En el que nuestros héroes siguen estando, para usar las palabras del profeta Isaías, sedentes in tenebris, lo que en cristiano quiere decir que continúa la prisión en la Narrenturm. Luego se ejerce presión sobre Reynevan, bien con ayuda de argumentos, bien con uso de instrumentos. Y el diablo sabe dónde habría todo ello acabado de no ser por las amistades hechas durante los estudios.
Las dos semanas que la enfermedad borró de la biografía de Reynevan no habían cambiado demasiado la torre. Oh, hacía aún más frío, lo que en cualquier caso después del día de los Santos no merecía ser tenido por un fenómeno extraño. En el menú comenzó a abundar el arenque, lo que recordaba el Adviento que se iba acercando. En principio, el derecho canónico ordenaba el ayuno tan sólo los cuatro domingos anteriores a la Navidad, pero quienes eran muy piadosos -y los caballeros del Santo Sepulcro lo eran ciertamente- comenzaban antes el ayuno.
En lo que se refiere a otros asuntos, no mucho después de Santa Úrsula a Nicolás Coppirnik le salieron unos forúnculos tan horribles y duraderos que tuvieron que cortárselos en el medicinarium del hospital. El astrónomo, después de la operación, pasó unos cuantos días en el hospicio. De la manutención y las comodidades allí encontradas habló luego tan expresivamente que los otros pensionarios de la torre decidieron obtenerlas también. Se desparramaron los harapos y la paja del nido de Coppirnik y se repartieron, para contagiarse. Cierto, al poco Institor y Buenaventura se llenaron de llagas y pústulas. Éstas, sin embargo, no alcanzaron el tamaño de los forúnculos de Coppirnik y los hermanos no las consideraron dignas de operación ni de hospitalización
Scharley, por su parte, consiguió atraer con restos de comida a una gran rata y la domesticó, poniéndole por nombre Martín, en honor, por lo que dijo, del Papa actual. A algunos pensionarios de la Narrenturm les divertía la broma aquélla, otros estaban ofendidos. Tanto con Scharley como con Horn, el cual comentó el bautizo de la rata con la frase habemus Papam. Aquel suceso proveyó sin embargo de motivo para un nuevo tema de las pláticas nocturnas, en ese aspecto poco había cambiado en la torre. Cada tarde se sentaban y discutían. A menudo junto al nido de Reynevan, que aún estaba demasiado débil como para levantarse y era alimentado con una sopa de pollo que le traían los hermanos del Santo Sepulcro. De modo que Urban Horn alimentaba a Reynevan, Scharley daba de comer a la rata Martín. Buenaventura se rascaba las llagas, Coppirnik, Institor, Camaldulense e Isaías escuchaban. Tomás Alfa peroraba. Inspirado por la rata, el objeto de la prédica eran los Papas, el papado y las famosas profecías de San Malaquías, arzobispo de Armagh.
– Habréis de reconocer -dijo Tomás Alfa- que esta profecía es bien certera, tan certera que hablar de azar no es posible. Malaquías debió de tener una revelación, el propio Dios debió de haber hablado con él, revelándole la suerte de la cristiandad, incluyendo el nombre de los Papas, desde Celestino II, su contemporáneo, hasta el llamado Pedro el Romano, cuyo pontificado se acabará al parecer con el fin del mundo y de Roma y del papado y de toda la fe cristiana. Y de momento, las profecías de Malaquías se han cumplido hasta la última coma.
– Sólo si se las fuerza -comentó Scharley con voz fría, mientras le iba dando a Martín pedacitos de pan bajo su hociquillo bigotudo-. Del mismo modo se puede uno embutir en unas botas demasiado pequeñas. Lo que pasa es que luego no se puede andar con ellas.
– No decís verdad, de seguro que por ignorancia. Las profecías de Malaquías muestran sin error a todos los Papas vivamente. Tomad por ejemplo los no lejanos aún tiempos del cisma, a aquél al que la profecía denomina «luna cosmediniana», al llamado a sí mismo Benedicto XIII, el no ha mucho fallecido maldito Papa de Aviñón, Pedro de, nomen omen, Luna, quien fuera cardenal de Santa María en Cosmedin. Tras él viene, según Malaquías, cubus de mixtione, «el cubo de la unión», ¿y quién es éste sino el romano Bonifacio IX, Pedro Tomacelli, que tiene un ajedrez como divisa?
– Y el llamado «de mejor estrella» -terció, arrascándose una llaga en el muslo, Buenaventura- es pues Inocencio VII, Cosimo de Migliorati, con un cometa en su escudo. ¿Verdad?
– ¡Ciertamente, verdad! Y el siguiente Papa, según Malaquías «el timonel del puente negro», pues es Gregorio XII, Angelo Corraro, un veneciano. ¿Y «el látigo del sol»? Ése no es otro que el cretense Pedro Philargis, Alejandro V, Papa de obediencia pisana, con un sol en su pabellón. Y el llamado en las profecías de Malaquías «el ciervo de la sirena»…
– Entonces el cojo saltará como un ciervo, y cantará la lengua del mudo; porque aguas serán cavadas…
– ¡Callad, Isaías! El tal ciervo es sin duda…
– ¿Sin duda quién? -estalló Scharley-. Lo sé, lo sé, estáis metiendo aquí como un pie en un zapato a Baltasar de Cossa, Juan XXIII. Mas ése no es Papa, sino antipapa, quien en absoluto tiene derecho a estar en la lista, aparte de que ni con ciervos ni sirena nada en común tiene. En otras palabras, Malaquías la cagó en este lugar. Como en muchos otros lugares de esa su famosa profecía.
– ¡Mostráis una mala, mala voluntad, don Scharley! -bufó Tomás Alfa-. ¡Buscáis los agujeros en el todo! ¡No es así como se ha de acercar uno a una profecía! ¡Hay que ver en ella lo que es completamente cierto y tener esto como prueba de la verdad del todo! Puesto que eso que en vuestra opinión no es cierto no se ha de gritar como falsedad, sino reconocer con humildad que, siendo un pobre mortal, no se comprendió la palabra divina porque no es posible comprenderla. ¡Pero el tiempo demostrará la verdad!
– Pase el tiempo que pase no se tornarán en verdades las majaderías.
– En esto no tienes razón, Scharley -terció Urban Horn-. No valoras, ay, no valoras el tiempo.
– Sois profanos -anunció Circulos desde su nido-. Sois ignorantes. Todos. Ciertamente, os escucho y oigo: stultus stulta loquitur.
Tomás Alfa lo señaló con la cabeza y se tocó significativamente en la frente. Horn bufó, Scharley agitó la mano.
La rata contemplaba los hechos con sus sabios ojillos negros. Reynevan miraba a la rata. Coppirnik miraba a Reynevan.
– ¿Y qué decís -preguntó de pronto, precisamente Coppirnik- acerca del futuro del papado, don Tomás? ¿Qué es lo que dice acerca del próximo Papa, tras el Santo Padre Martín?
– Seguro que el ciervo de la sirena -se burló Scharley.
– Entonces el cojo saltará como un ciervo…
– ¡Callad, os dije, so loco! Y a vos, don Nicolás, tal os diré: será un catalán. Tras el Santo Padre Martín, llamado «columna del velo de oro», Malaquías habla de Barcelona.
– Del «cisma de Barcelona» -lo corrigió Buenaventura, tranquilizando al mismo tiempo al lloroso Isaías-. Y esto significaría que se trata de Gil Muñoz, llamado Clemente VIII, el cismático que siguiera al Papa Luna. Al menos en ello no se discurre en la profecía del sucesor de Martín.
– ¿Ah, ciertamente? -se asombró Scharley exageradamente-. ¿Al menos en ello? Qué alivio.
– Si sólo se ha de tener en cuenta a los Papas de Roma -concluyó Tomás Alfa-, el siguiente según Malaquías es «la loba celestial».
– Sabía que al final se llegaría a ello -bufó Horn-. Siempre la curia romana se distinguió por sus leyes y costumbres lobunas, mas, Dios nos guarde, ¿una loba en la silla de Pedro?
– Y encima una hembra -se burló Scharley-. ¿Otra vez? ¿Es que no hubo bastante con una Juana? Y se decía que iban a verificar cuidadosamente si todos los candidatos tenían huevos.
– Dejaron de hacer la prueba. -Horn le guiñó un ojo-. Porque había demasiados que no la hubieran pasado.
– No son éstas bromas apropiadas. -Tomás Alfa frunció el ceño-. Y además cercanas están a la herejía.
– Ni que lo digáis -añadió sombrío el Institor-. Blasfemáis. Como con esa rata vuestra…
– Basta, basta -le hizo callar Coppirnik con un gesto. Volvamos a Malaquías. ¿Quién será pues el siguiente Papa?
– Lo repasé y sé -Tomás Alfa miró con orgullo a su alrededor- que uno de los cardinales entra en la cuenta. Gabriel Condulmer. El que fuera obispo de Siena. Siena, fijaos, tiene por escudo a una loba. El tal Condulmer, recordad mis palabras y las de Malaquías, será elegido por el cónclave, después del Papa Martín, Dios le conceda el más largo de los pontificados.
– No me parece ello posible. -Horn meneó la cabeza-. Hay candidatos más seguros, de los que se oye hablar, que hacen rápida carrera. Albert Branda Castiglione y Giordano Orsini, ambos miembros del colegio de cardenales. O Juan de Cervantes, cardenal de San Pedro ad Vincula. O como Bartolomeo Capra, arzobispo de Milán…
– El camarlengo papal, Giovanni Palomar -añadió Scharley-. Isidore Charlier, el decano de Cambrai. El cardenal Juan de Torquemada. Jan Stojkovic de Ragusa, en fin. En mi opinión: magras tiene esperanzas el tal Condulmer, del cual si he de ser sincero no había oído hablar hasta ahora.
– Las profecías de Malaquías -cortó la discusión Tomás Alfa- son infalibles.
– Lo que no se puede decir de sus intérpretes -le respondió Scharley.
La rata olisqueó el plato de Scharley. Reynevan se alzó con esfuerzo, apoyando la espalda en la pared.
– Ay, señores, señores -dijo agotado, limpiándose el sudor de la frente y reteniendo las toses-. Estamos encerrados en una torre, en una oscura cárcel. No se sabe qué será de nosotros mañana. ¿Quizá nos conducirán al tormento y la muerte? ¿Y vosotros disputáis acerca de un Papa que será nombrado dentro de seis años…?
– ¿Cómo sabéis -Tomás Alfa casi se atragantó- que dentro de seis años?
– No lo sé. Sólo me ha salido así.
