Sentí por primera vez el auténtico poder del Gobierno de los Estados Unidos cuando la chica entró en mis habitaciones sobre las siete de esa tarde. Era una rubia alta, con el cabello como oro hilado. Sus ojos eran castaños, no azules; sus labios sensuales y su porte soberbio. Para decirlo brevemente, se parecía de forma asombrosa a Shirley Bryant.
Lo cual significaba que llevaban largo tiempo teniéndome controlado, observándome y anotando el tipo de mujer que yo escogía normalmente, y que habían sido capaces de encontrar una con las calificaciones exactamente adecuadas con muy poco tiempo de aviso. ¿Significaba eso que también creían que Shirley era mi amante? ¿O que habían trazado un perfil abstracto de todas mis mujeres y habían acabado ofreciendo a una chica tipo Shirley porque yo -inconscientemente- había estado escogiendo sustitutos de Shirley durante todo el tiempo?
El nombre de la chica era Martha.
—No tienes el más mínimo aspecto de Martha. Las Marthas son bajitas, morenas y terriblemente obcecadas, con mentones puntiagudos. Siempre huelen a cigarrillos.
—La verdad es que soy una Sidney —dijo Martha—. Pero el gobierno pensó que no aceptarías a una chica llamada Sidney.
Sidney, o Martha, era una estrella, una auténtica campeona. Era demasiado buena para ser real y sospeché que había sido creada igual que un golem en un laboratorio del gobierno para servir a mis necesidades. Le pregunté si era así y ella dijo que sí.
—Después te enseñaré dónde tengo el enchufe —me dijo.
—¿Con qué frecuencia necesitas recargarte?
—En algunas ocasiones dos o tres veces cada noche. Depende.
Tenía poco más de veinte años y no podía por menos que recordarme a las estudiantes del campus. Quizá era un robot, quizá una acompañante para hombres de negocios; pero no actuaba como si fuera ninguna de las dos cosas, sino más bien como un ser humano maduro, inteligente y alegre que, por casualidad, se ofrecía para cumplir con ese tipo de trabajos. No me atreví a preguntarle si se pasaba todo el tiempo haciendo aquella clase de cosas.
Debido a la nieve cenamos en el comedor del hotel. Era un lugar algo anticuado, con candelabros y gruesos cortinajes, con camareros de frac y una larga carta con el menú escrito en relieve. Me alegró verlo; la novedad de usar los cubos de menú ya se había desgastado a esas alturas y resultaba encantador ir leyendo lo que podíamos escoger de un menú impreso, mientras que un ser humano dotado de vida anotaba nuestros deseos en un cuadernito y con un lápiz, exactamente igual que en el pasado.
Pagaba el gobierno. Comimos bien. Caviar fresco, cócteles de ostras, sopa de tortuga y Chateaubriand para dos, muy poco hecho. Las ostras eran de la pequeña y delicada variedad Olimpia, que viene de Puget. Son de una calidad excelente, pero echo de menos las ostras auténticas de mi juventud. Las comí por última vez en 1976, en la Feria del Bicentenario, cuando valían cinco dólares la docena a causa de la contaminación. Puedo perdonarle a la humanidad la destrucción del dodo, pero no el haber acabado con las ostras punto azul.
Volvimos arriba totalmente saciados. La perfección de la noche sólo se vio estropeada por una desagradable escena en el vestíbulo, cuando me vi acosado por unos cuantos chicos de la prensa que buscaban una historia.
—Profesor Garfield…
—…es cierto que…
—…palabras sobre su teoría de…
—…Vornan-19…
«Sin comentarios». «Sin comentarios». «Sin comentarios». «Sin comentarios».
