OCHO

Esa noche Kralick había dispuesto que Vornan-19 asistiera a una fiesta en su honor celebrada en la casa de Wesley Bruton, el magnate de la electricidad, situada junto al río Hudson. La residencia de Bruton había sido terminada hacía tan sólo dos o tres años; era obra de Albert Ngumbwe, el joven y brillante arquitecto que ahora está diseñando la capital panafricana en el bosque Ituri. Era un lugar tan ostentoso, que incluso yo había oído hablar de él en mi aislamiento de California: la muestra más sobresaliente y representativa del diseño contemporáneo, según se decía. Sentí que se me despertaba la curiosidad. Pasé la mayor parte de la tarde con un libro prácticamente incomprensible -obra de un crítico de arquitectura-, el cual establecía a la mansión Bruton dentro de su contexto; podría decirse que estuve haciendo mis deberes. La flotilla de helicópteros partiría a las seis y media del helipuerto situado en la cima de nuestro hotel y viajaríamos bajo las más estrictas medidas de seguridad. Me daba cuenta de que el problema logístico iba a ser muy grave durante esta gira y sería necesario llevarnos discretamente de un sitio a otro, igual que si fuéramos contrabando.

Varios centenares de reporteros y otros molestos miembros de los medios de comunicación intentaban seguir a Vornan por todas partes, aunque se había acordado que la cobertura quedaría restringida al grupo diario de seis periodistas. Una nube de Apocaliptistas irritados seguía los movimientos de Vornan, proclamando a gritos que no creían en él. Y ahora estaba el dolor de cabeza adicional representado por su creciente fuerza de discípulos, una contraturba de los lustrosos y respetables burgueses de la clase media-alta que veían en Vornan al apóstol de la ley y el orden, y que pisoteaban la ley y el orden en su frenético deseo de adorarle. Teniendo que vérnoslas con todas esas fuerzas, sería preciso que nos moviéramos rápidamente.

Hacia las seis empezamos a reunimos en nuestra suite principal. Al llegar me encontré allí a Helen y Kolff. Este último iba vestido con la máxima elegancia y resultaba un espectáculo impresionante de ver: una túnica iridiscente cubría su monumental masa, centelleando en todo un espectro de colores, mientras que una gigantesca faja azul marino atraía la atención hacia su protuberante vientre. Había untado con pomada su ya escaso cabello blanco, repartiéndolo por la cúpula de su cráneo. En su vasto pecho había dispuesta una hilera de medallas académicas, conferidas por muchos gobiernos. Sólo reconocí una, que también me había sido concedida: la Legion des Curies de Francia. Kolff exhibía toda una docena de esos ridículos objetos.

Por comparación, Helen casi parecía haberse contenido. Llevaba un traje túnica fabricado con alguna especie de polímero que de vez en cuando era transparente y de vez en cuando opaco; vista desde el ángulo adecuado parecía estar desnuda, pero la imagen duraba sólo un instante antes de que las largas cadenas de escurridizas moléculas cambiaran de orientación y ocultaran su carne. Era muy astuto, atractivo y, dentro de su estilo particular, incluso de buen gusto. Alrededor de su garganta llevaba un curioso amuleto, tan aparatosamente fálico que acababa negándose a sí mismo y terminaba por parecer inocente. Su maquillaje consistía en una capa de brillo verde para los labios y halos oscuros alrededor de los ojos.

Fields no tardó en aparecer, vistiendo un traje de negocios corriente, y después entró Heyman, vestido con un apretado traje oscuro cuyo estilo se había quedado anticuado como mínimo hacía veinte años. Los dos parecían algo inquietos y a disgusto. No mucho tiempo después Aster entró en la habitación, vestida con una sencilla túnica que le llegaba hasta la rodilla y adornada por una hilera de pequeñas turmalinas que le cruzaba la frente. Su llegada hizo que la habitación se viera recorrida por una corriente de tensión.

Me di la vuelta con cierta torpeza, sintiéndome culpable e incapaz de mirarla a los ojos. Como todos los demás, la había espiado; aunque no hubiera sido idea mía conectar ese sensor de espionaje y verla a hurtadillas en la ducha, había mirado junto con todos los otros, había pegado mi ojo a la cerradura y había conseguido echarle un vistazo. Ahora sus pequeños senos y sus planas nalgas de muchacho ya no eran ningún secreto para mí. Fields volvió a ponerse rígido, apretando los puños; Heyman se ruborizó y sus pies se removieron sobre el suelo de cristal esponja. Pero Helen, que no creía en conceptos como la culpabilidad, la vergüenza o la modestia, la obsequió con una bienvenida cálida y carente de toda turbación, y Kolff, que durante su larga vida había cometido transgresiones tan a menudo que ya no podía preocuparse por sentir un leve remordimiento a causa de un poco de voyeurismo no intencional, la saludó con su voz retumbante y alegre de costumbre:

—¿Te lo pasaste bien aseándote?

—Fue divertido —respondió Aster sin levantar la voz.

No ofreció más detalles al respecto. Me di cuenta de que Fields ardía en deseos de saber si se había acostado con Vornan-19. Me parecía que eso no tenía importancia; nuestro invitado había demostrado ya una notable e indiscriminada voracidad sexual, pero, por otra parte, Aster daba la impresión de ser perfectamente capaz de proteger su castidad incluso ante un hombre con el cual se había bañado. Parecía alegre y relajada y no daba ni la más mínima impresión de haber sufrido ninguna violación fundamental de su personalidad en las últimas tres horas. Yo más bien tenía la esperanza de que se hubiera acostado con él; podía haber sido una experiencia saludable para Aster, siendo la mujer fría y aislada que era.

