hubiera avergonzado de ellos el templo de la diosa Bastet en la ciudad egipcia de Bubastis.

El final del patio estaba marcado por una galería en forma de herradura. Junto a las empinadas escaleras que conducían hacía arriba había una escultura de madera con huellas de pálidos y antiquísimos colores y dorados.

– ¿Un santo?

– San Lucas Evangelista -le explicó Scharley, entrando en la chirriante escalera-. El patrón de los artistas pintores.

– ¿Y a cuento de qué hemos venido aquí, a los artistas pintores?

– A por diverso equipamiento.

– Pérdida de tiempo -dijo Reynevan impaciente y lleno de nostalgia por su amada-. ¡Perdemos tiempo! ¿Qué equipamientos? No entiendo…

– Para ti -lo interrumpió Scharley- vamos a encontrar unos nuevos peales. Créeme, te son precisos con premura. Y nosotros podremos respirar por fin, cuando te libres de los viejos.

Los gatos, que ganduleaban en las escaleras, les abrían paso con disgusto. Scharley tocó con los nudillos, una masiva puerta se abrió y en ella apareció un personaje bajo, flacucho, despeinado, de nariz grisácea, vestido con un guardapolvo que estaba cubierto de una multitud de manchas de distintos colores.

– El maestro Justus Schottel no está en casa -anunció, al tiempo que hacía unos cómicos guiños-. Acudid más tarde, buenas… ¡Por Dios! ¡No creo a mis ojos! ¡Noble señor…!

– Scharley -le precedió presto el demérito-. No me hagáis estar de pie en el umbral, señor Unger.

– Por supuesto, por supuesto… Pasad, pasad…

En el interior había un fuerte olor a pintura, a aceite de lino y a resina, reinaba un ambiente de trabajo. Algunos jovencitos con mandiles grasientos y ennegrecidos se arremolinaban junto a dos extrañas máquinas. Las máquinas estaban provistas de unas manivelas y recordaban a unas prensas. Y ciertamente, se trataba de prensas. Ante los ojos de Reynevan se sacó de bajo un pistón que era sostenido por un tornillo de madera una hoja de papel en la que se veía a la Virgen con el Niño.

– Interesante.

– ¿Eh? -El señor Unger de grises narices arrancó sus ojos de Sansón Mieles-. ¿Qué decís, joven señor?

– Que es interesante.

– Esto lo es más. -Scharley alzó el pliego que estaba bajo la otra máquina. En el pliego se veían algunos rectángulos situados regularmente. Eran cartas para el piquet, el as, la alta y la baja, modernas, hechas según el modelo francés, en colores pique y tréfle.

– Una baraja entera -se enorgulleció Unger-, es decir, treinta y seis cartas, las hacemos en cuatro jornadas.

– En Leipzig -le respondió Scharley- las hacen en dos.

– ¡Vaya unas chapuzas de serie! -se enfadó con orgullo el de las narices grises-. Con unos grabados de madera de andar por casa, mal pintadas, de torcido corte. Las nuestras, no hay más que verlas, cuan claras son de dibujo, en cuanto se las coloree serán obras maestras. Con las nuestras se juega en castillos y alcázares, buff, hasta en catedrales y colegiatas, mientras que las de Leipzig las manosean tahúres en tabernas y burdeles…

– Vale, vale. ¿Cuánto lleváis por una baraja?

– Un cuarto y medio de grosche comprado loco en el taller. Si franco al cliente, hay que sumar el transporte.

– Conducidnos por favor a la trastienda, don Simón. Allá esperaremos al maestro Schottel.

La otra habitación por la que pasaron era silenciosa y tranquila. Tres artistas estaban de pie ante sus caballetes. Se encontraban tan sumidos en su trabajo que ni siquiera volvieron la cabeza.

