En el que en Kromolin, sede de los caballeros de rapiña, Reynevan traba conocencias, come, bebe, cose una oreja cortada y toma pane en una junta de la milicia angélica. Hasta que de pronto aparecen en Kromolin unos huéspedes completamente inesperados.
Desde el punto de vista de la estrategia y de la capacidad de defensa, el poblado de los de rapiña llamado Kromolin estaba localizado en un lugar óptimo: se alzaba sobre una isla formada por un brazo amplio y cenagoso del río Jadkowa. El acceso lo aseguraba un puente escondido entre sauces y mimbres, mas era fácil defender la entrada. Ello lo atestiguaban las barreras, los manteletes y las cuñas erizadas de pinchos que estaban preparados para, en caso de necesidad, cortar el camino. Incluso en la semioscuridad del ocaso se veían otros elementos de la fortificación: vallas y palos afilados clavados en las orillas del pantano. Junto a la misma entrada, el puente estaba además cerrado por una gruesa cadena, mas ésta fue retirada de inmediato por los soldados antes siquiera de que Notker von Weyrach tuviera tiempo de doblar la esquina. Indudablemente los habían advertido antes desde la torre de vigilancia que se elevaba por encima del bosque de alisos.
Entraron en la isla, entre chozas y cabanas cubiertas de tepe. El edificio principal, con aspecto de fortaleza, era, como resultó, un molino, mientras que lo que habían tomado por un brazo del río era el canal de moler. Las compuertas estaban alzadas, el molino funcionaba, la rueda crujía, el agua caía con un susurro, salpicando blanca espuma. Desde detrás del molino y de los tejados de paja de las chozas se percibía el relumbrar de múltiples fuegos. Se escuchaba una música, gritos, algarabía.
– Se solazan -imaginó Tassilo de Tresckow.
De detrás de las chozas apareció una muchacha risueña y con las ropas descompuestas, agitando su trenza y perseguida por un grueso monje bernardo. Ambos se acercaron a un establo desde el que al cabo de un instante se escucharon unas risas y unos chillidos.
– Vaya, vaya -murmuró Scharley-. Exactamente igual que en casa.
Pasaron una letrina oculta entre los arbustos pero que se delataba por su hedor, entraron en el zócalo, lleno de gente, iluminado por el fuego, pleno de música y bullicio. Se advirtió su presencia y al instante aparecieron junto a ellos unos cuantos pajes y escuderos. Desmontaron, al punto hubo quien se ocupó de los caballos. Scharley hizo una señal a Sansón con un guiño, el gigante suspiró y se alejó con el servicio, llevando con él a los animales.
Notker von Weyrach dio su yelmo al escudero, pero tomó la espada bajo la axila.
– Mucha gente vino -advirtió.
– Mucha -confirmó seco el escudero-. Y dicen que vendrá más.
– Vamos, vamos -los apremió Rymbaba frotándose las manos-. ¡Hambriento estoy!
– ¡Cierto! -Kuno Wittram lo secundó-. ¡Y sed tenemos!
Pasaron al lado de una fragua que exudaba fuego crepitante, que apestaba a carbón y resonaba con el tintineo del metal. Unos cuantos herreros, negros como cíclopes, estaban sumidos en su trabajo, del que tenían en gran cantidad. Pasaron junto a un establo que había sido transformado en matadero. De las puertas, que estaban bien abiertas, se veían colgando por las patas unos cuantos cerdos y un gran buey. Precisamente a este último, al que acababan de abrir, le estaban sacando las entrañas y arrojándolas en un barreño. Delante del establo ardían unos fuegos sobre los que se tostaban cochinillos y carneros pinchados en unos palos. Calderos y cazuelas renegridos dejaban escapar vapores y olores deliciosos. Junto a ellos, sobre bancos, sentados a la mesa o simplemente tirados en el suelo, estaban los comensales. Una multitud de perros se retorcía entre crecientes montañas de huesos mordisqueados y los iba royendo. De las ventanas y las lámparas del zaguán de una taberna escapaba la luz, se sacaban barriles de ella cada dos por tres y de inmediato los rodeaban los sedientos.
El zócalo rodeado de edificios estaba bañado por la parpadeante luz de unas teas ardientes. Andurreaban por allí muchas personas: villanos, pajes, criados, mozas, mercaderes, malabaristas, bernardos, franciscanos, judíos y gitanos. Y bastantes caballeros y escuderos, con armaduras y siempre con la espada al cinto o bajo la axila.
