CINCO

La pantalla del teléfono engaña mucho. Kralick había parecido atractivamente delgado y ágil en la pantalla; en carne y hueso resultó medir más de metro noventa, y ese aire de intelectualidad que hacía interesante su feo rostro quedaba totalmente sumergido por la impresión de enormidad que proyectaba. Me recibió en el aeropuerto; cuando llegué, tras haber tomado un avión que salió del aeropuerto internacional de Los Angeles a las 10:10, eran las diez de la mañana, tiempo de Washington. ¿Quién dice que resulta difícil invertir el tiempo?

Mientras recorríamos velozmente la carretera automática hacia la Casa Blanca, subrayó con insistencia la importancia de mi misión y su gratitud por mi cooperación. No me ofreció detalles sobre lo que deseaba de mí. Tomamos por el desvío inferior y rodamos suavemente a través de la puerta privada de acceso a la Casa Blanca. En algún lugar en las entrañas de la tierra fui debidamente examinado y declarado aceptable, y ascendimos al venerable edificio. Me pregunté si sería el mismo Presidente quien se encargara de explicármelo todo. Tal y como acabó resultando, nunca llegué a verle. Se me llevó a la Sala de Emergencias, la cual estaba absurdamente repleta con toda clase de equipo de comunicaciones. En una cápsula de cristal situada sobre la mesa principal había un espécimen zoológico venusiano, un plasmoide púrpura que enviaba incansablemente hacia delante sus seudópodos -parecidos a los de una ameba- en una tolerable imitación de la vida. Una inscripción en la base de la cápsula decía que se le encontró en la segunda expedición. Me sorprendió: no se me había ocurrido pensar que hubiéramos descubierto un número tan elevado de ellos que nos permitiera dejarlos olvidados como pisapapeles en los reductos de la burocracia.

Un hombrecillo de aspecto nervioso, con el cabello gris muy corto y un traje de vivos colores, entró en la habitación casi al trote. Llevaba los hombros tan acolchados como los de un jugador de rugby y una hilera de relucientes pinchos cromados sobresalía de su chaqueta igual que vértebras enloquecidas. Obviamente, este hombre creía firmemente en la necesidad de ir a la moda.

—Marcus Kettridge —dijo—. Ayudante especial del Presidente. Me alegra que esté con nosotros, doctor Garfield.

—¿Qué hay del visitante? —dijo Kralick.

—Ha estado en Copenhague. La transmisión llegó hace media hora. ¿Le gustaría verla antes de la reunión?

—Podría ser una buena idea.

Kettridge abrió la mano; en su palma yacía una cápsula de cinta y la insertó en el aparato. Una pantalla que no había visto antes cobró vida. Vi a Vornan-19 paseando por la barroca fantasía de los Jardines de Tivoli, cubiertos para protegerlos del clima y sin mostrar ni una sola huella del invierno danés. El cielo estaba manchado por dibujos de luces parpadeantes. Se movía igual que un bailarín, controlando cada músculo para obtener el máximo impulso. Junto a él caminaba una gigantesca rubia que tendría quizá unos diecinueve años, con una deslumbrante corona de cabellos y una expresión soñadora en el rostro. Llevaba unos pantalones que terminaban casi a la altura de su ingle y una breve banda de tela sobre sus inmensos pechos. Igual podría haber ido desnuda: había a la vista metros enteros de carne. Vornan la rodeó con su brazo y acarició distraídamente con la yema de un dedo cada uno de los profundos hoyuelos que había sobre sus monumentales nalgas.

—La chica es una danesa llamada Ulla algo, que recogió ayer en el zoo de Copenhague —dijo Kettridge—. Pasaron la noche juntos. Verá, ha estado haciendo eso en todas partes… igual que un emperador, haciendo acudir chicas a su cama mediante una orden real.

—No sólo chicas —gruñó Kralick.

—Cierto, cierto. En Londres fue ese joven peluquero…

Observé el avance de Vornan-19 a través del Tivoli. Una multitud curiosa le rodeaba, y a poca distancia de él había una docena de fornidos agentes de la policía danesa con látigos neurales, unas cuantas personas que parecían ser funcionarios gubernamentales y media docena de individuos que, obviamente, eran reporteros.

—¿Cómo mantienen a distancia a los periodistas? —dije.

—Se han unido entre ellos —dijo secamente Kettridge—. Seis reporteros que representan a todos los medios de comunicación, y que cambian cada día. Fue idea de Vornan; dijo que le gusta la publicidad, pero que odia tener a una turba alrededor suyo.