En la tabla del primer artista sólo había el color base y un esbozo, así que no se podía adivinar qué es lo que iba a representar la pintura. La obra del segundo pintor estaba bastante más avanzada, se veía en ella a Salomé con la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja. Salomé llevaba puestos unos ropajes de redecilla absolutamente transparentes, el artista se había ocupado de que se vieran todos los detalles. Sansón Mieles bufó por lo bajo, Reynevan suspiró. Miró a la tercera tabla. Y suspiró aún más fuerte.

La pintura estaba casi por completo acabada y mostraba a San Sebastián. El Sebastián de la tabla se diferenciaba significativamente de las imágenes acostumbradas del mártir. Por supuesto, estaba atado al poste, por supuesto también tenía una sonrisa arrebatada pese a las numerosas flechas clavadas en la barriga y el torso del efebo. Y aquí se acababan los parecidos. Puesto que aquel Sebastián estaba completamente desnudo. Estaba allí con un aparato tan poderoso y colgante que ante aquella vista cualquier hombre no podía menos que sentirse perplejo.

– Un encargo especial -les explicó Simón Unger-. Para el convento de las clarisas de Trzebnica. Por favor, pasen vuesas mercedes a la trastienda.


Un estruendo de golpes y tintineos llegaba desde la cercana calle de los Caldereros.

– Éstos -señaló con un ademán de cabeza Scharley, quien desde hacía un rato estaba ocupado en escribir algo en una hoja de papel-. Éstos al parecer tienen muchos encargos. Florece el negocio de los caldereros. ¿Y el vuestro, don Simón?

– Parado anda -respondió Unger bastante sombrío-. Cierto, encargos los hay. Mas, ¿qué importa? ¿Cuando no hay forma humana de repartir la mercancía? Andas un cuarto de milla y ya te retienen, qué de dónde, por qué, adonde, preguntan, a qué asunto, te remiran las alforjas y los baúles…

– ¿Quién? ¿La Inquisición? ¿O Kolditz?

– Tanto los unos como los otros. Los curas inquisidores residen en los dominicos, a un tiro de piedra de aquí. Y en el señor estarosta Kolditz ni que hubiera entrado el diablo. Y todo esto porque aprehendieran no ha mucho a unos emisarios bohemios con papeles y manifiestos de herejes. Éstos, cuando el maestro de tenazas los churrascó un poco, cantaron con quién se juntaban, quién les ayudaba. Aquí, mas también en Jawor, en Rychbach, hasta por las aldeas, en Kleczkow, en Wire… Sólo aquí, en Swidnica, se quemó a ocho en la pradera junto a la Puerta Baja. Mas lo peor llegó hace una semana, cuando en el día del apóstol Bartolomé, al mismísimo mediodía, en el camino de Wroclaw, alguien dio muerte a un rico mercader, don Nicolás Neumarkt. Extraño, extraño asunto éste…

– ¿Extraño? -se interesó Reynevan al punto-. ¿Por qué?

– Pues, joven señor, por aquello de que nadie pudo concebir quién y por qué diera muerte al señor Neumarkt. Unos dijeron que caballeros de rapiña fueron, igual Hayn von Czirne o Buko Krossig. Otros hablaron que fue Kunz Aulock, esbirro de cuidado. Aulock, se cuenta, persigue a no sé qué mancebuelo huido por toda la Silesia, puesto que el tal mancebuelo deshonró a la mujer de no sé quién con violencias y hechicerías. Otros dicen que a todas luces fue precisamente este mancebuelo perseguido quien lo matara. Todavía hubo quien dijo que los asesinos son los husitas con quienes el señor Neumarkt se enemistara de alguna forma. Qué pasó en realidad no hay quien lo sepa, mas el señor estarosta Kolditz se enfureció. Juró que como prendiera al matador del señor Neumarkt, lo iba a despellejar vivo. Y el fruto de ello es que nadie puede transportar la mercancía, dado que los unos y los otros controlan acérrimamente, si no la Inquisición, entonces el estarosta… Sí, sí…

– Sí, sí…

Reynevan, el cual desde hacía largo rato estaba entretenido en emborronar el papel con un carbón, alzó de pronto la cabeza, le dio a Sansón Mieles con el codo.