Kralick llegó unos cuantos minutos después, con Vornan-19 siguiéndole. Nos condujo a todos hasta el helipuerto del techo, donde nos estaban aguardando los helicópteros. Había cuatro: uno para los seis miembros del equipo de noticias, uno para nosotros seis y Vornan, uno para un grupo de gente de la Casa Blanca y uno para los cuatro guardias de seguridad. Nuestro helicóptero fue el tercero en despegar. Se alzó al cielo nocturno con un apagado zumbar de turbinas y aceleró en dirección norte. En ningún momento de nuestro vuelo pudimos ver a los otros helicópteros. Vornan-19 contemplaba con interés por su ventanilla la reluciente ciudad que había bajo nosotros.

—Por favor, ¿cuál es la población de esta ciudad? —preguntó.

—Incluyendo el área metropolitana que la rodea, cerca de treinta millones de personas —dijo Heyman.

—¿Todas ellas humanas?

La pregunta nos dejó perplejos. Después de que transcurriera un instante, Fields dijo:

—Si se refiere a que si alguno procede de otros mundos, no. No tenemos ningún ser de otros mundos en la Tierra. Jamás hemos descubierto ninguna forma de vida inteligente en este sistema solar, y ninguna de nuestras sondas estelares ha regresado todavía.

—No —dijo Vornan—, no estoy hablando de gente de otros mundos. Hablo de nativos de la Tierra. De sus treinta millones que hay aquí, ¿cuántos son de pura sangre humana y cuántos son servidores?

—¿Servidores? ¿Se refiere a robots? —preguntó Helen.

—En el sentido de formas de vida sintéticas, no —dijo Vornan pacientemente—. Me refiero a los que no tienen la posición plena de seres humanos porque genéticamente son otra cosa. ¿Todavía no tienen servidores? Me cuesta hallar las palabras adecuadas con qué preguntar. ¿No construyen vida de la vida inferior? No hay… no hay… —se quedó callado durante unos segundos—. No puedo decirlo. No hay palabras.

Intercambiamos miradas de preocupación. Ésta era prácticamente la primera conversación que cualquiera de nosotros había tenido con Vornan-19, y ya nos estábamos atascando con problemas de comunicación. Sentí una vez más ese escalofrío de temor, esa conciencia de que estaba ante algo extraño. Cada átomo escéptico y racionalista de mi ser me decía que este tal Vornan era solamente un estafador hábil y lleno de recursos y, aun así, cuando hablaba de una Tierra poblada por humanos y menos-que-humanos, como de pasada, en sus vacilantes intentos por explicar a qué se refería, se notaba una poderosa convicción.

Vornan dejó el tema. Seguimos volando. Bajo nosotros el Hudson ondulaba perezosamente hacia el mar. Pasado cierto tiempo, la zona metropolitana se fue terminando y pudimos distinguir las zonas oscuras de los bosques públicos, y después de eso nos encontramos bajando hacia la pista de aterrizaje privada de la propiedad de cien acres que tenía Wesley Bruton, unos ciento cincuenta kilómetros al norte de la ciudad. Bruton poseía la mayor extensión de terreno privado sin urbanizar al este del Mississippi, según decían. Lo creí.

La casa irradiaba luz. La vimos desde una distancia de casi medio kilómetro al salir de los helicópteros; se encontraba en una elevación que dominaba el río, y su exterior relucía con una luz verde que mandaba chorros de claridad hacia las estrellas. Un paseo deslizante cubierto nos llevó hasta los escalones, atravesando un jardín invernal de hielo esculpido, fantasías teñidas de color hechas por una mano magistral. Cuando nos acercamos, pudimos distinguir el diseño estructural hecho por Ngumbwe: una serie de conchas traslúcidas concéntricas que encerraban un pabellón terminado en punta, más alto que cualquiera de los árboles que lo rodeaban. Ocho o nueve arcos que se superponían unos encima de otros componían el techo, girando con lentitud, de tal manera que la forma de la casa cambiaba continuamente. A unos noventa metros por encima del arco más alto colgaba un gran faro de luz viva, un vasto globo amarillo que giraba, se retorcía y oscilaba sobre su tenue pedestal. Pudimos oír música, aguda y vibrante, que llegaba de guirnaldas de minúsculos altavoces, colocadas sobre los gélidos miembros de los árboles, adustos y monumentales. El paseo nos guió hacia la casa; una puerta se abrió ante nosotros bostezando igual que una boca, deslizándose hacia los lados para engullirnos. Tuve un fugaz atisbo de mi propia persona reflejada en la cristalina superficie de la puerta, con aspecto solemne, pareciendo incómoda y algo entrada en carnes.