Las armas de los caballeros demostraban su estatus y sus riquezas. La mayor parte de ellos llevaba armadura completa y algunos hasta alardeaban portando los productos de los maestros armeros de Nüremberg, Ausburgo e Innsbruck. Había también sin embargo quienes sólo podían permitirse una armadura incompleta y llevaban sobre la jacerina un peto, un gorjal, un espaldar o un faldar.
Pasaron junto al pósito, sobre cuyas escaleras estaba tocando un grupo de músicos vagabundos, chirriaban los rabeles, pitaban las chirimías, tronaba el bajo, entonaban las flautas y los cuernos. Los vagantes saltaban al ritmo de la música, con lo que las campanillas y los cascabeles que llevaban cosidos a sus ropas tintineaban. No muy lejos, sobre un podium de madera, bailaban algunos caballeros, si se podía llamar bailar a unos saltos y meneos que recordaban más bien al mal de San Vito. El estruendo que causaban sobre las tablas de madera casi sobrepasaba al de los rabeles y el polvo que levantaban se elevaba en una nube que taladraba las narices. Las mozas y los gitanos reían y chillaban en tonos aún más altos que las flautas de los goliardos.
En mitad del zócalo, sobre un enorme cuadrado de tierra apisonada que estaba delimitado por teas en las esquinas, se estaban desarrollando diversiones más masculinas. Los caballeros vestidos con sus armaduras probaban sus habilidades mutuas en el uso de las armas así como la resistencia de sus blindajes. Tintineaban las hojas, tronaban los rompecabezas y las hachas al chocar contra los escudos, se oían las donosas maldiciones y los gritos de ánimo de los espectadores. Dos caballeros, de los que uno portaba la carpa dorada de los Glaubitz en su escudo, ejercitaban una diversión bastante peligrosa, puesto que no llevaban celada. El Glaubitz daba tajos con la espada, su contrario, protegiéndose con un broquel, intentaba encajar el arma entre los dientes de un rompespadas.
Reynevan se detuvo para contemplar la lucha, mas Scharley le tiró por el codo, indicándole que fuera tras los caballeros de rapiña, a los que a todas luces la comida y la bebida les interesaban más que los alardes de armas. Enseguida se encontraron en mitad del banquete y la fiesta. Gritando por encima del bullicio, Rymbaba, Wittram y De Tresckow saludaban a sus conocidos, intercambiaban apretones de manos y palmadas en la espalda. Al poco todos, incluyendo a Scharley y Reynevan, estaban sentados ya a la mesa, muy apretados, devoraban carne de cerdo y costillas de cordero y alzaban sus vasos para desearse salud, fortuna y que se nos diera bien. Despreciando algo tan insignificante y pequeño como un vaso, el muy sediento Rymbaba bebió hidromiel de una tina que albergaba al menos cuatro azumbres. La bebida dorada le resbaló por los bigotes hasta el peto.
– ¡Salud! ¡Por vos!
– ¡A vuestro honor!
– ¡Para que se nos dé bien!
Aparte del Glaubitz que peleaba en el zócalo, había entre los caballeros de rapiña otros que, claramente, no consideraban que su proceder de robadores manchara la dignidad del escudo de su familia y no lo escondían en absoluto. No lejos de Reynevan estaba sentado, destrozando una chuleta con los dientes, un enorme tiparraco con un jubón que llevaba las armas de los Kottwitz, una banda de gules en campo de plata. Cerca andaba también otro, de pelo rizado, que llevaba una rosa, el escudo de los Poraj, unos caballeros polacos cuyo ai de guerre era precisamente su nombre. Uno más, de hombros anchos como una torre, estaba vestido con un gambax adornado con un lince de oro. Reynevan no recordaba cuál era aquel escudo, mas enseguida se lo recordaron.
– Don Bozywoj de Lossow -lo presentó Notker von Weyrach-. Los señores Scharley y Hagenau.
– Por mi honor. -Bozywoj de Lossow se sacó de la boca una costilla de cerdo, unas gotas de grasa cayeron sobre el lince dorado-. Por mi honor, bienvenidos seáis. Hagenau, hmmm… ¿Descendiente del celebérrimo vate?