Publicus super omnes -dijo en voz baja, mostrándole el papel-. Annis de sanctimonia. Positione hominis. Voluntas vitae.

– ¿Lo qué?

Voluntas vitae. ¿O mejor potestas vitae? Estoy intentando reconstruir lo que estaba escrito en el papel quemado de Peterlin. El que saqué del fuego en Powojowice. ¿Lo has olvidado? Tú dijiste que era importante. Que debía recordar lo que estaba escrito. Así que lo estoy recordando.

– Ah, cierto. Humm… ¿Potestas vitae? Lo siento. No me dice nada.

– Y del maestro Justus -habló Unger para sí-, ni las trazas.

Como si hubiera pronunciado un conjuro, las puertas se abrieron y en ellas apareció un personaje vestido con una amplia delia, negra, rellena de piel, con unas mangas muy amplias. No tenía aspecto de artista. Parecía un alcalde.

– Hola, Justus.

– ¡Por los huesos de San Wolfgang! ¿Pablo? ¿Eres tú? ¿En libertad?

– Ya lo estás viendo. Mas ahora me llamo Scharley.

– Scharley, humm… ¿Y tus… humm… compañeros?

– También están en libertad.

El maestro Schottel acarició al gato que había aparecido no se sabe de dónde, y que se le estaba restregando a la pierna. Luego se sentó a la mesa, juntó las manos sobre la barriga. Contempló atentamente a Reynevan. Durante mucho rato, mucho, no apartó la vista de Sansón Mieles.

– Has venido a por dinero -adivinó por fin, sombrío-. He de advertirte…

– Que los negocios van mal -lo cortó Scharley sin ceremonias-. Lo sé. He oído hablar de ello. Aquí hay una lista. La estuve escribiendo mientras te esperaba, por aburrimiento. Todo lo que figura en ella he de tenerlo mañana.

El gato saltó al regazo de Schottel, el grabador lo acarició pensativo. Leyó largo rato. Luego por fin alzó la vista.

– Trasmañana. Ya que mañana es domingo.

– Cierto, lo olvidé. -Scharley afirmó con la cabeza-. En fin, tambien nosotros habremos de festejar el día del Señor. No sé cuándo he de volver a Swidnica, pecado sería el no visitar aquí una o dos frescas bodegas para comprobar si este año la cerveza de marzo ha salido buena. Mas trasmañana, maestro, quiere decir trasmañana. El lunes, ni un día más. ¿Lo entiendes?

El maestro Schottel, con un ademán de cabeza, le confirmó que sí.

– No te pregunto -continuó Scharley al cabo- acerca del estado de mis cuentas porque no pienso disolver nuestra sociedad ni retirar mi participación en ella. Asegúrame sin embargo que cuidas de la sociedad. Que no menosprecias los buenos consejos que te di en algún momento. Ni las ideas que pueden traer ganancias para la empresa. ¿Sabes de qué estoy hablando?

– Lo sé. -Justus Schottel sacó de su talega una llave enorme-. Y ahora mismo te cercioraré de que me tomo en serio tus ideas y consejos. Don Simón, por favor, sacad del armario y traednos las pruebas de las xilografías. Ésas de la serie bíblica.

Unger lo resolvió en un pispas.

– He aquí. -Schottel extendió unos pliegos sobre la mesa-. Todo de mi propia mano, no se lo di a los aprendices. Algunas ya están listas para la prensa, en otras aún ando trabajando. Tengo fe en que tu idea sea buena. En que la gente la va a comprar. Nuestra serie bíblica. Mira, mira, comprueba. Comprueben, señores.

Todos se inclinaron sobre la mesa.