En la víspera del santo Martín, el diez de noviembre, cuando Reynevan ya había recuperado la salud por completo, Isaías y Normal fueron reconocidos como curados y se los liberó. Anteriormente se los había llevado a revisión unas cuantas veces. No se sabía quién la había llevado a cabo, pero fuera quien fuera debió de haber considerado que la masturbación interminable y la comunicación exclusivamente a base de citas de libros proféticos no probaban nada y nada malo decían acerca de la salud psíquica del individuo, al cabo, citar el Libro de Isaías era algo que hasta al Papa le podía pasar y la masturbación es también cosa humana. Nicolás Coppirnik tenía una opinión diferente acerca de esta cuestión.
– Están preparando el terreno para el inquisidor -afirmó sombrío-. Están sacando de aquí a los chiflados y perturbados para que el inquisidor no tenga que perder tiempo con ellos. Están dejando sólo la nata. O sea, a nosotros.
– También lo creo -le apoyó Horn.
Circulos escuchó la conversación. Al poco se mudó. Recolectó su paja y la arrastró, como un viejo pelícano calvo, a la pared contraria, donde se preparó un nuevo nido, más alejado. En un tiempo record cubrió la pared y el suelo con jeroglíficos e ideogramas. Dominaban las señales del zodiaco, los pentagramas y hexagramas, no faltaban espirales ni tetrakrys, se repetían las letras madre: Alef, Mem y Shin. Había, y de qué tamaño, algo con forma del Árbol de las Sefirot. Y otros, los símbolos y señales más diversos.
– ¿Y vosotros, señores -señaló Tomás Alfa con un movimiento de cabeza-, qué le decís a esas diabluras?
– El inquisidor lo llevará como primero -pronosticó Buenaventura-. Recordad mis palabras.
– Lo dudo -dijo Scharley-. Pienso que antes al contrario, lo dejarán irse ya mismo. Si efectivamente andan liberando chiflados, él cumple la condición incluso modélicamente.
– Opino -lo contradijo Coppirnik- que os equivocáis en lo que a él respecta.
Reynevan también opinaba lo mismo.
En el menú del tiempo de ayuno dominaba por completo el arenque, al poco hasta la rata Martín lo comía con perceptible desagrado. Y Reynevan se decidió.
Circulos no le prestó atención, ni siquiera lo advirtió cuando se acercó, ocupado como estaba en pintar en la pared el Sello de Salomón. Reynevan carraspeó. Una vez, luego otra, luego más fuerte. Circulos no volvió la cabeza.
– ¡No me quites la luz!
Reynevan se acuclilló. Circulos raspó en el círculo que rodeaba al sello unas palabras simétricamente dispuestas: AMASARAC, ASARADEL, AGLON, VAYCHEON y STIMULAMATHON.
– ¿Qué es lo que quieres?
– Conozco esas siglas y esos hechizos. He oído hablar de ellos.
– ¿Sí…? -Sólo entonces Circulos lo miró, calló algún tiempo-. Y yo he oído hablar de provocadores. Vete, serpiente.
Se dio la vuelta y siguió con sus dibujos. Reynevan tosió, tomó aliento.
– Clavis Salomonis…
Circulos se quedó petrificado. Durante un instante no se movió. Luego volvió la cabeza. Y la agitó.
– Speculum salvationis -respondió con una voz en la que sin embargo resonaban la sospecha y la inseguridad-. ¿Toledo?
– Alma mater nostra.
– Ventas Domini?
– Manet in saeculum.
– Amén. -Circulos por fin mostró en una sonrisa los restos de sus dientes ennegrecidos, mientras miraba a su alrededor a ver si nadie escuchaba-. Amén, joven confráter. ¿Qué academia? ¿Cracovia?
– Praga.
– Y yo -Circulos sonrió aún más- Bolonia. Luego Padua. Y Montpellier. También he estado en Praga… Conocía a los doctores, maestros, bachilleres… No olvidaron recordármelo. Cuando me arrestaron. Y el inquisidor querrá conocer los detalles… ¿Y tú, joven confráter? ¿Qué te va a preguntar el defensor de la fe católica que viene apresurado hacia aquí? ¿A quién conociste en Praga? Deja que adivine: ¿a Jan Pribram? ¿Jan Kardinal? ¿Peter Payne? ¿Jacobo de Striber?
– Yo -Reynevan recordó las advertencias de Scharley- a nadie conocí. Soy inocente. Estoy aquí por casualidad. Por un malentendido…
– Ceñes, ceñes. -Circulos agitó la mano-. Cómo iba a ser de otro modo. Sé en esa tu santa inocencia convincente, permita Dios que salgas de ésta sano y salvo. Tienes una posibilidad. Al contrario que yo.
– Qué decís…
– Sé lo que digo -cortó-. Soy reincidente. Haereticus relapsus, ¿entiendes? No aguanto las torturas, yo mismo me perderé… La hoguera está garantizada. Por eso…
Señaló con la mano a los símbolos dibujados en la pared.
– Por eso -repitió- hago mis chanchullos, como ves.
Pasó una jornada antes de que Circulos le contara cuál era su chanchullo. Una jornada durante la que Scharley mostró ampliamente que desaprobaba la nueva compañía de Reynevan.
– No comprendo en absoluto -resumió, frunciendo el ceño- por qué pierdes el tiempo en platicar con ese desequilibrado.
– Dale ya paz. -Horn tomó inesperadamente partido por Reynevan-. Que hable con quien quiera. Igual necesita un cambio.
Scharley agitó la mano.
– ¡Eh! -gritó a Reynevan, que se alejaba-. ¡No te olvides! ¡Cuarenta y ocho!
– ¿Qué?
– ¡La suma de las letras de la palabra Apollyon! ¡Multiplicada por la suma de las letras de la palabra cretino!
– Ando haciendo un chanchullo. -Circulos bajó la voz, miró a su alrededor atentamente-. Ando haciendo un chanchullo para esfumarme de aquí.
– Con ayuda -Reynevan también miró a su alrededor- de la magia, ¿no es cierto?
– De otro modo no se puede. -El anciano afirmó desapasionadamente el hecho-. Ya probé, al principio, el soborno. Me dieron con el palo. Intenté asustar. Me volvieron a dar. Intenté fingir ser totalmente idiota, pero no se dejaron engañar. Simularía estar poseído por el diablo si el inquisidor siguiera siendo el viejo Dobeneck, el prior de San Adalberto en Wroclaw, puede que saliera bien. Mas este nuevo, joven, ay, éste no se deja embobar. Así que, ¿qué es lo que me queda?
– Exactamente. ¿Qué?
– La teleportación. El transporte a través del espacio.
A la mañana siguiente Circulos, mirando a su alrededor cuidadosamente para evitar que nadie escuchara, informó a Reynevan de su plan, apoyándolo, cómo podía ser de otro modo, con una larga lección acerca de la teoría de la magia negra y la goecia. La teleportación, se enteró Reynevan, es posible, incluso hasta muy sencilla, bajo una condición, la cual es la asistencia del demonio adecuado. Hay, se enteró Reynevan, varios de estos demonios, todo libro de hechizos medio bueno da su propio tipo. Así, según el Grimorio del Papa Honorio, el demonio de la teleportación es Sargatanas, al cual obedecen unos demonios inferiores para asistirle: Zoray, Valefar y Farai. Convocar a los mencionados es sin embargo extraordinariamente difícil y muy peligroso. Por eso la Pequeña Llave de Salomón aconseja invocar a otros demonios, conocidos por los nombres de Bathin y Seere. Los muchos años de estudio de Círculos, se enteró por fin Reynevan, lo inclinaban sin embargo a actuar según las instrucciones de otro libro mágico, Grimorium Verum llamado. Y el Grimorium Verum, en lo tocante a la teleportación, aconsejaba invocar al demonio Mersilde.
– ¿Y cómo invocarlo? -se atrevió Reynevan-. ¿Sin instrumentarium, sin occultum? Un occultum debe cumplir toda una serie de condiciones de las que aquí, en esta sucia mazmorra…
– ¡Ortodoxia! -lo interrumpió Circulos con rabia-. ¡Doctrinarismo! ¡Perjudiciales para la empiria, reducen el horizonte! Que le den por culo al occultum si se tiene un amuleto. ¿Cierto, no, don formalista? Verdad evidente. Ergo, éste es el amuleto. Quod erat demonstrandum. Mira.
El amuleto resultó ser una placa ovalada de malaquita, de un tamaño menor que un grosche, con unos glifos y símbolos grabados y engarzados en oro entre los que más saltaban a la vista eran una serpiente, un pez y un sol dentro de un triángulo.
– Éste es el talismán de Mersilde -dijo Circulos con orgullo-. Lo metí aquí de tapadillo, escondido. Míralo. Sin miedo.
Reynevan extendió la mano, pero la retrotrajo de inmediato. Ciertas huellas ya secas pero aún bien visibles revelaban el lugar en el que había estado oculto.
– Lo intentaré esta noche. -El viejo no se molestó por su reacción-. Deséame fortuna, joven adepto. Quién sabe, puede que algún día…
– Tengo… -Reynevan carraspee»- aún un… último… asunto… Una petición, más bien. Se trata de que me explicarais… humm… cierta aventura… Un acontecimiento…
– Habla.
Describió el asunto con rapidez, pero muy detalladamente. Círculos no lo interrumpió. Escuchó con tranquilidad y concentración. Luego pasó a hacerle preguntas.
– ¿Qué día sucedió? ¿La fecha exacta?
– El último día de agosto. Viernes. Una hora antes de las vísperas.
– Humm… El sol en el signo de Virgo, es decir, Venus… Regía el genio doble, el caldeo Samas, el hebreo Hamaliel. La luna, por las cuentas que hago, estaba llena… Mala cosa… La hora solar… Humm… No la mejor, tampoco la peor… Un momento.
Retiró la paja, limpió el suelo con las manos, garabateó en él unos trazos y unas cifras, añadió, multiplicó, dividió, murmurando algo acerca de ascendentes, descendentes, rincones, epiciclos, deferentes y quincunciones. Por fin alzó la cabeza y meneó la testa graciosamente.
– Dijiste que se usaron hechizos. ¿Cuáles?
Reynevan comenzó a contarlos, recordándolos con dificultad. No tardó mucho.
– Lo sé -lo interrumpió Circulos agitando la mano desmañadamente-. Arbatel, aunque retorcido y simplificado. Extraño que funcionara… Y que nadie muriera de forma trágica… No importa. ¿Hubo visiones? ¿Un león de muchas cabezas? ¿Un jinete en un caballo pálido? ¿Un cuervo? ¿No? Curioso. ¿Y dices que el tal Sansón, cuando se despertó… no era él, no?
– Tal dijo. Y hubo ciertos… signos. Precisamente de esto se trata, esto es lo que querría saber. ¿Es posible algo así?