Martha y yo salimos huyendo hacia el ascensor. Para proteger la intimidad coloqué un sello en mi puerta —por anticuado que sea este hotel, tiene todas las comodidades modernas—, y estuvimos a salvo. Martha me miró con expresión coqueta, pero su timidez no duró demasiado. Tenía un cuerpo de miembros largos y suaves, una sinfonía en rosa y oro, y no era ningún robot, aunque descubrí dónde tenía el enchufe. En sus brazos pude olvidar a los hombres del año 2999, a los Apocaliptistas que se ahogaron y al polvo que se acumulaba sobre mi mesa del laboratorio. Si hay un cielo para los ayudantes de la Presidencia, ruego que Sandy Kralick ascienda a él cuando llegue su momento.
Por la mañana desayunamos en la habitación, nos dimos una ducha juntos igual que si fuéramos recién casados, y nos pasamos un rato ante la ventana contemplando las últimas huellas de la nevada nocturna. Martha se vistió; su ceñido traje de plástico negro parecía fuera de lugar bajo la pálida luz de la mañana, pero seguía estando preciosa. Sabía que no volvería a verla nunca más.
—Algún día tienes que hablarme de la inversión temporal, Leo —me dijo al marcharse.
—No sé absolutamente nada de eso. Hasta la vista, Sidney.
—Martha.
—Para mí siempre serás Sidney.
Volví a poner el sello de protección en la puerta y cuando se hubo marchado llamé a la centralita del hotel. Como esperaba, se habían producido docenas de llamadas y todas habían sido rechazadas. La centralita quería saber si aceptaría una llamada del señor Kralick. Dije que lo haría.
Le di las gracias por Sidney. Mostró muy poca sorpresa.
—¿Puede venir a la primera reunión del comité, a las dos, en la Casa Blanca? —dijo después—. Una sesión para que se conozcan.
—Por supuesto. ¿Cuáles son las noticias de Hamburgo?
—Malas. Vornan causó un disturbio. Entró en uno de los bares de mala nota y pronunció un discurso. Su esencia era que el logro histórico más perdurable del pueblo alemán fue el Tercer Reich. Parece que eso es cuanto sabe de Alemania, y empezó alabando a Hitler y luego se hizo un lío con Carlomagno, y las autoridades lograron sacarle de allí justo a tiempo. Media manzana de clubes nocturnos ardió antes de que llegaran los tanques de espuma. —Kralick esbozó una sonrisa ingenua—. Quizá no debería estarle contando esto. Todavía no es demasiado tarde para que se retire del asunto.
Lancé un suspiro y dije:
—Oh, no se preocupe, Sandy. Ahora estoy en el equipo, para bien o para mal. Es lo menos que puedo hacer por usted… después de Sidney.
—Le veré a las dos. Le recogeremos y le llevaremos por un túnel, porque no quiero que le devoren los locos de la prensa. No se mueva de ahí hasta que yo aparezca a su puerta.
—De acuerdo —dije.
Colgué el auricular, me di la vuelta y vi lo que parecía un charco de fango verde deslizándose por debajo de mi puerta y penetrando en la habitación.
No era fango. Era una conexión de fluido auditivo llena de oídos monomoleculares. Me estaban espiando desde el pasillo. Fui rápidamente hacia la puerta y aplasté el charco con mi tacón.
—No haga eso, doctor Garfield —dijo una voz muy débil—. Me gustaría hablar con usted. Soy de la Red Amalgamada de…
—Váyase.
Acabé de aplastar el charco. Limpié los restos de aquella porquería con una toalla. Después me puse un poco más cerca de la puerta y, dirigiéndome a cualquier oído que pudiera haber seguido pegado a la madera, dije:
—La respuesta sigue siendo: «sin comentarios». Váyase.