– Qué… -Reynevan, rojo, señaló a uno de los pliegos que mostraba a una pareja desnuda en una posición y situación que no eran para nada ambiguas-. ¿Qué es esto?

– Adán y Eva. Pero si está claro. Eso en lo que Eva se está apoyando es el Árbol del Bien y del Mal.

– Aja.

– Por su parte, aquí, miren, por favor -siguió demostrando el abridor de láminas, lleno de orgullo por su obra-, Moisés y Hagar. Aquí Sansón y Dalila. Aquí Amnón y Tamar. Me han salido muy bien, ¿verdad? Aquí…

– Por mi ánima… ¿Qué ha de ser esto? ¿Este revoltijo?

– Jacob, Lea y Raquel.

– Y esto… -tartamudeó Reynevan, sintiendo que la sangre estaba a punto de quemarle las mejillas-. Qué es… esto…

– David y Jonatan -aclaró impasible Justus Schottel-. Mas éste todavía he de arreglarlo. Rehacer…

– Rehazlo -lo interrumpió Scharley con frialdad- en un David con Betsabé. Joder, no faltan más que Balaam y la burra. Conten un poco tu imaginación, Justus. Su uso excesivo perjudica, de la misma forma que el exceso de sal en la sopa. Y eso es malo para los negocios.

«Generalmente, sin embargo -añadió, para apaciguar al artista que estaba un tanto picado-, bene, bene, benissime, maestro. Lo diré en pocas palabras: mejor de lo que esperaba.

A Justus Schottel se le iluminó el rostro, orgulloso como todo artista y gustoso de halagos.

– Así que ves, Scharley, que no me duermo en los laureles, que cuido de la empresa. Y aún te diré más, que trabé unos interesantes contactos que bien pudieran resultar de lo más provechoso para nuestra sociedad. Has pues de saber que en la taberna El Buey y el Borro conocí a un mozo extraordinario, un inventor de talento… Ah, para qué hablar, tú mismo lo verás y escucharás. Puesto que lo he invitado. No más que lo veas. Te lo prometo, en cuanto que lo conozcas…

– No lo conoceré -lo interrumpió Scharley-. No quisiera que el tal mozo extraordinario me viera. Ni a mí ni a mis compañeros.

– Entiendo -le aseguró Schottel al cabo de un rato de silencio-. De nuevo te has metido en algún gatuperio.

– Se lo puede llamar así.

– ¿Criminal o político?

– Depende del punto de vista.

– En fin -suspiró Schottel-, así son los tiempos. Que no quieras que te vean acá, lo entiendo. Mas en este caso tus objeciones son infundadas. El jovenzuelo del que hablo es un alemán, cuya patria es Maguncia, bachiller en Erfurt. En Swidnica está sólo de paso. No conoce a nadie aquí. Y no lo va a conocer, puesto que pronto se va. Merece la pena, Scharley, merece la pena trabar conocencia con él, merece la pena reflexionar sobre su invento. Extraordinario es, espíritu iluminado, visionario, diría. Ciertamente, vir mirabilis. Tú mismo lo verás.


Las campanas de la iglesia parroquial repicaron graves y sonoras, su llamada a la oración del Ángelus la retomaron los campanarios de los otros cuatro templos de Swidnica. Las campanadas daban por finalizada la jornada de trabajo: enmudecieron por fin hasta los laboriosos y ruidosos talleres de la calle de los Caldereros.

Ya hacía también mucho que se habían ido a casa los artistas y aprendices del obrador del maestro Justus Schottel, de modo que cuando por fin apareció el anunciado huésped, el tal merecedor de conocencia visionario y espíritu iluminado, en la habitación de las prensas lo recibieron tan sólo el propio maestro, Simón Unger, Scharley, Reynevan y Sansón Mieles.

El huésped era, ciertamente, un hombre joven, coetáneo de Reynevan. El escolar reconoció al punto a otro escolar: durante los saludos el joven tuvo para Reynevan una reverencia algo menos formal y una sonrisa algo más sincera.