Circulos guardó silencio durante cierto tiempo, haciendo chocar un talón con el otro. Luego se sopló los mocos.
– El cosmos -dijo por fin, limpiándose pensativo los dedos en el dobladillo- es un todo perfectamente ordenado y un orden perfectamente jerarquizado. Es un equilibrio entre generatio y corruptio, el nacimiento y la muerte, la creación y la destrucción. El cosmos es, como enseña Agustín, gradatio entium, una escala de seres, visibles e invisibles, materiales e inmateriales. El cosmos es al mismo tiempo como un libro. Y como enseña Hugo de San Víctor, para entender un libro no basta con contemplar las hermosas formas de las letras. Y tanto más que nuestros ojos son a menudo ciegos…
– He preguntado si es posible.
– El ser no sólo es substantia, el ser es al mismo tiempo accidens, algo que sucede sin quererlo… A veces mágicamente… Lo mágico en el ser humano tiende a unirse con lo mágico en el universo… Hay cuerpos y mundos astrales… invisibles para nosotros. Acerca de ello escriben el santo Ambrosio en su Hexameron, Solinus en Líber Memorabilíum, Rábano Mauro en De Universo… Y Meister Eckhart…
– ¿Posible o no? -lo interrumpió Reynevan con terquedad.
– Posible, y de qué modo -El viejo meneó la cabeza-. Has de saber que en estas materias me tengo por especialista. No me ocupé de la práctica de los exorcismos, profundicé en el problema por otros motivos. Ya dos veces, mi joven amigo, le di esquinazo a la Inquisición fingiendo estar poseído. Y para fingir bien, hay que saber. De modo que estudié el Dialogus de energía et operatione daemonum de Michel Psellos, Exorcisandes obsessis a daemonio del Papa León III, Picatrix, traducido del árabe…
– … por Alfonso el Sabio, el rey de Castilla y de León. Ya sé. Pero, más concreto, en este caso, ¿es posible?
– Es posible. -Circulos abrió sus labios azulados-. Por supuesto que es posible. En lo tocante a este caso habría habido de recordarse que todo hechizo, incluso el menos importante en apariencia, significa un pacto con el demonio.
– ¿Así que entonces es, de verdad, un demonio?
– O cacodaemon. -Circulos encogió sus flacos hombros-. O bien algo que solemos denominar con tal nombre. ¿Qué exactamente? No puedo decirlo. Muchos acechan en la oscuridad, incontables son los negotia perambulantia in tenebris…
– El tonto del convento viajó entonces hacia las tinieblas -quiso asegurarse Reynevan-. Y en lo que hasta entonces fuera su cuerpo se encarnó un negotium perambulans. Se intercambiaron, ¿verdad?
– Equilibrio -confirmó Circulos con la cabeza-. Yin y Yang. O… si la Cabala te es más cercana, Keter y Malkut. Si existe la cumbre, la altura, también ha de existir el abismo.
– ¿Y se puede hacer retroceder esto? ¿Rectificarlo? ¿Hacer que suceda un nuevo intercambio? Para que volviera… Sabéis…
– Sé. Es decir, no sé.
Estuvieron sentados durante un instante silenciosos y mudos, un silencio solamente enturbiado por los ronquidos de Coppirnik, el hipo de Buenaventura, los delirios de los idiotas, el susurro de las voces de los que discutían en el barrio Omega y el Benedictus Dominus que rezaba Camaldulense en voz baja.
– Él -dijo por fin Reynevan-. Sansón, es decir… Se llama a sí mismo el Vagabundo.
– Acertado.
Estuvieron callados durante algún tiempo.
– Tal cacodaemon -habló por fin Reynevan- de seguro que dispone de alguna fuerza… sobrehumana. De alguna… capacidad…
– ¿Te quiebras la cabeza -adivinó por fin Circulos, dando pruebas de perspicacia-pensando si puedes esperar salvación de su parte? ¿Si, acaso, estando él mismo libre, no habrá olvidado a sus compañeros en prisiones? Quieres saber si puedes contar con su ayuda. ¿Verdad?
– Verdad.
Circulos guardó silencio durante un tiempo.
– Yo no contaría con ello -anunció por fin con cruel sinceridad-. ¿Por qué habrían en esto de diferenciarse los demonios de los seres humanos?
Fue aquélla su última conversación. El hecho de si Circulos había tenido éxito en activar el amuleto contrabandeado en el culo y convocar al demonio Mersilde siguió siendo un secreto por los siglos de los siglos. Mas la teleportación fuera de toda duda no había salido. Circulos no se transportó en el espacio. Seguía estando en la torre. Yacía boca arriba en su nido, estirado, con ambas manos apretadas contra el pecho, con los dedos aferrados en un espasmo a la ropa.
– Por la Santa Virgen… -jadeó Institor-. Cubridle el rostro…
Scharley tapó con un jirón de manta la monstruosa máscara, deformada en un paroxismo de dolor y miedo. Los labios retorcidos y cubiertos de espuma seca. La boca abierta de par en par y los ojos salientes, acuosos y turbios.
– Llamad al hermano Tranquilus.
– Cristo… -gimió Coppirnik-. Mirad…
Junto al nido del difunto yacía con la tripa hacia arriba la rata Martín. Retorcida por el dolor, con los amarillentos dientes al aire.
– Un diablo le retorció el pescuezo -determinó con un gesto de experto Buenaventura-. Y se llevó su alma al infierno.
– Cierto, sin duda -lo apoyó Institor-. Pintaba diabluras en las paredes y se pasó de listo. Pues si hasta el más tonto lo ve: hexagramas, pentagramas, zodiacos, cabalas, zéfiros, otros símbolos diabólicos y judíos. Invocó al diablo el viejo truhán. Para su propia perdición.
– Lagarto, lagarto, fuerzas impuras… Habrá que borrar todos estos dibujillos. Regarlos de agua bendita. Celebrar una misa, antes de que el mal se nos pegue también a nosotros. Llamad a los monjes… ¿De qué os reís?
– Adivinad.
– Pues ciertamente -Urban Horn bostezó- digno de burla es lo que chamulleáis. Y vuestra agitación. ¿Qué hay aquí para excitarse? El viejo Circulos murió, dobló el pescuezo, estiró la pata, se despidió de este mundo, viajó a los campos elíseos. Que la tierra le sea leve y la lux perpetua lo ilumine. Y finís en esto, anuncio el final del duelo. ¿Y el diablo? Pues al diablo con el diablo.
– Oh, don Mumolno. -Tomás Alfa meneó la cabeza-. No bromeéis con el diablo. Porque visibles son aquí sus señales. Quién sabe, igual todavía ronda por aquí, escondido en la tiniebla. Sobre este lugar de muerte se alzan vapores infernales. ¿No los percibís? ¿Qué es esto, en vuestra opinión, sino azufre? ¿Eh? ¿Qué es lo que apesta aquí?
– Vuestros calzones.
– Si no fue el diablo -Buenaventura estalló-, ¿qué, según vos, lo mató?
– El corazón -dijo Reynevan, cierto que no muy convencido-. Le estalló el corazón. Tuvo lugar una plethora. El exceso de bilis transportada por el pneuma produjo un tumor, se ocasionó una obstrucción, es decir un infarto. Hubo un spasmus y estalló la arteria pulmonalis.
– Escuchad -dijo Scharley-. Habló la ciencia. Sine ira et studio. Causa finita, todo claro.
– ¿Seguro? -intervino de pronto Coppirnik-. ¿Y la rata? ¿Qué mató a la rata?
– El arenque que se había comido.
En la parte de arriba crujieron las puertas, chirriaron las escaleras, golpeteó contra los escalones el barrilete.
– ¡Alabado sea Dios! ¡La comida, hermanos! ¡Venga, a orar! ¡Y después, con los platitos a por el pescadete!
A la petición de agua bendita, de la eucaristía y de un exorcismo sobre el nido del difunto, contestó el hermano Tranquilus con un encogimiento de hombros muy significativo y con un aún más significativo golpeteo sobre la sien. Este hecho avivó extraordinariamente las tertulias de después de la comida. Atrevidas tesis y suposiciones resultaron expuestas y diseñadas. Según las más atrevidas, el propio hermano Tranquilus era un herético y adorador del diablo, puesto que sólo los tales le niegan a los fieles el agua bendita y la ayuda espiritual. Sin hacer caso de que Scharley y Horn se estaban muriendo de risa, Tomás Alfa, Buenaventura e Institor comenzaron a ahondar en el tema. Hasta el momento en que -para asombro de todos- se sumó a la discusión la persona que menos se esperaban. Camaldulense, nada más y nada menos.
– El agua bendita -el joven sacerdote dejó escuchar su voz por vez primera a sus compañeros de celda- no os hubiera servido de nada. Si en verdad estuvo aquí el diablo. No afecta al diablo el agua bendita. Bien lo sé. Puesto que lo vi. Por eso precisamente estoy aquí encerrado.
Cuando se apagó el chismorreo excitado y se hizo un pesado silencio, Camaldulense explicó el hecho.
– Soy, habéis de saber, diácono en la Ascensión de Nuestra Señora en Niemodlin, secretario del venerable Pedro Nikisch, deán de la Colegial. El suceso que voy a relataros tuvo lugar este año, en el mes de agosto, feria secunda post festum Laurentü martyris. Alrededor del mediodía pasó por la iglesia su merced don Fabián Pfefferkorn, mercator, pariente lejano del deán. Grandemente alterado, pidió que el señor Nikisch lo oyera en confesión de inmediato. De lo que aquella tratara, no se ha de hablar, que confesión era, y para colmo de un difunto, ya se dice que de mortius aut bene aut nihil. Sólo revelaré una cosa y es que comenzaron al punto a gritarse en el confesionario. Y hasta de palabras gruesas se hizo uso, no importa cuáles fueran. Como resultado, el reverendo no le dio al señor Pfefferkorn la absolución y el señor Pfefferkorn se fue llamando al reverendo palabras feas y contra la fe y la Iglesia de Roma blasfemando. Cuando se cruzó conmigo en el atrio gritó: «¡Que el diablo se os lleve, curatos!». Entonces me dio por pensar, ay, señor Pfefferkorn, que no lo hayas dicho en mala hora. Y al punto apareció el diablo.
– ¿En la iglesia?