El visitante había llegado a un pabellón donde la juventud danesa estaba bailando. Los chirridos y bocinazos del grupo musical quedaban reproducidos con una perfecta claridad, desgraciadamente, y los chicos y chicas se movían de forma espasmódica, sin ninguna continuidad, agitando brazos y piernas. Era uno de esos sitios donde el suelo es una serie de calzadas que giran intersectándose, de tal forma que estando inmóvil y realizando los giros de la danza uno se ve llevado en órbita por todo el local, enfrentándose a un nuevo compañero tras otro. Vornan se quedó inmóvil durante un rato observando todo esto con lo que parecía asombro. Sonrió con su maravillosa sonrisa y le hizo una seña a su bovina consorte. Los dos avanzaron hacia la pista de baile. Vi cómo uno de los funcionarios colocaba monedas en la rendija; estaba claro que Vornan no se dignaba manejar dinero personalmente, y era necesario que alguien fuera detrás de él pagando las facturas.

Vornan y la joven danesa se colocaron de cara el uno a la otra y adoptaron el ritmo de la danza. No había ninguna dificultad en el baile: consistía en unos disimulados empujones de la pelvis combinados con una pauta de patear el suelo y abrazarse, igual que todas las demás danzas de los últimos cuarenta años. La chica tenía los pies bien plantados en el suelo, las rodillas flexionadas, las piernas muy separadas y la cabeza echada hacia atrás; los gigantescos conos de sus pechos se alzaban hacia los espejos facetados del techo. Vornan, quien estaba claro se lo pasaba muy bien, adoptó la postura de rodillas hacia dentro y codos fuera, usada por los chicos que le rodeaban, y empezó a moverse. Pilló fácilmente el truco del baile tras un breve instante preliminar de incertidumbre, y comenzó a ser desplazado a través del local por el mecanismo que había bajo el suelo, dándole la cara primero a una chica y luego a otra, ejecutando los explícitos movimientos eróticos que se esperaban de él.

Pronto quedó claro que casi todas las chicas sabían quién era. Sus respingos y expresiones impresionadas lo hicieron evidente. El hecho de que una celebridad mundial estuviera moviéndose por entre el gentío creó una cierta confusión, haciendo que las chicas perdieran el ritmo; una de ellas se limitó a quedarse quieta y contempló a Vornan como en éxtasis durante todos y cada uno de los aproximadamente noventa segundos en que lo tuvo como compañero de baile.

Pero durante las primeras siete u ocho vueltas no hubo ningún problema serio. Después de eso Vornan empezó a bailar con una chica de cabello oscuro, bonita y más bien regordeta, que tendría unos dieciséis años y a la que el terror dejó totalmente catatónica. Se quedó medio paralizada y luego empezó a moverse rígidamente, logrando retroceder más allá de la señal de vigilancia electrónica que había en la parte trasera de su franja móvil. Sonó un timbre para avisarle, pero se encontraba más allá de cualquier indicación de ese tipo y un instante después ya tenía un pie en cada una de las dos franjas, que iban en direcciones opuestas. Cayó al suelo, su corta falda levantada para revelar unos muslos rosados y carnosos y, presa del miedo, se cogió a las piernas del chico que tenía más cerca.

Él cayó también, y un instante después tuve una demostración gráfica del efecto dominó, pues los bailarines estaban perdiendo el equilibrio en todo el local. Casi todo el mundo se encontraba en más de una franja al mismo tiempo, y se agarraba a otra persona en busca de sostén. Una ola de cuerpos que caían recorrió el gran local. Y ahí estaba Vornan-19, aún en pie, observando la catástrofe y de un humor excelente. Su enamorada, semejante a la diosa Juno, estaba también de pie, a 180 grados de él; pero en ese instante una mano agarró su tobillo y se derrumbó igual que un roble talado, estrellándose contra dos o tres bailarines más al caer. La escena parecía algo directamente sacado del infierno: figuras que se retorcían por todas partes, brazos y piernas al aire, todos incapaces de levantarse. La maquinaria del pabellón de baile acabó deteniéndose con un crujido. Hicieron falta largos minutos para desenredar el embrollo de cuerpos. Muchas chicas estaban llorando. Algunas se habían despellejado la rodilla o el trasero; una había logrado perder su falda en la confusión, no se sabía cómo, y estaba agazapada en una postura fetal.

¿Dónde estaba Vornan? El visitante ya se encontraba en la entrada del local, abandonándolo sin ningún tipo de problemas apenas dejó de moverse el suelo. La diosa rubia iba detrás de él.