El recién llegado llevaba unas altas botas de cordobán, una laxa boina de terciopelo y una corta capa sobre un jubón de cuero abrochado con múltiples botones de hojalata. Llevaba al hombro una gran bolsa de viaje. En resumen: tenía un aspecto más de trovador vagabundo que de escolar, lo único que apuntaba a sus lazos con la academia era su ancho estilete de Nüremberg, arma popular en todas las universidades de Europa, tanto entre los estudiantes como entre los profesores.

– Soy -comenzó el recién llegado sin esperar a que lo presentara Schottel- bachiller de la universidad de Erfurt, me llamo Juan Gensneisch von Sulgeloch zum Gutenberg. Sé que esto es demasiado largo, por ello acostumbro a dejarlo en Gutenberg. Juan Gutenberg.

– Ello os honra -respondió Scharley-. Y dado que yo soy también partidario de acortar las cosas innecesariamente largas, vayamos sin vacilaciones al grano. ¿De qué trata vuestro invento, señor Juan Gutenberg?

– De la impresión. Más exactamente, de la impresión de textos.

Scharley hojeó desganado las xilografías que yacían sobre la mesa, extrajo una y se la enseñó. Bajo el símbolo de la Santa Trinidad se veía el letrero: BENEDICITE POPULI DEO NOSTRO.

– Lo sé… -Gutenberg enrojeció levemente-. Sé, señor, lo que dais a entender. Llamarme queréis la atención acerca de que para inscribir el texto en vuestra xilografía, para realizar este letrero, no excesivamente largo, habréis de reconocer, el grabador hubo de quebrarse la espalda sobre la madera unos dos días. Y si se equivocara siquiera en una sola letra, todo el trabajo habría sido en vano, habría debido comenzar de nuevo. Y si debiera ejecutar una xilografía para, pongamos, todo el salmo sesenta y cinco, ¿cuan largo debería trabajar? ¿Y si quisiera imprimir todos los salmos? ¿Y toda la Biblia? ¿Cuánto…?

– La eternidad, por lo menos -lo interrumpió Scharley-. Por lo que sospecho, vuesa merced, ese vuestro hallazgo liquida los problemas del trabajo en la madera.

– En gran medida.

– Interesante.

– Si me permitís, os lo demostraré.

– Lo permito.

Juan Gensfleisch von Sulgeloch zum Gutenberg abrió su bolsa, derramó su contenido sobre la mesa. Y principió la demostración, describiendo sus actos con palabras.

– Ejecuté -dijo y mostró- unos cubos de duro metal con las letras. Las letras en los cubos son, como veis, salientes, así que la nombré patriz. Al apretar tal patriz en cobre blando, conseguí…

– Una matriz -adivinó Scharley-. Eso está claro. Una saliente encaja en una forma hueca como el padre en la madre. Os escucho, señor Von Gutenberg.

– En las matrices huecas -mostró el bachiller- puedo con ayuda del arte de fundidor formar tantos caracteres, o sea letras, como quiera. Oh, he aquí, mirad. Las letras, cuyos cubos encajan los unos con los otros idealmente, las coloco… en el orden apropiado… en este marco… El marco es pequeño, sólo para demostraciones, mas por lo general, veis, es del tamaño de la página del futuro libro. Como veis, decido la longitud de la línea. Coloco unas cuñas para conseguir unos márgenes regulares. Aprieto el marco con unas varas de hierro para que no se me desbarate todo… Lo embadurno de tinta, de la misma que usáis aquí… ¿Podéis ayudarme, señor Unger? Lo coloco todo bajo la prensa… Sobre ello una hoja de papel… Señor Unger, el tornillo… Y he aquí, listo.

Sobre el papel, exactamente en el centro, impreso con claridad y limpieza, se veía:


IUBILATE DEO OMNIS TERRA

PSALMUM DICITE NOMINI EUIS


– El salmo sesenta y cinco. -Justus Schottel dio una palmada-. ¡Como vivo!

