Capítulo vigésimo

En el que de nuevo se confirma la antigua verdad de que, pase lo que pase, siempre se puede contar con los amigos de los estudios.


– Sabes, Reynevan -dijo Enrique Hackeborn-, se afirma por doquier que la fuente de todas las desgracias que te han avenido, todo el mal y la causa de tu desdichada fortuna, es esa francesa, Adela Sterz.

Reynevan no reaccionó ante aquella afirmación tan perspicaz. Le punzaba la espalda y no había cómo rascarse teniendo las manos atadas por las muñecas y para colmo los codos ceñidos a los costados por un cinturón de cuero. Los caballos del grupo iban haciendo ruido con sus cascos por el maltratado camino. Los ballesteros meneaban las cabezas soñolientos en sus monturas.

Había pasado tres días encerrado en la torre del castillo de Ziebice. Pero había estado lejos de sumirse en la desesperación. Estaba encerrado y privado de libertad, cierto, inseguro acerca de su futuro, cierto también. Pero de momento no le pegaban, sino que le daban de comer, aunque fuera mal y con monotonía, pero a diario, cosa a la que últimamente se había desacostumbrado y a la que se volvió a acostumbrar con agrado.

Dormía mal, no sólo a causa de las chinches de imponente tamaño que acechaban en la paja. Cuantas veces cerraba los ojos veía el rostro blanco e hinchado como el queso de Peterlin. O a Adela y Juan de Ziebice en diversas configuraciones. Él mismo no sabía qué era lo peor.

La pequeña ventana enrejada en un grueso muro sólo permitía ver un pequeñísimo fragmento de cielo, pero Reynevan se pasaba todo el tiempo encaramado al hueco, aferrado a las rejas, con la esperanza de que en un momento dado iba a escuchar a Scharley como si fuera una araña escalando el muro con una lima en los dientes. O miraba a la puerta, soñando que iba a saltar de sus goznes bajo el ímpetu de los hombros de Sansón Mieles. Su fe, no falta de razones, en la omnipotencia de sus amigos, lo había mantenido con buen ánimo.

Por supuesto, no hubo rescate alguno. Muy temprano en la mañana del cuarto día lo sacaron de la celda, lo ataron y lo montaron en un caballo. Salió por la puerta Paczkowska, escoltado por cuatro ballesteros a caballo, un armiguer y un caballero completamente armado, con el escudo adornado por la estrella de ocho brazos de los Hackeborn.

– Todos dicen -continuó Enrique Hackeborn- que el joderte a la francesa te trajo mal fario. El que te la trajinaras ha sido tu perdición.

Tampoco esta vez respondió Reynevan, pero no pudo evitar asentir pensativamente.

Apenas habían perdido de vista las torres de la ciudad, Hackeborn, en apariencia sombrío y servil hasta el hastío, se había reanimado, se puso alegre y parlanchín, sin que nadie se lo pidiera. Se llamaba Heinrich, Enrique -como la mitad de los alemanes-, y era, como resultó, pariente de los poderosos Hackeborn de Przewóz, quienes no hacía mucho, todo lo más dos años, habían venido de Turingia, donde su familia cada vez había ido degradándose más al servicio de los landgraves y, al mismo tiempo, empobreciéndose cada vez más. En Silesia, donde el nombre de Hackeborn significaba todavía algo, el caballero Enrique contaba con hacer aventuras y carrera al servicio de Juan de Ziebice. Las primeras iba a disfrutarlas gracias a la cruzada antihusita que se esperaba de un día para otro, mientras que la segunda se la iba a asegurar un casorio ventajoso. Enrique Hackeborn le confesó a Reynevan que se moría por Jutta de Apolda, la hija hermosa y llena de pasión del copero Bertold de Apolda, señor de Schónau. Jutta, por desgracia, confesó el caballero, no sólo no le correspondía sino que hasta se permitía burlarse de sus avances. Pero en fin, lo importante es la tozudez, gota a gota se quiebra la roca.

Reynevan, aunque las peripecias sentimentales de Hackeborn le importaban mucho menos que la nieve del año pasado, fingía escuchar, asentía educadamente, puesto que al fin y al cabo no valía la pena ser descortés con la propia escolta. Cuando al cabo de algún tiempo el caballero agotó los temas que le interesaban y se calló, Reynevan probó a echar una cabezada, mas no sirvió de nada. Ante sus ojos cerrados seguía apareciendo el muerto Peterlin en sus andas o Adela con los muslos en los hombros del duque Johann.

Estaban en el bosque de Sluzejow, multicolor y lleno de aromas tras la llovizna mañanera, cuando el caballero Enrique interrumpió su silencio. De propia voluntad, sin ser preguntado, le confesó a Reynevan la meta del viaje: el castillo de Stolz, el nido del poderoso señor Johann von Biberstein. Reynevan sintió curiosidad y a la vez se preocupó. Tenía intención de preguntar al charlatán aquél, pero no le dio tiempo, porque el caballero cambió de tema ágilmente y comenzó a divagar sobre Adela von Sterz y la mala fortuna que aquel romance le había atraído a Reynevan.

– Todos afirman -repitió- que te dio mal fario el que te la trajinaras.

Reynevan no polemizó con él.

– Y no obstante no es así -continuó Hackeborn, haciendo un gesto de sabelotodo-. Antes al contrario. Hay quien lo ha entendido. Y lo sabe. Que el que te cepillaras a la francesa salvado te ha la vida.

– ¿Cómo?

– El duque Juan -le explicó el caballero- te hubiera entregado sin la menor resistencia a los Sterz, Rachenau y los Baruth le presionaron mucho para que lo hiciera. ¿Mas qué hubiera significado esto? Que Adela miente cuando lo niega todo. Que tú te la cepillaste al fin y al cabo. ¿Lo captas? Por esto mismo el duque no te dio al verdugo para las pesquisas en lo tocante a los asesinatos que al parecer cometieras. Porque sabía que en el tormento te chotarías de Adela. ¿Entiendes?

– Un poco.

– ¡Un poco! -Hackeborn sonrió-. Un poco te ha salvado esto el gaznate, hermano. En lugar de ir al cadalso o al tormento, vas al castillo de Stolz. Porque allá no podrás hablarle de las hazañas amorosas en la alcoba de Adela más que a las paredes y las paredes son así de gordas. En fin, lo que es estar encerrado, lo estarás algún tiempo, mas salvarás la cabeza y otros miembros. En Stolz no te hará nada nadie, ni siquiera el obispo, ni siquiera la Inquisición. Los Biberstein son poderosos magnates, a nadie temen y nadie se atreve a habérselas con ellos. Sí, sí, Reynevan. Te ha salvado el que reconocieras ante el duque Juan que tú te revolcabas antes que él con su nueva meretriz. ¿Comprendes? Una querida cuyos campos hayan sido arados tan sólo por su señor marido, es casi como una virgen, mientras que una que ya se ha dado a otros galanes no es más que una barragana. Porque si en su cama ya ha estado Reinmar de Bielau, entonces puede haber estado cualquiera.

– ¡Qué amable! ¡Muchas gracias!

– No las des. Dije que Amor te ha salvado. Y así has de verlo.

Ay, no del todo, pensó Reynevan, no del todo.

– Sé lo que piensas -dijo el caballero para su sorpresa-. Que un muerto es todavía más discreto, ¿no? ¿Que en Stolz están prestos para envenenarte o para retorcerte el pescuezo por lo bajini? De eso nada, te equivocas si piensas así. ¿Quieres saber por qué?

– Quiero.

– Esta tu discreta prisión en el castillo de Stolz se la ofreció al duque el propio Johann von Biberstein. Y el duque la aceptó en un decir amén. Y ahora lo mejor: ¿sabes por qué Biberstein se apresuró con la oferta?

– No tengo ni idea.

– Pues yo la tengo. Porque el rumor ya rondaba por toda Ziebice. Se lo pidió la hermana del duque, la condesa Eufemia. Y el duque en gran estima la tiene. Se dice que desde la más tierna infancia. Por ello la condesa posee tanta importancia en la corte ziebicana. Aunque ella no tenga ni la más mínima posición, puesto que ella de condesa, título y honor vacíos tiene. Once hijos le parió al suabo Federico y cuando enviudó, estos mismos hijos, no es secreto alguno, la echaron de Oettingen. Mas en Ziebice es ella mucha señora, nadie lo puede negar.

Reynevan no tenía intención de negarlo.

– No sólo ella pidió por ti a don Johann Biberstein -siguió Hackeborn al cabo de un momento-. ¿Quieres saber quién más?

– Quiero.

– La hija de Biberstein, Catalina. Debes de haberle caído en gracia.

– ¿Una alta? ¿Rubia?

– No te hagas el tonto. De sobra la conoces. Dicen las malas lenguas que ya antes te salvó de una persecución. Eh, en qué extraña forma se ha enredado todo. Dilo tú mismo, ¿no es una ironía del destino, una comedia de los errores? ¿No es esto una Narrenturm? ¿La verdadera Torre de los Locos?

Cierto, pensó Reynevan. Esto es una verdadera Torre de los Locos, una Narrenturm. Y yo… Scharley tenía razón: soy el más loco de todos. El rey de los chalados, mariscal de los tontos, gran prior de la orden de los cretinos.