Dentro de la casa reinaba el caos. Estaba claro que Ngumbwe era un aliado de los poderes de la oscuridad: ningún ángulo era comprensible, ninguna línea se encontraba con las demás. Desde el vestíbulo donde nos hallábamos eran visibles docenas de estancias que se ramificaban en todas las direcciones imaginables, y aun así era imposible discernir ninguna pauta, pues las mismas habitaciones se hallaban en movimiento, cambiando constantemente no tan sólo sus contornos individuales, sino su relación con las demás. Las paredes se formaban, se disolvían y se reencarnaban en alguna otra parte. Los suelos subían para convertirse en techos, mientras que bajo ellos eran engendradas nuevas habitaciones. Tuve la sensación de que en las entrañas de la tierra había una colosal maquinaria que rechinaba y chasqueaba para conseguir tales efectos, pero todo se hacía de forma insonora y sin sacudida alguna. En el vestíbulo la estructura era relativamente estable, pero la habitación oval tenía unos muros pegajosos de color rosa, hechos con un material parecido a la piel, que bajaban siguiendo una aguda inclinación, subiendo nuevamente justo más allá de donde nos encontrábamos, y retorciéndose en el aire de tal forma que la superficie, lisa y carente de toda interrupción, era la de una cinta de Moebius. Se podía andar por esa pared, rebasar el punto de giro y abandonar la habitación para pasar a otra, pero no había ninguna salida aparente. Me fue imposible contener la risa. Un loco había diseñado esta casa, y otro loco vivía en ella; pero resultaba inevitable no sentir cierto orgullo maligno ante todo este ingenio tan pésimamente empleado.

—¡Notable! —retumbó Lloyd Kolff—. ¡Increíble! ¿Qué piensa de esto, eh? —le preguntó a Vornan.

Vornan sonrió sin demasiado entusiasmo.

—Muy divertido. ¿Funciona bien la terapia?

—¿Terapia?

—Esta casa es para curar a los perturbados, ¿no? Un manicomio, ¿no es la palabra adecuada?

—Ésta es la casa de uno de los hombres más ricos del mundo —dijo Heyman, secamente—, diseñada por el joven arquitecto Albert Ngumbwe, de gran talento. Se la considera uno de los puntos más altos del logro artístico.

—Encantadora —dijo Vornan-19, y esa única palabra tuvo un sonido más bien devastador.

El vestíbulo giró sobre sí mismo y nos desplazamos por la viscosa superficie hasta que de pronto nos encontramos en otra habitación. La fiesta se hallaba en todo su apogeo. Por lo menos un centenar de personas estaban reunidas en un salón con forma de diamante que tenía un tamaño inmenso y unas dimensiones imposibles de averiguar; hacían un ruido terrible, aunque gracias a un astuto truco de ingeniería acústica no habíamos oído absolutamente nada hasta haber rebasado la zona crítica de la cinta de Moebius. Ahora nos encontrábamos metidos en una horda de elegantes invitados, que, estaba claro, llevaban celebrando el acontecimiento de esa noche desde mucho antes que llegara el huésped de honor. Bailaban, cantaban, bebían y emitían nubes de humo multicolor. Los haces de luz se movían sobre ellos. Reconocí docenas de rostros en un aturdido barrido de la habitación: actores, financieros, figuras políticas, playboys, cosmonautas… Bruton había arrojado una gran red abarcando toda la sociedad y capturando tan sólo a los distinguidos, los animados, los notables. Me sorprendió ser capaz de ponerle nombre a tantos de los rostros, y me di cuenta de que era una indicación del éxito de Burton el que pudiera reunir bajo una sola multiplicidad de techos a tantos individuos que alguien como yo, un profesor encerrado en su trabajo, fuera capaz de reconocer.

Un torrente de centelleante vino tinto fluía de una abertura situada en lo alto de una pared y corría en un espeso y burbujeante río diagonalmente a través del suelo, igual que el agua por un abrevadero de cerdos. Una chica de cabello oscuro vestida tan sólo con unos aros de plata sobre el cuerpo se encontraba bajo él, riendo mientras que el vino la empapaba. Intenté recordar su nombre y Helen dijo: «Deona Sawtelle. La heredera de los ordenadores». Dos apuestos jóvenes con fracs hechos de tela espejo tiraban de sus brazos, intentando apartarla de aquel sitio, y ella les eludía para seguir haciendo cabriolas bajo el torrente de vino. Un instante después los jóvenes se unieron a ella. Cerca del grupo, una soberbia mujer de piel oscura, con las fosas nasales adornadas con joyas, lanzaba gritos de placer entre las garras de una titánica figura de metal que la apretaba rítmicamente contra su pecho. Un hombre con el cráneo afeitado y brillante yacía tendido cuando largo era sobre el suelo, mientras que tres chicas apenas salidas de la adolescencia estaban sentadas encima de él y creo que intentaban quitarle los pantalones. Cuatro caballeros con las barbas teñidas, que parecían eruditos, cantaban roncamente en un lenguaje desconocido para mí, y Lloyd Kolff cruzó la sala para saludarles con alaridos de un placer misteriosamente expresado. Una mujer con la piel color oro lloraba calladamente junto a la base de una monstruosa construcción giratoria de ébano, jade y latón. A través del aire cargado de humo volaban criaturas mecánicas con ruidosas alas metálicas y colas de pavo real, lanzando estridentes chillidos y arrojando sus brillantes excrementos sobre los invitados. Un par de monos encadenados con eslabones de marfil copulaban alegremente cerca de la intersección de dos ángulos agudos de la pared. Esto era Nínive; aquello Babilonia. Me quedé inmóvil y deslumbrado, repelido por tanto exceso y, sin embargo, encantado, como es encantado uno por la audacia cósmica, sea de la clase que sea.