– Estoy impresionado -reconoció Scharley-. Muy impresionado, señor Gutenberg. Y aún lo estaría más si no fuera por el hecho de que debiera ser dicite nomini eius en vez de euis.

– ¡Ja, ja! -Al bachiller se le iluminó el rostro de la misma forma que a un colegial al que le ha salido una broma-. ¡A propósito lo hice! Cometí a conciencia un error de cajista, es decir, de composición. Para demostrar, mirad si no, con qué facilidad se pueden ejecutar correcciones. Saco la letra falsamente colocada… La coloco en su lugar adecuado… El tornillo, señor Unger… Y he aquí el texto corregido.

Bravo -dijo Sansón Mieles-. Bravo, bravissimo. Ciertamente, es impresionante.

No sólo Gutenberg, sino también Schottel y Unger se quedaron con la boca abierta. Estaba claro que se habrían asombrado menos si hubiera hablado de pronto el gato, la estatua de San Lucas que había en el patio o el pintado Sebastián de enorme zurriago.

– Las apariencias -Scharley explicó, carraspeando- a veces engañan. No sois los primeros.

– Y con toda seguridad, tampoco los últimos -añadió Reynevan.

– Perdón. -El gigante extendió las manos-. No pude evitar caer en la tentación… Siendo, lo queramos o no, testigos de un hallazgo que cambiará la faz de la época.

– ¡Ja! -El rostro de Gutenberg se iluminó, como todo artista gustoso del halago, aunque fuera emitido por un ogro de aspecto idiota cuya cabeza alcanzaba el techo-. ¡Así será precisamente! ¡Y no de otro modo! ¡Porque imaginaos, nobles señores, libros doctos a decenas, y puede que alguna vez, por mucho que hoy suene ridículo, hasta en centenas! ¡Sin tener que copiarlos cansinamente y durante largos años! ¡La sabiduría humana impresa y accesible! ¡Sí, sí! Y si vos, nobles señores, apoyáis mi hallazgo, os prometo que precisamente vuestra villa, la hermosa Swidnica, será famosa por todos los siglos de los siglos como el lugar en el que se encendió la lámpara de la ciencia. Como lugar desde el que la ciencia se extendió a todo el mundo.

– Ciertamente -enunció al cabo Sansón Mieles con su voz amable y tranquila-. Lo veo con los ojos del espíritu. Una producción masiva de papel densamente cubierto de letras. Cada papel en cientos, y algún día, por muy ridículo que hoy suene esto, puede que hasta en miles de ejemplares. Todo reproducido multitud de veces y de fácil acceso. Mentiras, habladurías, calumnias, pasquines, denuncias, falsa propaganda y demagogia halagando al populacho. Toda maldad ennoblecida, toda nimiedad oficializada, toda mentira hecha verdad. Toda porquería, virtud; todo innoble extremo, revolución progresista; todo ocioso eslogan, sabiduría; toda bagatela, valores. Toda estupidez, reconocida; todo idiota, coronado. Porque todo estará impreso. Está en el papel, así que tiene poder, así que es de obligado cumplimiento. Fácil será comenzar esto, señor Gutenberg. Y desarrollarlo. ¿Mas detenerlo?

– Dudo que exista la necesidad -intervino Scharley con seriedad-. Siendo como soy más realista que tú, Sansón, no le auguro tanta popularidad al invento. E incluso si se llegara de hecho al resultado por ti profetizado, habrá cómo detenerlo. De modo simple como un cubo. De la forma más común y corriente, se creará un índice de libros prohibidos.

Gutenberg, quien no hacía mucho estaba radiante, se apagó. Tanto que a Reynevan le dio pena.