—Tiene un talento inmenso para crear perturbaciones —dijo Kettridge.

Kralick se rió y dijo:

—Esto no es tan malo como lo que sucedió ayer en ese sitio de Estocolmo, donde comían smorgasbörd, cuando apretó el botón equivocado e hizo que toda la mesa se pusiera a girar.

La pantalla se oscureció. Un Kettridge que no sonreía se volvió hacia mí.

—Este hombre será el invitado de los Estados Unidos dentro de tres días a partir de hoy, doctor Garfield. No sabemos cuánto tiempo va a quedarse. Tenemos intención de seguir muy de cerca sus movimientos, e intentaremos prevenir parte de la confusión que ya se sabe puede causar. Lo que hemos pensado, profesor, es nombrar un comité de cinco o seis eruditos de primera fila como… bien, como guías para el visitante. En realidad, también serán perros guardianes, cuidadores y… espías.

—¿Creen oficialmente los Estados Unidos que es un visitante del año 2999?

—Oficialmente, sí —dijo Kettridge—. O sea que vamos a tratarle igual que si fuera lo que pretende.

—Pero… —balbuceé yo.

—En privado, doctor Garfield, creemos que es un farsante —me interrumpió Kralick—. Al menos eso creo yo, y opino que también el señor Kettridge lo piensa. Es un estafador extremadamente ingenioso y osado. Sin embargo, y por propósitos de opinión pública, hemos decidido aceptar a Vornan-19 como lo que pretende ser hasta que exista alguna razón para pensar de otra forma.

—Pero, en nombre de Dios, ¿por qué razón?

—¿Conoce el movimiento Apocaliptista, doctor Garfield? —preguntó Kralick.

—Bueno, sí. No puedo decir que sea un experto, pero…

—De momento, Vornan-19 no ha hecho nada mucho más dañino que dejar hipnotizado a todo un local repleto de jovencitas danesas y conseguir que se caigan de culo. Los Apocaliptistas, en cambio, causan daños reales. Crean disturbios, saquean, destruyen. Son la fuerza del caos en nuestra sociedad. Estamos intentando contenerles antes de que lo hagan pedazos todo.

—Y acogiendo calurosamente a este hombre, que se ha nombrado a sí mismo embajador del futuro —dije yo—, destruyen el principal argumento que venden los Apocaliptistas, el cual consiste en que el mundo se supone va a terminar el próximo 1º de enero.

—Exactamente.

—Muy bien —dije—, ya lo había sospechado. Ahora usted me lo confirma como política oficial. Pero, ¿es correcto enfrentarse a la locura de masas con una deliberada falta de honestidad?

—Doctor Garfield —dijo Kettridge con voz lenta y solemne—, el trabajo del gobierno es mantener la estabilidad de la sociedad gobernada. Cuando es posible, nos gusta seguir los Diez Mandamientos en dicha tarea. Pero nos reservamos el derecho de luchar con una amenaza a la estructura social de cualquier forma factible, llegando hasta a la aniquilación en masa de las fuerzas hostiles, lo cual, pienso, usted considerará una acción más seria que unas cuantas falsedades, y a la cual este gobierno ha recurrido en más de una ocasión. Para ser breve: si podemos contener la locura Apocaliptista dándole un sello de aprobación a Vornan-19, vale la pena hacer un cierto compromiso con la moral.

—Además —dijo Kralick—, en realidad no sabemos que sea un fraude. Si no lo es, no estamos cometiendo ningún acto de mala fe.

—La posibilidad debe ser muy reconfortante para sus almas —dije yo…

Inmediatamente lamenté mis osadas palabras. Kralick pareció dolido y no le culpé por estarlo. No era él quien había ordenado tal política. Uno a uno, los asustados gobiernos del mundo habían decidido cortocircuitar el movimiento de los Apocaliptistas proclamando que Vornan era auténtico, y los Estados Unidos no hacían sino añadirse a la lista. La decisión había sido tomada en las alturas; Kralick y Kettridge se estaban limitando a ponerla en práctica, y yo no tenía derecho alguno a impugnar su moralidad. Como había dicho Kralick, podía acabar resultando que acoger de esa forma a Vornan fuera no tan sólo útil, sino también correcto.

Kettridge se dedicó a mover las crestas de su elaborado traje y no me miró al hablar:

—Doctor Garfield, podemos comprender que en el mundo académico la gente tienda a considerar los problemas morales de manera abstracta, pero de todas formas…

—De acuerdo —dije yo, cansado—, supongo que me equivocaba. Tenía que expresar mi opinión, eso es todo. Dejemos a un lado ese punto. Vornan-19 viene a los Estados Unidos, y vamos a desenrollar la alfombra roja para él. Soberbio. Y ahora… ¿qué quieren de mí?