¿Era ésta una típica fiesta de Wesley Bruton? ¿O todo aquello había sido puesto en escena en beneficio de Vornan-19? Me era imposible imaginar a la gente portándose de aquella forma bajo circunstancias normales. Pero todos actuaban con franca naturalidad; sólo harían falta unas cuantas capas de suciedad y un cambio de escenario y esto podría ser un disturbio de los Apocaliptistas, no una reunión de la élite. Vi a Kralick… atónito. Se encontraba a un lado de la entrada -que se había desvanecido-, enorme y con el rostro algo pálido; sus feos rasgos habiendo perdido su encanto a medida que el abatimiento y el desánimo se iban filtrando por su carne. No había tenido intención de traer a Vornan a semejante sitio.

Y, de todas formas, ¿dónde estaba nuestro visitante? Le habíamos perdido de vista en la primera conmoción de nuestra zambullida dentro de la casa de locos. Vornan había estado en lo cierto: esto era un manicomio. Y ahí estaba él, justo en el centro. Ahora podía verle, junto al río de vino. La chica de los aros plateados, la heredera de los ordenadores, se puso de rodillas, el cuerpo manchado de carmesí, y se pasó suavemente la mano por el costado. Los aros se abrieron ante aquella amable orden y cayeron al suelo. Le ofreció uno a Vornan, quien lo aceptó gravemente, y lanzó el resto al aire. Los pájaros mecánicos los cogieron al vuelo y empezaron a devorarlos. La heredera de los ordenadores, ahora totalmente desnuda, aplaudió encantada. Uno de los jóvenes que llevaban fracs de espejo sacó un frasco de su bolsillo y roció con su contenido los pechos y las caderas de la chica, dejando sobre ellos una delgada película de plástico. La chica le dio las gracias con una reverencia y, volviéndose nuevamente hacia Vornan-19, recogió un poco de vino en las palmas de sus manos y le ofreció un trago. Vornan bebió.

Toda la mitad izquierda de la estancia sufrió una convulsión, con el suelo alzándose unos quince metros para revelar un grupo de celebrantes totalmente nuevo que emergía de un sótano situado en alguna parte. Tres miembros de nuestro grupo, Kralick, Fields y Aster, se desvanecieron en esta rotación del suelo principal. Decidí que debería mantenerme cerca de Vornan, dado que ningún otro miembro de nuestro comité estaba asumiendo esa responsabilidad. Kolff era presa de paroxismos de risa junto a sus cuatro sabios barbudos; Helen estaba inmóvil, como aturdida, intentando registrar todos los aspectos de la escena; Heyman se alejó dando vueltas en los brazos de una voluptuosa morena con garras unidas a sus dedos. Me abrí paso a codazos por la habitación. Un joven de rostro cerúleo me cogió la mano y la besó. Una mujer ya madura que se tambaleaba hizo caer un chorro de vómito a diez centímetros de mis zapatos y un zumbante escarabajo metálico de color dorado -que tendría unos buenos treinta centímetros de diámetro- emergió del suelo para limpiar el desastre, emitiendo chasquidos de satisfacción; cuando se alejó, vi los engranajes que giraban bajo sus alas.

Un instante después me encontraba al lado de Vornan. Tenía los labios manchados de vino, pero su sonrisa seguía siendo magnífica. Al verme se apartó de la Sawtelle, quien estaba intentando atraerle hacia el riachuelo de vino, y me dijo:

—Esto es excelente, sir Garfield. Estoy pasando una noche espléndida… —su frente se arrugó—. Ahora recuerdo que sir Garfield es la forma equivocada de tratamiento. Eres Leo. Una noche espléndida, Leo. Esta casa… ¡la comedia encarnada!

A nuestro alrededor la bacanal había aumentado todavía más su furor. Masas de luz viva derivaban a la altura de los ojos; vi a uno de los distinguidos invitados capturar una y comérsela. Los dos acompañantes de una mujer de aire hinchado -que, según reconocí con sorpresa y disgusto, fue reina de belleza en mi juventud- habían empezado una pelea a puñetazos. Cerca de nosotros, dos chicas rodaban por el suelo en un vehemente combate de lucha libre, arrancándose la ropa a puñados la una a la otra. Se formó un anillo de espectadores y éstos aplaudieron rítmicamente a medida que las zonas de carne desnuda se iban revelando; de repente hubo una fugaz visión de nalgas rosadas y la disputa se convirtió en un desinhibido abrazo sáfico. Vornan parecía fascinado por las piernas flexionadas de la chica que estaba debajo, los movimientos pélvicos de quien la había vencido y los húmedos ruidos de succión que hacían sus labios al unirse. Inclinó la cabeza para ver mejor, pero en ese mismo instante se nos aproximó una figura y Vornan dijo:

— ¿Conoces a este hombre?

Tuve la inquietante impresión de que Vornan había estado mirando en dos direcciones a la vez, abarcando un cuadrante distinto de la habitación con cada uno de sus ojos. ¿Sería así?

El recién llegado era un hombre bajo y corpulento, no más alto que Vornan-19, pero como mínimo dos veces más ancho. Su cuerpo, de un poder inmenso, soportaba una enorme cabeza dolicocéfala que se alzaba de sus colosales hombros sin que la ayudara cuello alguno. No tenía cabello, ni tan siquiera cejas o pestañas, lo cual le hacía parecer mucho más desnudo que todos los juerguistas desnudos o a medio desvestir que se agitaban junto a nosotros. Ignorándome, extendió una gigantesca zarpa hacia Vornan-19 y dijo:

—Así que usted es el hombre del futuro. Encantado de conocerle. Soy Wesley Bruton.