– No.
– Aja. Entonces bebamos. ¡Salud!
– Salud.
– El señor Wencel de Hartha -presentó Weyrach a otros que se acercaban-. Don Buko von Krossig.
Reynevan los miró con interés. Buko von Krossig era persona de fama en Silesia, especialmente desde el último Pentecostés, cuando se había permitido un sonado golpe contra la comitiva y persona del custodio de la colegiata de Glogów. Ahora, con el ceño fruncido y los párpados entrecerrados, el famoso caballero de rapiña miraba fijamente a Scharley.
– ¿No nos conocemos? ¿No nos hemos visto antes?
– No lo excluyo -respondió el demérito con voz suelta-. ¿Igual en la iglesia?
– ¡Salud!
– ¡Fortuna!
– ¡Que se nos dé!
– … el consejo -dijo Buko von Krossig a Weyrach-. Ha de celebrarse consejo. Que todos acudan. Traugott von Barnhelm. Y Ekhard von Sulz.
– Ekhard Sulz. -Notker von Weyrach puso mal gesto-. Seguro. Ése mete la nariz en tos laos. ¿Y sobre qué hemos de celebrar consejo?
– Sobre la cruzada -dijo un caballero que estaba sentado no lejos, llevándose con elegantes maneras a la boca un pedazo de carne que había cortado de un muslo con un estilete que portaba en la mano. Tenía unos cabellos largos, fuertes, entrecanos, unas manos cuidadas y un aspecto cuya nobleza no estropeaban ni siquiera unas viejas cicatrices.
– Al parecer -repitió)-, se está preparando una cruzada.
– ¿Y contra quién, don Markwart?
El entrecano no tuvo tiempo de responder. En el zócalo estalló tumulto y algazara. Alguien maldijo, alguien gritó, un perro al que le habían dado una patada comenzó a gañir intermitentemente. Alguien llamó a gritos a un cirujano o a un judío. O a ambos.
– ¿Estáis oyendo -señaló con un ademán de cabeza el entrecano, al tiempo que sonreía burlón-. Han tardado mucho. ¿Qué ha pasado? ¿Eh, don Juan?
– Otto Glaubitz ha herido a John Schoenfeld -respondió jadeante un caballero con bigotes finos y caídos como un tártaro-. Se necesita un médico. Mas se ha ido. Despareció el judío, bellaco.
– ¿Y quién se empeñó ayer en instruir al judío a comer como es norma? ¿Quién le forzó con violencia a comer cerdo? ¿A quién le pidiera yo que dejara en paz al pobre diablo? ¿A quién?
– Como de costumbre tenéis razón, señor Von Stolberg -reconoció el de los bigotes a disgusto-. ¿Mas qué he de hacer ahora? Schoenfeld sangra como un gorrino, y del cirujano no más que sus avíos han quedado…
– Traed acá esos avíos -dijo Reynevan en voz alta y sin pensárselo-. Y traed acá al herido. ¡Y luz, más luz!
El herido, que al poco aterrizó sobre la mesa con un estampido de su armadura, resultó ser uno de los que estaban luchando sin yelmo en el zócalo. Por un descuido, le habían cortado la mejilla hasta el hueso y la oreja estaba colgando. El herido maldecía y se retorcía, la sangre se derramaba abundantemente sobre la mesa de tilo, manchaba la carne, regaba el pan.
Trajeron el saco del médico, Reynevan puso manos a la obra bajo la luz de varias teas que chisporroteaban. Encontró una redoma de licor de romero, derramó su contenido sobre la herida, ante lo que el paciente comenzó a estremecerse como un tísico y a poco no cayó de la mesa. Tuvieron que sujetarlo. Reynevan enhebró a toda prisa el hilo en una aguja curva y comenzó a coser, intentando mantener en lo posible una línea recta. El operado comenzó a blasfemar terriblemente, afectando en ello a ciertos dogmas religiosos, así que el entrecano Markwart von Stolberg le tapó la boca con un filete de cerdo. Reynevan se lo agradeció con un gesto. Y cosió, cosió y anudó bajo la mirada curiosa del público que rodeaba la mesa. Con rápidos movimientos de cabeza evitaba las sombras formadas por los movimientos de las antorchas, concentrado en recomponer la oreja cortada lo más cerca posible de su localización primitiva.