– En la torre de Stolz -siguió alegre Hackeborn- no estarás mucho tiempo, si muestras razón. Prepárase, lo sé de cierto, una gran cruzada contra los herejes bohemios. Haces el juramento y aceptas la cruz, y te dejarán ir. Guerreas un poquejo. Y sirves en la lucha contra el cisma, lo que acarreará que se te perdone la pena.

– Sólo hay un problema.

– ¿Cuál?

– Que yo no quiero guerrear.

El caballero se dio la vuelta en la silla, lo contempló durante mucho tiempo.

– ¿Y ello -preguntó con énfasis- por qué, si puede saberse?

Reynevan no tuvo tiempo de contestar. Se escuchó un pérfido silbido y un susurro y al instante un potente chasquido. Hackeborn gorgoteo, se echó mano a la garganta, en la que, atravesando la chapa de la gola, estaba clavado el virote de una ballesta. El caballero escupió abundante sangre, se echó poco a poco hacia atrás y cayó del caballo. Reynevan vio sus ojos, muy abiertos, llenos de una inmensa estupefacción.

Luego empezaron a pasar cosas, muchas y muy deprisa.

– ¡Nos atacaaan! -gritó el armiguer, sacando la espada de la vaina-. ¡A las armaaas!

Desde unos arbustos que estaban delante de él surgió un tremendo estampido, brilló el fuego, se retorció el humo. El caballo de uno de los pajes cayó como si lo hubiera acertado un rayo, aplastando a su jinete. El resto de los caballos se pusieron de patas, asustados por el estallido, también el caballo de Reynevan. Éste, como estaba atado, no consiguió mantener el equilibrio y cayó, golpeándose dolorosamente la cadera con el suelo.

Unos jinetes surgieron de los arbustos. Reynevan, aunque estaba hecho un ovillo sobre la arena, los reconoció al instante.

– ¡Atacad, matadlos! -gritó, agitando la espada, Kunz Aulock. A quien también se lo conocía como Kirieleisón.

Los ballesteros ziebicanos lanzaron una salva, pero desgraciadamente los tres fallaron. Quisieron huir, pero no lo consiguieron, cayeron bajo los tajos de las espadas. El armiguer se batió valientemente con Kirieleisón, sus caballos rebufaron y bailaron, las hojas tintinearon. El punto final al duelo lo puso Stork de Gorgowitz, clavándole al armiguer una lanza en la espalda. El armiguer se estiró y entonces Kirieleisón lo finiquitó con un pinchazo en la garganta.

En lo profundo del bosque, en la espesura, una asustada urraca lanzó un chillido de alarma. Apestaba a pólvora.

– Vaya, vaya -dijo Kirieleisón, golpeando a Reynevan, que estaba tendido, con la punta de la bota-. El señor Bielau. Mucho ha que no nos hemos visto. ¿No te alegras?

Reynevan no se alegraba.

– Estuvimos esperando aquí -se lamentó Aulock-, bajo la lluvia, el frío y las incomodidades. Mas finis coronat opus. Te tenemos, Bielau. Y para colmo preparado, por así decirlo, para el uso, amarrado como un paquete. Oh, no has tenido un buen día, desde luego.

– Dame, Kunz, le voy a patear los dientes -propuso uno de la banda-. Él a poco no me quiebra un ojo, entonces, en la posada de Brzeg. Así que yo ahora le pateo los dientes.

– Déjalo, Sybko -ladró Kirieleisón-, enfria tus ardores. Mejor ve y mira lo que el caballero tenía en sus albardas y bolsos. ¿Y tú, Bielau, por qué me miras con esas candelas?

– Mataste a mi hermano, Aulock.

– ¿Qué?

– Mataste a mi hermano. En Balbinów. Colgarás por ello.

– Tonterías dices -dijo Kirieleisón con voz fría-. Debes de haberte caído del caballo de cabeza.

– ¡Mataste a mi hermano!

– Repites tus tonterías.

– ¡Mientes!

Aulock estaba junto a él, en la expresión de su cara se podía leer el dilema: patear o no patear. No pateó, a todas luces por puro desprecio. Se alejó unos pasos, se acercó al caballo que habían matado de un tiro.

– Que me lleven los diablos -dijo, meneando la cabeza-. Arma terrible y mortal, ese tu kandkannon, Stork. Admira tú mismo qué agujero le hizo a la yegua. ¡Si cabe una silla! ¡Ciertamente, un arma del futuro! ¡Progreso!

– ¡A la mierda con el progreso de los güevos! -repuso agrio Stork de Gorgowitz-. No al caballo, sino a su jinete, apuntaba yo con el puto tubo. Y no a ese jinete, sino al otro.

– No importa. Da igual adonde apuntaras, lo principal es que se acertó. ¡Eh, Walter! ¿Qué andas haciendo?

– ¡Les doy la puntilla a los que entoavía respiran! -repuso Walter de Barby-. No nos son menester los testigos, ¿no?

– ¡Date prisa! Stork, Sybko, en un pis pas, subidme al Bielau a un caballo. Al castellano del caballero. Y amarradlo bien, que es hombre de recursos. ¿Os acordáis?

Stork y Sybko se acordaban, ay, cómo se acordaban, porque el subirle a Reynevan al caballo estuvo precedido por una serie de golpes e insultos escogidos. Las manos atadas se las fijaron al arzón y los muslos a las cinchas. Walter de Barby terminó de dar las puntillas, los cadáveres de los ziebicanos fueron escondidos en los matojos, se espantó a los caballos y a una orden de Kirieleisón los cuatro -más Reynevan- se pusieron en camino. Cabalgaban deprisa, evidentemente querían alejarse lo más rápidamente posible del lugar del ataque y de los posibles persecutores. Reynevan se balanceaba en la silla. Cada vez que respiraba se le clavaban las costillas, le dolían como el diablo. Esto no puede seguir así, pensaba casi inconsciente, no puede ser que cada dos por tres me estén golpeando.

Kirieleisón espoleaba a sus camaradas a gritos, iban al galope. Por el camino real, todo el tiempo. A todas luces se veía que preferían la velocidad a la posibilidad de esconderse, el espeso bosque no les hubiera permitido ir ni siquiera al trote, no digamos al galope.

Entraron en una encrucijada. Directamente en la emboscada.

De todas direcciones, también por detrás, les salieron unos jinetes que hasta entonces habían estado escondidos en los matorrales. Eran unos veinte en total, de los que la mitad iban armados con blancas armaduras completas. Kirieleisón y su compaña no tenían ni la más mínima posibilidad, pero de todos modos, hay que reconocerlo, presentaron una resistencia encarnizada. Aulock fue el primero que cayó del caballo, con la cabeza terriblemente destrozada por un hacha. Cayó también bajo los cascos del caballo Walter de Barby, atravesado al pasar por la espada de un gran caballero con las armas de los Ogonczyk polacos en el escudo. A Stork le dieron con un mangual en la testa. A Sybko de Kobelau le clavaron y cortaron de tal modo que la sangre le regó a Reynevan, quien estaba encogido en su silla.

– Estáis libre, camarada.

Reynevan entrecerró los ojos. La cabeza le daba vueltas. Todo había sucedido demasiado deprisa para su gusto.

– Gracias, Bolko… Perdón… Excelentísimo señor duque…

– Vale, vale -lo interrumpió Bolko Woloszek, heredero de Opole y Prudnik, señor de Glogówek, cortando las cuerdas de sus ligaduras-. No me vengas con señoríos. En Praga tú eras Reynevan y yo Bolko. A la hora de la cerveza y de las peleas. Y también cuando para ahorrar cogimos los dos una sola puta en el burdel de la calle Celetna, en el casco viejo. ¿Te has olvidado?

– No lo olvidé.

– Yo tampoco. Como ves. No se deja a un compañero de estudios en la estacada. Y Juan de Ziebice me puede chupar el culo. De todos modos veo con agrado que no nos hemos cargado a ningún vecino de Ziebice. Aunque sea por casualidad, hemos evitado un incidente diplomático, puesto que, he de reconocer, al acecho en el camino de Stolz, nos esperábamos a una escolta de ziebicanos. Y he aquí una sorpresa. ¿Quiénes son éstos, señor teniente de estarosta? Reynevan, te presento a mi teniente de estarosta, el señor Cristóbal de Koscielce. ¿Qué hay entonces, don Cristóbal? ¿Conocemos a alguno? ¿Vive quizá alguno todavía?

– Son Kunz Aulock y su compaña -dijo antes que Reynevan el gigante del Ogonczyk en el escudo-. De ellos uno aún respira. Stork de Gorgowitz.

– ¡Jo, jo! -El señor de Glogówek alzó las cejas y torció la boca-. Stork. ¿Y vivo? Traedlo acá.

Woloszek espoleó al caballo, contempló desde la altura de su silla a los muertos.

– Sybko de Kobelau -reconoció)-. Había escapado unas cuantas veces al verdugo mas, como se suele decir, tanto va el cántaro a la fuente… Y aquí Kunz Aulock, joder, de tan buena familia. Walter de Barby, en fin, murió como vivió. ¿Y a quién tenemos aquí? ¿Don Stork?

