Capítulo decimocuarto

En el que se describen acontecimientos que tienen lugar la misma tarde que el capítulo precedente, mas en otro lugar: en una gran ciudad, a unas ocho millas -a vuelo de pájaro- en dirección nororiental. Un vistazo a un mapa de Silesia, a lo que el autor cordialmente invita al lector, aclarará de qué ciudad se trata.


El treparriscos que estaba posado sobre el campanario de la iglesia espantó a las chovas. Los negros pajarillos se echaron a volar, graznando con fuerza, se lanzaron hacia abajo, hacia los tejados de las casas, girando como cenizas producidas por un incendio. Las chovas tenían ventaja numérica y no se dejaban expulsar fácilmente de la torre. Nunca habrían capitulado ante un treparriscos común y corriente. Pero aquél no era un treparriscos común y corriente, las chovas lo reconocieron en el acto.

Un fuerte viento soplaba sobre Wroclaw, arrastraba oscuras nubes desde la zona del Sleza, se arrugaban ante su ímpetu las aguas azul grisáceo del Oder, se balanceaban las ramas de los sauces de la isla Slodowa, ondulaban los arbustos que separaban los brazos muertos del río. El treparriscos estiró las alas, chilló retador a las chovas que giraban sobre los tejados, se lanzó al aire, giró alrededor de la torre y se posó sobre una cornisa. Se introdujo por la abertura de una ventana, entró en el oscuro abismo del campanario, bajó volando hacia abajo, en una espiral imposible, siguiendo los escalones de madera. Aterrizó, se sentó, agitando las alas y estirando las plumas, sobre el pavimento de la nave de la iglesia, casi al instante cambió de apariencia, transformándose en un hombre de cabellos morenos y vestido de negro.

Desde el altar se acercó, seguido por el golpeteo de sus sandalias y murmurando para sí, el ostiario, un viejecillo de tez pálida como un pergamino. Treparriscos se enderezó con orgullo. El ostiario, al verlo, palideció aún más, se santiguó, bajó la cabeza y retrocedió rápido hacia la sacristía. Sin embargo, el golpeteo de sus sandalias había alarmado a aquél al que Treparriscos quería ver. De bajo unas arquerías que cubrían una capilla surgió sin hacer ruido un alto caballero con una corta barba puntiaguda, envuelto en una capa con el signo de una cruz roja y una estrella. La iglesia vratislaviense de San Martín pertenecía a los hospitalarios cum Cruce et Stella, su hospicio se encontraba junto a la iglesia.

Adsumus -saludó Treparriscos a media voz.

Adsumus -respondió despacio el Cruzado de la Estrella, cruzando los brazos-. En nombre del Señor.

– En nombre del Señor. -Treparriscos, en inconsciente talante de ave, encogió la cabeza y los hombros-. En nombre del Señor, hermano. ¿Cómo van las cosas?

– Estamos de continuo en alerta -habló en voz baja el hospitalario-. Sigue viniendo gente. Anotamos concienzudamente todas sus denuncias.

– ¿Y la Inquisición?

– No sospechan nada. Acaban de abrir precisamente cuatro nuevos lugares de denunciación, en cuatro iglesias: en San Adalberto, San Vicente, San Lázaro y en Nuestra Señora de la Arena, no se han dado cuenta de que existen también los nuestros. En esos mismos días y horas, los lunes, jueves y domingos, desde las…

– Sé cuándo -lo interrumpió con brusquedad Treparriscos-. He venido entonces en el momento adecuado. Señálame el confesionario, hermano. Me sentaré, escucharé, me enteraré de lo que se oye por entre el populacho.

No habían pasado ni tres padrenuestros cuando ya se arrodillaba el primer cliente delante del ventanuco.