—Dos cosas —dijo Kralick—. Primero, señor, usted goza de una amplia consideración como una autoridad mundial sobre la física de la inversión temporal. Nos gustaría que nos diera su opinión acerca de si es teóricamente posible que un hombre viaje hacia atrás en el tiempo, tal y como afirma haber hecho Vornan-19 y cómo podría haberse realizado eso, según usted.

—Bien —dije—, tengo que ser escéptico, porque de momento sólo hemos logrado enviar hacia atrás en el tiempo electrones individualizados. Esto los convierte en positrones, la antipartícula del electrón, idéntica en masa pero opuesta en carga, y el efecto es la aniquilación virtualmente instantánea. No veo ninguna forma práctica de evitar la conversión de la materia en antimateria durante la inversión temporal, lo cual quiere decir que para explicar el supuesto viaje en el tiempo de Vornan-19, primero debemos explicar cómo puede convertirse tanta masa y luego porqué, aun estando presumiblemente compuesto de antimateria, no desencadena el efecto de aniquilación cuando…

Kralick se aclaró cortésmente la garganta. Me callé.

—Siento no haberme explicado con la suficiente claridad —dijo Kralick— No deseamos una contestación inmediata por su parte. Doctor Garfield, nos gustaría un documento exhaustivo sobre el asunto. Le proporcionaremos toda la ayuda que pueda necesitar. El Presidente aguarda con impaciencia el momento de leer sus opiniones.

—De acuerdo. ¿Y la otra cosa que deseaban?

—Nos gustaría que participara en el comité que guiará a Vornan-19 cuando llegue aquí.

—¿Yo? ¿Por qué?

—Usted es una figura científica nacionalmente conocida, y asociada en la mente del público con el viaje temporal —dijo Kettridge—. ¿No es razón suficiente?

—¿Quién más estará en ese comité?

—No soy libre de revelar nombres, ni siquiera a usted —me dijo Kralick—. Pero le doy mi palabra de que todas son figuras cuya estatura en el mundo científico o académico es igual a la suya.

—Lo cual significa que ninguno de ellos ha dicho que sí todavía, y que tiene usted la esperanza de convencerlos a todos como sea —dije.

Kralick pareció dolido una vez más.

—Lo siento —dije.

—Creemos que poniéndole en un estrecho contacto con el visitante encontrará algún medio de sacarle información sobre el proceso que empleó para viajar por el tiempo —declaró Kettridge, muy serio—. Creemos que esto sería de un considerable interés para usted como científico, así como de un gran valor para la Nación.

—Sí —dije yo—. Es cierto. Me gustaría interrogarle sobre el tema.

—Y además —dijo Kralick—, ¿por qué debería sentir hostilidad hacia tal misión? Hemos escogido a un historiador de primera fila para descubrir qué pauta seguirán los acontecimientos en nuestro futuro, un psicólogo que intentará comprobar la autenticidad de la historia de Vornan, una antropóloga que buscará avances y cambios culturales… etcétera. El comité estará examinando simultáneamente la legitimidad de las credenciales de Vornan, e intentando sacarle cualquier cosa que pueda sernos de valor, dando por supuesto que es lo que dice ser. No se me ocurre ningún trabajo que pueda ser de mayor significado para la Nación y la humanidad en este momento.

Cerré los ojos durante un segundo. Sentí que se me había dado una reprimenda más que adecuada. Kralick era sincero, a su impetuosa manera, y también lo era Kettridge dentro de su estilo, persuasivo aunque algo tosco. Me necesitaban de veras. ¿Y no era acaso cierto que yo tenía mis propias razones para querer echarle un vistazo a lo que había tras la máscara de Vornan? Jack me había suplicado que lo hiciera, sin soñar jamás que me resultaría tan fácil el conseguirlo.

Entonces, ¿por qué me echaba para atrás?

Veía el porqué. Estaba relacionado con mi propio trabajo y la minúscula posibilidad de que Vornan-19 fuera un auténtico viajero del tiempo. El hombre que está intentando inventar la rueda no siente ningún gran entusiasmo por aprender los detalles de cómo funciona un coche a turbina capaz de hacer ochocientos kilómetros por hora. Aquí estaba yo, jugueteando durante la mitad de mi vida con mis electrones invertidos, y allí estaba Vornan-19, contando historias de cómo saltar siglos enteros; en lo más profundo de mi alma prefería no pensar para nada en él. Sin embargo, Kralick y Kettridge tenían razón: yo era el hombre adecuado para este comité.