– En el atrio, en la misma puerta. De algún lugar en lo alto cayera. O más bien bajó volando, en forma de ave. ¡La verdad digo! Mas de inmediato tomó forma de persona. Sujetaba una espada brillante, exactement como en las pinturas. Y con esa espada le asestó derecho en el rostro al señor Pfefferkorn. Derecho en el rostro. La sangre regó el suelo…
»E1 señor Pfefferkorn -el diácono tragó saliva con ruido- agitó la mano, diríase que como una muñeca. Y a mí, al parecer, entonces San Miguel, mi patrón, diome awálium y valor, porque acercándome a la pila del agua bendita agarré desta agua en mis manos y se la eché al diablo. ¿Y qué pensáis que pasó? ¡Nada! Le resbaló como si fuera un ganso. El infernal frunció algo los ojos, escupió lo que le cayera en los morros. Y me miró. Y yo… yo, vergüenza da reconocerlo, entonces me desmayé del propio miedo. Cuando los hermanos me despertaran ya había pasado todo. Esfumárase el diablo, el señor Pfefferkorn yacía muerto. Sin el alma que, de seguro, se llevara el Malo con él al infierno.
»Y tampoco de mí se olvidó el diablo, aderezó su venganza. En lo que yo viera nadie quiso creer. Dijeron que estaba loco, que se me había mezclado el seso. Y cuando conté lo del agua bendita me mandaron que callara, amenazáronme con los castigos que esperan a los herejes y los blasfemos. En aquel tiempo se había corrido la voz y en el mismo Wroclaw se ocupaban del asunto, en el palacio del obispo. Y precisamente de Wroclaw llegó la orden de que se me apresara, se me metiera como desequilibrado bajo llave. Y yo sabía qué aspecto tenía el in pace de los dominicos. ¿Iba a dejar enterrarme en vida? Huí de Niemodlin con lo puesto. Mas me apresaron cerca de Henryków. Y me metieron aquí.
– ¿Y pudiste ver bien a ese diablo? -dijo Urban Horn en el silencio que siguió-. ¿Puedes describir qué aspecto tenía?
– Alto era. -Camaldulense tragó de nuevo saliva-. Delgado… Pelos negros, largos, hasta los hombros. La nariz como pico de pájaro y los ojos como de pájaro… Muy penetrantes. Sonrisa maligna. Diabólica.
– ¿Y cuernos? -gritó Buenaventura, a todas luces decepcionado-. ¿Y pezuñas? ¿Y tampoco tenía rabo?
– No tenía.
– ¡Puaaaafgh! ¡Qué es lo que nos andáis contando!
Las discusiones acerca de diablos, diabluras y asuntos diabólicos continuaron con distinta intensidad hasta el veinticuatro de noviembre. Mejor dicho, hasta la hora de la comida. Hasta la noticia que después de la oración anunció a los pensionarios de la Narrenturm el hermano Tranquilus, maestro y cuidador de la torre.
– ¡Feliz día hoy ha amanecido, señores míos! ¡Nos honra hoy la tan largo tiempo esperada visita del prior de los hermanos predicadores de Wroclaw, visitador del Santo Oficio, defensor et candor fidei catholicae, su excelencia el inquisitor a Sede Apostólica en nuestra diócesis. Algunos de los aquí presentes, no penséis que no lo sé, simulan un tanto, padecen otras enfermedades distintas de las que acostumbramos a curar en nuestra torre. De la salud y condición de éstos se ocupará hoy su excelencia el inquisidor. ¡Y los curará sin falta! Puesto que ha mandado traer su excelencia el inquisidor ciertos fuertes doctores del ayuntamiento y muchos diversos instrumentos médicos. De modo que preparad vuestros espíritus, hermanos, porque en cualquier momento comenzará la curación.
El arenque de aquel día supo aún peor que de costumbre. Además, aquella tarde no se conversó en la Narrenturm. Reinó el silencio.
Durante todo el día siguiente -y cayó precisamente en domingo, la última semana antes del Adviento-, la atmósfera en la Torre de los Locos estuvo muy tensa. En el silencio enervante y a la vez deprimente, los pensionarios seguían atentamente con sus orejas cada golpecito o chirrido que venía de arriba, de la puerta, a cada uno de ellos comenzaron al fin a reaccionar con señales de pánico y de ataque de nervios. Nicolás Coppirnik se enroscó en un rincón. Institor comenzó a llorar, encogido en su nido en posición fetal. Buenaventura estaba sentado inmóvil, mirando absorto al frente. Tomás Alfa temblaba, envuelto en la paja. El Camaldulense rezaba en voz baja con el rostro vuelto hacia la pared.
– ¿Veis? -estalló por fin Urban Horn-. ¿Veis cómo funciona? ¿Qué es lo que hacen con nosotros? ¡Miradlos.tan sólo a ellos!
– ¿Te asombras? -Scharley entornó los ojos-. Pon la mano sobre el corazón, Horn, y dime que te asombras.
– Veo el sin sentido. Lo que aquí sucede es el resultado de una acción planeada, preparada con precisión. Los interrogatorios todavía no han comenzado, no pasa nada todavía y la Inquisición ya ha quebrado el ánimo de estas personas, las ha conducido al borde de un derrumbe psíquico, las ha transformado en animales que retroceden al sonido del látigo.
– Repito: ¿te asombra?
– Me asombra. Porque hay que luchar. No dejarse vencer. Y no desfallecer.
Scharley mostró los dientes en una lobuna sonrisa.
– Nos vas a enseñar, espero, cómo se hace. Cuando llegue el momento. Darás ejemplo.
Urban Horn calló largo rato.
– No soy un héroe -afirmó por fin-. No sé lo que pasará cuando me estiren, cuando comiencen a apretar la tuerca y a meter las astillas. Cuando saquen del fuego el hierro. Esto no lo sé y no puedo preverlo. Pero una cosa sé: no me ayudará el hacer de mí un cagón, los lloros, los espasmos ni el mendigar la piedad. Con los hermanos inquisidores hay que ser fuerte.
– ¡Oho!
– Exactamente así. Están demasiado acostumbrados a que la gente tiemble de miedo ante ellos y se caguen en los pantalones al verlos. Estos todopoderosos señores de la vida y de la muerte, les gusta el poder, el inspirar terror y sembrar el miedo. ¿Y quiénes son en realidad? Unos nada, perros de las perreras de los dominicos, medio analfabetos, ignorantes supersticiosos, pervertidos y cobardes. Sí, sí, no tuerzas el gesto, Scharley, es cosa normal para los sátrapas, tiranos y verdugos, son cobardes, es su cobardía unida a su poder lo que despierta en ellos la bestialidad, y la sumisión e indefensión de las víctimas todavía lo potencia más. Y así es en el caso de los inquisidores. Bajo sus capuchas que despiertan el terror se esconden unos cobardes comunes y corrientes. Y no debe uno arrojarse al suelo ante ellos y pedir piedad a gritos porque esto les provoca aún mayor bestialismo y crueldad. ¡Hay que mirarlos a los ojos con dureza! Aunque, como digo, esto no traiga la salvación, pero se les puede al menos asustar, debilitar su aparente seguridad en sí mismos. ¡Se les puede hacer acordarse de Conrado de Marburgo!
– ¿De quién?
– De Conrado de Marburgo -aclaró Scharley-. El inquisitor de Renania, Turingia y Hesse. Cuando con su mentira, su arrogancia y su crueldad se echó contra la nobleza de Hesse, le pusieron una trampa y lo destriparon. Con toda su comitiva. No se salvó ni un alma.
– Y yo os digo -añadió Horn, levantándose y yendo en dirección a las letrinas- que todo inquisidor guarda en su mente siempre este nombre y estos hechos. ¡Recordad pues mi consejo!
– ¿Qué piensas de su consejo? -murmuró Reynevan.
– Tengo otro -le contestó Scharley también en un murmullo-. Cuando se pongan duros contigo, habla. Confiesa. Delata. Traiciona. Colabora. Y luego después ya harás un héroe de ti mismo. Cuando escribas tus memorias.
Al primero que se llevaron para interrogarlo fue a Nicolás Coppirnik. El astrónomo, el cual hasta entonces había estado intentando poner buena cara, al ver a los enormes siervos de la Inquisición dirigiéndose hacia él, perdió por completo la cabeza. Primero se lanzó a una huida sin sentido, porque no había adonde huir. Cuando lo atraparon, el pobrecillo gritó, lloró, se retorció y golpeó a su alrededor, se agitó como una anguila en las manos de los gañanes. Por supuesto, sin resultado, lo único que consiguió con su resistencia fueron los golpes que le atizaron. Entre otras cosas le aplastaron las napias, por las cuales, cuando se lo llevaban, roncaba cómicamente.
Pero nadie se rió.
Coppirnik ya no volvió. Cuando al día siguiente los perantones volvieron a por Institor, éste no hizo escena violenta alguna, se comportó con tranquilidad. Tan sólo lloraba y suspiraba, completamente resignado. Sin embargo, cuando lo quisieron levantar, se cagó en los pantalones. Considerando esto como forma de resistencia, los gañanes le dieron de patadas antes de arrastrarlo.
Institor tampoco volvió.
El siguiente -aquel mismo día- fue Buenaventura. Completamente entontecido por el miedo, el cronista municipal comenzó a insultar a los perantones, a gritarles y a asustarlos con sus conexiones. Los perantones, cosa clara, no se impresionaron con sus conocencias, les importaba un pimiento que el cronista hubiera jugado al piquete con el alcalde, el preboste, el maestro de la ceca y el mayor del gremio de los cerveceros. A Buenaventura se lo llevaron después de haberle dado primero una buena somanta.
No volvió.
El cuarto en la lista de los inquisidores no era, pese a sus propias profecías, Tomás Alfa, el cual lloró y rezó alternativamente durante toda la noche por estas intenciones, sino Camaldulense. Camaldulense no opuso resistencia alguna, los perantones no tuvieron ni que tocarlo. Murmurando una despedida a sus compañeros de cautiverio, el diácono niemodlitano se persignó y subió las escaleras con la cabeza humildemente baja, pero con un paso tranquilo y seguro que no hubiera avergonzado a los primeros mártires yendo a la arena de Nerón o Diocleciano.
Camaldulense no volvió.
– El siguiente -dijo Urban Horn con un convencimiento triste- seré yo.
Se equivocaba.
Reynevan estuvo seguro de su destino en el momento en el que arriba chascaron las puertas y las escaleras bañadas por un rayo de luz transversal crujieron y resonaron bajo los pasos de los servidores. A los que esta vez acompañaba el hermano Tranquilus.
Se levantó, apretó la mano de Scharley. El demérito le correspondió el apretón, con mucha fuerza, y en su rostro Reynevan por primera vez distinguió algo como una preocupación muy, muy seria. La expresión de Urban Horn hablaba por sí misma y no poco.
– Cuídate, hermano -murmuró, apretándole la mano hasta hacerle daño-. Recuerda a Conrado de Marburgo.
– Recuerda también -añadió Scharley- mi consejo.
Reynevan recordaba ambos, pero aquello no lo hacía más fácil en absoluto.