– Una tela limpia -pidió al cabo de un rato. De inmediato atraparon a una muchacha del público y le arrancaron la camisa. Sus protestas las silenciaron dándole un par de ñoños.
Reynevan vendó a conciencia la cabeza del herido con gruesas bandas cortadas del lino de la camisa. El herido, sorprendentemente, no se desmayó, sino que se sentó, pronunció algo ininteligible acerca de Santa Lucía, gimió, gruñó y le dio la mano a Reynevan. Al momento todos los demás se pusieron a darle apretones de manos al médico, felicitándole por su buen trabajo. Reynevan aceptó las felicitaciones, sonriente y orgulloso. Era consciente de que no le había salido muy bien lo de la oreja, pero en muchas de las caras que lo rodeaban había cicatrices mucho peor cosidas. El herido murmuró algo desde sus vendajes, pero nadie le hizo caso.
– ¿Y qué? Un bachiller, ¿no? -Scharley, junto a él, aceptaba las felicitaciones-. Doctor, doctor, mil diablos. Un buen médico, ¿verdad?
– Cierto -reconoció, sin mostrar arrepentimiento alguno, el culpable, el tal Glaubitz de la carpa dorada en el escudo, al tiempo que le daba a Reynevan un vaso de hidromiel-. Y no está borracho, lo que entre los matasanos ya es una rareza. ¡Cuidado que ha tenido suerte Schoenfeld!
– Tuvo suerte porque tú le rajaste -comentó Buko von Krossig con voz fría-. Si hubiera sido yo, de seguro que no habría habido qué coser.
El interés por lo sucedido decayó de pronto, interrumpido por la llegada de nuevos huéspedes al zócalo de Kromolin. Los caballeros de rapiña se gritaron unos a otros, se percibía una excitación que atestiguaba que no eran poca cosa los que llegaban. Reynevan los miró al tiempo que se limpiaba las manos.
La cabalgata de una decena de hombres armados era conducida por tres jinetes. En el centro iba un gordo calvorota de coraza negra esmaltada que llevaba a la derecha a un caballero con un rostro siniestro y una cicatriz transversal en la frente y a la izquierda a un cura o monje, pero que portaba una espada corta a un lado y llevaba un espaldar acerado sobre la jacerina que tenía por encima del hábito.
– Han llegado Barnhelm y Sulz -anunció Markwart von Stolberg-. ¡A la taberna, señores caballeros! ¡A la junta! ¡Venga, venga! ¡Llamadme a los que están retozando con las mozas por las cuadras! ¡Despertad a los durmientes! ¡A la junta!
Se formó un pequeño revuelo, casi todos los caballeros que se disponían a acudir a la reunión se apresuraron a aprovisionarse de comida y bebida. Se llamaba a los pajes con voz fuerte y amenazadora, ordenándoles que trajeran más barriles y más cántaras. Entre los que acudieron a la llamada estaba también Sansón Mieles. Reynevan lo llamó en secreto hacia sí y le hizo quedarse con él. Quería ahorrarle a su compañero la suerte de los otros criados, a los que los caballeros no les escatimaban empujones y patadas.
– Vete a esa junta -le dijo Scharley-. Mézclate con la turba. Bueno es saber qué planean estas gentes.
– ¿Y tú?
– Tengo otros planes a corto plazo. -El demérito captó con la mirada los ojos ardientes de una gitana que andaba por allí, hermosa aunque un tanto regordeta, con anillos de oro entrelazados en unos cabellos negros como ala de cuervo. La gitana le guiñó un ojo.
Reynevan estuvo a punto de hacer un comentario. Pero se contuvo.
En la taberna había una multitud. Bajo un techo no muy alto se acumulaba el humo y el hedor. Un olor a personas que hacía tiempo que no se quitaban las armaduras, al tufo de metal y a otras cosas. Los caballeros y escuderos agruparon los bancos en una especie de imitación de la tabla redonda del rey Arturo, pero faltaba muchísimo sitio para todos. La mayor parte estaba de pie. Entre ellos, al fondo, para no llamar la atención, Reynevan y Sansón Mieles.
Markwart von Stolberg abrió la junta, saludando a los nombres más preclaros. Enseguida tomó la palabra Traugott von Barnhelm, el grueso calvorota recién llegado, con su armadura cubierta de esmalte negro.