Les dije que participaría.

Me expresaron profusamente su gratitud y luego parecieron perder interés en mí, como si tuvieran planeado no malgastar ninguna emoción en alguien que ya se había comprometido a participar. Kettridge desapareció y Kralick me concedió una oficina situada en alguna parte del anexo subterráneo de la Casa Blanca. Pequeñas masas de luz viva flotaban en un tanque del techo. Me dijo que tenía un acceso total a los servicios de secretariado de la casa del Ejecutivo y me mostró dónde se encontraban las entradas y salidas de datos del ordenador. Podía hacer todas las llamadas telefónicas que quisiera, me dijo, y utilizar cualquier ayuda que precisara para preparar mi toma de postura sobre el viaje temporal para el Presidente.

—Hemos hecho arreglos para su alojamiento —me dijo Kralick—. Está en una suite al otro lado del parque.

—Pensé que podría volver a California esta noche, para recoger mis cosas.

—No sería conveniente. Ya sabe que sólo tenemos setenta y dos horas antes de que Vornan-19 llegue a Nueva York. Necesitamos utilizar ese tiempo con tanta eficiencia como sea posible.

—Pero… ¡si acabo de regresar de mis vacaciones! —protesté—. Apenas entré en mi casa, volví a salir de ella. Necesito dejarle instrucciones a mi personal, hacer arreglos para el laboratorio…

—Todo eso puede hacerse por teléfono, ¿verdad, doctor Garfield? No se preocupe por el gasto en llamadas. Preferimos tenerle dos o tres horas hablando con California que perder todo el tiempo necesario para que usted hiciera otros dos viajes en el breve lapso que nos queda.

Sonrió. Yo también sonreí.

—¿De acuerdo? —preguntó.

—De acuerdo —dije.

Todo estaba muy claro. Mis posibilidades de escoger habían expirado apenas di mi acuerdo a participar en el comité. Ahora formaba parte del Proyecto Vornan, sin ninguna capacidad de acción independiente. Hasta que todo esto hubiera terminado, sólo tendría la libertad de que el Gobierno pudiera prescindir. Lo extraño es que eso no me irritase a mí, que siempre había sido el primero en firmar cualquier petición atacando una violación de las libertades, que nunca me había considerado como hombre adecuado para trabajar en una organización, sino más bien como un erudito libre que tenía una muy tenue relación con la Universidad. Supongo que todo era una forma subliminal de esquivar la desagradable sensación que me esperaba cuando finalmente lograse volver a mi laboratorio para luchar con mis preguntas sin respuesta.

La oficina que me habían dado era cómoda. El suelo era de mullido cristal esponja, las paredes plateadas y reflectantes, y el techo estaba lleno de colores. Seguía siendo lo bastante temprano para llamar a California y encontrar a alguien en el laboratorio. Primero le notifiqué al procurador de la Universidad que había sido llamado para servir al Gobierno. No le importó. Después hablé con mi secretaria y le dije que debía prolongar mi ausencia indefinidamente. Hice los arreglos precisos para el trabajo de mi personal y para controlar los proyectos de investigación de mis pupilos. Discutí el problema de la entrega del correo y el cuidado de mi casa con la instalación de datos local, y en la pantalla apareció un detallado impreso de autorización. Se suponía que yo debía indicar las cosas que deseaba se encargara de hacer y las que no. La lista era larga:

Cortar el césped.

Ocuparse de que la casa estuviera cerrada y protegida contra el clima.

Entregar correo y mensajes.

Cuidado del jardín.

Controlar posibles daños de tormentas.

Avisar a organizaciones de venta.

Pagar facturas.

Y etcétera. Acabé poniéndole una señal a casi todo y le cargué la factura del servicio al Gobierno de los Estados Unidos. Ya había aprendido algo de Vornan-19: no tenía intención de pagar ninguna factura con mi dinero hasta no haber sido liberado de este trabajo.

Cuando hube puesto en orden mis asuntos personales, llamé a Arizona. Me respondió Shirley. Parecía tensa y algo nerviosa, pero dio la impresión de relajarse un poco cuando vio mi cara en la pantalla.

—Estoy en Washington —dije.

—¿Para qué, Leo?

Se lo expliqué. Al principio pensó que estaba bromeando, pero yo le aseguré que estaba diciéndole la verdad.

—Espera —dijo—. Iré a buscar a Jack.