Puede que fuera su expresión y puede que fuera algún movimiento imprudente, el caso es que los perantones se echaron sobre él. Uno lo agarró por la pechera. Y la soltó muy rápido, doblándose, arrodillándose y tocándose el codo.
– Sin violencias -le recordó con énfasis el hermano Tranquilus, al tiempo que bajaba su palo-. Sin violencias. Esto es, pase lo que pase y pese a las apariencias, un hospital. ¿Entendido?
Los perantones murmuraron, asintiendo con la cabeza. El hermano del Santo Sepulcro le señaló a Reynevan con el palo el camino a las escaleras.
El aire fresco y frío por poco no le hizo caerse cuando entró en sus pulmones, se tambaleó, tropezó, ofuscado como si se hubiera tomado un trago de aquavit con el estómago vacío. De seguro que se hubiera caído, pero los perantones, que tenían práctica, lo agarraron por las axilas. De este modo se deshizo su desesperado plan de huida. O de morir luchando. Así agarrado, apenas podía ir poniendo un pie tras otro.
Vio el hospicio por primera vez. La torre de la que lo habían sacado cerraba un cul-de-sac de murallas. Al otro lado, junto a la puerta, se amontonaban unos edificios, probablemente estaban allí el hospital y el mediánarium. Y también, a juzgar por el olor, la cocina. Un chamizo junto a la muralla estaba lleno de caballos, que pisaban entre charcos de meados. Por todos lados había soldados. El inquisidor, imaginó Reynevan, había venido con una numerosa escolta.
Desde el mediánarium, hacia el que se dirigía, les llegaban unos gritos agudos y desesperados. A Reynevan le pareció reconocer la voz de Buenaventura. Tranquilus captó su mirada, llevándose un dedo a los labios le ordenó silencio.
Dentro del edificio, en una habitación muy clara, se sintió como en un sueño. El sueño lo interrumpió un golpe, un dolor en las rodillas. Le hicieron arrodillarse junto a una mesa a la que estaban sentados tres monjes, un hermano del Santo Sepulcro y dos dominicos. Entrecerró los ojos, agitó la cabeza. El dominico que estaba sentado en el centro, un delgaducho con una calva cubierta de manchas parduzcas por encima del amplio anillo de una tonsura, habló. Tenía una voz desagradable. Resbaladiza.
– Reinmar de Bielau. Di el Padrenuestro y el Ave.
Los dijo. Con una voz baja y un tanto turbada. Entre tanto el dominico se hurgaba la nariz y aparentaba concentrarse tan sólo en lo que estaba sacando de ella.
– Reinmar de Bielau. El brazo seglar tiene contra ti importantes delaciones y acusaciones, serás entregado al brazo seglar para las pesquisas y el juicio. Mas primero ha de resolverse y juzgarse la causa fidei. Estás acusado de realizar hechizos y de herejía. De que crees y afirmas cosas contrarias a las que afirma y enseña la Santa Iglesia. ¿Te confiesas culpable?
– No me conf… -Reynevan tragó saliva-. No me confieso. Soy inocente. Y soy un buen cristiano.
– Por supuesto. -El dominico torció los labios con desprecio-. Por tal te tienes, puesto que nos consideras malvados y falsos. Te pregunto: ¿reconoces o alguna vez has reconocido como verdadera otra fe distinta de aquélla en la que manda creer y de la que enseña la Iglesia de Roma? ¡Di la verdad!
– Digo la verdad. Creo en lo que enseña Roma.
– Porque de seguro que tu secta herética tendrá en Roma su delegación.
– No soy un hereje. ¡Puedo jurarlo!
– ¿Sobre qué? ¿Sobre mi cruz y mi fe, de la que te burlas? ¡Yo conozco vuestros juegos heréticos! Reconócelo: ¿cuándo te uniste a los husitas? ¿Quién te llevó a la secta? ¿Quién te puso en conocimiento de los escritos de Hus y Wiclif? ¿Cuándo y dónde tomaste la comunión sub utraque?
– Nunca…
– ¡Calla! ¡Tus mentiras insultan a Dios! ¿Estudiaste en Praga? ¿Tienes amigos entre los bohemios?
– Sí, pero…
– ¿Así que lo reconoces?
– Sí, pero no…
– ¡Calla! Apuntad: confiesa que lo reconoce.
– ¡No lo reconozco!
– Anula su confesión. -La boca del dominico se torció en una mueca cruel y feliz a la vez-. ¡Se pierde en sus mentiras y falsedades! No hace falta más. Pido aquí del uso de la tortura, de otro modo no llegaremos a la verdad.
– El padre Gregorio -carraspeó el del Santo Sepulcro con voz insegura- ordenó que nos contuviéramos… Él mismo quería interrogarlo…
– ¡Una pérdida de tiempo! -bufó el delgaducho-. Y al cabo, reblandecido será más parlanchín.
– No hay -balbuceó el otro dominico- en este momento, me parece, ningún puesto libre… Y los dos maestros están ocupados…
– Aquí al lado hay una bota española y girar la rueda no precisa de estudios, un criado puede hacerlo. Y si hace falta, lo haré yo mismo. ¡Eh, adelante! ¡Aquí! ¡Cogedlo!
Reynevan, casi muerto de miedo, se encontró en las garras duras como la piedra de los criados. Lo arrastraron, lo empujaron a una pequeña habitación que había al lado. Antes de que se diera cuenta de lo serio y peligroso de la situación estaba ya en una silla de roble, con unos grilletes de hierro en el cuello y los brazos, y un criado de cabeza pelada y delantal de cuero le estaba colocando en el pie izquierdo un instrumento pavoroso. El instrumento recordaba a una caja de hierro fundido, era grande, pesado, apestaba a hierro y óxido. Y también a sangre seca y carne podrida. El mismo hedor que emitía un tronco de carnicero muy usado.
– ¡Soy inocenteee! -grite)-. ¡Inoceeennnteee!
– Adelante. -El dominico le hizo una señal al verdugo-. Haced lo preciso.
El verdugo se agachó, algo metálico tintineó, algo chirrió. Reynevan aulló de dolor, sintiendo cómo una tabla de metal le apretaba y aplastaba el pie. Recordó de pronto a Institor y dejó de asombrarse. Él mismo estaba a un pelo de hacérselo en los pantalones.
– ¿Cuándo te uniste a los husitas? ¿Quién te dio los escritos de Wiclif? ¿Dónde y de quién tomaste la comunión herética?
Las tuercas chirriaban, el verdugo jadeaba. Reynevan chillaba. 1
– ¿Quién es tu compinche? ¿Con qué bohemio tienes contacto? ¿Dónde os encontráis? ¿Dónde escondéis los libros, cartas y postillas heréticos? ¿Dónde guardáis las armas?
– ¡Soy inooocennnteee!
– Girad.
– Hermano -habló el del Santo Sepulcro-. Tened piedad. Es un noble…
– Demasiado en serio os tomáis el papel de abogado. -El delgado dominico lo midió con su maligna mirada-. Os recuerdo que habíais de estar callado y no interponeros. ¡Girad!
Reynevan a poco no se desmayó gritando.
Y como si fuera un cuento, alguien escuchó sus gritos y reaccionó.
– Pues si os lo pedí -dijo aquel alguien, de pie en la puerta, un gallardo dominico de unos treinta años-. Pues si os pedí que no lo hicierais. Pecas de exceso de celo, hermano Arnulfo. Y, lo que es peor, de falta de obediencia.
– Yo… Reverencia… Perdonad…
– Salid. A la capilla. Rezad, esperad con humildad, y puede que caiga sobre vos la gracia de la iluminación. Vosotros, liberad al preso, presto. Y fuera, fuera, salid. ¡Todos!
– Reverendo padre…
– ¡He dicho que todos!
El inquisidor se sentó a la mesa, en el lugar liberado por el hermano Arnulfo, retiró a un lado el crucifijo, que le molestaba un tanto.
Señaló un banco sin decir palabra. Reynevan se levantó, gimiendo, jadeando, cojeando, se sentó. El dominico metió las manos en las mangas de su blanco hábito, lo contempló largo tiempo desde debajo de unas enormes y amenazadoras cejas.
– Naciste con potra -dijo por fin-, Reinmar de Bielau.
Reynevan confirmó con un gesto de la cabeza que lo sabía. No se podía discutir.
– Tuviste suerte -dijo el inquisidor- de que pasara por aquí en ese momento. Una o dos vueltas más de esa tuerca… ¿Y sabes lo que habría pasado?
– Puedo imaginarlo…
– No. No puedes, te lo aseguro. Eh, Reynevan, Reynevan, dónde nos hemos ido a encontrar… ¡En una cámara de tortura! Aunque por Dios y la verdad que era esto cosa que podía preverse entonces, durante los estudios. Tus ideas libertinas, tu amor por los jolgorios y la bebida, por no hablar de las mujeres fáciles… Pardiez, ya entonces, en Praga, cuando te veía en la Taberna del Dragón en la calle Celetna, te profeticé que el verdugo te castigaría por ello. Que tu putanería te llevaría a la perdición.
Reynevan guardó silencio aunque él mismo, por Dios y la verdad, pensaba y profetizaba lo mismo, entonces, allá en Praga, en la Ciudad Vieja, en El Dragón de la calle Celetna, en La Bárbara de la calle Plateros, en los burdeles preferidos por los estudiantes de los callejones detrás de las iglesias de San Nicolás y San Valentín, donde Gregorio Hejncze, estudiante, y poco después magister en la facultad de teología de la Universidad Carolina, solía ser cliente bastante frecuente y bastante alegre. Reynevan jamás habría imaginado que el siempre presto a la diversión Gregorio Hejncze fuera a aguantar en el hábito de clérigo. Pero al parecer había aguantado. Para suerte mía, pensó, mientras se masajeaba el pie y el tobillo. Los cuales, de no mediar su intervención, la tuerca de la bota habría convertido ya con toda seguridad en una masa ensangrentada.
Pese a la salvación milagrosa que le había producido alivio, un miedo loco le seguía erizando los cabellos y haciendo que su espalda se inclinara. Era consciente de que aquello no era el final. El gallardo dominico de ágiles ojos, densas cejas y bien dibujada mandíbula no era, pese a las apariencias, Gregorio Hejncze, el alegre compañero de las tabernas y burdeles praguenses. Era -los gestos y las reverencias de los monjes y verdugos al salir de la habitación no dejaban lugar a duda alguna- un superior, un prior. Un visitador del Santo Oficio, defensor et candor fidei catholicae, su excelencia el inquisitor a Sede Apostólica para toda la diócesis de Wroclaw, que despertaba el terror a su alrededor. No convenía olvidarlo. La horrible bota que apestaba a orín y sangre yacía a dos pasos, allí donde el verdugo la había arrojado. El verdugo podía ser llamado en cada momento, y la bota podía ser colocada de nuevo. Reynevan no se hacía ilusiones a este respecto.