– Piedad -balbució Stork de Gorgowitz, haciendo una mueca deforme en su rostro bañado en sangre-. Perdón… Apiadaos, señor…

– No, don Stork -respondió Bolko Woloszek con fría voz-. Opole será pronto mi señorío, mi ducado. Por ello el forzar a una burguesa de Opole es, a mis ojos, un grave crimen. Demasiado grave para tan rápida muerte. Una pena que tenga tan poco tiempo.

El joven duque se puso de pie sobre los estribos, miró alrededor.

– Atad al bellaco -ordenó-. Y ahogadlo.

– ¿Dónde? -se asombró el Ogonczyk-. Aquí no hay agua ninguna.

– Allá, en la cuneta, hay un charco -señaló Woloszek-. Cierto, no muy grande, mas cabe justo la cabeza.

Los caballeros de Glogówek y de Opole arrastraron a Stork, que gritaba y se debatía, hasta la cuneta, le dieron la vuelta y le apretaron la cabeza contra el charco, mientras le sujetaban las piernas. El grito se transformó en un rabioso gorgoteo. Reynevan volvió el rostro.

Duró mucho, muchísimo tiempo.

Volvió Cristóbal de Koscielce acompañado por otro caballero, también polaco, con el escudo de los Nieczuja.

– Se tragó toda la agua del charco, el borrico -dijo el Ogonczyk con voz alegre-. Sólo cuando llegó al barro se ha ahogado.

– Hora de irnos de aquí, vuestra alteza ducal -añadió el Nieczuja.

– Cierto. -Bolko Woloszek se mostró de acuerdo-. Cierto, don Slaski. Escucha, Reynevan. Conmigo no puedes irte, no podré esconderte ni en Glogówek, ni en Opole, ni en Niemodlin. Ni mi padre ni el tío Bernardo querrán problemas con los ziebicanos, te entregarán a Juan en cuanto éste se acuerde. Y se acordará.

– Lo sé.

– Sé que lo sabes. -El joven Piasta entrecerró los ojos-. Mas no sé si lo entiendes. Por ello entraré en pormenores. Con indiferencia de qué dirección elijas, evita Ziebice. Evita Ziebice, camarada, te lo aconsejo por nuestra antigua amistad. Deja esa ciudad y ese ducado lo más lejos que puedas. Créeme, ya no tienes nada que buscar allí. Puede que lo tuvieras, pero ya no lo tienes. ¿Está claro?

Reynevan afirmó con la cabeza. Estaba claro, pero el reconocimiento no le quería atravesar la garganta por nada del mundo.

– Entonces -el duque tiró de las riendas, hizo girar al caballo-, cada uno por su camino. Compóntelas tú solo.

– Otra vez gracias. Quedo en tu deuda, Bolko.

– No hay de qué hablar. -Woloszek agitó la mano-. Como dije, por la antigua camaradería universitaria. Ay, aquéllos fueron tiempos, en Praga… Adiós, Reinmar. Bene vale.

Bene vale, Bolko.

Al poco se apagó el sonido de los cascos de los caballos de la comitiva opolana, desapareció entre los abedules un caballo castellano marrón oscuro que hasta no hacía mucho había sido propiedad de Enrique Hackeborn, caballero de Turingia que había venido a Silesia a encontrar la propia muerte. En la encrucijada todo quedó tranquilo, enmudecieron los graznidos de urracas y cuervos, se renovaron los cantos de las oropéndolas.

No había pasado una hora cuando el primer zorro comenzó a mordisquear el rostro de Kunz Aulock.


Los hechos del camino de Stolz se convirtieron -al menos durante algunos días- en la sensación y el acontecimiento de sociedad, en tema de moda de pláticas y rumores. El duque de Ziebice, Juan, anduvo durante algunos días apesadumbrado, algunos curiosos cortesanos decían que las pagaba con su hermana, la condesa Eufemia, echándole la culpa irracionalmente de todo lo sucedido. Se corrió el rumor también de que a la doncella de Adela de Sterz le tocó una buena en las orejas. El clamor proclamaba que por haber estado alegre, parlanchína y sonriente cuando su señora no estaba en absoluto para reír.

Los Hackeborn de Przewóz anunciaron que los asesinos del joven Enrique serían castigados hasta bajo tierra. La hermosa y temperamental Jutta de Apolda no se entristeció de la muerte de su adorador, por lo que se dice, en absoluto.

Los caballeros jóvenes organizaron la persecución de los criminales, galopando de castillo en castillo entre el trueno de los cuernos y el estampido de los cascos. La persecución recordaba más que nada a un picnic y los resultados que produjo fueron también propios de picnic. Algunos, como embarazos y el envío de propuestas de matrimonio, sólo llegaron con mucho retraso.

La Inquisición visitó Ziebice, pero de que estuvo allí no se enteraron fuera de los muros de los dominicos ni siquiera los mayores cotillas y curiosos de la ciudad. Otras noticias y rumores se extendieron a toda velocidad.

En Wroclaw, en San Juan Bautista, el canónigo Otto Beess oraba fogosamente ante el altar mayor, dando gracias a Dios, con la cabeza puesta sobre las manos unidas.

En Ksieginice, una aldea cerca de Lubin, una viejecilla completamente encorvada, la madre de Walter de Barby, pensaba en el invierno que se acercaba y en el hambre que ahora, cuando se había quedado sin protección ni ayuda, la mataría sin dudarlo antes de que llegara la cosecha.

En Niemczy, en la Taberna de la Campana, durante algún tiempo hubo mucho bureo. Wolfher, Morold y Wittich Sterz, y con ellos Dieter Haxt, Stefan Rotkirch y Jens von Knobelsdorf, llamado el Buho, gritaron, maldijeron y lanzaron hueras amenazas, bebiendo cuartillo tras cuartillo y azumbre tras azumbre. Los servidores que les proporcionaban la bebida se encogían de miedo cuando escuchaban la descripción de las torturas que los bebedores planeaban aplicarle a cierto Reynevan de Bielau. Por la mañana, una serena afirmación de Morold les levantó inesperadamente el ánimo. No hay mal que por bien no venga, dijo Morold. Si a Kunz Aulock se lo ha llevado el diablo, los mil gúldenes de oro renanos de Tammo Sterz se quedarían en el bolsillo. O sea, en Sterzendorf.

Cuatro días después llegó la noticia a Sterzendorf.


La pequeña Ofka Baruth estaba muy, pero que muy insatisfecha. Y muy enfadada con la castellana. A Ofka nunca le había gustado demasiado la castellana, a menudo dejaba su madre en manos de la castellana actividades que Ofka detestaba, sobre todo el comer gachas y el lavarse. Aquel día, sin embargo, la castellana había hecho enfadar a Ofka terriblemente: la había arrancado con violencia de su juego. El juego consistía en tirar un piedra plana sobre un montón de mierda de vaca fresca y gracias a su alegre simpleza el juego estaba últimamente de moda entre los coetáneos de Ofka, sobre todo entre los retoños de la guardia del castillo y de los sirvientes.

Expulsada de sus juegos, la muchacha refunfuñaba, renegaba e intentaba obstaculizar todo lo que podía a la castellana. Iba andando a pequeños pasos, ante lo cual la castellana casi tenía que ir arrastrándola. Reaccionaba con bufidos enfadados a las amonestaciones y en general a todo lo que decía la castellana. Porque aquello le importaba un pimiento. Estaba harta de traducir las palabras del abuelo Tammo, porque la habitación del abuelo apestaba, y al cabo, también el abuelo olía mal. Le importaba un pimiento el que acabara de llegar a Sterzendorf el tío Apecz, que el tío Apecz le trajera al abuelo una noticia extraordinariamente importante, que precisamente se la está transmitiendo y que cuando termine, el abuelo Tammo tendrá, como de costumbre, mucho que decir, y excepto ella, la bien nacida señorita Ofka, nadie entendía ni papa de lo que hablaba el abuelo Tammo.

A la bien nacida señorita Ofka no le importaba nada todo aquello. No tenía más que un deseo: volver al lado de la muralla a tirar piedras planas a los montones de mierda de vaca.

Ya en la escalera escuchó los sonidos que llegaban de la habitación del abuelo. Las noticias transmitidas por tío Apecz debían de ser verdaderamente espantosas, incluso terribles, puesto que Ofka jamás había oído gritar así al abuelo. Nunca. Ni siquiera entonces cuando se enteró de que el mejor alazán de sus establos se había envenenado con algo y había muerto.

– ¡Uuaahha-uuaha-buhhauahhu-uuuaaha! -le llegó desde la habitación-. Hrrrrhyr-hhhyh… ¡Uaarr-raaah! O-o-oooo…

Luego se escuchó:

– Bzppprrrr… Ppppprrrruuu…

Ycayó un pesado silencio.

Yluego salió tío Apecz de la habitación. Miró largo rato a Ofka. Y todavía más largo a la castellana.

– Por favor, que se prepare la comida en la cocina -dijo por fin-. Airead la habitación. Y llamad a un cura. Por este orden. Impartiré las siguientes órdenes cuando haya comido.