Se apartó del aparato. La perspectiva cambió al marcharse ella y en lugar de la habitual imagen de cabeza y hombros la pantalla me mostró la minúscula imagen de Shirley entera, en un plano de tres cuartos. Estaba en el umbral, de espaldas a la cámara, apoyándose en la jamba de tal forma que la opulenta esfera de uno de sus pechos aparecía bajo su brazo. Yo sabía que los empleados del gobierno estaban controlando mi llamada, y me enfureció que tuvieran esta visión gratuita de la hermosura de Shirley. Hice el gesto de cortar la imagen, pero ya era demasiado tarde; ella había desaparecido y Jack estaba en la pantalla.

—¿Qué pasa? —preguntó—. Shirley me ha dicho…

—Dentro de unos cuantos días hablaré con Vornan-19.

—Leo, no tendrías que haberte molestado. He estado pensando en esa conversación que tuvimos. Me siento como un maldito estúpido. Dije un montón de… bueno, cosas propias de una persona inestable, y nunca soñé que lo dejarías todo para salir corriendo hacia Washington…

—No fue exactamente así como sucedieron las cosas, Jack. He venido aquí porque me han reclutado. Vital para la seguridad de la Nación, ese tipo de cosas. Pero sólo deseaba decirte que mientras esté aquí intentaré ayudarte en aquello de lo que hablamos.

—Te estoy agradecido, Leo.

—Eso es todo. Intenta relajarte. Puede que tú y Shirley necesitéis alejaros del desierto durante un tiempo.

—Puede que más tarde —dijo él—. Ya veremos cómo van las cosas.

Le guiñé el ojo y corté la conexión. No me engañaba con toda esa animación fingida. Lo que hubiese estado hirviendo y agitándose dentro de él hacía unos días seguía ahí, aunque ahora estuviera intentando disculparse y diciendo que no eran más que tonterías. Necesitaba ayuda.

Ahora, un trabajo más. Conecté la entrada de datos y empecé a dictar mi documento sobre la inversión temporal. No sabía cuántas copias querrían, pero imaginé que eso realmente no importaba. Empecé a hablar. Un brillante punto de luz verdosa bailaba por la pantalla de cristal de la salida del ordenador, escribiendo mis palabras a medida que las pronunciaba. Trabajando totalmente de memoria y sin molestarme en pedirle a los bancos de datos los textos de mis propias publicaciones, fui soltando un rápido y nada técnico resumen de mis ideas sobre la inversión temporal. Su esencia era que, mientras que ya se había conseguido la inversión en el nivel subatómico, no había ninguna teoría física comprendida por mí dentro de cuyos términos pareciese posible que un ser humano viajara hacia atrás en el tiempo y llegara vivo a su destino, sin importar la fuente de energía utilizada para transportarle. Reforcé eso con unas cuantas ideas sobre la inercia temporal acumulativa, la extensión de la masa en un continuo invertido y la aniquilación de la antimateria.

Después me pasé unos momentos contemplando mis palabras que brillaban en el vibrante pero pasajero resplandor verde de la pantalla. Pensé en el hecho de que el Presidente de los Estados Unidos hubiera elegido mediante una decisión del Ejecutivo considerar las afirmaciones de Vornan-19 como convincentes. Le estuve dando vueltas a si sería eficaz decirle al Presidente en su misma cara que estaba siendo cómplice de un fraude. Discutí conmigo mismo si debía comprometer mi integridad personal para no turbar la conciencia del gran hombre, y luego me dije «al infierno con todo», y le indiqué al ordenador que imprimiera lo que había dictado y lo transfiriera a los archivos de datos presidenciales.

Un minuto después mi copia personal salió despedida de la rendija, escrita, con los márgenes bien alineados y pulcramente grapada. La doblé, me la puse en el bolsillo y llamé a Kralick.

—He terminado —dije—. Ahora me gustaría salir de aquí.

Vino a buscarme. La tarde ya estaba terminando, lo cual quiere decir que en el sistema temporal al que estaba acostumbrado mi metabolismo era poco más de mediodía, y tenía hambre. Le pregunté a Kralick si podía almorzar. Pareció un poco sorprendido hasta que comprendió el problema de las zonas temporales.

—Para mí ya casi es hora de cenar —dijo—. Mire, ¿por qué no cruzamos la calle, nos tomamos una copa juntos y luego le acompaño a sus habitaciones del hotel? Después me encargaré de que le den algo de cenar, si le parece bien: una cena temprana en lugar de un almuerzo tardío.

—Por mí está bien —le dije.