– … y el hermano Tito no tiene respeto por la autoridad… Una vez, Dios le perdone, le gritó al mismo prior que cantaba la misa en estado de embriaguez, y el prior nomás que un traguillo se había echado al coleto, pues qué es si no un cuartillo para tres. Pero el hermano Tito no tiene respeto… Entonces el prior ordenó que se le tuviera un ojo encima… Y en secreto, Dios le perdone, mandó revisar su celda… Y se encontraron libros y panfletos, los cuales bajo la cama tenía guardados. No es fácil creerlo… Trialogus de Wiclif… De ecclesia de Hus… Las obras de los lolardos y los valdenses… Y amas la Postilla apocalypsim, escrita por Pedro de Oliva, aquel maldito herético, apóstol de los begardos y los joaquinitas, que quien lo tiene y lo lee de seguro que es begardo a escondidas. Y puesto que la autoridad manda que se denuncie a los begardos… pues yo lo denuncio… Dios me perdone…


– Con sumisión denuncio que Gastón de Vaudenay, trovador, que se ha ganado la gracia del conde de Glogów, es un borrachuzo, putero, cabrón, hereje y ateo. Con sus míseros versos alienta el peor de los gustos de la plebe, no se sabe qué es lo que en él ven, por qué prefieren sus ritmos primitivos a los míos… quiero decir, a los de nuestra tierra. A este vagabundo se lo debiera expulsar, ¡que se vuelva a su Provenza, aquí no necesitamos modelos culturales foráneos!


– … él había encubierto que un hermano tenía en el extranjero, en Bohemia. Y ciertamente es algo que ha de encubrirse, puesto que su hermano, que antes del año diecinueve era diácono en San Esteban en Praga, sigue ahora siendo sacerdote, mas en Tabor, junto al Prokop, barbas lleva, la santa misa en mitad de un campo y sin alba ni ornato canta y empero imparte la comunión en ambas especies. ¿Acaso un buen cristiano, pregunto, encubre el tener tal hermano? ¿Acaso puede ser buen cristiano alguien con un hermano así?


– …y gritaba que antes vería el vicario su propia oreja que un diezmo de su parte, y que a estos bestiales curas bien se los podía llevar la peste y que hacen falta husitas contra ellos y que vinieran de Bohemia lo más presto posible. Así gritaba, maldiciendo sobre todas las reliquias. Y aún diré que hasta ladrón es, que me robara mi cabra… Dice que no es verdad, que es su cabra, mas yo bien conozco a mi cabra, porque, fijarsus, tiene una mancha negra en la punta de la oreja…


– Yo, vuesa merced, acuso a Magda… mi cuñada, se entiende. Porque es un putón redomado… A la noche, cuando su hombre se le sube en la cama, aquí jadea, gime, suspira, grita, maulla como gato. ¡Y si no más fuera a la noche! Que también pasa de día, en el tajo, cuando piensa que nadie nada ve… Tira la hoz, se encorva, se sujeta a una cerca, y su hombre le sube los faldones hasta los lomos y la jode como un morrueco… Una vergüenza… Y a mi hombre, que yo lo veo, se le hacen los ojos chiribitas y se relame… Entonces voy y le digo, guarda la compostura, so perra, no andes trastornando a maridos ajenos. Y ella va y dice: dale a tu mozo lo que nesecita y no andará mirando a otros ni poniendo la oreja cuando otros escardan la lana. Y aún dijo que no piensa joder en silencio, que tal cosa la solaza y cuando algo la solaza pues grita y gime. Y si el cura en la iglesia dijo en el sermón que esto es pecado, pues entonces él o bien es tonto o se ha vuelto tarumba, pues no puede ser pecado el deleite, puesto que Dios Nuestro Señor creólo. Cuando le conté esto a la vecina, me dijo ésta que tales razones no son otra cosa que jeresías, y que había de denunciar al putón. Así que aquí estoy…


– …y decía que en la iglesia, allá, en el altar, pues que no puede estar el cuerpo de Cristo en absoluto, pues y aunque Jesús fuera tan grande como, con perdón, una catedral, pues el cuerpo suyo no bastaría para todas las misas ésas, y que todo ello pues ya haría tiempo que los mismos curas se lo habrían trasegado. Así platicaba, con estas las mismas palabras, que me muera si miento, así Dios y la Santa Cruz me ayuden. Y si lo ponen en la hoguera y lo queman, con humildad pido que esas dos fanegas suyas cabe el río, pues que me las dieran a mí… Pues dícese que los servicios serán recompensados…


– … Dzierzka, viuda de Zbylut de Skalka, quien tras la muerte de su consorte se cambiara el apellido a De Wirsing, hízose cargo de las cuadras del difunto y anda tratando en caballos. ¿Es acaso honesto que una hembra se ocupe en tratos y mercaderías? ¿Que la competencia nos haga, es decir, a los honrados católicos? ¿Por qué a ella le va tan bien, eh? ¿Cuando a otros no? ¡Porque vende a los husitas de Bohemia! ¡A los heréticos!