– La cosa, es decir -dijo, al tiempo que depositaba su espada envainada sobre la mesa con un tintineo-, es que Conrado, el obispo de Wroclaw, anda juntando caballeros bajo su estandarte. Es decir, que forma mesnada para atacar de nuevo a los bohemios, es decir, a los herejes. Es decir, que habrá una cruzada. Se me hizo saber a través de un emisario del señor estarosta Kolditz que quien quiera puede unirse a las huestes cruzadas. Al cruzado les serán los sus pecados perdonados, y lo que gane será para él. Los curas le han dicho a Conrado igualmente ciertas cosas, mas como yo no me acuerdo, está aquí el padre Jacinto, el cual encontramos por el camino, es decir, que os lo va a explicar mejor.
El padre Jacinto, el cura vestido con armadura, se alzó, puso sobre la mesa su arma, una espada corta, pesada y ancha.
– ¡Alabado sea el Señor -alzando la voz como si estuviera en el pulpito y moviendo la mano con gesto de predicador-, Él es mi sostén! ¡Él dirige mi brazo en la lucha, mis dedos en la guerra! ¡Hermanos! ¡La fe ha desaparecido! En Bohemia la plaga de los cismáticos ha cobrado nueva fuerza, el inmundo dragón de la herejía husita alza su testa nauseabunda! ¿Acaso vosotros, caballeros ordenados, vais a contemplar con indiferencia cuando bajo la señal de la cruz se reúnen gentes de los estados bajos? ¿Cuando, al ver que los husitas siguen viviendo, llora y se lamenta cada mañana la Madre de Dios? ¡Nobles señores! Os recuerdo las palabras de San Bernardo: ¡matar al enemigo de Cristo es recuperarlo para Cristo!
– Al grano -Buko von Krossig lo cortó malhumorado-. Resumid, padre.
– ¡Los husitas -el padre Jacinto golpeó en la mesa con los dos puños a la vez- son repugnantes a los ojos de Dios! ¡Así que a Dios le agradará que golpeemos con la espada y no dejemos que atraigan a su error e inmundicia ni a una sola alma! ¡Puesto que el precio por ese pecado es la muerte! Por ello os pido y digo, en nombre de su señoría el obispo Conrado, ¡poned la señal de la cruz sobre vuestras armaduras y convertios en milicia angélica! Y os serán perdonados vuestros pecados y culpas lo mismo en este valle de lágrimas que en el Juicio Final. Y lo que cada uno gane, será para él.
Durante un tiempo reinó el silencio. Alguien regoldó, a otro le sonaron las tripas. Markwart von Stolberg carraspeó, se rascó detrás de la oreja, pasó la vista a su alrededor.
– ¿Y qué decís -comenté)-, señores caballeros? ¿Eh? ¿Señores de la milicia angélica?
– Había que habérselo esperado -Bozywoj de Lossow habló el primero-. En Wroclaw estuvo Brand, el legado papal, con rica comitiva. Ja, hasta pensé en salirle al paso en el camino de Cracovia, mas llevaba buena escolta. No es cosa secreta que el cardenal Brand anda llamando a cruzada. ¡Los husitas le han enrabietado bien al Papa de Roma!
– Porque cierto es que en Bohemia las cosas no andan bien -añadió Jasko Chromy de Lubna, el caballero de los mostachos como un tártaro al que Reynevan ya conocía-. Las fortalezas de Karlstein y Zebrak, que están en asedio, pueden caer en cualquier momento. Me parece a mí que si no hacemos algo con los bohemios a tiempo, nos lo harán entonces los bohemios a nosotros. Ha de tomarse esto en consideración, me parece.
Ekhard von Sulz, el de la cicatriz transversal en la frente, maldijo, golpeó con la mano en el puño de la espada.
– ¡Qué considerar ni qué gaitas! -bufó-. Bien platica el padre Jacinto: ¡muerte a los herejes, fuego y sangre! ¡El que sea virtuoso, que mate a los bohemios! ¡Y de paso llevamos la harina a nuestro costal, puesto que es de rigor que por el pecado haya castigo y por la virtud, recompensa!
– Ciertamente una cruzada es una gran guerra -dijo Woldan de Osin-, y en las grandes guerras pronto se enriquece uno.