– Sin embargo, no hay nada malo que por bien no venga -lo interrumpió tras un corto silencio Gregorio Hejncze-. No planeaba usar de la tortura contigo, camarada. De modo que no habrías regresado a la torre portando huellas ni señales. Y así volverás cojeando, dolorosamente herido por la terrible Inquisición. Sin despertar sospechas. Y, querido mío, no debes despertar sospechas.
Reynevan guardó silencio. De todo lo dicho sólo había entendido bien lo de que volvía. Las otras palabras le llegaron con retardo. Y despertaron el miedo que se había dormido por un instante.
– Voy a almorzar. ¿Estás quizá hambriento? ¿Quieres arenque?
– No… Arenque no… Gracias.
– No te propongo otra cosa. Estamos en tiempo de ayuno y en mi posición he de dar ejemplo.
Gregorio Hejncze dio una palmada, impartió unas órdenes. El ayuno sería el ayuno, el ejemplo el ejemplo, pero los peces que le trajeron eran mucho más carnosos y dos veces mayores que los que se les daban a los pensionarios de la Narrenturm. El inquisidor murmuró un corto Benedictus Domine y sin mayores dudas comenzó a devorar el arenque, mitigando la salazón con pan de centeno cortado en gruesas rebanadas.
– Pasemos entonces al grano -comenzó, sin dejar de comer-. Estás en un aprieto, camarada. Un buen aprieto. Las pesquisas en lo relativo a tu nigromancia en el taller de Olesnica las detuve, ciertamente, al fin y al cabo te conozco, avalo el desarrollo de la medicina y el Espíritu Santo insufla lo que quiere, incluyendo el desarrollo de la medicina que no se produce sin Su deseo. El asunto del adulterium me desagrada ciertamente, más no me ocupo de su persecución. En lo referente a tus otros supuestos crímenes seglares, me permito no creerlo. Al fin y al cabo te conozco.
Reynevan inspiró profundamente. Demasiado pronto.
– Queda sin embargo, Reinmar, la causa fidei Los asuntos de la religión y la fe católica. No tengo pues seguridad de que no compartas las ideas de tu difunto hermano. En lo tocante, te aclaro, a la cuestión de Unam Sanctam, el dominio y la infalibilidad del Papa, los sacramentos y la transubstanciación. La comunión sub utraque specie. Asimismo en lo relativo a la Biblia para la plebe, la confesión oral, la existencia del purgatorio. Y lo demás.
Reynevan abrió la boca, pero el inquisidor lo acalló con un gesto.
– No sé -continuó, al tiempo que escupía una espina- si de la misma forma que tu hermano lees a Ockham, Waldhausen, Wiclif, Hus y Jerónimo de Praga, si del mismo modo que tu hermano distribuyes los escritos de los mencionados por Silesia, la Marca y la Gran Polonia. No sé si, a ejemplo de tu hermano, das refugio a los emisarios y espías husitas. En pocas palabras: si eres un hereje. Pienso, y he investigado un tanto el asunto, que no. Que no tienes culpa. Juzgo que en todo este lío simplemente te ha metido el azar, naturalmente si ésta fuera la palabra adecuada para describir los enormes ojos azules de Adela de Sterz. Y tu debilidad por tales grandes ojos, bien conocida por mí.
– Gregorio… -Reynevan hizo surgir con esfuerzo las palabras a través de su garganta-. Eso es, perdonad… reverendo padre… aseguro que no tengo nada que ver con la herejía. Tampoco mi hermano, víctima de un crimen…
– Ten cuidado en poner una vela por tu hermano -lo interrumpió Gregorio Hejncze-. Te asombraría saber cuántas delaciones hubo contra él y no sin motivo. Habría acabado ante un tribunal. Y habría delatado a sus compañeros. Cierto estoy de que no habrías estado entre ellos.
Soltó la raspa del arenque, se lamió los dedos.
– Sin embargo, el punto a la irrazonable actividad de Peter de Bielau -continuó, aprestándose a comer el segundo pescado- lo puso no la justicia, no un proceso penal, no la poenitentia, sino un crimen. Un crimen cuyos culpables estaría contento de ver castigados. Tú también, ¿no es cierto? Sé que tú también. Has de saber entonces que serán castigados y bien pronto. Este conocimiento debiera ayudarte a tomar una decisión.
– ¿Cuál…? -Reynevan tragó saliva-. ¿Qué decisión?
Hejncze guardó silencio durante un momento, mientras tragaba un pedazo de pan. De su abstracción lo sacó un grito que llegaba del interior del edificio, el loco, terrible aullido de un ser humano al que se le estaba causando dolor. Un dolor muy agudo.
– El hermano Arnulfo -señaló con un gesto de la cabeza el inquisidor- por lo que oigo ha rezado poco, terminó pronto y volvió al trabajo. Es una persona apasionada, muy apasionada. Hasta la exageración. Pero recuerda que hasta yo tengo obligaciones. Acerquémonos pues presto a las conclusiones.
Reynevan se encogió. Con razón.
– Te han metido, querido Reynevan, en un asunto peligroso. Han hecho de ti un instrumento. Te compadezco. Pero si ya eres un instrumento, sería un pecado no usar de ti, especialmente para buena causa y para gloria de Dios, ad maiorem Dei gloriam. De modo que saldrás en libertad. Te sacaré de la torre, te protegeré y guardaré de aquéllos que te persiguen, y que se han multiplicado, se han multiplicado mucho. Desean tu muerte, por lo que sé, los Sterz, el duque Juan de Ziebice, la amante de Juan, Adela de Sterz, el raubritter Buko von Krossig y también, por causas que todavía he de aclarar, el noble Johann von Biberstein… Ja, ciertamente tienes motivos para temer por tu vida. Pero como se dijo, te tomaré bajo mi protección. Mas, por supuesto, no gratis. Algo por algo. Hasta ut des. O mejor dicho: utfaáas.
»Lo arreglaré. -El inquisidor comenzó a hablar más deprisa, como si estuviera recitando un texto aprendido de memoria-. Lo arreglaré todo para que en Bohemia, adonde te dirigirás, no despiertes sospechas. En Bohemia establecerás contacto con los husitas, con las personas que te señale. No tendrás dificultades para establecer contacto. Al fin y al cabo eres hermano de Peter de Bielau, que tanto hizo para el husitismo, un verdadero cristiano, mártir de la causa, asesinado por los malditos papistas.
– ¿Tengo que…? -Reynevan se atosigó-. ¿Tengo que hacer de espía?
– Ad maiorem -Hejncze se encogió de hombros- Dei gloriam. Todo el mundo ha de auxiliar como pueda.
– Yo no sirvo… No, no. Gregorio, eso no. No lo acepto. No.
– Sabes -el inquisidor lo miró a los ojos- cuál es la alternativa.
El torturado en el interior del edificio se lamentó, y al momento
gritó, se atragantó con su grito. Reynevan ya se imaginaba sin necesi
dad de ello cuál era la alternativa.
– No creerías -le confirmó Hejncze- qué cosas salen a la luz en las confesiones a base de dolor. Qué secretos resultan traicionados. Incluso secretos de alcoba. En un interrogatorio dirigido por alguien tan apasionado como el hermano Arnulfo, por ejemplo, cuando el delincuente confiesa y cuenta todo sobre sí mismo, comienza a delatar a otros… A veces resulta hasta incómodo escuchar tales confesiones… Se entera uno de quién, con quién, cuándo, cómo… Y más de una vez se trata de clérigos. De monjas. De esposas tenidas por fieles. De doncellas casaderas tenidas por virtuosas. Por Dios, pienso, todo el mundo tiene esos secretos. Debe de ser terriblemente humillante cuando el dolor te obliga a revelarlos. A tales como al hermano Arnulfo. En presencia de los verdugos. ¿Qué Reinmar? ¿No tienes tú tales secretos?
– No me trates así, Gregorio. -Reynevan apretó los dientes-. Lo he entendido todo.
– Me alegro mucho. De verdad.
El torturado gritó.
– ¿A quién están torturando? -La rabia le ayudó a Reynevan a superar el miedo-. ¿Por orden tuya? ¿A quién de los que estaban
conmigo en la torre?
– Es curioso que lo preguntes. -El inquisidor alzó los ojos-. Porque se trata de una ilustración modélica de mi exposición. Entre los prisioneros estaba el cronista municipal de Frankenstein. ¿Sabes de quién se trata? Veo que sabes. Acusado de herejía. Las pesquisas mostraron rápidamente que la acusación era falsa, por razones personales, el delator era el amante de su mujer. Ordené liberar al cronista y arrestar al truhán, así, para comprobar si sólo se trataba de los encantos de las hembras. El truhán, imagínate, sólo al ver los instrumentos confesó que no era la primera burguesa a la que robaba bajo la apariencia de encuentros amorosos. En su confesión se enredó un tanto, de modo que se usaron algunos de los instrumentos. Agh, tuve que escuchar hasta el hastío cosas de otras casadas, de Swidnica, de Wroclaw, de Walbrzych, de sus lujurias y de las curiosas formas de satisfacerlas. Pero durante la revisión se le halló un pasquín que denigraba al Santo Padre, un dibujillo en el que al Papa la salen por debajo de la túnica pontificia unas garras de diablo, de seguro que has visto algo parecido.
– Lo he visto.
– ¿Dónde?
– No me acuer…
Reynevan se atragantó, palideció. Hejncze bufó.
– ¿Ves qué fácil? Te garantizo que ya el strappado te habría refrescado la memoria. Tampoco el fornicador recordaba quién le había dado aquel pasquín y la imagen del Papa, pero lo recordó bien pronto. Y el hermano Arnulfo, como escuchas, está comprobando ahora si su memoria no esconde aún otras cosas interesantes.
– Y a ti… -El miedo, paradójicamente, le proporcionaba a Reynevan una osadía desesperada-. A ti esto te divierte. No así te conocía, inquisidor. ¡En Praga tú mismo te reías de los fanáticos! ¿Y hoy? ¿Qué es para ti este puesto? ¿Todavía una profesión o una pasión?
Gregorio Hejncze frunció su poblado ceño.
– En mi puesto -dijo con frialdad- no debe haber diferencia. Y no la hay.