– … no ha mucho en el Concilio de Siena aprobóse, y confirmáronlo luego los edictos reales, que todo comercio con los husitas bohemios está prohibido, que quien con los husitas mercadee ha de ser castigado en el cuerpo y en la hacienda. Hasta ese pagano polaco, Jagiello, castiga con infamia, destierro, pérdida de dignidades y privilegios a quien se las componga con los herejes y les despache plomo, armas, sal o viandas. ¿Y aquí en la Silesia? Los orgullosos señores mercaderes búrlanse de las prohibiciones. Dicen que la ganancia es lo importante y que por la ganancia hasta con el diablo se las entenderían. ¿Queréis nombres? Helos aquí: Tomasz Gernrode de Nysa. Nicolás Neumarkt de Swidnica. Hanusz Throst de Raciborz. El susodicho Throst, agrego, amas de ello, maldijo a los curas querellándolos de disolutos, muchos ha de haber testigos de ello, puesto que el hecho tuvo lugar en el lugar de Wroclaw, en la posada La Cabeza del Dauco, en la plaza de la Sal, vicésima prima MU, a horas tardías. Aja, que no lo olvide. También con los bohemios mercadea un tal Fabián Pfefferkorn de Niemodlin… aunque igual está ya muerto.


– … se dice: Urban Horn. Es bien conocido buscapleitos y peleador, hereje sin bautizar. ¡Un valdense! ¡Un begardo! Su madre era una begina, la quemaron en Swidnica, y antes de ello confesó en el potro sus sucias prácticas. Era ella Roth, Margarita Roth. Al tal Roth alias Horn lo vi yo en Strzelin con mis propios ojos. Llamaba a la revuelta y del mismo Papa se burlaba. Con él iba ese Reinmar von Bielau, sobrino de un tal Otto Beess, canónigo de San Juan Bautista. El uno monta tanto como el otro, sólo rebautizados y heréticos…


Anochecía ya cuando el último cliente abandonaba la iglesia de San Mateo. Treparriscos salió del confesionario, se persignó, le dio al barbado Cruzado de la Estrella un papel escrito.

– ¿El prior Dobeneck no se ha recompuesto todavía? -preguntó.

– Todavía no -le confirmó el hospitalario-. Continúa tendido por los sus males. De modo que, en la práctica, inquisidor a Sede Apostólica es Gregorio Hejncze. También dominico.

El hospitalario torció levemente los labios, como si apreciara en ellos un sabor desagradable. Treparriscos lo percibió. El hospitalario percibió que Treparriscos lo había percibido.

– Jovenzuelo es, el tal Hejncze -aclaró con cierta vacilación-. Formalista. Exige pruebas para cualquier cosa, no manda dar tormento a menudo. Muchas veces encuentra inocente al acusado y lo deja ir. Blando es de conducta.

– Vi huellas de hogueras en el paredón de San Adalberto.

– No más que dos hogueras. -El hospitalario se encogió de hombros-. En las últimas tres semanas. En tiempos del hermano Schwenckefeld, habría habido veinte. Ciertamente, a poco que esperemos, arderá una tercera. Su señoría atrapó a un hechicero. Parece ser que totalmente dado al diablo. Precisamente ahora está siendo sometido a doloroso tormento.

– ¿En los dominicos?

– En el ayuntamiento.

– ¿Hejncze también está allí?

– Para variar -el Cruzado formó una fea sonrisa-, sí.

– ¿Quién es ese hechicero?

– Zacarías Voigt, boticario.

– ¿Dices que en el ayuntamiento, hermano?

– En el ayuntamiento.