Como un Virgilio invertido, me guió hacia arriba saliendo del laberinto que había bajo la Casa Blanca y emergimos al aire libre bajo la luz del crepúsculo. Vi que la ciudad había sufrido una ligera nevada mientras estuve bajo tierra. Los anillos para fundir la nieve zumbaban en las aceras y robots barredores iban y venían soñolientamente por las calles, absorbiendo el agua sucia con sus largas y codiciosas mangueras. Aún caían unos cuantos copos. Las luces centelleaban en las brillantes torres de Washington igual que joyas contra el cielo negro azulado del anochecer. Kralick y yo abandonamos los terrenos de la Casa Blanca por una puerta lateral y cruzamos la avenida Pennsylvania en un salto de caballo ajedrecístico que nos llevó a un pequeño bar y a una salita sumida en la penumbra. Kralick dobló sus largas piernas bajo la mesa con cierta dificultad.

Era uno de esos sitios automáticos que habían sido tan populares hacía unos años: una consola de control en cada mesa, un mezclador guiado por ordenador en la trastienda del local y una complicada serie de grifos. Kralick me preguntó qué iba a tomar, y yo dije que ron destilado. Lo tecleó en la consola y pidió un escocés con soda para él. La placa del crédito se encendió y Kralick metió su tarjeta en la ranura. Un instante después las bebidas brotaron con un gorgoteo de los grifos.

—De un trago —dijo.

—Lo mismo digo.

Dejé que el ron resbalara por mi gaznate. Bajó fácilmente, aterrizando sin encontrarse con ningún alimento sólido digno de tal nombre, y empezó a infiltrarse en mi sistema nervioso. Sin avergonzarme, pedí otra ración mientras que Kralick seguía gozando de su primera copa. Me lanzó una mirada algo pensativa, como diciéndose que en mi historial no había nada indicativo de que fuera alcohólico. Pero pagó mi bebida.

—Vornan ha ido a Hamburgo —dijo Kralick de repente—. Anda estudiando la vida nocturna en el Reepersbahn.

—Pensé que eso había sido cerrado hacía años.

—Lo dirigen como una atracción para turistas, con marineros de imitación incluidos que desembarcan y se meten en peleas. Sólo Dios sabe dónde habrá oído hablar de ese sitio, pero puede apostar a que esta noche tendrán una pelea excelente. —Miró su reloj—. Probablemente ahora estará desarrollándose. Nos llevan seis horas de adelanto. Mañana estará en Bruselas. Luego Barcelona, para una corrida de toros. Y después Nueva York.

—Que Dios nos ayude.

—Dios hará que el mundo acabe dentro de once meses y… ¿cuánto es? ¿Dieciséis días? —dijo Kralick. Lanzó una carcajada algo pastosa—. No es lo bastante pronto. No es lo bastante pronto. Si hiciera el trabajo mañana no tendríamos que vérnoslas con Vornan-19.

—¡No me diga que es usted un cripto-Apocaliptista!

—Soy un criptobebedor —dijo—. Empecé con esto a la hora del almuerzo y la cabeza me da vueltas, Garfield. ¿Sabe que en tiempos fui abogado? Joven, brillante, ambicioso, tenía una buena clientela… ¿Por qué desearía entrar en el Gobierno?

—Tendría que pedir usted un antiestimulante en la consola —dije, algo receloso.

—¿Sabe una cosa? Tiene razón.

Pidió una pildora para él y después, como si se le hubiera ocurrido en ese mismo instante, un tercer ron para mí. Notaba un poco entumecidos los lóbulos de las orejas. ¿Tres copas en diez minutos? Bien, siempre tenía el recurso de tomarme también un antistim. La pildora llegó por fin y Kralick la engulló; torció el gesto mientras que su metabolismo pasaba por el proceso de aceleración que consumiría la sobrecarga de alcohol introducida en él. Durante un largo instante estuvo callado, temblando. Después recobró el control de sí mismo.

—Lo siento. Me hizo efecto de golpe.

—¿Se encuentra mejor?

—Mucho mejor —replicó—. ¿He dicho algo clasificado como secreto?

—Lo dudo. Salvo que estaba deseando que el mundo terminara mañana.

—Oh, sólo un capricho pasajero. No hay nada religioso en ello. ¿Le importa si le llamo Leo?

—Lo preferiría.

—Bien. Mire, Leo, ahora estoy sobrio y lo que estoy diciendo es la verdad sin adornos. Le he dado un trabajo asqueroso y lo siento. Si puedo hacer algo para que su vida sea más cómoda mientras juega a ser el criado de ese embustero del futuro, no tiene más que pedírmelo. No es mi dinero el que estaré gastando. Sé que le gusta la comodidad y la tendrá.