Finalmente me libré de él. Ajusté el sello de intimidad para que resultara imposible deslizar ni tan siquiera una molécula de grosor de lo que fuera bajo la puerta, y me pasé la mañana esperando. Poco antes de las dos vino a buscarme Sandy Kralick, y me introdujo casi a escondidas en el túnel que llevaba a la Casa Blanca. Washington es un laberinto de conexiones subterráneas. Me han contado que se puede ir de cualquier parte a cualquier parte, si conoces las rutas y tienes las palabras de acceso correctas bien preparadas cuando los sensores te interpelen. Los túneles se prolongan en una capa debajo de otra. He oído decir que hay un burdel automatizado a seis niveles por debajo del Capitolio, para uso exclusivo de los congresistas; y se supone que el Smithsoniano está llevando a cabo experimentos de mutagénesis en algún lugar situado debajo del Mall, engendrando monstruosidades biológicas que nunca ven la luz del día. Como todo el resto de las cosas que se oyen sobre la capital, supongo que estas historias son apócrifas; supongo que la verdad, si llegara a conocerse alguna vez, sería cincuenta veces más horrible que las fábulas. Ésta es una ciudad diabólica.
Kralick me llevó a una habitación con paredes de bronce anodizado situada en algún lugar bajo el ala oeste de la Casa Blanca. En ella había ya cuatro personas. Reconocí a tres de ellas. Los niveles superiores del mundillo científico están poblados por una minúscula camarilla que se autoperpetúa, reproduciéndose dentro de sí misma. Todos nos conocemos a través de las reuniones interdisciplinarias de uno u otro tipo. Reconocí a Lloyd Kolff, Morton Fields y Aster Mikkelsen. La cuarta persona se levantó envaradamente y dijo:
—Creo que no nos hemos encontrado antes, doctor Garfield. Soy F. Richard Heyman.
—Sí, por supuesto. Spengler, Freud y Marx, ¿verdad? Guardo un excelente recuerdo de esa obra.
Acepté su mano. Las yemas de sus dedos estaban húmedas y supongo que las palmas también, pero daba la mano de esa manera centroeuropea peculiarmente desconfiada mediante la cual las personas suspicaces cogen los dedos del otro con cierta lejanía, en vez de pegar una palma a la otra. Intercambiamos un poco de palabrería sobre lo encantados que estábamos de conocernos.
Denme un sobresaliente en hipocresía. No tenía una gran opinión del libro de F. Richard Heyman, el cual me pareció pesado y al mismo tiempo superficial, una hazaña difícil de conseguir; no me interesaban en lo más mínimo las críticas que escribía de vez en cuando para las revistas de temas generales, que inevitablemente acababan siendo pulcras evisceraciones de sus colegas; no me gustaba su forma de dar la mano; ni tan siquiera me gustaba su nombre. ¿Cómo se suponía que debía dirigirme a un «F. Richard» si teníamos que utilizar los nombres propios? ¿F? ¿Dick? ¿Qué tal “mi querido Heyman”? Era un hombre bajo y corpulento, con una cabeza en forma de bala de cañón, una franja de áspero cabello rojizo circundando la mitad posterior de su cráneo y una espesa barba rojiza que se rizaba sobre sus mejillas y garganta para ocultar lo que estoy seguro era una papada tan redonda como la cima de su cráneo. Por entre el follaje apenas si resultaba posible ver una boca de labios delgados, parecida a la de un tiburón. Tenía los ojos acuosos y desagradables.
En cuanto a los demás miembros del comité, no sentía ninguna hostilidad hacia ellos. Les conocía vagamente, estaba enterado de su alta posición dentro de sus profesiones individuales y nunca había tenido ningún desacuerdo con ellos dentro de los foros científicos donde nos habíamos encontrado. Morton Fields, de la Universidad de Chicago, era un psicólogo afiliado a la autodenominada Nueva Escuela Cósmica, que en mi interpretación era una especie de budismo secularizado. Buscaban desentrañar los misterios del alma colocándola en relación con el universo como totalidad, lo cual suena bastante pretencioso. En persona Fields se parecía a un ejecutivo de alguna gran firma camino de la cima, quizá un especialista en ordenadores: cuerpo delgado y atlético, pómulos altos, cabello color arena, boca de labios apretados y con las comisuras hacia abajo, mandíbula prominente y ojos claros e inquisitivos. Podía imaginármelo alimentando de datos a un ordenador cuatro días a la semana y pasando sus días libre dándole implacables golpes a una pelota de golf por el campo. Con todo, no era tan pedante como parecía.