«Mucho -añadió, viendo por la expresión de la castellana que adivinaba la verdad-. Mucho va a cambiar ahora aquí.


Capitulo vigesimoprimero


En el que de nuevo aparece el goliardo rojo y el carro negro y en el carro más de cinco cientos de gúldenes. Y todo a consecuencia de que otra vez Reynevan anda corriendo detrás de unas faldas.


Hacia el mediodía le cortó el camino un enorme campero de troncos arrancados y derribados por el viento, que llegaba hasta la lejana pared del bosque. El espectáculo de destrozados maderos, el desorden de retorcidas astas, el caos de las raíces arrancadas casi dolorosamente de la tierra y el laberinto del bosque desbaratado por la tormenta se correspondían con la verdadera imagen de su alma. El alegórico paisaje no sólo le hizo ralentizar el paso, sino que lo obligó a pensar.

Después de haberse separado del duque Bolko Woloszek, Reynevan viajó apático hacia el sur, allá hacia donde el viento arrastraba las grandes bolas de unas oscuras nubes. No sabía por qué había elegido aquella precisa dirección. ¿Acaso porque Woloszek al despedirse le había señalado hacia allí? ¿Acaso había elegido instintivamente la senda que lo alejaba del lugar y de los hechos que le producían temor y asco? ¿De los Sterz, de Strzegom y el señor de Laasan, Hayn von Czirne, la Inquisición de Swidnica, el castillo de los Stolz, Ziebice, el duque Juan…

Y de Adela.

El viento empujaba las nubes tan bajo que casi parecía que se iban a topar con las puntas de los árboles que se elevaban al otro lado del claro. Reynevan suspiró.

¡Ah, cómo le dolían, cómo le apretaban el corazón y las entrañas las frías palabras del duque Bolek! ¡En Ziebice no tenía ya nada que buscar! ¡Por los clavos de Cristo! Aquellas palabras, puede ser que por ser tan brutalmente sinceras, tan verdaderas, dolían más que la fría e indiferente mirada de Adela, más que su cruel voz cuando azuzó contra él a los caballeros, más que los golpes que por esta causa llovieron sobre él, más que su prisión. En Ziebice ya no tenía nada que buscar. En Ziebice, a la que se había dirigido lleno de esperanza y amor, derechamente al peligro, arriesgando la salud y la vida. ¡En Ziebice ya no tenía nada que buscar!

Entonces no tengo ya nada que buscar en ningún lugar, pensó, con la vista fija en el caos de raíces y troncos. Así que en vez de huir y buscar aquello que ya no existe, ¿no será mejor volver a Ziebice? ¿Encontrar la forma de ver cara a cara a la amante infiel? ¿Para que, como aquel caballero del romance, el que había sacado el guante de una dama de ligeros cascos de un foso con panteras y leones, arrojar al rostro a Adela, como si fuera el guante, sus amargos reproches y frío desprecio? Ver cómo la indigna palidece, cómo se colma de desconcierto, cómo retuerce las manos, cómo baja la vista, cómo le tiemblan los labios. ¡Sí, sí, que suceda lo que haya de suceder, sólo con poder contemplar cómo se le empalidece el rostro, cómo se abochorna al darse cuenta de su desvergonzada infidelidad! ¡Hacer que sufra! Que le reconcoma la conciencia, que la consuman los remordimientos…

Sí, claro, habló el buen juicio. ¿Remordimientos? ¿Conciencia? ¡Idiota! Ella se echará a reír y ordenará que te vuelvan a amarrar y a meter en la torre. Y se irá a ver al duque Juan y los dos yacerán en la cama, harán el amor, qué digo, follarán de tal modo que la cama crujirá. Y no habrá allí remordimientos ni penas. Habrá risas porque a los juegos de amor se añadirán, como especia picante, el placer y el fuego de las burlas acerca del ingenuo Reinmar de Bielau.

El buen juicio, constató Reynevan sin asombro alguno, hablaba

con la voz de Scharley.

El caballo de Enrique Hackeborn relinchó, meneó la testa. Scharley, pensó Reynevan, palmeándole el cuello, Scharley y Sansón. Se quedaron en Ziebice. ¿Se quedaron? ¿O puede que apenas lo arrestaran huyeran a Hungría, contentos de haberse librado del obstáculo? Scharley había alabado no hacía mucho la amistad, cosa grande, dijo, y hermosa. Pero antes -y qué verdadero y sincero aquello sonaba, qué poco de burla había en ello- declaró que para él no contaba más que su propio bienestar, su dicha y su felicidad, y que al resto se lo llevara el diablo. Así habló y en realidad…

En realidad a mí esto, ahora, no me sorprende.

El castellano de Hackeborn relinchó de nuevo. Y le respondió un relincho.

Reynevan alzó la cabeza, justo a tiempo para distinguir a un jinete al borde del bosque.

Una amazona.

Nicoletta, pensó con asombro. ¡Nicoletta la Rubia! Yegua cenicienta, cabellos claros, gris manto. ¡Es ella, con toda seguridad!

Nicoletta lo vio casi en el mismo momento que él a ella. Pero pese a lo que esperaba, no le saludó con la mano ni le gritó con fuerza y alegría. Al contrarío. Dio la vuelta al caballo y se lanzó a la huida. Reynevan no se lo pensó mucho tiempo. Para ser más exactos, no se lo pensó ni un segundo.

Tiró de las riendas del castellano y se lanzó tras ella, por el borde del claro. Al galope. Los ramajes podían costarle al alazán el romperse una pata y a su jinete el quebrarse el cuello. Pero como se ha dicho, Reynevan no pensaba. El caballo tampoco.

Cuando entró en el bosque, entre los pinos, siguiendo a la amazona, ya sabía que se había equivocado. En primer lugar, el caballo gris no era la rápida yegua de raza que conocía, sino una jamelga huesuda y destartalada, que galopaba por el sotobosque pesadamente y sin gracia alguna. Y la muchacha que iba sobre la jamelga no podía ser en ningún caso Nicoletta la Rubia. La valiente y decidida Nicoletta -o, se corrigió en su mente, mejor dicho Catalina Biberstein- no habría cabalgado, en primer lugar, sobre una montura de dama. En segundo, no se habría encogido en ella tan desesperadamente, no miraría hacia atrás con terror. Y no habría chillado de tal modo. Seguro que no habría chillado.

Cuando por fin cayó en la cuenta de que iba persiguiendo por los bosques a una muchacha completamente extraña como un cretino o un pervertido, ya era demasiado tarde. La amazona, entre chillidos y retumbar de cascos, había salido a un claro. Reynevan salió también justo detrás de ella. Tiró de las riendas del caballo, pero el tozudo alazán del caballero no se dejó detener.

En el claro había personas, caballos, toda una cohorte. Reynevan distinguió a algunos peregrinos, unos cuantos franciscanos con hábitos pardos, unos cuantos ballesteros armados, un sargento gordo, un furgón con una pareja y cubierto con una lona negra de pez. Un individuo sobre un caballo prieto, que llevaba un manto con cuello de piel de castor y un gorro de lo mismo. El individuo, por su parte, ya había visto a Reynevan y se lo señalaba al sargento y los armados.

El inquisidor, pensó Reynevan con miedo, pero al instante se dio cuenta de su error y se acordó. Ya había visto antes aquel carro, ya había visto antes al hombre del cuello y el gorro de piel de castor. Dzierzka de Wirsing le había dicho quién era, allá en la posada donde había hecho un alto con sus caballos. Era el alcabalero.

Con la vista fija en el carro cubierto con la lona negra, se dio cuenta de que también había visto aquel carro otra vez, más tarde. Recordó también las circunstancias en que lo había visto, lo que hizo que de inmediato tuviera ganas de echar a correr. No le dio tiempo. Antes de que consiguiera hacer volver al caballo, que pateaba y tiraba la testa, los armados se acercaron al galope, lo rodearon, cortándole el camino al bosque. Viendo que era el objetivo de algunas ballestas listas para disparar, Reynevan dejó caer las riendas, alzó los brazos.

– ¡Estoy aquí por casualidad! -gritó-. ¡Por error! ¡Sin malas intenciones!

– Cualquiera puede decir eso -dijo, acercándose, el recaudador castoril. Lo observó con una mirada extraordinariamente siniestra, contemplándolo con tanta atención y con tanta sospecha que Reynevan se quedó congelado a la espera de lo inevitable y fatal. Es decir, de que el recaudador lo reconociera.

– ¡Vaya, vaya! ¡No sigáis! ¡Yo conozco a este hidalgo!

Reynevan tragó saliva. Decididamente, aquél era el día de la reanudación de antiguas conocencias. Quien lo llamaba era, precisamente, el goliardo con el que había hablado en Kromolin, la sede de los caballeros de rapiña. Era el mismo que había leído el manifiesto husita y luego, junto con Reynevan, se había escondido en la quesera. No era ya joven, iba vestido con un jubón de basquina de dientes recortados y con una capucha puntiaguda y roja, de la que surgían los ensortijados mechones de unos cabellos que ya peinaban muchas canas.

– Conozco bien a este hidalgo -repitió, acercándose-. De buena familia es. Llámase… Reinmar von Hagenau.