—Oh, nuestro anfitrión. Buenas noches —Vornan le dirigió una variante de su sonrisa, menos deslumbrante, más educada, y casi de inmediato la sonrisa se apagó y los ojos entraron en acción: agudos, fríos, penetrantes. Moviendo suavemente la cabeza hacia mí, dijo—: Por supuesto, conoce a Leo Garfield, ¿verdad?

—Sólo de reputación —rugió Bruton.

Su mano seguía extendida. Vornan no la había estrechado. La mirada de expectación que había en los ojos de Bruton se fue convirtiendo lentamente en una decepción asombrada y una furia apenas contenida. Sintiendo que debía hacer algo, estreché yo mismo la mano, y mientras que él me trituraba los huesos, grité:

—Ha sido muy amable al invitarnos, señor Bruton. Esta casa es un milagro… —y, en voz más baja, añadí—: Discúlpelo, no comprende todas nuestras costumbres. No creo que dé la mano.

El magnate de la electricidad pareció aplacarse un tanto. Me soltó y dijo:

—¿Qué piensa del lugar, Vornan?

—Delicioso. Hermoso en su delicadeza. Admiro el buen gusto de su arquitecto, su contención, su clasicismo.

Me fue imposible estar seguro de si sus palabras pretendían ser una sincera alabanza o una burla. Bruton pareció tomárselas como un cumplido. Cogió a Vornan por una muñeca, me rodeó con su brazo libre y dijo:

—Amigos, me gustaría mostrarles algunas de las cosas que hay entre bastidores. Esto debería interesarle, profesor. Y sé que a Vornan le encantará. ¡Adelante!

Temí que Vornan hiciera uso de aquella técnica para aturdir que había exhibido en las Escalinatas Españolas y mandara a Bruton volando a diez metros de distancia por haber osado ponerle la mano encima… Pero no, nuestro invitado se dejó llevar. Bruton se abrió paso sin miramientos por entre el remolineante caos de la fiesta, arrastrándonos en su estela. Llegamos a un estrado en el centro de la habitación. Una orquesta invisible hizo sonar un acorde terrorífico y prorrumpió en una sinfonía que nunca había oído antes, haciendo que chorros de sonido brotaran de cada rincón de la estancia. Una chica vestida de princesa egipcia bailaba en lo alto del estrado. Bruton agarró con las manos sus muslos desnudos y la apartó igual que si fuera una silla. Subimos al estrado detrás de él; hizo una señal y nos hundimos repentinamente a través del suelo.

—Nos encontramos a sesenta metros de profundidad —anunció Bruton—. Ésta es la sala de control principal. ¡Miren!

Agitó sus brazos en un ademán grandilocuente. Rodeándonos por todas partes había pantallas que mostraban imágenes de la fiesta. La acción se desarrollaba caleidoscópicamente en una docena de habitaciones al mismo tiempo. Vi al pobre Kralick tambaleándose, mientras que una mujer fatal trepaba sobre sus hombros. Morton Fields estaba enroscado en una posición comprometida alrededor de una opulenta mujer con una nariz ancha y algo aplastada; Helen McIlwain estaba dictándole notas al amuleto de su cuello, una tarea que la obligaba a proporcionar una buena imitación del acto de la felación, mientras que Lloyd Kolff estaba gozando de ese mismo acto a no mucha distancia, riendo cavernosamente, mientras que una chica con los ojos muy abiertos estaba agazapada ante él. No logré encontrar a Heyman. Aster Mikkelsen se encontraba en el centro de una habitación con las paredes húmedas y palpitantes, la expresión serena mientras que a su alrededor todo era frenesí. Mesas cargadas de comida se movían a través de las habitaciones, dando la impresión de poseer voluntad propia; vi cómo los huéspedes cogían los alimentos, atracándose, arrojándose unos a otros los bocados más tiernos. Había una habitación en la que grifos de vino o licor -supongo- colgaban del techo para que cualquiera pudiese coger uno de ellos, accionarlo y saciarse con el líquido; había una estancia sumida en una oscuridad total, pero no sin ocupantes; había otra en donde los invitados hacían turno para colocarse en la cabeza la banda de algún tipo de ingenio que trastornaba los sentidos.

—¡Miren esto! —exclamó Bruton.

Vornan y yo miramos, él con un leve interés, yo sintiéndome a disgusto, mientras que Bruton accionaba interruptores, cerraba circuitos y tecleaba en el ordenador con la alegría de un maníaco. Las luces se encendieron y se apagaron en las habitaciones de arriba; suelos y techos cambiaron de lugar; pequeñas criaturas artificiales volaron enloquecidas por entre los invitados que chillaban y reían. Sonidos ensordecedores, demasiado terribles para ser llamados música, despertaron ecos por el edificio. Pensé que la misma Tierra haría erupción en protesta, y que lava fundida nos engulliría a todos.

—Cinco mil kilovatios por hora —proclamó Bruton.

Puso las manos en un globo plateado que tendría unos treinta centímetros de diámetro, provisto de un contrapeso, y lo empujó por un riel cubierto de joyas. Al instante una pared de la sala de control se dobló sobre sí misma, desapareciendo para revelar el gigantesco pozo de un generador magnetohidrodinámico, que bajaba a un sótano aún más hondo que éste. Las agujas de los monitores bailaban enloquecidas; los diales destellaron en rojo, púrpura y verde ante nosotros. La transpiración caía por el rostro de Wesley Bruton, mientras iba recitando, casi histérico, los datos y capacidades de la central energética sobre la que tenía los cimientos su palacio. Nos hizo oír una salvaje canción de kilovatios. Puso su mano sobre gruesos cables y les dio masajes con una franca obscenidad. Nos hizo señas para que bajáramos a ver el núcleo de su generador y le seguimos, llevados cada vez más abajo del abismo por aquel magnate parecido a un duende. Recordé vagamente que Wesley Bruton había edificado el grupo de compañías que distribuía electricidad a través de medio continente, y era como si toda la capacidad generadora de aquel monopolio incomprensible estuviera concentrada aquí, bajo nuestros pies, contenida y dominada para el solo propósito de mantener y sostener la obra maestra arquitectónica de Albert Ngumbwe.