Sabía que Lloyd Kolff era el decano de los filólogos: era un hombre enorme de cuerpo robusto, que había dejado ya atrás los sesenta años, con un rostro rojizo lleno de arrugas y los largos brazos de un gorila. Su base de operaciones era Columbia y los estudiantes le tenían como uno de sus favoritos debido a su robusta manera de mantenerse con los pies en la tierra; conocía más obscenidades en sánscrito que ningún hombre de los últimos treinta siglos y las usaba todas de forma tan vivida como frecuente. La especialidad de Kolff eran los versos eróticos, en todos los siglos y lenguajes. Se suponía que había cortejado a su esposa —también filóloga—, murmurándole abrasadoras frases en persa. Sería un buen recurso para nuestro grupo, un valioso contrapeso al rígido pedante que según sospechaba yo era F. Richard Heyman.
Aster Mikkelsen era una bioquímica de Michigan, parte del grupo involucrado en el proyecto de sintetizar la vida. La había conocido el año pasado en la conferencia de la A.A.A.S. en Seattle. Aunque su nombre sonaba a escandinavo, no era una de esas Junos nórdicas de las que, pese a todo, estoy tan escandalosamente encariñado. De cabello ocuro, delgada y de huesos finos, daba una impresión de fragilidad y timidez. Apenas si medía más de un metro cincuenta y dos centímetros; dudo que llegara a los cuarenta y cinco kilos de peso. Supongo que tendría unos cuarenta años, aunque parecía más joven. En sus ojos brillaba una luz cautelosa; sus rasgos eran elegantes. Sus ropas resultaban de una desafiante castidad, modelando su figura de muchacho como para proclamar el hecho de que no tenía nada que ofrecerle al amante de lo voluptuoso. En mi mente apareció como un relámpago la incongruente imagen de Lloyd Kolff y Aster Mikkelsen juntos en la cama, los carnosos pliegues del pesado y velludo cuerpo de él incrustándose en su silueta delgada y frágil, sus esbeltos muslos y sus finas pantorrillas tensándose en agonía para contener los asaltos del otro cuerpo, los tobillos profundamente clavados en su copiosa carne. Lo desparejo de los físicos era tan monstruoso que tuve que cerrar los ojos y apartar la mirada. Cuando osé abrirlos de nuevo, Kolff y Aster estaban el uno al lado de la otra, como antes -el ziggurath de carne junto a la melindrosa ninfa- y los dos me contemplaban con expresión de alarma.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Aster. Su voz era aguda y algo aflautada, quebradiza como la de una adolescente—. ¡Pensé que iba a desmayarse!
—Estoy un poco cansado —mentí.
No podía explicar por qué había acudido a mí esa imagen tan repentina, ni por qué me había dejado tan aturdido. Para cubrir mi confusión me volví hacia Kralick y le pregunté cuántos miembros más tendría el comité. Uno, dijo: Helen McIlwain, la famosa antropóloga, tenía que llegar en cualquier momento. Como si sus palabras hubieran sido una señal, la puerta se deslizó a un lado y la divina Helen en persona entró en la habitación.
¿Quién no ha oído hablar de Helen McIlwain? ¿Qué más puede decirse de ella? La apóstol del relativismo cultural, la dama de la antropología que no tiene nada de dama, la tozuda estudiante de los ritos de pubertad y los cultos de fertilidad que no ha vacilado en ofrecerse a sí misma como mujer de la tribu y hermana de sangre, la que llevó su búsqueda del conocimiento hasta las cloacas de Uagadugu para compartir el perro asado, la que escribió el texto básico sobre las técnicas de masturbación, la que aprendió de primera mano cómo se inician las vírgenes en la helada desolación de Sikkim… Tenía la impresión de que Helen siempre había estado con nosotros, yendo de una increíble hazaña a otra, publicando libros que en otra era la habrían hecho quemar en la estaca, informando solemnemente al público televisivo de asuntos que podrían escandalizar a los más endurecidos eruditos. Nuestros caminos se habían cruzado muchas veces, aunque no últimamente. Me sorprendió ver lo joven que parecía; por lo menos debía tener cincuenta años.