– ¿No será descendiente del célebre vate? -Los rasgos del recaudador castoril se suavizaron un tanto.

– No.

– ¿Y por qué nos sigue? ¿Por nuestro rastro va? ¿Eh?

– ¿Pero qué rastro ni qué ocho cuartos? -el goliardo, con un bufido, preguntó rápido-. ¿Ciego os habéis vuelto o qué? ¡Pues si salió del bosque! Si hubiera estado siguiendo, habría ido por el camino.

– Hmmm, ciertamente. ¿Y lo conocéis, decís?

– Como la palma de mi mano -afirmó el goliardo con voz alegre-. Veis pues que sé su nombre. Y él el mío. Que me llamo Tybald Raabe. Venga, decid, don Reinmar, ¿cómo me llamo?

– Tybald Raabe.

– ¿Lo veis?

A la vista de una prueba tan irrefutable el recaudador tosió, se colocó su gorro de castor, ordenó a los soldados que retrocedieran.

– Perdonad, hmmm… Pudiera pareceres que sea demasiado precavido… ¡Pero he de ser muy cauto! Más no me es dado decir. En fin, señor Hagenau, podéis…

– … cabalgar con nosotros -terminó el goliardo con donosura, habiendo hecho antes un disimulado guiño dirigido a Reynevan-. Vamos a Bardo. Juntos. Porque en compañía se viaja más amenamente y… con mayor seguridad.


La pequeña comitiva se movía despacio, el destrozado camino del bosque les hacía reducir su velocidad hasta tal punto que podían seguirlos sin problema los que iban a pie, cuatro peregrinos con sus bastones y cuatro franciscanos que iban tirando de un pequeño carrito. Todos los peregrinos tenían las mismas narices rojoazuladas, señal indiscutible del amor a la bebida y otros pecadillos de juventud. Los franciscanos eran jovencitos.

– Los peregrinos y los hermanos menores -explicó el goliardo- también se dirigen a Bardo. A la Santa Imagen de la Montaña, sabéis, la Virgen de Bardo…

– Lo sé -lo interrumpió Reynevan, al tiempo que se aseguraba de que nadie estuviera escuchando, en especial el recaudador que iba junto a su negro furgón-. Lo sé, señor… Tybald Raabe. Lo que no sé es…

– Parece ser que ha de ser así -lo cortó el goliardo-. No hagáis preguntas vanas, señor Reinmar. Y sed un Hagenau. Y no un Bielau. Así será más seguro.

– Estabas en Ziebice -adivinó Reynevan.

– Estaba. Y oí algunas cosas… En fin, lo suficiente como para asombrarme al veros aquí, en los bosques de Goleniow. Porque las nuevas proclamaban que estabais en una torre. Oh, la de pecadillos que se os imputaban… Cómo se comadreaba… Si no os conociera…

– Pero me conoces, pues.

– Os conozco. Y os aprecio. Por ello digo: venid con nosotros. A Bardo… ¡Por Dios! No la miréis tanto, señor. ¿No os basta con haberla andado persiguiendo por esos bosques?

Cuando la doncella que iba a la cabeza de la comitiva volvió la cabeza por vez primera, Reynevan casi dio un respingo. De la impresión. Y del asombro. Que hubiera podido confundir a aquel monstruito con Nicoletta. Con Catalina Biberstein.

Tenía los cabellos, cierto, casi del mismo color, claros como la paja, producto típico en Silesia de la mezcla de padres rubios de las riberas del río Elba con madres igualmente rubias de las orillas del Warta y el Prosna. Mas ahí se acababa todo parecido. Nicoletta tenía el cutis como el alabastro, la frente y la barbilla de la muchacha estaban decoradas con pústulas. Nicoletta tenía ojos azules como las flores del trigo, los de la muchacha llena de granos eran anodinos, acuosos y saltones como los de una rana, lo que se podía achacar al miedo. La nariz era demasiado pequeña y roma, en cambio tenía los labios demasiado anchos y pálidos. Habiendo al parecer oído campanas acerca de las modas del momento, se había afeitado las cejas, aunque con fatales resultados: en lugar de tener un aspecto a la moda, parecía una tonta. La impresión la culminaban sus vestidos: llevaba un trivial gorrito de piel de conejo y debajo de la capa un vestido gris, sencillamente cortado, cosido con lana mala y sin cardar. Catalina Biberstein, con toda seguridad, se habría vestido mejor.

Vaya un monstruito, pensó Reynevan, pobre monstruito. No le faltan más que cicatrices de viruela. Pero tiene toda la vida por delante.

El caballero que cabalgaba al lado de la muchacha, no era posible pasarlo por alto, ya había pasado las viruelas, su corta barba gris no cubría las cicatrices. Las riendas del bayo en el que iba estaban muy gastadas y el tipo de cota de malla que vestía no se llevaba desde la batalla de Legnica. Un hidalgo pobre, pensó Reynevan, como muchos otros. Un vassus vassallorum de la baja nobleza. Lleva a la hija a un convento. ¿Porque si no, adonde? ¿Quién querría a alguien así? Sólo las clarisas o las monjas del Císter.

– Dejad de mirarla -le susurró el goliardo-. No es de recibo.

En fin, efectivamente, no era de recibo. Reynevan suspiró y volvió la vista, concentrándose por completo en los robles y ojaranzos que crecían a las lindes del camino. Pero ya era demasiado tarde.

El goliardo maldijo por lo bajo. El caballero vestido con cota de malla legnisana detuvo al caballo y esperó a que se pusieran a su altura. La expresión de la cara la tenía sombría y seria. Alzó orgulloso la cabeza, apoyó un puño en la cadera, junto a la empuñadura de la espada. La cual estaba tan pasada de moda como la cota de malla.

– El noble señor Hartwig von Stietencron. -Tybald Raabe carraspeó e hizo las presentaciones-. Don Reinmar von Hagenau.

El noble Hartwig von Stietencron contempló a Reynevan durante un instante, pero, pese a lo que éste esperaba, no preguntó acerca de parentescos con el célebre vate.

– Amedrentasteisme la hija, señor -afirmó con altanería-. Cuando la perseguisteis.

– Mil perdones os pido. -Reynevan hizo una reverencia, sintió cómo se le ruborizaban las mejillas-. La seguí, ciertamente… por equívoco. Os pido que me perdonéis. Y a ella, si lo permitís, se lo pido, de rodillas…

– No os arrodilléis. -El caballero lo cortó-. Dejadla en paz. Medrosa es. Apocada. Mas buena hija. La llevo a Bardo…

– ¿Al convento?

– ¿Por qué tal juzgáis? -El caballero frunció el ceño.

– Porque pío y devoto parecéis. -El goliardo salvó a Reynevan de la situación-. Píos y devotos ambos parecéis.

El noble Hartwig von Stietencron se inclinó en su silla, gargajeó y escupió, para nada pío y en absoluto caballeroso.

– Dejadme en paz a la hija, señor Von Hagenau -repitió-. Del todo. ¿Entendido?

– Entendido.

– Bien. Mis respetos.

Algo así como una hora después, el carro cubierto con la lona negra se atrancó en el barro, para sacarlo hubo que emplear todas las fuerzas al alcance, sin descontar a los hermanos menores. No hay que decir que no se rebajaron al trabajo físico ni la nobleza, es decir, Reynevan y Von Stietencron, ni la cultura y el arte, en la persona de Tybald Raabe. El recaudador castoril se puso muy nervioso con el incidente, corría, maldecía, daba órdenes, miraba con desasosiego al bosque. Debió de advertir la mirada de Reynevan, porque apenas se liberó al vehículo y la comitiva reemprendió la marcha, consideró necesario explicar sus razones.

– Habéis de saber -comenzó, introduciendo el caballo entre Reynevan y el goliardo- que se trata de la carga que transporto. Doy fe, no es cualquier cosa.

Reynevan no dijo nada. Sabía bien de todos modos de qué se trataba.

– Sí, sí. -El recaudador bajó la voz, miró a su alrededor con cierto miedo-. No llevamos cualquier menudencia en el carro. A otro no se lo diría, mas vos sois al fin y al cabo un noble, de buena familia y se os ve en los ojos que honrado. De modo que os lo diré: llevamos los impuestos recaudados.

Hizo otra pausa, aguardando preguntas curiosas. Mas fue en balde.

– Un impuesto -continuó- acordado en el Reichstag de Frankfurt. Especial, sólo una vez. Para la guerra contra los herejes checos. Cada uno paga según sus haberes. El caballero cinco gúldenes, el barón diez, el clérigo cinco de cien de sus ingresos anuales. ¿Entendéis?

– Entiendo.

– Y yo soy el recaudador. Lo que se junta, lo transporto en el carro. En un cofre. Y no hay poco, habéis de saber, porque en Ziebice no de un barón cualquiera sino de los Fúcar recaudé. No os ha pues de sorprender que vaya con precaución. No hace ni una semana que me asaltaron. No lejos de Rychbach, una aldea cabe Lutomia.

Reynevan tampoco habló ahora, ni preguntó. Sólo asentía con la cabeza.