– Mas también pronto -advirtió el rizado Poraj- le dan a uno en los morros. Y bien fuerte.
– Miedosa se ha vuelto vuesa merced, don Blazej -dijo Otto Glaubitz, el cortaorejas-. ¿Y qué es lo que hay que temer? ¡Sólo se vive una vez! ¿Y aquí qué, que no te juegas el pescuezo con nuestro negocio? ¿Y qué es lo que ganas? ¿Qué lo que quitas? ¿La bolsa a un mercader? Y allá en Bohemia, en bizarra lucha, como tengas la fortuna de atrapar vivo a un caballero puedes pedir un rescate de hasta doscientas piezas de grosche. Y si lo apiolas, le tomas el caballo y las armas al muerto son lo menos veinte marcos, lo cuentes como lo cuentes. Y si conquistamos una villa…
– ¡Cierto! -se calentó Paszko Rymbaba-. Allá son las villas bien pudientes, en los castillos los cofres están llenos. Como Karlstein, por ejemplo, del que se andaba platicando. Lo conquistamos y lo saqueamos…
– ¡Vaya un fantasio! -bufó el caballero de la banda de gules en el escudo-. Karlstein no está en las manos de husitas, sino en las de católicos. ¡Precisamente está la fortaleza asediada por los herejes, la cruzada ha de ir en su rescate! Y tú, Rymbaba, borrico, no entiendes ni mu de políticas.
Paszko Rymbaba enrojeció y se acarició los bigotes.
– ¡Ten cuidado, Kottwitz -gritó, sacando su hacha-, de a quién llamas borrico! ¡No entienderé de políticas, mas de cómo romper crismas sé más que de sobra!
– Pax, pax -los tranquilizó Bozywoj de Lossow, obligando con no poca fuerza a Kottwitz a sentarse, puesto que ya se inclinaba sobre la mesa con el puño cerrado sobre su misericordia-. ¡Tranquilidad! ¡Los dos! ¡Sois como niños! ¡Nada como coger una cogorza y a los cuchillos!
– Mas don Hugo tiene razón -añadió Traugott von Barnhelm-. Ciertamente no disciernes, Paszko, los arcanos de la política. Puesto que aquí las pláticas son acerca de una cruzada. ¿Acaso sabrás tú lo que sea una cruzada? Es lo mismo que Godofredo de Bouillon, lo mismo que Ricardo Corazón de León, es decir, entendéis, sabéis, Jerusalén y todo lo demás. ¿No?
Los caballeros de rapiña menearon sus cabezas, asintiendo, pero Reynevan estaba dispuesto a apostar cualquier suma a que no todos lo entendían. Buko von Krossig bebió de un trago su vaso y golpeó con él en la mesa.
– Que le joda un perro a Jerusalén, a Ricardo Corazón de León, al bullón ése, a la política, la religión y la madre que las parió -anunció claro-. Voy a saquear y eso es todo. A quien caiga y como caiga, al diablo él y su religión. Se dice que los polacos lo están haciendo con los bohemios. Fedor de Ostrog, Dobko Puchala y otros. Dicen que ya se han puesto las botas. Y nosotros, la milicia angelical, ¿qué? ¿Somos peores?
– ¡No somos peores! -gritó Rymbaba-. ¡Bien habla Buko!
– ¡Por los dolores de Cristo que habla bien!
– ¡A Bohemia!
Se formó una buena algazara. Sansón se inclinó un tanto hacia la oreja de Reynevan.
– Lo mismito -susurró- que Clermont en el año de mil noventa y cinco. Falta sólo el coro del Dieu le veult.
Sin embargo, el gigante se equivocaba, la euforia duró bastante poco, se apagó como si fuera fuego de pajas, ahogada por las maldiciones y las miradas amenazadoras de los escépticos.
– Los llamados Puchala y Ostrog -habló el hasta entonces silencioso Notker Weyrach- se pusieron las botas porque luchan por la parte vencedora. La que da y no la que recibe. Pues hasta el momento los cruzados han traído de Bohemia más chichones que riquezas.
– Cierto -confirmo al cabo Markwart von Stolberg-. Los que estuvieron en Praga el año veinte contaron cómo los de Meissner al mando de Enrique Isenburg atacaron los Altos de Vítkov. Y también contaron cómo huyeron, dejando ante las defensas montañas de cadáveres.