– No le auguráis entonces a mi hallazgo futuro alguno -afirmó al cabo con voz de ultratumba-. Con verdadero entusiasmo de inquisidor perseguisteis su lado más oscuro. E igualmente como inquisidores menospreciasteis sus más claras virtudes. Luminosas. Las más luminosas. Puesto que también se podrá imprimir y de este modo propagar con amplitud la Palabra de Dios. ¿Qué respondéis a ello?

– Respondemos -los labios de Scharley se torcieron en una sonrisilla burlona- como los inquisidores. Como los padres conciliares. ¿Qué, señor Gutenberg, que no sabéis qué es lo que proclamaron en lo tocante a esto los padres conciliares? La sacra pagina ha de ser privilegio de los clérigos, puesto que sólo ellos son capaces de entenderla. Fuera de ella las zarpas de los seglares.

– Os burláis.

Reynevan también pensaba lo mismo. Porque Scharley, al seguir hablando, no escondió ni su sonrisa burlona ni su tono irónico.

– A los seglares, incluso a aquéllos que muestran un punto de razón, les basta con los sermones, las lecciones, el evangelio del domingo, las citas, cuentos y moralidades. Y aquéllos completamente pobres de espíritu habrán de conocer las Escrituras con teatrillos, milagros, pasiones y vía crucis, cantando laudes y mirando las imágenes y las esculturas de las iglesias. ¿Y vos queréis imprimir las Sagradas Escrituras y dárselas al vulgo? ¿Y puede incluso que hasta traducida del latín a la lengua vulgar? ¿Para que todo el mundo pueda leerla e interpretarla a su modo? ¿Querríais que se llegara a ello?

– No tengo que quererlo en absoluto -respondió Gutenberg con serenidad-. Porque a ello ya se ha llegado. Y no muy lejos de aquí. En Bohemia. Y sea como sea como vaya discurriendo la historia, nada cambiará ya el hecho ni sus consecuencias. Lo queráis o no, estamos a las puertas de una reforma.

Cayó el silencio. A Reynevan le parecía como si estuviera fluyendo una corriente fría. Desde el otro lado de la ventana, desde el monasterio de los dominicos situado a un tiro de piedra, donde residía la Inquisición.

– Cuando quemaron a Hus en Constanza -Unger se atrevió a romper el largo silencio-, se dice, vieron volar desde el humo y las cenizas a una paloma. Se dice: presagio. Viene un nuevo profeta…

– Y porque estos tiempos son -estalló de pronto Justus Schottel- en que cualquiera puede coger, escribir no sé qué tesis y clavarlas, su puta madre, a las puertas de alguna iglesia. Sope, Lutero, sope, fuera de la mesa, gato sinvergüenza.

Volvió a reinar un silencio en el que sólo se oían los ronroneos llenos de satisfacción del gato Lutero.

Scharley quebró el silencio.

– Me cago en los dogmas, doctrinas y reformas -dijo-, mas afirmo que una cosa me gusta, una idea me alegra enormemente. Si vuesa merced imprime libros con su invento, al poco las gentes comenzarán a aprender a leer sabiendo que hay qué leer. Puesto que no sólo la demanda crea la oferta sino también trice versa. Al principio ciertamente fue la palabra, in principio erat verbum. La precondición es clarísima: que la palabra, o sea, el libro, fuera más barato, no ya que una baraja de cartas, sino que una garrafa de vodka, puesto que es una cuestión de elección. Resumiendo: ¿sabéis qué, señor Gutenberg? Dejando a un lado sus desventajas, tras una profunda reflexión llego a la conclusión de que al fin y al cabo este invento vuestro puede hacer época.

– Me lo has quitado de los labios, Scharley -dijo Sansón Mieles-. Me lo has quitado de los labios.

– Entonces -el rostro del bachiller se iluminó de nuevo- no querríais patrocinar…

– No -lo cortó Scharley-. No quiero. Época puede hacer cuanta quiera, mas yo aquí, señor Gutenberg, llevo un negocio.

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