Gregorio Hejncze, en la práctica inquisitora Sede Apostólica specialitater deputatus en la diócesis de Wroclaw, era, ciertamente, un hombre muy joven. Treparriscos no le calculaba más de treinta años, lo que quería decir que eran coetáneos. Cuando Treparriscos entró en el sótano del ayuntamiento, el inquisidor estaba aforrándose. Con las mangas bien subidas, se servia con ganas directamente de una cazuela de gachas con tocino. A la luz de antorchas y velas la escena tenía un aspecto pintoresco y vistoso: el techo surcado por bóvedas, las severas paredes, la mesa de roble, el crucifijo, las velas rodeadas de festones de cera, la mancha blanca del hábito del dominico, el toque de color de la vajilla de barro, la falda y el manto de la muchacha del servicio. Todo componía una especie de miniatura de libro litúrgico, no faltaba más que el coloreado.

Sin embargo, estropeaban la atmósfera unos chillidos penetrantes y unos aullidos de dolor que surgían a intervalos regulares desde el más profundo subterráneo, cuya entrada, como si fuera la boca del infierno, estaba iluminada por el centelleo rojizo del fuego.

Treparriscos se detuvo ante las escaleras, esperó. El inquisidor comía. No se apresuró. Comió todo, hasta el fondo, rascó incluso con la cuchara lo que estaba requemado. Sólo entonces alzó la cabeza. Las cejas angulares, severas, peludas, sobre unos ojos astutos, le daban un aspecto de seriedad que hacía que pareciera mayor de lo que era.

– ¿Del obispo Conrado, cierto? -le reconoció-. Vuestra gracia es…

– Von Grellenort -le recordó Treparriscos.

– Por supuesto. -Con un lento movimiento de los dedos, Gregorio Hejncze apremió a la muchacha para que limpiara la mesa-. Birkart von Grellenort, hombre de confianza y consejero del obispo. Sentaos, por favor.

El torturado aullaba en el sótano, gritaba feroz e inarticuladamente. Treparriscos se sentó. El inquisidor se limpió unos restos de grasa de la barbilla.

– El obispo -comenzó al cabo- ha dejado, por lo que parece, Wroclaw, ¿no? ¿Se ha ido?

– Vos lo habéis dicho.

– ¿A Nysa, con toda seguridad? ¿A visitar a doña Agnieszka Salzwedel?

– Su eminencia no suele informarme de tales detalles. -Treparriscos no reaccionó ni siquiera con un pestañeo al escuchar el nombre de la nueva amante del obispo, algo mantenido en el más profundo de los secretos-. Tampoco yo lo espero. Quien mete la nariz en asuntos de infulados, se arriesga a perderla. Y a mí me gusta mi nariz.

– No lo dudo. Mas yo no busco sensaciones, sino que me inquieta la salud de su eminencia. El obispo Conrado no está, al cabo, en su primera juventud, debiera evitar los excesos de turbaciones y calenturas… Y no más que una semana transcurriera desde que honrara con su visita a Ulrique von Rhein. Aparte de la inspección a las benedictinas… ¿Os asombráis, señor caballero? Oficio del inquisidor es el saber cosas.

Un grito surgió del sótano. Entrecortado, convirtiéndose en un carraspeo.

– Oficio del inquisidor es saber -repitió Gregorio Henjcze-. De modo que también sé que el obispo Conrado viaja por la Silesia no sólo para visitar a casadas, viudas jóvenes y monjas. El obispo Conrado anda preparando un nuevo ataque a Boumovsko. Intenta convencer a Przemek de Opava y a don Albrecht von Kolditz para que le socorran. Intenta conseguir apoyo armado del señor Puta de Czastolovice, estarosta de Klodz.

Treparriscos no dijo nada ni bajó los ojos.

– Resulta que al obispo Conrado -continuó el inquisidor- parece no molestarle que el rey Segismundo y los príncipes del Imperio hayan dispuesto otra cosa. Que no se deben repetir los errores de las anteriores cruzadas. Que hay que actuar con seso y sin euforia. Que hay que prepararse. Cerrar pactos y alianzas, reunir medios. Atraer a nuestro lado a los nobles moravos. Y hasta entonces, abstenerse de iniciar aventuras militares.