En este nivel, la atmósfera estaba ferozmente recalentada. El sudor rodaba por mis mejillas. Bruton se abrió la chaqueta de un manotazo para dejar al desnudo un pecho sin vello ceñido por gruesos cordones de músculo. Sólo Vornan-19 seguía sin ser afectado por el calor; avanzaba casi bailando junto a Bruton, diciendo poco, observando mucho, sin dejarse infectar en lo más mínimo por el febril estado anímico de su anfitrión.

Llegamos al fondo. Bruton acarició el curvado flanco de su generador igual que si fuera la cadera de una mujer. De repente debió percatarse de que Vornan-19 no mostraba ningún éxtasis ante este desfile de maravillas. Giró sobre sí mismo y preguntó:

—¿Tienen algo como esto en el lugar de donde viene? ¿Hay una casa que pueda compararse con mi casa?

—Lo dudo —dijo amablemente Vornan.

—¿Cómo vive la gente ahí? ¿Casas grandes? ¿Pequeñas?

—Tendemos hacia la simplicidad.

—¡Entonces nunca ha visto una casa como la mía! ¡No hay nada que iguale este lugar en los próximos mil años! —Bruton hizo una pausa—, Pero… ¿es que mi casa no existe en su época?

—No estoy enterado de ello.

—¡Ngumbwe me prometió que duraría mil años! ¡Cinco mil! ¡Nadie sería capaz de hacer derribar un sitio como éste! Escuche, Vornan, piénselo bien. Tiene que seguir ahí, en algún sitio. Un monumento del pasado… un museo de historia antigua…

—Quizá lo esté —dijo Vornan con indiferencia—. Verá, esta área se encuentra fuera de la Centralidad. No tengo ninguna información firme sobre lo que puede encontrarse ahí. Sin embargo, supongo que la barbarie primitiva de esta estructura pudo resultar ofensiva para quienes vivieron en el Tiempo del Barrido, cuando cambiaron muchas cosas. Entonces hubo mucho que pereció por la intolerancia.

—Barbarie… primitiva… —musitó Bruton. Parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía. Deseé tener a mano a Kralick para que me sacara de este apuro.

Vornan siguió clavando dardos en la inesperadamente delgada piel del multimillonario.

—Habría sido encantador conservar un sitio como éste —dijo—. Para celebrar festivales dentro de él, curiosas ceremonias en honor del regreso de la primavera… —Vornan sonrió—. Hasta podríamos volver a tener inviernos, aunque sólo fuese para poder experimentar así el regreso de la primavera. Y entonces bailaríamos y nos divertiríamos en su casa, sir Bruton. Pero creo que ha desaparecido. Creo que se esfumó hace centenares de años. No estoy seguro. No estoy seguro.

—¿Se está burlando de mí? —gritó Bruton—. ¿Riéndose de mi casa? ¿No soy más que un salvaje para usted? ¿Es que…?

Me apresuré a interrumpirle.

—Como experto en electricidad, señor Bruton, quizá le gustaría saber algo sobre las fuentes de energía en la era de Vornan-19. En una de sus entrevistas, hace unas cuantas semanas, dijo algunas cosas sobre fuentes de energía relacionadas con la conversión total; y si quiere hacerle preguntas al respecto, quizá ahora se extienda sobre el tema.

Bruton olvidó inmediatamente que estaba enfadado. Utilizó su brazo para limpiarse el sudor que estaba metiéndose en sus ojos desprovistos de cejas y gruñó:

—¿Qué es todo eso? ¡Hábleme de ello!

Vornan juntó los dorsos de sus manos en un gesto que resultaba tan comunicativo como extraño.

—Lamento saber tan poco sobre asuntos técnicos.

—¡Pero cuénteme algo de todas formas!

—Sí —dije yo, pensando en la agonía de Jack Bryant y preguntándome si éste era mi momento de averiguar lo que debía saber—. Vornan, este sistema de energía autosuficiente… ¿Cuándo empezó a ser utilizado?

—Oh… hace mucho tiempo. Es decir, en mi época, claro.

¿Cuánto hace?

—¿Trescientos años? —se preguntó a sí mismo—. ¿Quinientos? ¿Ochocientos? Es tan difícil calcular estas cosas. Fue hace tiempo… hace mucho tiempo.

—¿Qué era? —preguntó Bruton—. ¿Qué tamaño tenía cada unidad generadora?

—Oh, bastante pequeño —dijo Vornan, evasivamente. Su mano rozó con suavidad el brazo desnudo de Bruton—. ¿Subimos? Me estoy perdiendo esa fiesta suya, tan interesante.

—¿Quiere decir que eliminó la necesidad de todo tipo de transmisión energética? —Bruton era incapaz de olvidarse del tema—. ¿Todo el mundo generaba su propia energía? ¿Igual que estoy haciendo yo aquí?