– Seguro. -Reynevan, aunque temblaba y entrechocaba los dientes, continuó-. Dime todavía algo acerca de la gloria de Dios, del objetivo elevado y el santo celo. ¡Vuestro santo celo, vaya cosa! Tortura por cualquier sospecha, por cualquier denuncia, por cualquier palabra escuchada o extraída a base de chantaje. La hoguera por confesiones de culpa obtenidas bajo tortura. ¡Un husita escondido en cada rincón! Y yo hace no mucho escuché a un poderoso clérigo diciendo sin rodeos que para él se trataba tan sólo de la riqueza y el poder, que si no fuera por eso, los husitas podrían tomar la comunión con ayuda de una pala de panadero, que esto no le molestaría. Y tú, si no lo hubieran matado, meterías en la mazmorra a Peterlin, lo torturarías, lo obligarías a confesar y de seguro que lo quemarías. ¿Y por qué? ¿Porque leía libros?
– Basta, Reinmar, basta. -El inquisidor frunció el ceño-. Conten tu enfado y no seas trivial. Seguro que en un instante estarías dispuesto a asustarme con la suerte de Conrado de Marburgo.
«Irás a Bohemia -dijo al cabo, con voz cortante-. Harás lo que te mande. Auxiliarás. De este modo salvarás el pellejo. Y aunque sea en parte, repararás la culpa de tu hermano. Porque tu hermano era culpable. Y no sólo de leer libros.
»Y no me acuses de fanatismo -continuó-. A mí, imagínate, no me molestan los libros, ni siquiera los falsos y heréticos. Considero, imagínate, que ninguno debiera quemarse, que libri sunt legendi, non comburendi. Que incluso se pueden respetar las ideas equivocadas y falsas, que se puede también, a poco que se tenga un ánimo filosófico, advertir que nadie tiene el monopolio de la verdad, que muchas ideas que fueran alguna vez acusadas de falsedad hoy se las tiene por verdad y al contrario. Pero la fe y la religión que defiendo no son sólo tesis y dogmas. La fe y la religión que defiendo son el orden social. Si falta el orden, vendrá el caos y la anarquía. El caos y la anarquía sólo lo desean los criminales. Y a los criminales hay que castigarlos.
«Conclusión: por mí que Peter de Bielau y sus conmilitones disidentes lean cuanto tengan en gana a Wiclif, a Hus, a Amoldo de Brescia y Joaquín di Fiore. Porque Joaquín di Fiore sí, pero no Fra Dolcino, no los Ciompi, no la Jaquérie. Wiclif sí, pero no Wat Tyler. Aquí se acaba mi tolerancia, Reinmar. No permitiré que se multipliquen aquí los fraticelli y picardos. Aplastaré sin piedad a los Tueros y John Ball, destruiré a los dolcinianos, a los Cola di Rienzo, a Pedro de Bruys, a los Korand, a los Zelivsky, Loquis y Zizka.
«Y el objetivo -añadió al cabo de un rato de silencio-. El objetivo justifica los medios. Y quien no está conmigo, está contra mí, qui non est mecum, contra me est. Y también Juan quince, seis: El que en mí no estuviere, será echado fuera como sarmiento seco; y lo cogerán, y lo echarán en el fuego, y arderá. ¡Y arderá! ¿Has entendido? Veo que has entendido.
Hacía mucho tiempo ya que no gritaba el torturado. De seguro que estaba confesando. Hablaba. Con voz temblorosa se reconocería culpable de todo lo que quisiera el hermano Arnulfo.
Hejncze se levantó.
– Tendrás algún tiempo para pensar el asunto. Tengo que volver a toda prisa a Wroclaw. Te revelaré algo: pensaba que iba a tener que interrogar aquí sobre todo a locos y resulta que encontré un tesoro. Uno de tus compañeros de prisiones, un curilla de la colegiata niemodlitana, ha visto con sus propios ojos, es capaz de describir y de reconocer a un demonio. A ése que destruye en el sur, si recuerdas el salmo adecuado. De modo que me urge mucho acudir a cierta pequeña confrontación. Pero cuando vuelva, y volveré pronto, lo más tardar para Santa Lucía, traeré a la Narrenturm a un nuevo habitante. Se lo prometí una vez y yo siempre mantengo mi palabra. Tú por tu parte, Reinmar, reflexiona intensamente. Examina los pros y los contras. Me gustaría, cuando vuelva, conocer tu decisión y escuchar tu declaración. Me gustaría que fuera la adecuada. Que fuera una declaración de colaboración y servicio leales. Porque si no, por Dios que aunque seas un compañero de estudios, serás para mí como los sarmientos secos de la vid. Te dejaré a disposición del hermano Arnulfo, no me ocuparé más de ti. Te dejaré a solas con él.
«Por supuesto -añadió al cabo- después de que me confieses personalmente qué estabas haciendo en la montaña Grochowa en la noche del equinoccio de otoño. Y quién era la mujer con la que se te vio allí. Me reconocerás también, se entiende, quién fue el clérigo que bromeaba con la pala. Adiós, Reynevan.
»Ahá. -Se dio la vuelta en el umbral-. Una cosa más. Bernhard Roth, alias Urban Horn. Salúdalo de mi parte. Y repítele que ahora…
– … que ahora -Reynevan repitió literalmente- no tiene tiempo para ocuparse de ti como es debido. No querría hacerlo de cualquier manera, con prisa y a lo tonto. Querría, junto con el hermano Arnulfo, dedicarte tanto tiempo y esfuerzo como en realidad te mereces. Y se pondrá a ello en cuanto vuelva, lo más tardar para Santa Lucía. Te aconseja que organices bien lo que sepas, puesto que deberás compartir ese conocimiento con el Santo Oficio…
– Hideputa. -Urban Horn escupió en la paja-. Me ablanda. Me deja madurar. Sabe lo que hace. ¿Le hablaste de Conrado de Marburgo?
– Tú mismo se lo dirás.
Los restantes habitantes de la torre estaban sentados en silencio, enroscados en sus nidos. Algunos roncaban, algunos lloriqueaban, algunos rezaban en voz baja.
– ¿Qué pasa conmigo? -Reynevan interrumpió el silencio-. ¿Qué he de hacer?
– Y tú tienes problemas. -Scharley se estiró-. Precisamente tú. Horn tiene en perspectiva un doloroso interrogatorio. Yo, quién sabe, aún peor, igual me voy a pudrir aquí por los siglos de los siglos. Y tú tienes problemas, ja, que me parto. El inquisidor, tu compañero de estudios, te trae la libertad en una bandeja, de regalo…
– ¿De regalo?
– Y cómo. Firmas el compromiso y te vas.
– ¿Como espía?
– No hay rosa sin espinas.
– Pero yo no quiero. Me asquea tal proceder. Mi conciencia no me permite. No quiero…
– Aprieta los dientes -Scharley se encogió de hombros- y piensa en el imperio.
– ¿Horn?
– ¿Qué pasa con Horn? -El incriminado se volvió con brusquedad-. ¿Quieres consejo? ¿Quieres escuchar palabras de apoyo moral? Escucha pues. Una característica humana innata es la resistencia. La resistencia contra la indignidad. La incapacidad de aceptar la indecencia. La negación del consenso con el mal. Son características éstas innatas, inmanentes al ser humano. Ergo, sólo individuos totalmente privados de humanidad son los que no oponen resistencia. Sólo criaturas de baja estofa traicionan por el miedo a las torturas.
– ¿Y entonces?
– Entonces. -Horn, sin guiñar siquiera los ojos, juntó las manos en el pecho-. Entonces firma el compromiso, acepta colaborar. Ve a Bohemia como te ordenan. Y allí… Allí opones resistencia.
– No entiendo…
– ¿No? -bufó Scharley-. ¿De verdad? Nuestro amigo, Reinmar, con un discurso acerca de la moralidad y la limpieza de la naturaleza humana prologa una oferta muy inmoral. Te propone que te conviertas en lo que se denomina agente doble, trabajando para las dos partes, para la Inquisición y para los husitas. El que al fin y al cabo él es emisario y espía husita lo sabe ya todo el mundo, con excepción como mucho de los chiflados que jadean ahí entre la paja. ¿No es verdad, Urban Horn? Tu consejo para nuestro Reynevan parece que no es tonto, pero hay dentro de él un pero. Los husitas, como todos los que han tenido algo que ver con el espionaje, han visto ya agentes dobles. De la experiencia han sacado que son, a menudo, agentes triples. Por eso a los que aparezcan como mínimo no hay que permitirles acercarse a lo confidencial, antes al contrario, hay que ahorcarlos, habiéndolos obligado primero, y cómo, a que confiesen a base de torturas. Con tu consejo le preparas un triste destino a Reynevan, Urban Horn. A no ser que… Que le des en Bohemia un contacto de confianza. Una clave secreta… Algo en lo que los husitas crean. Pero…
– Termina.
– Pero tú no le vas a dar algo así. Porque no sabes al fin y al cabo si no ha firmado ya el compromiso. Y si su amigo de estudios el inquisidor no ha tenido tiempo ya de enseñarle el espionaje en dos direcciones.
Horn no respondió. Tan sólo sonrió. De forma siniestra, sólo con las mismísimas comisuras de la boca, sin guiñar sus ojos fríos como el hielo.
– Yo tengo que escapar de aquí -dijo Reynevan en voz baja, de pie en mitad de la cárcel-. Tengo que salir de aquí. Si no, voy a perder a Nicoletta la Rubia, a Catalina Biberstein. Tengo que huir de aquí. Y sé cómo.
Scharley y Horn escucharon el plan incluso con tranquilidad, esperando sin interrumpir a que Reynevan terminara. Sólo entonces Horn se rió despectivamente, meneó la cabeza y se fue. Scharley estaba serio. Mortalmente, si se puede decir.
– El que -dijo mortalmente serio- se te haya removido el seso a causa del miedo, lo puedo entender. Y puedo compadecer. Pero no insultes, muchacho, mi inteligencia.
– Ha quedado -repitió Reynevan con paciencia- en la pared el occultum, han quedado los glifos y siglas de Circulos. Además, mira, tengo el amuleto, conseguí hacerme con él sin que lo advirtiera nadie. Circulos me reveló el hechizo activador, dio el ritmo de la invocación, algo sé yo mismo de conjurar, lo he estudiado… Hay una posibilidad, lo reconozco, mínima, pero la hay. ¡La hay! No entiendo tus reservas, Scharley. ¿Dudas de la magia? ¿Y Huon von Sagar? ¿Y Sansón? Pero si Sansón…
– Sansón es un embaucador -lo cortó el demérito-. Un compañero simpático, listo, agradable. Pero un embaucador y un charlatán. Como la mayor parte de los que hablan de magias y hechicerías. Esto al cabo no tiene sentido. Reinmar, yo no dudo de la magia. He visto suficiente como para no dudar. Y ahora tampoco dudo de la magia, sino de ti. He visto cómo levitas y encuentras el camino, pero si se trata de la banqueta voladora, en ella te puso sin duda Von Sagar, tú solo no habrías volado. De ser un verdadero conjurador de demonios, rapaz, todavía estás lejos. Pero si tú mismo lo estás viendo. Tú mismo debes de entender que no te sirven de nada los hieroglifos, pentagramas y abracadabras garrapateados por un cretino. Y tampoco el ridículo amuleto, una baratija de mercadillo. Tú mismo debes de ser consciente. Por eso no me insultes, te repito, ni a mí ni a mi inteligencia.