– Su eminencia el obispo Conrado -interrumpió Treparriscos su silencio- no tiene que mirar a los príncipes del Imperio puesto que en la Silesia les es igual… si no de mayor altura. Por su parte, el rey Segismundo anda bastante ocupado… Como baluarte de la cristiandad, enfrenta sus armas con los turcos en el Danubio. Se pide un nuevo Nikopol. O puede que intente olvidar los palos que le dieran los husitas en Brod de los Alemanes, puede que intente olvidar cómo saliera huyendo de allí. Más bien me parece que se sigue acordando, puesto que no parece que tenga prisa en comenzar nuevas expediciones a Bohemia. De modo que, Dios lo sabe, es sobre el obispo Conrado sobre quien recae la obligación de sembrar el terror entre los herejes. Pues bien conoce vuesa merced: si ms pacem, para bellum.

– Sé también -el inquisidor aguantó la mirada sin esfuerzo- que nemo sapiens, nisi patiens. Mas dejémoslo. Tenía algunos asuntos para el obispo. Algunas preguntas. Mas dado que ha partido… Difícil empresa. Porque con que vos, señor Grellenort, contestéis a las preguntas, no puedo contar, ¿verdad?

– Depende de las preguntas que vuesa merced quiera realizar.

El inquisidor calló durante un instante, parecía que estaba esperando a que el torturado del sótano volviera a gritar.

– Se trata -dijo cuando sonó de nuevo el aullido- de ciertos extraños casos de muerte, de unos crímenes enigmáticos… Don Albrecht von Bart, asesinado en Strzelin. Don Peter de Bielau, muerto cerca de Henryków. Don Czambor du Heissenstein, apuñalado por la espalda en Sobótka. El mercader Neumarkt, asaltado y muerto en el camino real de Swidnica. El mercader Fabián Pfefferkorn, muerto en el mismísimo umbral de la colegiata de Niemodlin. Extrañas, misteriosas, enigmáticas muertes, asesinatos inexplicables tienen lugar en los últimos tiempos en Silesia. No es posible que el obispo no haya oído de ellas. Ni vos.

– Algo de ello, no he de negar, nos ha llegado a los oídos -reconoció Treparriscos con indiferencia-. Mas no anduvimos de quebrarnos la cabeza con ello especialmente, ni el obispo ni yo. ¿Desde cuándo es el asesinato un acontecimiento? Un día sí y otro también alguien mata a alguien. En lugar de amar al prójimo, los hombres se odian y están dispuestos a mandar al otro mundo a alguien por una cominería. Todos tienen enemigos y motivos a nadie le faltan.

– Leéis mis pensamientos -afirmó Hejncze con la misma indiferencia-. Y me quitáis las palabras de la boca. Lo mismo alcanza, en apariencia, a los tales misteriosos asesinatos. En apariencia, no faltan ni motivo ni enemigo sobre el que presto recaen las sospechas. Ora son líos de vecinos, ora cuestiones de cuernos, ora venganzas de familia, se tiene a los culpables, se diría, al alcance de la mano. Mas si miras con atención el asunto… pues nada está claro. Y esto es precisamente lo que es un acontecimiento en los dichos asesinatos.

– ¿Sólo eso?

– No sólo. Ha de sumarse la sorprendente y yo diría que hasta increíble destreza del asesino… o asesinos. En todos los casos los ataques tuvieron lugar de improviso, como verdaderos rayos caídos del claro cielo. Literalmente del claro cielo. Puesto que los asesinatos tuvieron lugar al mediodía. Casi exactamente al mediodía.

– Interesante.

– Eso es precisamente lo que tenía en mente.

– Interesante -repitió Treparriscos- es otra cosa. El que no reconozcáis las palabras del salmo. ¿Nada os dicen las palabras sagitta volans in die? ¿La flecha que cae como un rayo desde el cielo y porta la muerte? ¿No os recuerda para nada al demonio que destruye a mediodía? Me asombráis, ciertamente.

– Así que un demonio. -El inquisidor acercó las manos unidas a sus labios, pero no consiguió esconder del todo una sonrisa sarcástica-. Un demonio recorre Silesia y comete crímenes. Un demonio y una flecha demoniaca, sagitta volans in die. Vaya, vaya. Increíble.