– Caballeros de rapiña. ¡Una tropa de miedo! El mismo Paszko Rymbaba, lo conocieron. Doy fe, nos habrían dado muerte, por suerte apareció el señor Seidlitz en nuestro socorro, echó a los bellacos. A él una herida se le asestó en la lucha, lo que le hizo montar en terrible cólera. Juró que le pagarían los raubritter y, doy fe, mantendrá la palabra, pues los Seidlitz son rencorosos.

Reynevan se pasó la lengua por los labios, mientras seguía asintiendo maquinalmente.

– Gritó en su cólera el señor Seidlitz que los capturaría a todos y que les daría leña, les daría tormento de tal modo que ni el mismo duque de Cieszyn, Noszak, le diera al bandido Chrzan, sabéis, el que le mató al su hijo, al joven duque Przemek. ¿Os acordáis? Mandólo subir a un caballo de cobre lleno de agua hirviendo y con tenazas y garfios desgarrarle el cuerpo… ¿Lo recordáis? Ja, veo por vuestro gesto que lo recordáis.

– Mmm.

– Bien estuvo que pudiera decirle al señor Seidlitz quiénes fueran los tales ladrones. Paszko, como antes dijera, Rymbaba, y donde está Paszko, allí está también Kuno Wittram, y donde estos dos, doy fe, también Notker Weyrach, viejo bandolero. Mas también otros estuvieron, también a éstos se los describí al señor Seidlitz. Un truhán gigantón, de jeta boba, doy fe, un desvariado. Un tipejo menos grande, narigón, lo miras y sabes: un bribón. Y aun un polluelo, un jovencito, con vuestros años, de apostura parecida a la vuestra, incluso un poco parecido a vos, me da la impresión… Pero no, qué digo, vos sois un joven hermoso, de perfil noble, igualito, igualito que San Sebastián en los retablos. Y a aquel otro se le veía en los ojos que era un bergante.

»Y mientras, hablaba yo y hablaba, y entonces el señor Seidlitz se echó a gritar como loco. Que él conocía a aquellos picaros, que había oído de ellos, su suegro, el señor Guncelin von Laasan también los andaba persiguiendo a esos dos, al narigón y al polluelo, por un asalto que tuvo lugar en Strzegom. En qué modo, mirad, se enlazan los destinos… ¿Os asombráis? Esperad, que ahora más todavía habrá cosa de asombro. Ya estaba a punto de irme de Ziebice, y me dice el paje que alguien anda dando vueltas a la rueda del carro. Acercárame y, ¿qué veo? ¡Al mencionado narigón y al gigante tontorrón! ¿Os dais cuenta? ¡Qué granujas redomados!

El recaudador hasta se atoró de la rabia. Reynevan asintió y tragó saliva.

– Entonces en un decir amén -continuó el alcabalero- me planté en el ayuntamiento, di parte, denuncíelo. De seguro que ya los habrán apresado, de seguro que ya andará el señor maestro apretando la rueda en las mazmorras. ¿Y os dais cuenta cuál fuera el tal proceder? Ambos granujas, junto con aquel otro, el polluelo, con toda seguridad que espiaban para los caballeros de rapiña, le daban señal a la banda de a quién habían de asaltar. Yo estaba asustado de si no andarían acechándome en el camino, bien informados. Y mi escolta, como veis, ¡menos que modesta es! ¡Todos los caballeros ziebicanos prefieren los torneos, los banquetes, puff, los bailes! Miedo, pues, y que la vida mía me es cara, y una pena que estos más de quinientos gúldenes en las garras de los bandoleros fueran a caer… Siendo como están destinados a un objetivo santo.

– Seguro que una pena -se inmiscuyó el goliardo-. Y seguro que santo. En fin, santo y bueno no siempre van en pareja, je, je. De modo que yo recomendé al señor alcabalero que renunciara a los caminos reales y atravesara el bosque recatadamente, pío-pío, hasta Bardo.

– Y que Dios nos proteja. -El alcabalero alzó los ojos al cielo-. Y los patronos de los recaudadores de impuestos, el santo Adaucto y San Mateo. Y la Virgen de Bardo, famosa por sus milagros.

– Amén, amén -dijeron, al oírlo, los peregrinos de los bastones, que iban al lado-. ¡Alabada sea la Santísima Virgen, protectora y defensora nuestra!

– ¡Amén! -añadió Von Stietencron, y el monstruito se persignó.

– Amén -concluyó el recaudador-. Un lugar santo, señor Hagenau, os digo, Bardo, amado por la Madre de Dios. ¿Sabéis que al parecer se ha vuelto a aparecer en la cumbre de Bardo? Y llorando, otra vez, como entonces, en el año cuatrocientos. Unos dicen que ello anuncia desgracias que en poco habrán de caer sobre Bardo y la Silesia entera. Otros dicen que la Madre de Dios llora porque la fe se debilita, el cisma se propaga. Los husitas…

– Vos no veis más que husitas por doquier y por doquier no más que herejías descubrís -lo interrumpió el goliardo-. ¿Y no pensáis que la Santísima Virgen podría llorar por causas muy distintas? ¿No será que sus lágrimas fluyen cuando vuelve sus ojos a los clérigos, a Roma? ¿Cuando ve la simonía, la lujuria vergonzosa, el hurto? Y, en fin, apostasía y herejía, porque, ¿acaso no es herejía el actuar en contra del evangelio? ¿No llorará la Madre de Dios al ver cómo los santos sacramentos se convierten en juego falso y perjuro porque los imparte un sacerdote que vive en el pecado? ¿No será que la enoja y entristece lo mismo que entristece y enoja a muchos? Siendo rico entre los ricos, ¿por qué el Papa no construye la iglesia de Pedro de su propio dinero en vez de hacerlo con el dinero de los fieles pobres?

– Oh, mejor que cerréis el pico…

– ¿No llorará la Madre de Dios -el goliardo no se dejaba acallar- cuando ve cómo en vez de orar y vivir en la pobreza, se inmiscuyen los curas en la guerra, la política, el poder? ¿Cuando gobiernan? Y en lo tocante a sus gobiernos, cuan acertadas son las palabras del profeta Isaías: «¡Ay de los que promulgan decretos inicuos y redactan prescripciones onerosas para impedir que se haga justicia a los débiles y privar de su derecho a los pobres de mi pueblo, para hacer de las viudas su presa y expoliar a los huérfanos!».

– Doy fe -el recaudador sonrió torcidamente- de que son duras palabras, duras, señor Raabe. Y aun diría que también se os pueden aplicar a vos, que vos mismo no estáis sin pecado. Habláis como hombre de política, por no decir como sacerdote. En vez de hacer lo que os es menester, dedicaos al laúd, las rimas y los cantos.

– ¿Rimas y cantos, decís? -Tybald Raabe tomó el laúd del arzón-. ¡Como deseéis!


¡Del emperador sus pollos

el anticristo son todos,

su poder no es de Cristo

sino del anticristo

que el emperador es listo!


– Joder -murmuró el recaudador mirando alrededor-. Ya puestos, prefiero que habléis.


¡Cristo, por tus clavos,

líbranos de estos pavos,

danos curas buenos

que nos manden al cielo

y al anticristo al cuerno!


Polacos, germanos,

todos mis hermanos,

no os fiéis de su habla,

ni de sus palabras,

la verdad Wiclif la habla.


La verdad la habla, repitió Reynevan maquinalmente, sumido en sus pensamientos. La verdad la habla. ¿Dónde he oído ya estas palabras?

– Llegará el día, señor Raabe, que estos cánticos os traerán la desgracia -dijo entonces el recaudador con voz agria-. Y vos, hermanos, me asombro de que escuchéis esto con tanta serenidad.

– A menudo se encierra la verdad en los cánticos -sonrió uno de los franciscanos-. La verdad es la verdad, no hay que soslayarla, ha de aguantársela aunque duela. ¿Y Wiclif? En fin, erró, mas libri sunt legendi, non comburendi.

– Wiclif, Dios le perdone -añadió otro-, no fue el primero. Doliérase ya de los asuntos de los que aquí ha habido plática, nuestro grande hermano y patrón, el pobrecito de Asís. No se pueden cerrar los ojos ni volver la cabeza: mal andan las cosas. Los clérigos se alejan de Dios, se ocupan de cosas mundanas. En vez de vivir modestamente son más ricos que duques y barones…

– Y al fin y al cabo dijo Jesús, como atestiguan los evangelios -añadió otro, bajito-, nolite possidere aurum neque argentum ñeque pecuniam in zonis vestris.

– Y las palabras de Jesús no puede corregirlas ni cambiarlas nadie, ni siquiera el Papa -dijo, carraspeando, el gordo sargento-. Y si esto hace, entonces no es Papa, sino como en la canción: el verdadero anticristo.

– ¡Cierto! -gritó, tocándose su nariz azulada, el más mayor de los peregrinos-. ¡Así es!

– ¡Ah, por Dios! -se enfadó el recaudador-. ¡Punto en boca! ¡Vaya unos compañeros de viaje que me han tocado! Todo lo que dicen no es más que charlatanería valdense y begarda. ¡Pecado!

– Os será perdonado -bufó, mientras afinaba el laúd el goliardo-. Al fin y al cabo recaudáis impuestos para un santo designio. Los santos Adaucto y Mateo se pondrán de vuestra parte.