– Al parecer, los curas husitas -añadió, sacudiendo la cabeza, Wencel de Hartha- pelearon en aquesta ocasión hombro a hombro con los soldados y aullaban al hacerlo igual que lobos, dando miedo. Hasta las hembras luchaban allá, se revolvían como locas armadas con hoces… Y los que cayeron vivos en manos de los husitas…
– ¡Cuentos! -El padre Jacinto agitó las manos-. Al fin y al cabo en Vítkov estaba Zizka. Y la fuerza diabólica que lo poseía. Mas ahora ya no está Zizka. Hace un año que anda quemándose en el infierno.
– Tampoco estuvo Zizka en Vysehrad, en el Día de Todos los Santos -dijo Tassilo de Tresckow-. Y allá, aunque teníamos ventaja de cuatro a uno, buenos palos nos dieron los husitas. Nos dieron con tanta saña, tan mal nos pegaron e hicieron huir de allí, que todavía hoy da vergüenza acordarse de cómo salimos escapando. En pánico, a ciegas, no más huyendo, mientras aguantaran los caballos… Y cinco centenares de muertos tirados por los campos. Los más claros varones de Bohemia: Enrique de Plumlov, Jaroslav von Sternberk… De los polacos, don Andrés Balicki, del linaje de los Topor. De la Lausacia el señor Von Rathelau. Y de los nuestros, de los silesios, el señor Enrique von Laasan…
– Don Stosz de Schellendorf -terminó Stolberg con voz baja-. Don Pedro Schirmer. No sabía que estuvisteis en Vysehrad, don Tassilo.
– Estuve. Porque fui, como un idiota, con el ejército silesio, con Kantner de Olesnica y Rumpold de Glogów. Sí, sí, señores. A Zizka se lo llevó el diablo, mas en Bohemia quedaron otros que no peor que él saben darlas. Lo demostraron en Vysehrad en el día de Todos los Santos: Hynek Krusyna de Lichtenburk, Hynek de Kolstejn, Víctor de Podiebrad. Juan Hvezda. Rohacz de Dube. Recordad estos nombres. Porque los vais a oír si os decidís a la cruzada contra los bohemios.
– Oh, va -interrumpió Hugo Kottwitz el pesado silencio-. ¡Todo, menos miedo! Os vencieron porque no supisteis guerrear. También yo lidié con los husitas, en el año vigésimo primero, a las órdenes de don Puta de Czastolovice. ¡Les dimos tamaña en Petrovice a los husitas, que se les caían hasta los pelos! Luego anegamos de sangre y espada el país de Chrudim, prendimos fuego a Zampach y Litice. ¡Y botín tomamos que pa qué! Precisamente esta armadura que llevo, de maestro bávaro, proviene de allí…
– Basta de chachara -lo cortó Stolberg-. Habrá que decidir algo. ¿Marchamos a Bohemia o no?
– ¡Yo voy! -afirmó con voz fuerte y orgullosa Ekhard von Sulz-. Ha de arrancarse la yerba de la herejía. Escaldar la semilla antes de que lo ateste todo.
– Yo también voy -dijo Du Hartha-. He de hacer acopio de botín. Me hallo en necesidad, pues tengo designios de casamiento.
– ¡Por los dientes de la santa Apolonia! -Kuno Wittram se alzó-. ¡Tampoco yo le haré ascos al botín!
– El botín es una cosa -balbuceó, más bien inseguro, Woldan de Osin-, mas parece ser que a quien a la cruzada acuda se le tendrán sus pecados eximidos. Y yo pecados tengo… ¡Y bien gordos!
– Yo no voy -dijo en pocas palabras Bozywoj de Lossow-. No voy a andar buscando un chichón por países ajenos.
– Yo no voy -dijo tranquilo Notker Weyrach-. Porque si Sulz va, quiere decir que la cosa está resbaladiza y apesta.
Otra vez se alzó bullicio, llovieron las maldiciones, se hizo sentarse por la fuerza a Ekhard Sulz, que tenía la espada ya a medio desenvainar.
– Yo -dijo, cuando todo se tranquilizó, Jasko Chromy de Lubna-, si he de ir a algún lado, entonces mejor a Prusia. Junto con los polacos y contra los teutones. O vice versa. Depende de quien pague mejor.