Haeresis est máxima, opera daemonum non credere -le repuso al instante Treparriscos-. ¿Acaso, yo, común mortal, habré de recordárselo a un inquisidor papal?

– No habréis. -La mirada del inquisidor se endureció, una nota de amenaza resonó en su voz-. No habréis en ningún caso, señor Von Grellenort. No me recordéis ya nada más, por favor. Concentraos mejor en responder a mis preguntas.

Un grito lleno de dolor surgido del sótano contrapunteó bastante significativamente sus palabras. Pero Treparriscos ni se inmutó.

– No estoy en condiciones de ayudar a vuesa excelencia -anunció con voz fría-. Aunque, como dijera, los rumores acerca de los asesinatos me han llegado, los nombres de las citadas víctimas no me dicen nada. Jamás había oído hablar de tales gentes, el saber acerca de su suerte es novedad para mí. No me parece que merezca la pena preguntar a su eminencia el obispo. Responderá lo mismo que yo. Y añadirá una pregunta que yo no me atrevería a hacer.

– Mas atreveros. Nada os amenaza.

– El obispo preguntaría: ¿por qué los arriba mencionados, el tal Von Bielau, el tal Pfefferkorn, el tal, no me acuerdo, Czambor o Bambor, han merecido la atención del Santo Oficio?

– El obispo -respondió Hejncze al punto- habría recibido respuesta. El Santo Oficio albergaba hacia los mencionados arriba suspicio de kaeresi Sospecha de simpatías prohusitas. De estar bajo el influjo de los herejes. De contacto con los disidentes bohemios.

– Ja. Esos indignos. De modo que, si han resultado muertos, no ha la Inquisición motivos para llorarlos. El obispo, por lo que le conozco, sin duda diría que ello es para alegrarse. Que alguien le tomó la delantera al Oficio.

– Al Oficio no le gusta cuanto le toman la delantera. Así le respondería al obispo.

– El obispo habría respondido que en tal caso el Oficio debiera haber actuado con mayor rapidez y destreza.

De nuevo surgió un grito del sótano, esta vez mucho más fuerte, desesperado, más agudo y de mayor duración. Los delgados labios de Treparriscos se torcieron en la parodia de una sonrisa.

– Oh, oh. -Señaló con un movimiento de cabeza-. El hierro al rojo. Hasta ahora no había habido más que un strappado normal y corriente y tenazas en los dedos de pies y manos, ¿verdad?

– Es un pecador contumaz -respondió Hejncze con desgana-. Haereticus pertinax… Mas no nos salgamos del tema, caballero. Sed tan amable de comunicarle al obispo Conrado que la Santa Inquisición observa con creciente disgusto cómo mueren misteriosamente personas sobre las que hay una delación. Personas sospechosas de herejía, de conciliábulos y conspiraciones con los herejes. Estas personas mueren como si alguien quisiera borrar las huellas. Y a aquél que borra las huellas de la herejía le será difícil él mismo defenderse ante las acusaciones de herejía.

– Se lo repetiré al obispo palabra por palabra. -Treparriscos sonrió burlón-. Mas dudo de que albergue temor alguno. No es de los miedosos. Como todos los Piastas.

Después del grito anterior, pareciera que el torturado ya no podía gritar más fuerte ni más desesperadamente. Pero sólo lo parecía.

– Si ahora no confiesa, ya no lo hará nunca -dijo Treparriscos.

– Parece que tenéis experiencia.

– No práctica, Dios me guarde. -Treparriscos sonrió amenazadoramente-. Mas se ha leído uno a los prácticos. Bernardo de Gui, Nicolás Eymerich. Y a vuestros grandes predecesores silesios: Peregrino de Opole, Johann Schwenckefeld. El último os lo recomendaría especialmente a vuesa excelencia.

– ¿De verdad?