—Me gustaría… ah, Sanford.

—Sandy.

—Sandy.

—Esta noche, por ejemplo. Ha venido sin mucho tiempo de aviso y supongo que no ha tenido ocasión de ponerse en contacto con ninguna de sus amistades. ¿Le gustaría tener compañía para la cena… y para después?

Muy considerado por su parte. Satisfaciendo las necesidades del científico solterón que se está haciendo viejo…

—Gracias —dije—, pero creo que esta noche me las arreglaré yo solo. Tengo las ideas un poco enredadas, tengo que ajustarme a su zona temporal…

—No será ningún problema.

Me encogí de hombros, olvidando el tema. Mordisqueamos unas cuantas galletitas de algas y escuchamos el lejano siseo de los altavoces en el sistema de sonido del bar. Kralick se encargó de hablar casi todo el rato. Mencionó los nombres de algunos de mis compañeros en el comité Vornan, entre ellos el de F. Richard Heyman, el historiador, y el de Helen McIlwain, la antropóloga, y el de Morton Fields, de Chicago, el psicólogo. Yo moví la cabeza con benevolencia. Aprobaba la elección.

—Lo comprobamos todo cuidadosamente —dijo Kralick—. Me refiero a que no deseábamos meter en el comité a dos personas que hubieran tenido una discusión o algo de ese tipo, por lo que buscamos en todos los archivos de datos para ir siguiendo sus relaciones. Créame, fue todo un trabajo. Tuvimos que rechazar a dos buenos candidatos porque habían estado involucrados en… bueno, incidentes más bien irregulares con uno de los otros miembros del comité, y eso fue una gran decepción.

—¿Tienen archivos sobre la fornicación entre eruditos?

—Leo, intentamos tener archivos sobre todo. Se quedaría sorprendido. Pero, sea como sea, hemos acabado creando un comité, encontrando sustitutos para los que no servían y sustitutos para los que resultaron ser incompatibles con los demás en la comprobación de datos, y haciendo arreglos y más arreglos…

—¿No habría sido más sencillo considerar que Vornan es un fraude y olvidarse de él?

—La noche pasada hubo una reunión Apocaliptista en Santa Bárbara —dijo Kralick—. ¿Ha oído hablar de ella?

—No.

—Cien mil personas se congregaron en la playa. Mientras llegaban allí dañaron propiedades por una suma aproximada de dos millones de dólares. Después de las orgías habituales empezaron a meterse en el mar igual que lémures.

—Lemmings.

—Lemmings, sí —los gruesos dedos de Kralick flotaron durante un segundo sobre la consola del bar y luego se apartaron de ella—. Imagínese a cien mil Apocaliptistas de toda California, cantando y metiéndose totalmente desnudos en el Pacífico un día de enero. Todavía estamos intentando averiguar las cifras de ahogados. Como mínimo hay más de cien, y sólo Dios sabe cuántos casos de neumonía, y diez chicas fueron pisoteadas hasta morir. Leo, ese tipo de cosas las hacen en Asia. Aquí no. ¿Ve a qué nos enfrentamos? Vornan aplastará este movimiento. Nos dirá cómo son las cosas en el año 2999 y la gente dejará de creer que «el fin está cerca». Los Apocaliptistas se derrumbarán. ¿Otro ron?

—Creo que debería ir a mi hotel.

—De acuerdo.

Desenredó sus piernas de la mesa y salimos del bar. Mientras íbamos caminando junto al parque Lafayette, Kralick dijo:

— Creo que debería advertirle de que los medios de comunicación saben que está en la ciudad, y empezarán a bombardearle con peticiones de entrevistas y todas esas cosas. Le protegeremos tan bien como podamos, pero probablemente lograrán llegar hasta usted. La respuesta a todas las preguntas es…

—Sin comentarios.

—Exactamente. Es usted una maravilla, Leo.

Estaba nevando otra vez, un poco más activamente de lo que estaban programados para manejar los anillos derretidores. Delgadas cortezas blancas se formaban aquí y allá sobre el pavimento, y en la vegetación eran más gruesas. Charcos de agua recién fundida brillaban suavemente. La nieve centelleaba igual que la luz de las estrellas mientras iba cayendo. Las estrellas estaban ocultas; podríamos haber estado solos en el universo. Sentí una gran soledad. Ahora el sol estaría brillando en Arizona.

Cuando entramos en el enorme y viejo hotel donde me alojaba, me volví hacia Kralick y dije:

—Creo que acabaré aceptando esa oferta de compañía para la cena.

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