– Ya no tengo salida. -Reynevan apretó los dientes-. Tengo que intentarlo. Es mi única oportunidad.
Scharley se encogió de hombros y alzó los ojos.
El occultum de Circulos se presentaba, Reynevan no tenía más remedio que reconocerlo, peor que penoso. Estaba sucio, y todos los libros mágicos exigían santuarios ideales, limpios y hasta estériles. El círculo goético pintado en la pared no era especialmente regular y las reglas de la Sacra Goetia daban especial importancia a la precisión de los dibujos. Reynevan tampoco estaba seguro de si los hechizos inscritos en el círculo eran correctos. El mismo ceremonial de la evocación tuvo que hacerse no a medianoche, según mandaban los grimorios, sino al alba, porque a medianoche la oscuridad impedía en la torre cualquier acción. Tampoco era posible disponer de las velas negras exigidas por el ritual, ni de cualquier otro color. Por razones comprensibles no se les daba a los locos de la Narrenturm ninguna vela, candelabro, lámpara ni cualquier otra forma de poder iniciar un incendio.
En esencia, pensó con amargura, al tiempo que se ponía manos a la obra, sólo una cosa era conforme a la letra de los grimorios: el mago que quiera evocar o invocar debe cumplir la condición de pasar un tiempo lo suficientemente largo absteniéndose de practicar relaciones sexuales.
Scharley y Horn lo contemplaban de lejos, en silencio. También Tomás Alfa estaba en silencio, sobre todo porque le habían amenazado que le romperían la cara como se le ocurriera entrometerse de algún modo.
Reynevan terminó de organizar el occultum, pintó a su alrededor un círculo mágico. Carraspeó, alzó las manos.
– ¡Ermites! -comenzó, con voz cantarína, mirando fijamente los glifos del círculo goético-. ¡Poncor! ¡Pagor! ¡Anitor!
Horn resopló bajito. Scharley sólo suspiró.
– ¡Aglon, Vaycheon, Stimulamathon! ¡Ezphares, Olyaram, Irion!
«¡Mersilde! ¡Tú, cuya mirada atraviesa el abismo! ¡Te adoro, et te invocol
No sucedió nada.
– ¡Exytion, Eryon, Onera! ¡Mozm, Soter, Helomi!
Reynevan se pasó la lengua por los labios abiertos. En el lugar en el que el difunto Circulos había repetido tres veces las palabras VENI MERSILDE, colocó el amuleto de la serpiente, el pez y el sol inmerso en un triángulo.
– ¡Ostrata! -comenzó el hechizo activador-. ¡Terpandu!
«¡Ermas! -repitió, haciendo una reverencia y modulando la voz de acuerdo con lo ordenado por el Lemegeton, la Pequeña Llave de Salomón-. ¡Pericatur! ¡Beleuros!
Scharley maldijo, lo que llamó su atención. Casi sin creer sus propios ojos vio cómo los letreros garrapateados en el ladrillo comenzaban a brillar con una luz fosforescente.
– ¡Por el sello de Basdathei! ¡Mersilde! ¡Tú, cuya mirada atraviesa el abismo! ¡Acude aquí! ¡Zabaoth! ¡Escewerchie! ¡Astrachios, Asach, Asarca!
Los letreros del círculo ardían cada vez con mayor fuerza, un brillo fantasmal alumbró la pared. Los muros de la torre comenzaron a vibrar perceptiblemente. Horn maldijo. Tomás Alfa lloriqueó. Uno de los idiotas lloró en voz muy alta, comenzó a gritar. Scharley se alzó como un muelle, se acercó, con un corto golpe de puño en la sien lo derribó en su nido, se quedó callado.
– Bosmoletic, Jeysmy, Eth. -Reynevan se inclinó, tocó con la frente el centro del pentagrama. Luego, enderezándose, tomó una media cabeza de hufnal pulida y afilada en la piedra. Con un fuerte tirón cortó la piel del reverso de un pulgar, se tocó con el dedo sangrante la frente. Tomó aire, consciente de que llegaba el momento de mayor riesgo y peligro. Cuando la sangre fluyó suficientemente, pintó con ella una señal en el centro del círculo.
La señal secreta, prohibida y aterradora de Scirlin.
– Veni Mersilde! -gritó, sintiendo cómo los fundamentos de la Narrenturm comenzaban a estremecerse y temblar.
Tomás Alfa volvió a lloriquear, pero se calló al instante, porque Scharley le enseñó el puño. La torre temblaba cada vez más claramente.
– ¡Taul! -evocó Reynevan, desde la garganta, roncamente, como ordenaban los grimorios-. ¡Varf! ¡Pan!
El círculo goético borboteó con una claridad más fuerte, el lugar de la pared iluminado por ella dejaba poco a poco de ser sólo una mancha de luz, comenzaba a tomar formas y contornos.
Los contornos de un ser humano. No del todo humano. Los seres humanos no tenían cabezas tan grandes, ni manos tan largas. Ni unos cuernos tan grandes que surgían de la frente como de la de los bueyes.
La torre temblaba, los locos gritaban a diferentes voces, los secundaba Tomás Alfa. Horn se levantó.
– ¡Basta de esto! -gritó, por encima del griterío-. ¡Reynevan! ¡Deten esto! ¡Deten, maldita sea, esta acción diabólica! ¡Moriremos por tu culpa!
– ¡Varf! ¡Clemialh!
Las siguientes palabras de la invocación se le atravesaron en la garganta. La brillante forma en la pared era ya tan clara como para que lo estuviera mirando con dos grandes ojos de serpiente. Viendo que la figura no sólo se contentaba con mirar sino que alargaba la mano, Reynevan gritó de miedo. El pavor lo dejó paralizado.
– ¡Seru… geath! -balbuceó, consciente de que estaba llorando-. Ariwh…
Scharley se acercó de un salto, lo agarró por detrás del cuello, con la otra mano le tapó la boca, tiró de él, sin fuerza a causa del miedo, arrastrándolo por la paja hasta el rincón más alejado, entre los idiotas. Tomás Alfa corrió a las escaleras, pidiendo socorro con un agudo grito. Horn, por su parte, se veía que totalmente desesperado, arrancó el orinal del suelo y vertió su contenido sobre todo: sobre el occultum, el círculo, el pentagrama y la aparición que surgía de la pared.
El grito que se oyó hizo que todos se cubrieran las orejas con las manos y se encogieran sobre el suelo. De pronto sopló un viento terrible, alzando una tormenta de pajas y polvo, el polvo se metió en los ojos, los dejó cegados. El fuego de la pared se fue debilitando, dejando atrás una nube de vapor apestoso, siseando, hasta que por fin se apagó por completo.
No fue sin embargo aquél el final. Porque de pronto hubo un estallido, un estallido tremendo, pero no desde la dirección del occultum cubierto de apestoso humo, sino desde arriba, de lo más alto de las escaleras, desde la puerta. Cayeron escombros, una verdadera lluvia de piedra pulverizada dentro de una nube blanca de yeso y cal. Scharley agarró a Reynevan y saltó con él bajo las arquerías de las escaleras. Justo a tiempo. Ante sus ojos cayó desde arriba una gruesa tabla de la puerta, provista de su tranca, directamente encima del cráneo de uno de los asustados idiotas y lo aplastó como si fuera una manzana.
Entre el alud de polvo cayó un hombre con las manos y los pies dispuestos en forma de cruz.
La Narrenturm se derrumba, le pasó por la cabeza a Reynevan. Se deshace en escombros la turris fu.lgura.ta, la torre herida por el rayo. Un pobre y ridículo loco cae de la Torre de los Locos que se está convirtiendo en ruinas, vuela hacia abajo, hacia su perdición. Yo soy ese loco, caigo, vuelo hacia el abismo, hacia el fondo. Cataclismo, caos y destrucción de las que soy culpable yo. Loco y perturbado, que liberé a un demonio, abrí la puerta del infierno. Percibo el hedor del azufre del infierno…
– Es pólvora… -Scharley, encogido al lado, adivinó sus pensamientos-. Alguien ha volado la puerta a base de pólvora… Reinmar… Alguien…
– ¡Alguien nos está liberando! -gritó, saliendo de entre las ruinas, Horn-. ¡Es la salvación! ¡Son los nuestros! ¡Hosanna!
– ¡Eh, mozos! -gritó alguien desde arriba, desde la destrozada puerta, de donde surgía ya la claridad del día y un aire fresco y helado-. ¡Salid, que estáis libres!
– ¡Hosanna! -repitió Horn-. ¡Scharley, Reinmar! ¡Salgamos, aprisa! ¡Son los nuestros! ¡Los bohemios! ¡Estamos libres! ¡Adelante, aprisa, a las escaleras!
Él mismo fue el primero en correr, sin esperar. Scharley lo siguió. Reynevan echó un vistazo al occultum, aún emanando vapor, apagándose, a los locos tumbados en la paja. Se apresuró hacia las escaleras, tropezando por el camino con el cuerpo de Tomás Alfa, al que la explosión que había destrozado la puerta le había traído no la libertad, sino la muerte.
– ¡Hosanna! -Urban Horn, ya arriba, saludaba a los libertadores-. ¡Hosanna, hermanos! ¡Hola, Halada! ¡Por Dios, Raabe! ¡Tybald Raabe! ¿Eres tú?
– ¿Horn? -Tybald Raabe mostró su asombro-. ¿Tú aquí? ¿Estás vivo?
– ¡Cristo, por supuesto! ¿Qué es esto? ¿No es por mí que…?
– No por ti -dijo el llamado Halada, un bohemio con un enorme cáliz rojo en el pecho-. Contento estoy, Horn, de verte sano y salvo, claro. También el hermano Ambrós se alegrará… Mas asaltamos Frankenstein no por tu causa, sino por ellos.
– ¿Por ellos?
– Por ellos -confirmó, abriéndose paso entre los bohemios, un gigante con un jubón calado que le hacía parecer incluso mayor-. Scharley. Reinmar. Hola.
– Sansón… -Reynevan sintió cómo la emoción le apretaba la garganta-. Sansón… ¡Amigo! No te has olvidado de nosotros…
– ¿Y cómo olvidaros? -El rostro de Sansón Mieles fue surcado por una enorme sonrisa-. ¿A dos como vosotros?