– No otra cosa. Puesto que el hermano Johann Schwenckefeld se alegraba y regocijaba cuantas veces alguna mano misteriosa despachaba a un bellaco, un hereje o un partidario de herejes. El hermano Johann agradecía en espíritu a la dicha mano misteriosa y murmuraba un padrenuestro por sus intenciones. Simplemente, había un bellaco menos, el hermano Johann tenía gracias a ello más tiempo para otros bellacos. El hermano Johann creía provechoso y acertado el que los pecadores vivieran en tensión. Para que, como enseña el Deuteronomio, el pecador tiemble día y noche a causa del miedo, no estando seguro de su vida. Para que por la mañana cavilara: que alguien haga que llegue la tarde; y por la tarde: que alguien haga que llegue el amanecer.

– Decís palabras interesantes, señor. Podéis estar seguro de que reflexionaré sobre ellas.

– Comprobaréis -dijo Treparriscos al cabo-, y este parecer ha sido ya sancionado por muchos Papas y doctores de la Iglesia, que los hechiceros y los herejes son una gran secta, que no actúa desordenadamente sino siguiendo un gran plan, trazado por el propio Satanás. Comprobaréis a vuestro pesar que la herejía y el maleficium es una y la misma organización, potente en su número, integrada, perfectamente coordinada, dirigida por el diablo. Una organización que en lucha acerba y encarnizada realiza con consecuencia su plan de derribar a Dios y tomar el poder sobre el mundo. Por eso, ¿por qué expulsáis fuera de vos con tanta fuerza la idea de que en este conflicto también la otra parte… ha traído a la vida… su propia… organización secreta? ¿Por qué no queréis creerlo?

– Quizá porque -repuso con tranquilidad el inquisidor- una idea tal no ha sido sancionada por Papa ni por doctor de la Iglesia alguno. Porque, añado, Dios no precisa de organizaciones secretas cuando nos tiene a nosotros, el Santo Oficio. Porque, añado todavía, ya he visto demasiados ideólogos que se tienen por herramienta divina, actuando como enviados de Dios y en nombre de la Providencia. Demasiados he visto ya que dicen haber oído voces.

– Envidiable. El haber visto tanto. Quién lo habría sospechado, teniendo en cuenta vuestra juventud.

– De modo que -Hejncze no tuvo en cuenta la burla- cuando por fin caiga en mis manos la tal sagitta vólans, el autonombrado demonio y herramienta divina… Terminará no en el tormento con el que él con toda seguridad cuenta, sino encerrado a cal y canto en la Narrenturm. Pues la Torre de los Locos es el lugar adecuado para el loco y el perturbado.

El sonido de unos pies llegó desde las escaleras del sótano, desde el que hacía ya largo rato que no salían gritos.

Al poco entró a la sala un delgado dominico. Se acercó a la mesa, hizo una reverencia, mostrando una calva cubierta de manchas marrones en el estrecho hueco de su tonsura.

– ¿Y? -preguntó Hejncze con abierta desgana-. ¿Hermano Arnulfo? ¿Ha confesado por fin?

– Ha confesado.

Bene. Porque ya me estaba empezando a aburrir.

El monje alzó los ojos. No había en ellos desgana. Ni aburrimiento. Era evidente que el proceder que se estaba llevando a cabo en el sótano del ayuntamiento no le aburría ni le disgustaba. Antes al contrario. Era evidente que hubiera comenzado de nuevo con gusto. Treparriscos le sonrió a un alma gemela. El dominico no correspondió a la sonrisa.

– ¿Y qué? -le apremió el inquisidor.

– La confesión está escrita. Lo dijo todo. Empezando por la invocación y la llamada al demonio, pasando por la teurgia y la conjura hasta llegar a la tetragramática y la demonomagia. También ha confesado el contenido y la ceremonia de la firma del quirógrafo. Describió a las personas a las que veía durante los sabbats y las misas negras… Sin embargo, no ha confesado, aunque lo hemos intentado, el lugar donde ocultan los libros mágicos y los grimorios… Pero lo obligamos a darnos el nombre de las personas para las que preparó amuletos, incluyendo amuletos mortales. Reconoció también que con ayuda diabólica, usando urim y thurim, sedujo a una virgen y la obligó a satisfacerlo…

– ¿Qué me estás cotorreando, hermano? -gritó Hejncze-. ¿Qué me cuentas de demonios y vírgenes? ¡Contactos con los bohemios! ¡Los nombres de los espías de Tabor y de sus emisarios! ¡Sus puntos de contacto! ¡Los lugares donde esconden las armas y las propaganda! ¡Los nombres de los implicados! ¡Los nombres de los simpatizantes de los husitas!