– ¿Advertís, don Reinmar -dijo el alcabalero con evidente pena-, el tono con el que habla? Doy fe, todos son testigos de ello, de que los impuestos se recaudan para propósitos píos, para el bien de la comunidad ¿Que hay que pagar, porque tal es el orden del mundo? Todos lo saben. ¿Y qué? Nadie aprecia a los recaudadores de impuestos. Sucede a veces que huyen al monte no más verlo. Les azuzan, a veces, los perros. Palabrotas les dicen. E incluso aquéllos que pagan, míranlos como a apestados.

– Triste suerte. -El goliardo meneó la cabeza, guiñándole un ojo a Reynevan-. ¿Y no habéis deseado nunca cambiarla? ¿Teniendo tantas ocasiones?


Tybald Raabe era, como resultó, persona perspicaz y avispada.

– No os retorzáis así en la silla -dijo a Reynevan por lo bajo, acercando mucho su caballo-. No miréis a Ziebice. Debéis evitar Ziebice.

– Mis amigos…

– Oí lo que decía el recaudador -lo interrumpió el goliardo-. Acudir en ayuda de los amigos es cosa loable, mas vuestros amigos, si me permitís decirlo, no tenían el aspecto de no ser capaces de apañárselas ellos solos. O de dejarse arrestar por la guardia municipal de Ziebice, famosa ella, como suelen serlo todos los guardianes de la ley, por su iniciativa, pasión, rapidez de actuación, valentía e inteligencia. No penséis, repito, en regresar. Nada les pasará a vuestros camaradas en Ziebice, pero para vos esa villa es la perdición. Venid con nosotros a Bardo, señor Reinmar. Y de allí os conduciré personalmente a Bohemia. ¿Por qué abrís tanto los ojos? Vuestro hermano me era muy cercano.

– ¿Cercano?

– Os asombraríais de hasta qué punto. Os asombraríais de todo lo que nos unía.

– A mí ya nada me asombra.

– Eso es lo que os parece.

– Si efectivamente eras amigo de Peterlin -dijo Reynevan al cabo de un instante de vacilación-, te alegrará la nueva de que sus asesinos fueron castigados. No viven ya ni Kunz Aulock ni ninguno de su compañía.

– Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe -repitió Tybald Raabe el conocido refrán-. ¿Acaso a vuestra mano perecieron, señor Reinmar?

– No importa a manos de quién. -Reynevan enrojeció levemente al apreciar una nota de burla en la voz del goliardo-. Lo importante es que los comen los gusanos. Y Peterlin ha sido vengado.

Tybald Raabe guardó silencio largo rato, observando a un cuervo que volaba por encima del bosque.

– Lejos estoy -dijo por fin- de lamentar a Kirieleisón ni de llorar a Stork. Que se quemen en el infierno, se lo merecían. Pero no fueron ellos quienes mataron a don Peter. No ellos.

– ¿Quién…? -Reynevan tragó saliva-. ¿Entonces, quién?

– Más de uno querría saberlo.

– ¿Los Sterz? ¿O por encargo de los Sterz? ¿Quién? ¡Habla!

– Mas bajito, señor, más bajito. Con mayor discreción. Mejor que no caiga en oídos no apropiados. No sé deciros más aparte de lo que yo mismo escuchara…

– ¿Y qué es lo que escuchasteis?

– Que en el asunto están mezcladas… fuerzas ocultas.

Reynevan guardó silencio por algún tiempo.

– Fuerzas ocultas -repitió con énfasis-. Sí, también yo he oído hablar de ello. Lo dijeron los competidores de Peterlin. Que le iban tan bien los negocios porque el diablo le ayudaba a cambio de su alma. Y que el diablo algún día se lo llevaría al infierno. Ciertamente, fuerzas oscuras y satánicas. Y pensar que te tenía, señor Tybald Raabe, por hombre serio y razonable.

– Callaré pues. -El goliardo se encogió de hombros y volvió la cabeza-. No soltaré ni una palabreja más, señor. Porque temo decepcionaros aún más.


Con objeto de descansar, la pequeña caravana se detuvo junto a un enorme roble prehistórico, un árbol que sin duda recordaba muchos siglos. Bajo el roble correteaban las ardillas, incapaces de hacer nada con mesura y dignidad. Se desataron los caballos del carro cubierto con negra lona, mientras tanto la compaña se dispersó al pie de los troncos. De inmediato, como esperaba Reynevan, se enredaron en discusiones políticas que, acorde con sus expectativas, giraban en torno a la amenaza de la herejía husita que provenía de Bohemia, y en torno a la esperada cruzada que iba a empezar un día de éstos para ponerle punto final a la mencionada herejía. Pero aunque el tema era bastante típico y previsible, la discusión no se dirigió por los cauces previstos.

– La guerra es el mal -anunció inesperadamente uno de los franciscanos, rascándose la tonsura contra la que una ardilla había lanzado una bellota-. El mandamiento es: no matarás.

– ¿Y en defensa propia? -preguntó el recaudador-. ¿Y de los haberes?

– ¿Y en defensa de la fe?

– ¿Y en defensa de la honra? -Hartwig von Stietencron agitó la cabeza-. ¡Vaya tonterías! ¡La honra ha de ser defendida y el deshonor se lava con sangre!

– Jesús en Getsemaní no se defendió -respondió el franciscano, bajito-. Y le ordenó a Pedro que guardara la espada. ¿Acaso quedó Él deshonrado?

– ¿Pero qué escribe Agustín, doctor Ecclesiae, en De ciuitate Dei? -gritó uno de los peregrinos, demostrando lo leído que era. Algo que resultaba bastante sorprendente, puesto que el color de su nariz atestiguaba más bien otras querencias-. Allí se habla de la guerra justa. ¿Y qué guerra es más justa sino la guerra con el paganismo y la herejía? ¿No es acaso tal guerra agradable a los ojos de Dios? ¿No le es a Él agradable cuando alguien mata a Sus enemigos?

– ¿Y qué escriben Juan Crisóstomo e Isidoro de Sevilla? -gritó otro erudito, con parecida nariz azulada-. ¿Y San Bernardo de Claravall? ¡Matar manda al hereje, a moros y ateos! ¡Cerdos impuros los llama! ¡Matar a éstos no es pecado, dice! ¡Es a la mayor gloria de Dios!

– ¿Quién soy yo, Dios se apiade -el franciscano unió las manos-, para rebatir a los santos y doctores de la Iglesia? No estoy aquí para disputar. Yo no más repito las palabras de Cristo en el Monte. Él mandó amar al prójimo. Perdonar a los que nos ofendieran. Amar al enemigo y rezar por él.

– Y Pablo dijo a los efesios -añadió otro de los monjes, con voz igualmente baja- que se armaran contra Satán con el amor y la fe. No con lanzas.

– Dios nos conceda -el tercero de los franciscanos hizo la señal de la cruz- que venzan el amor y la fe. Que la concordia y la pax Dei reinen entre los cristianos. Porque también, mirad, ¿quién es el que saca provecho de nuestras diferencias? ¡El musulmán! Nosotros andamos aquí discutiendo con los bohemios acerca de la Palabra de Dios y de la forma de la comunión, ¿y qué puede pasar mañana? ¡Mahoma y la media luna en las iglesias!

– En fin -bufó el peregrino más anciano-, puede que a los bohemios se les abran los ojos, que repudien su herejía. ¡Quizás les ayude el hambre! Porque toda Europa ha acordado un embargo, se ha prohibido el comercio y toda industria con los husitas. ¡Y a ellos les son necesarias armas y pólvora, sal y víveres! Si no repudian, entonces se los desarma y mata de hambre. Cuando el hambre les roya las tripas, ya veréis cómo se rinden.

– La guerra -repitió con énfasis el primer franciscano- es el mal. Eso ya lo hemos establecido. ¿Y a vos os parece que el tal bloqueo tiene que ver con las enseñanzas de Cristo? ¿Mandó Jesús en el Monte matar de hambre al prójimo? ¿A un cristiano? Porque dejando a un lado las diferencias religiosas, los bohemios son cristianos. No es bueno ese embargo.

– Cierto, hermano -habló Tybald Raabe, que estaba tirado bajo el roble-. No es bueno. Y además os diré todavía que a veces los tales embargos armas resultan ser de doble filo. Que no nos traiga las desgracias que le trajo a los lausacianos. Que no le costara a Silesia lo que le costara a la Alta Lausacia la Guerra de los Arenques del año pasado.

– ¿La Guerra de los Arenques?

– Así la llamaron -aclaró el goliardo con voz serena-. Porque se trataba del embargo y también de los arenques. Si queréis, os lo contaré.

– ¡Por supuesto que queremos! ¡Queremos!