Subimos por una pasarela de complejo trazado -que parecía haber sido hecha por una araña- y ésta nos condujo con sus giros a un nivel superior. Bruton siguió haciendo llover preguntas sobre Vornan, mientras recorríamos de nuevo la ruta que habíamos seguido para volver a la sala de control principal. Yo intenté hacer alguna pregunta que precisase en qué momento había tenido lugar este gran cambio, esperando poder calmar a Jack diciéndole que había ocurrido en un futuro lejano de nuestro tiempo. Vornan esquivó alegremente todas nuestras preguntas, sin decir apenas nada que tuviera sustancia.

Su despreocupada negativa a satisfacer sin rodeos nuestra petición de informaciones despertó una vez más mis sospechas. ¿Cómo podía evitar esos balanceos pendulares de mi ánimo, si en un momento dado estaba interrogando gravemente a Vornan sobre los acontecimientos de la historia futura, y un instante después me maldecía a mí mismo por ser un crédulo y un idiota al darme cuenta de que era un farsante? Una vez en la sala de control, Vornan escogió un método muy sencillo para no verse obligado a soportar nuestras preguntas. Fue hacia uno de los complicados paneles, le dirigió a Bruton una sonrisa de su mayor voltaje y dijo:

—Esta habitación suya es deliciosamente divertida. Siento una gran admiración por ella.

Accionó tres interruptores y apretó cuatro botones; luego hizo girar un dial de noventa grados y bajó una gran palanca. Bruton lanzó un aullido. La habitación se oscureció. Las chispas volaron por el aire igual que demonios. De lo alto nos llegó el gemido cacofónico de instrumentos musicales carentes de sustancia y los sonidos de choques y golpes. Debajo de nosotros, dos pasarelas móviles se estrellaron la una contra la otra. Una pantalla cobró vida de nuevo, mostrándonos con su pálido resplandor la estancia principal, con los invitados caídos en un confuso montón.

Las luces rojas de advertencia empezaron a parpadear. Toda la casa se había vuelto loca, habitaciones girando alrededor de habitaciones. Bruton se había lanzado sobre los controles igual que un demente, apretando esto y haciendo girar aquello, pero cada nuevo ajuste que realizaba parecía servir tan sólo para aumentar la confusión. Me pregunté si el generador no acabaría estallando. ¿Se derrumbaría todo encima de nosotros? Escuché una ristra de maldiciones que habrían dejado en éxtasis a Kolff. La maquinaria seguía rechinando tanto encima como debajo de nosotros. La pantalla me ofreció una imagen desenfocada de Helen McIlwain montada sobre los hombros de un preocupado Sandy Kralick. Se oía ruido de gritos y carreras.

Tenía que hacer algo. ¿Dónde estaba Vornan-19? Le había perdido en la oscuridad. Avancé cautelosamente, buscando la salida de la sala de control. Logré distinguir una puerta; presa de paroxismos, se agitaba dentro de la concavidad que la encerraba en una serie de estremecimientos arrítmicos. Agazapado, conté cinco ciclos completos y entonces, con la esperanza de que mis cálculos fueran por lo menos aproximadamente correctos, la crucé de un salto justo a tiempo para evitar el ser aplastado.

—¡Vornan! —grité.

Una niebla verdosa flotaba por la atmósfera de la habitación a la cual había entrado ahora. El techo se inclinaba en ángulos improbables. Los invitados de Bruton yacían en el suelo, algunos inconscientes, unos cuantos heridos, por lo menos una pareja trabada en un apasionado abrazo. Creí distinguir a Vornan en una habitación vagamente visible a mi izquierda, pero cometí el error de apoyarme en una pared: un panel respondió a mi presión y giró sobre sí mismo, lanzándome a una habitación distinta. Allí tuve que ponerme en cuclillas; el techo estaba apenas a metro y medio de altura. Crucé la habitación andando a cuatro patas, tiré de un biombo y me encontré en la sala principal.

La cascada de vino se había convertido en una fuente, lanzando su burbujeante fluido hacia el techo reluciente. Los invitados formaban grupos, cogiéndose unos a otros para hallar consuelo y reconfortarse, los rostros aturdidos. En el suelo zumbaban los insectos mecánicos, limpiando los escombros; media docena de ellos habían atrapado a uno de los pájaros metálicos de Bruton y lo estaban destrozando con sus minúsculos picos. No se podía ver a nadie de nuestro grupo. La casa emitía ahora un estridente chirrido.

Me preparé a morir, pensando lo adecuadamente absurdo que era el perecer en la casa de un lunático por el capricho de otro, mientras me hallaba embarcado en esta misión de locos. Pero aun así continué luchando por abrirme paso por entre el humo y el ruido, entre las siluetas de los elegantes invitados que chillaban, enredados unos con otros, a través de los muros que se deslizaban y los suelos que se hundían. Una vez más me pareció ver a Vornan por delante mío. Le seguí con la tozudez de un maníaco, con la sensación de que era mi deber encontrarle y sacarle del edificio antes de que éste se demoliera a sí mismo en una última expresión de petulancia. Pero llegué a una barrera más allá de la cual no podía pasar. Invisible, pero impenetrable, logró detenerme.

— ¡Vornan! -grité, pues ahora le veía con claridad. Estaba hablando con una mujer alta y atractiva de mediana edad, que no parecía nada turbada por cuanto había sucedido-. ¡Vornan! ¡Soy yo, Leo Garfield!