Iba vestida… bien, de forma aparatosa. Una cinta de plástico le rodeaba los hombros y de ella descendía una fibra negra astutamente moldeada para que se asemejara al cabello humano. Quizá era cabello humano. Formaba una espesa cascada que llegaba hasta medio muslo, el deleite de un fetichista, largo, sedoso y denso. Había algo salvaje y primordial en esta tienda de cabello que contenía a Helen; todo cuanto faltaba era el hueso a través de la nariz y las cicatrices ceremoniales en las mejillas. Creo que iba desnuda bajo aquella masa de cabello. Cuando cruzó la habitación fue posible distinguir fugaces destellos rosados asomando por entre la cortina de pelo. Tuve la ilusión momentánea de que estaba viendo la punta de un pezón rosado, la curva de una lisa nalga. Con todo, era tal la cohesión del barrido sensual que ejecutaban las largas hebras de pelo, tan suaves como si fueran de satén, que cubrían su cuerpo casi por completo permitiéndonos sólo esos fugaces atisbos que Helen pretendía que tuviéramos. Sus brazos, gráciles y delgados, estaban desnudos. Su cuello, parecido al de un cisne, se alzaba triunfante por entre la hirsuta cabellera y su propio pelo, castaño rojizo y brillante, no sufría por la comparación con su atuendo. El efecto era espectacular, fenomenal, impresionante y absurdo. Cuando Helen hizo su gran entrada observé el rostro de Aster Mikkelsen y vi cómo sus labios esbozaban una breve mueca de diversión.
—Siento llegar tarde —proclamó Helen con su magnífica voz de contralto—. He estado en el Smithsoniano. ¡Me han mostrado un magnífico juego de cuchillos para circuncidar de Dahomey, hechos en marfil!
—¿Y te han dejado practicar con ellos? —preguntó Lloyd Kolff.
—No hemos llegado tan lejos. Pero después de esta ridícula reunión, querido Lloyd, me encantará demostrar mi técnica si quieres acompañarme hasta allí. Contigo.
—Como deberías saber, para eso llegas sesenta y tres años demasiado tarde —rugió Kolff—. Me sorprende que tengas tan poca memoria, Helen.
—¡Oh, sí, querido! ¡Totalmente cierto! Mil disculpas. ¡Se me había olvidado por completo! —Y se lanzó sobre Kolff, con su atuendo de cabello revoloteando, para besarle en su ancha mejilla. Sanford Kralick se mordió el labio. Obviamente, esto era algo que se le había pasado por alto a su ordenador. F. Richard Heyman parecía incómodo, Fields sonreía y Aster ponía cara de aburrimiento. Empecé a darme cuenta de que nos esperaban momentos bastante movidos.
Kralick carraspeó, aclarándose la garganta.
—Ahora que estamos todos aquí, si pueden concederme su atención un momento…
Procedió a explicarnos nuestro trabajo. Utilizó pantallas, cubos de datos, sintetizadores sónicos y una batería de otros artefactos de última hora para transmitirnos lo necesario y apremiante de nuestra misión. Básicamente, se suponía que debíamos ayudar a hacer que la visita de Vornan-19 al año 1999 fuera más agradable y provechosa; pero también teníamos instrucciones de mantener al visitante bajo una estrecha vigilancia, moderar los excesos más ofensivos de su conducta si era posible, y decidir en secreto y según nuestros propios criterios si era genuino o un astuto fraude.