– Acerca de estas cosas -el monje tartamudeó-, no confesó nada.

– Entonces -Hejncze se alzó- mañana volveréis a empezar otra vez. Señor Von Grellenort…

– Permitidme un instante más. -Treparriscos señaló con los ojos al delgado fraile.

El inquisidor despidió al monje con un gesto impaciente. Treparriscos esperó hasta que se fue.

– Me gustaría mostrar mi buena voluntad -dijo-. Contando con que se mantendrá el secreto, en lo tocante a estos asesinatos misteriosos me gustaría, si me es dado, aconsejar a vuesa excelencia…

– Solamente, por favor, no me digáis una cosa. -Hejncze, sin alzar la vista, tableteó con los dedos en la mesa-. No me digáis que los culpables son los judíos. Usando urim y thurim.

– Aconsejaría apresar… e interrogar a conciencia… a dos personas.

– Los nombres.

– Urban Horn. Reinmar de Bielau.

– ¿El hermano del asesinado? -Gregorio Hajncze frunció las cejas, mas aquello duró sólo un segundo-. Ja. Sin comentario, sin comentario, don Birkart. Porque de nuevo estaríais dispuesto a acusarme de falta de conocimiento de las Escrituras, esta vez de la historia de Caín y Abel. Así que esos dos. ¿Dais vuestra palabra?

– La doy.

Durante un instante se estuvieron midiendo con penetrantes miradas. Los hallaré a los dos, pensaba el inquisidor. Y antes de lo que te piensas. Me apuesto la cabeza. Y yo me apuesto a que no los hallarás vivos, pensó Treparriscos.

– Adiós, señor Von Grellenort. Dios sea con vos.

– Amén, vuesa excelencia.


El boticario Zacarías Voigt jadeaba y gemía. El carcelero del ayuntamiento lo había arrojado al fondo de la celda, en un hueco en el que se acumulaba toda la humedad que goteaba de los muros. Allí, la paja estaba podrida y mojada. Sin embargo, el boticario no podía cambiar de lugar, apenas pudo cambiar un poco de posición: tenía los codos doblados, los hombros descoyuntados, rotos los meniscos, quebrados los dedos de las manos, y además de ello unos dolores terribles y ardientes producidos por las quemaduras en los costados y los pies. Así que estaba tendido panza arriba, jadeaba, gemía, guiñaba sus pestañas cubiertas de sangre coagulada. Y deliraba.

Exactamente desde la pared, exactamente desde el muro cubierto de manchas de hongos, exactamente, parecía, de la juntura entre dos ladrillos, surgió un pájaro. Y al instante se transformó en un hombre de cabellos negros y vestido de negro. Es decir, en una figura parecida a un hombre. Pues Zacarías Voigt sabía bien que no era un hombre.

– Oh, mi señor… -gimió, retorciéndose en la paja-. Oh, príncipe de las tinieblas… Maestro amado… ¡Has venido! No has abandonado en la necesidad a este tu fiel sirviente…

– Me veo obligado a defraudarte -dijo el de los cabellos negros, inclinándose sobre él-. No soy un diablo. Ni un enviado del diablo. Poco se interesa el diablo por la suerte de un individuo.

Zacarías Voigt abrió la boca como para gritar, pero no consiguió más que gemir. El de los cabellos negros lo agarró por la frente.

– El lugar donde se esconden los tratados y grimorios -dijo-. Lo siento, pero tengo que sacártelo. A ti ya no te van a ser de mucho provecho. Mientras que a mí no me van a venir mal. De paso te libraré de más torturas y del fuego de la hoguera. No me des las gracias.

– Si no eres un diablo… -Los ojos del hechicero, que estaba perdiendo el control sobre sí mismo, se abrieron de terror-. Entonces te envía… ¿el otro? Oh, Dios mío…

– Otra vez tengo que defraudarte -sonrió Treparriscos-. Ése se interesa aún menos por la suerte de los individuos.

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