Pero él no podía oír nada. Le dio su brazo a la mujer y los dos se alejaron, siguiendo un rumbo irregular a través del caos. Yo golpeé con mis puños la barrera invisible.

—No hay forma de pasar —dijo una ronca voz femenina—. No lograría romperla ni en un millón de años.

Me volví. A mis espaldas había aparecido una visión plateada: una muchacha delgada, que no tendría más de diecinueve años, con todo su cuerpo emitiendo un resplandor blanco. Su cabello relucía como la seda; sus ojos eran espejos de plata; sus labios estaban cubiertos de plata; su cuerpo iba ceñido por un traje plateado. Miré de nuevo y me di cuenta de que no era ningún traje, sino meramente una capa de pintura; detecté pezones, un ombligo, los contornos gemelos de los músculos subiendo por el liso vientre. Llevaba ese rociado color plata desde el cuello hasta los pies y bajo esa luz fantasmal parecía radiante, irreal, inalcanzable. No la había visto antes en la fiesta.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó.

—Bruton nos llevó a ver la sala de control. Vornan apretó unos cuantos botones cuando no le mirábamos. Creo que la casa va a estallar.

Ella se llevó su mano de plata a sus plateados labios.

—No, no estallará. Pero de todas formas haríamos mejor saliendo de aquí. Si va pasar por una serie de cambios aleatorios, podría aplastar a todo el mundo antes de que las cosas se calmaran. Venga conmigo.

—¿Sabe cómo salir?

—Por supuesto —dijo— ¡No tiene más que seguirme! Hay una bolsa de salida a tres habitaciones de aquí… a no ser que se haya desplazado.

No era momento de discutir. Se lanzó por una escotilla que se abrió de repente y yo la seguí, hipnotizado por la visión de su delicado trasero cubierto de plata. Fue delante mío hasta que yo empecé a jadear de fatiga. Saltamos sobre umbrales que ondulaban como serpientes; nos abrimos paso por entre montones de borrachos vacilantes; dejamos atrás corriendo obstáculos que aparecían y se esfumaban en palpitaciones irracionales. Nunca había visto nada tan hermoso como aquella pulida estatua que había cobrado vida, la muchacha de plata, desnuda, escurridiza y veloz, avanzando decididamente por entre todas las dislocaciones de la casa. Se detuvo junto a una temblorosa franja de pared y dijo:

—Aquí.

—¿Dónde?

—Ahí.

La pared se abrió con un bostezo. Me hizo entrar y se metió detrás de mí; luego, con una veloz pirueta, pasó junto a mí, apretó algo y nos encontramos fuera de la casa.

El viento de enero nos golpeó igual que una espada remolineante. Me había olvidado del clima; durante toda la noche habíamos estado perfectamente protegidos de él. De repente nos encontrábamos expuestos, yo con mi delgado traje, la chica en su desnudez, cubierta sólo por una capa de pintura plateada que tenía el grosor de una molécula. Tropezó y cayó en un banco de nieve, rodando sobre él como si estuviera en llamas; tiré de ella y la puse en pie.

¿Dónde podíamos ir? Detrás de nosotros, la casa latía y se agitaba igual que un cefalópodo enloquecido. Hasta este momento la chica había parecido saber cómo actuar, pero el aire helado la había dejado entumecida y aturdida, y ahora estaba temblando presa de la parálisis, asustada y patética.

—El estacionamiento —dije yo.

Corrimos hacia allí. Se encontraba por lo menos a medio kilómetro de distancia, y ahora no estábamos viajando en ninguna cinta deslizante cubierta; corrimos sobre el suelo helado, al que montículos de nieve y ríos de hielo habían vuelto peligroso. Me encontraba tan excitado que apenas si notaba el frío, pero éste castigaba brutalmente a la chica. Cayó varias veces antes de que llegáramos al estacionamiento. Ahí estaba, por fin. Los vehículos de los ricos y los poderosos se encontraban ordenadamente colocados bajo un escudo protector. Logramos pasar, no sé cómo; los mecanismos que controlaban el estacionamiento de Bruton habían perdido el control durante la falla general de energía y no hicieron ningún intento por detenernos. Estaban dando vueltas en una zumbante confusión, encendiendo y apagando sus luces. Tiré de la joven hasta la limusina más próxima, abrí su puerta, la metí dentro y me dejé caer junto a ella.

El interior era cálido, igual que un útero. La chica se quedó inmóvil, temblando, medio congelada.

—¡Abrázame! —exclamó—. ¡Me estoy helando! ¡Por el amor de Dios, abrázame!

Mis brazos la apretaron con fuerza. Su delgado cuerpo se pegó al mío. Su pánico desapareció en un instante; volvía estar cálida y tan segura de sí misma como lo había estado cuando nos hizo salir de la casa. Sentí sus manos sobre mi cuerpo. Me rendí voluntariamente a su encanto plateado. Mis labios fueron hacia los suyos y se apartaron saboreando el metal; sus fríos muslos me rodearon; tuve la misma sensación que si le estuviera haciendo el amor a una máquina hábilmente concebida, pero la pintura plateada sólo cubría su piel y la sensación se desvaneció cuando llegué a la cálida carne que había bajo ella. En nuestra apasionada lucha, su cabello plateado se reveló como una peluca y resbaló, dejando al descubierto bajo ella un cráneo sin platear, calvo y liso como la porcelana.

Ahora la reconocía: tenía que ser la hija de Bruton. El gen de su carencia de vello se había transmitido. Ella suspiró y me atrajo hacia el olvido.

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