Durante un tiempo todos hablaron y se gritaron los unos a los otros, por fin el rizado Poraj silenció con un gesto a la compaña.
– Yo no voy a ir a esta cruzada -anunció en el silencio-. Porque no voy a ir de la cadena de los obispos y curas. No voy a dejar que me azucen contra alguien como a un perro. ¿Qué cruzada es ésta? ¿Contra quién? Los bohemios no son sarracenos. Llevan la custodia por delante en las batallas. ¿Que no les gusta Roma? ¿El Papa Odo Colonna? ¿Branda Castiglione? ¿Nuestro obispo Conrado y otros prelados? No me extraña. A mí tampoco me gustan.
– ¡Mientes, Jakubowski! -se inflamó Ekhard von Sulz-. ¡Los bohemios son herejes! ¡Reconocen una doctrina herética! ¡Queman iglesias! ¡Rinden culto al diablo!
– ¡Andan en pelotas!
– ¡Y quieren poner en común a las mujeres! -gritó el padre Jacinto-. Quieren…
– Os voy a enseñar lo que quieren los bohemios -lo interrumpió a viva voz Poraj-. Y vosotros, camaradas, reflexionad con quién y contra quién haya que ir.
A una señal suya se acercó un goliardo entrado en años que vestía una capucha roja y puntiaguda y un jubón con el dobladillo calado. El goliardo sacó de bajo la axila un pergamino enrollado.
– Que sepan todos los fieles cristianos -leyó con voz gallarda y sonora- que el reino de Bohemia persiste y que con ayuda de Dios persistirá, a vida o muerte, gracias a los artículos abajo escritos. En primer lugar: que en el reino de Bohemia se anuncie libremente la palabra de Dios, que con seguridad y sin obstáculos puedan los sacerdotes anunciarla…
– ¿Qué es esto? -gritó Von Sulz-. ¿De dónde has sacado esto, soplagaitas?
– Dejadlo en paz. -Notker von Weyrach frunció el ceño-. Que lo tenga de donde quiera. Lee, muchacho.
– En segundo lugar: que el Cuerpo y la Sangre de Cristo se reparta bajo la forma de pan y vino a todos los fieles…
»En tercero: que a los sacerdotes se les quite y anule su poder terrenal sobre riquezas y bienes terrenos, para que para su salvación vuelvan a las reglas de las Escrituras y a una vida como la que Cristo siguió con sus apóstoles.
»En cuarto, que todos los pecados mortales y otros agravios contra la ley divina sean castigados y perseguidos…
– ¡Un escrito herético! ¡El escucharlo es ya un pecado! ¿No teméis el castigo divino?
– ¡Cierra la boca, pater!
– ¡Silencio! ¡Que lea!
– … entre los religiosos: la venta de cargos, herejía, aceptación de dinero para bautizos, confirmación, por la confesión, por la comunión, por los santos óleos, por el agua bendita, por la misa y la oración por las ánimas, por el ayuno, por tocar la campana, por los prebostes, por sus cargos y prelaturas, por sus dignidades, por las indulgencias…
– ¿Y qué? -preguntó, poniendo los brazos en jarras, Jakubowski-. ¿Acaso no es verdad?
– ítem: el adulterio surgido de esta herejía y que denigra la Iglesia de Cristo, el engendramiento maldito de hijos e hijas, la sodomía y otras depravaciones, la cólera, las disputas, el mercadeo, la maledicencia, el tormento al pueblo llano, el robarle, el obligarlo a pagar, a dar regalos y prebendas. Todo digno hijo de su madre, la Santa Iglesia, debe rechazar todo esto, alejarse de ello, odiarlo como al diablo y tenerlo por repugnante…
El resto de la lectura la interrumpieron una algarabía y un tumulto durante el que, como advirtió Reynevan, el goliardo se esfumó en silencio junto con su pergamino. Los caballeros de rapiña gritaron, maldijeron, se empujaron, se miraron amenazadoramente, hasta comenzaron a chirriar las hojas en sus vainas.
Sansón Mieles condujo a Reynevan a un lado.
– Me parece -murmuró- que valdría la pena que echaras un vistazo por la ventana. Y prontamente.
Reynevan obedeció. Y se quedó paralizado.
Tres jinetes entraban al paso en el zócalo de Kromolin.
Wittich, Morold y Wolfher Sterz.