– En fin -Tybald Raabe se enderezó, contento del interés que se le demostraba-, así fue: don Hynek Tocino de Kunsztat, noble bohemio, husita, grande era aficionado a los arenques y poco había que comiera con igual gusto que los arenques del Báltico, especialmente si estaban regados por cerveza o aguardiente o durante el ayuno. Y el caballero altolausaciano Enrique von Dohna, señor de Grafenstein, sabía de los gustos de don Tocino. Y como cabalmente por entonces la Dieta imperial andaba discutiendo acerca del embargo, don Enrique decidió dar en hechos lo que sólo eran palabras y poner motu proprio a los husitas en su lugar. Así que le bloqueó el aprovisionamiento de arenques. Enfadóse el señor Tocino, se avino a pedir, cierto es que religión es religión, ¡pero los arenques son los arenques! ¡Disputa tú conmigo de doctrina y liturgia, so papista, mas déjame en paz los arenques, porque los adoro! Y el señor Dohna a todo esto: los arenques, hereje, no te los voy a dejar pasar, así que traga tocino, don Tocino, hasta los viernes. ¡Y aquí se colmó la medida! Arrejuntó el enrabietado don Hynek sus tropas, se lanzó contra los señoríos lausacianos llevando allá fuego y espada. El primero al que prendió fuego fue al castillo de Karlsfried, punto fronterizo y aduanero donde estaban retenidos los transportes de arenques. Pero aquello poco fue para el señor Tocino, tan rabioso como estaba. Ardieron las aldeas de Hartau, las iglesias, las posadas, bah, hasta los arrabales del propio Zittau recibieron a los ojos con el resplandor de las llamas. Durante tres días el señor Tocino quemó y saqueó. ¡Mala ganancia tuvieron los lausacianos, ay, mala, con aquella Guerra de los Arenques! No quisiera nada parecido para Silesia.

– Será lo que Dios quiera -dijo el franciscano. Durante mucho rato nadie dijo nada.


El tiempo iba poniéndose cada vez peor, las nubes arrastradas por el viento se oscurecieron amenazadoramente, el bosque susurraba, las primeras gotas de lluvia comenzaron a besar las capuchas, los mantos, las ancas de los caballos y la lona del carro negro. Reynevan acercó su montura a Tybald Raabe, cabalgaron con los estribos pegados.

– Hermosa historia -habló en voz baja-. La de los arenques. Y la cantilena sobre Wiclif tampoco era mala. Extrañado estoy, sin embargo, de que no hayas concluido con la lectura de los Cuatro Artículos de Praga, como en Kromolin. Por curiosidad, ¿conoce el recaudador de impuestos tus pareceres?

– Los conocerá -respondió el goliardo, bajito- cuando llegue el momento. Porque, como dice el Eclesiastés, hay tiempo para callar y tiempo para hablar. Tiempo para buscar y tiempo para perder, tiempo para guardar y tiempo para tirar, tiempo para amar y tiempo para odiar, tiempo para la guerra y tiempo para la paz. Hay tiempo para todo.

– Esta vez estoy de acuerdo contigo.


En un cruce de caminos, entre blancos abedules, había una cruz penitencial de piedra, uno de los numerosos recordatorios de crimen y remordimiento que había por toda Silesia.

Hacia el frente se dirigía un claro camino arenoso, hacia las otras direcciones discurrían oscuras sendas boscosas. El viento arañaba las copas de los árboles, barriendo las hojas secas. La lluvia -de momento muy débil- golpeaba en el rostro.

– Para todo -le dijo Reynevan a Tybald Raabe- hay su tiempo. Así dice el Eclesiastés. Llegó pues el tiempo de despedirse. Vuelvo a Ziebice. No digas nada.

El recaudador lo miró. También los hermanos menores, los peregrinos, los soldados, Hartwig Stietencron y su hija.

– No me es posible -siguió Reynevan- dejar a unos amigos que pueden estar en necesidad. No es digno. La amistad es cosa grande y bella.

– ¿Y he dicho yo otra cosa?

– Me voy.

– Id. -El goliardo asintió-. Sin embargo, si acaso quisierais cambiar de planes, señor, si sin embargo prefirierais Bardo y el camino a Bohemia… Nos alcanzaréis fácilmente. Viajaremos despacio. Y cabe Sciborowa Poreba tenemos idea de hacer un largo alto. Sciborowa Poreba, ¿lo recordaréis?

– Lo recordaré.

Las despedidas fueron cortas. Más bien insulsas. Oh, los habituales deseos de buena suerte y auxilio divino. Reynevan dio la vuelta al caballo. Tenía en la mente la mirada con la que se separó de él la hija de Stietencron. Una mirada de ternerillo, suave, una mirada de unos ojos acuosos y llenos de deseo bajo unas cejas afeitadas.

Un monstruillo así, pensó mientras galopaba bajo el viento y la lluvia. Tan mal hecha como un espantapájaros. Pero sabe reconocer a un hombre de verdad al instante.

Había cabalgado como una legua cuando Reinevan reflexionó y se dio cuenta de lo tonto que era.


Cuando se tropezó con ellos en los alrededores del roble grande, ni siquiera se asombró demasiado.

– ¡So, so! -gritó Scharley, sujetando a su caballo, que bailoteaba-. ¡Por todas las ánimas! ¡Es nuestro Reynevan!

Saltaron de las sillas, al cabo de un instante Reynevan tosía bajo el cordial abrazo de Sansón Mieles, un abrazo que amenazaba con partirle las costillas.

– Vaya, vaya, vaya -dijo Scharley con una voz un tanto emocionada-. Escapó de los lacayos ziebicanos, se le escapó al señor Biberstein del castillo de Stolz. Mis respetos. Míralo, Sansón, mira que jovencito más talentoso. ¡No lleva conmigo más que dos semanas y fíjate todo lo que ha aprendido ya! ¡Por los clavos de Cristo, se ha vuelto astuto como un dominico!

– Va en dirección a Ziebice -advirtió Sansón, aparentemente frío, pero con una voz que también denotaba emoción-. Y ello apunta con toda claridad a falta de astucia. Y de razón. ¿Cómo es eso, Reinmar?

– El asunto ziebicano -dijo Reynevan, apretando los dientes- lo considero terminado. Y no lo ha habido nunca. Nada me une ya… a Ziebice. Nada me une ya con el pasado. Pero tenía miedo de que os hubieran apresado.

– ¿Ellos? ¿A nosotros? ¡Estás bromeando!

– Estoy contento de veros. De verdad que me alegro.

– Estás sonriendo. Nosotros también.

La lluvia cobró fuerza, el viento azotaba los troncos de los árboles.

– Scharley -dijo Sansón-. Pienso que ya no hay por qué seguir las huellas… Lo que teníamos pensado no tiene ya razón, ni sentido. Reinmar está libre, nada lo ata, piquemos entonces espuelas en dirección a Opava, a la frontera húngara. Sugiero que dejemos Silesia y todo lo silesio a nuestras espaldas. Y con ello nuestros planes desesperados.

– ¿Qué planes? -se interesó Reynevan.

– No importa. ¿Scharley? ¿Qué dices? Aconsejo que abandonemos nuestros planes. Que rompamos el contrato.

– No entiendo de qué estáis hablando.

– Luego, Reinmar. ¿Scharley?

El demérito carraspeó muy fuerte.

– ¿Romper el contrato? -repitió lo que había dicho Sansón.

– Romperlo.

Scharley, se veía, luchaba consigo mismo.

– Cae la noche -dijo por fin-. Y la noche es buena consejera. La notte, como dicen en Italia, porta la consigna. La condición es, y esto es mi contribución, que dicha noche sea dormida en lugar seco, caliente y seguro. Al caballo, muchachos. Y detrás de mí.

– ¿Adonde?

– Ya veréis.


Estaba ya casi totalmente oscuro cuando aparecieron ante ellos unas borrosas cercas y unos edificios. Unos perros se pusieron a ladrar.

– ¿Qué es esto? -preguntó Santón con preocupación en la voz-. Acaso…

– Esto es Debowiec -lo interrumpió Scharley-. Una granja perteneciente al monasterio cisterciense de Kamieniec. Cuando estuve prisionero con los deméritos, me mandaban a veces a trabajar aquí. En calidad de castigo, como acertadamente os supondréis. Por eso sé que es un lugar seco y cálido, como hecho para dormir bien. Y por la mañana se podrá encontrar algo de comer.

– Entiendo -dijo Sansón-, que los monjes te conocen. Que les pediremos hospitalidad…

– No será todo tan bonito -le volvió a cortar el demérito-. Ponedles las maneas a los caballos. Los dejaremos aquí, en el bosque. Y vosotros seguidme. De puntillas.

Los perros de los cistercienses se tranquilizaron, ya ladraban mucho más despacio y sin ganas, cuando Scharley, con gran habilidad, rompió una tabla en la pared de un establo. Al cabo estaban ya en su oscuro, seco y cálido interior, que olía agradablemente a heno y grano. Poco después, habiéndose deslizado por una escalera hasta el pajar, ya se estaban calentando entre el heno.

– Durmamos -murmuró Scharley, haciendo crepitar la paja-. Una pena que en ayunas, pero propongo dejar la comida para la mañana, entonces se podrá con toda seguridad robar alguna pitanza, aunque no sean más que manzanas. Mas si alguien lo necesita, puedo ir ahora. Si alguien no aguanta hasta por la mañana. ¿Qué, Reinmar? A ti te tenía en mente, sobre todo como persona con dificultad para controlar sus primitivos instintos… ¿Reinmar?

Reynevan dormía.

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