Resultó que nuestro grupo se hallaba dividido en ese último punto. Helen McIlwain creía firme y casi místicamente que Vornan-19 había venido del año 2999. Morton Fields era de la misma opinión, aunque no la proclamaba de forma tan estentórea. Le parecía que había algo simbólicamente adecuado en tener a una figura mesiánica venida del futuro para ayudarnos en nuestro tiempo de penas y apuros; y dado que Vornan encajaba en ese criterio, Fields estaba dispuesto a aceptarle. Por su parte, Lloyd Kolff pensaba que la idea de tomarse en serio a Vornan era demasiado divertida como para expresarla con palabras, mientras que F. Richard Heyman pareció ponerse de color púrpura ante la mera suposición de abrazar una idea tan irracional. Yo también me encontraba incapaz de aceptar las afirmaciones de Vornan. Aster Mikkelsen era neutral, o quizá “agnóstica” sea la palabra más adecuada. Aster poseía la auténtica objetividad científica: no pensaba adoptar ninguna postura sobre el viajero del tiempo hasta que no hubiera tenido oportunidad de verlo por sí misma.
Parte de esta amable escaramuza científica tuvo lugar ante las narices de Kralick. El resto sucedió esa noche, durante la cena, con sólo nosotros seis en la mesa de la Casa Blanca, mientras unos silenciosos sirvientes entraban y salían para colmarnos de exquisiteces a expensas de los contribuyentes. Bebimos mucho. Ciertas polaridades empezaron a exponerse por sí solas en el seno de nuestro pequeño y poco avenido grupo. Estaba claro que Kolff y Helen se habían acostado con anterioridad, y tenían intención de hacerlo de nuevo; los dos se mostraban tan desinhibidos respecto a su lujuria que eso causaba una clara preocupación en Heyman, el cual parecía tener un grave caso de estreñimiento que abarcaba desde su bóveda craneal hasta el empeine de sus pies. Al parecer, Morton Fields también sentía cierto interés sexual hacia Helen y cuanto más bebía más intentaba expresarlo, pero Helen no se enteraba de ello; estaba demasiado concentrada en aquel viejo y gordo Falstaff que hablaba en sánscrito, Kolff. Así pues, Fields desvió sus atenciones hacia Aster Mikkelsen que, sin embargo, parecía tan carente de sexo como la mesa y que rechazó sus toscos avances con la fría precisión de una mujer que llevaba largo tiempo acostumbrada a tales tareas.
En cuanto a mi propio estado de ánimo, era más bien de lejanía, un viejo vicio: estaba sentado allí, el observador sin cuerpo, viendo en acción a mis distinguidos colegas. Pensaba en el hecho de que este grupo había sido cuidadosamente seleccionado para evitar conflictos de personalidad y otros defectos. El pobre Sandy Kralick creía haber reunido a seis sabios impecables que servirían al país con celosa dedicación. No llevábamos juntos ni ocho horas y ya estaban apareciendo las líneas de división. ¿Qué nos ocurriría cuando se nos expusiera a la presencia del escurridizo e impredecible Vornan-19? Temía lo peor.
El banquete terminó cerca de la medianoche. Una hilera de botellas de vino vacías zigzagueaba por la mesa. Aparecieron unos empleados del gobierno y anunciaron que nos conducirían hasta los túneles.
Entonces se descubrió que Kralick nos había distribuido en hoteles esparcidos por toda la ciudad. Fields hizo una escenita algo ebria pretendiendo acompañar a Aster hasta su hotel y ella logró darle esquinazo, no sé cómo. Helen y Kolff se marcharon juntos, cogidos del brazo; cuando entraron en el ascensor vi la mano de él deslizándose bajo el sudario de cabello que envolvía a Helen. Yo volví andando a mi hotel. No conecté la pantalla para descubrir qué había estado haciendo Vornan-19 esta noche en Europa. Sospechaba, muy justamente, que a medida que fueran pasando las semanas tendría una ración más que suficiente de sus piruetas, y que podía pasar muy bien sin las noticias de esta noche.
Dormí mal. Helen McIlwain ocupó mis sueños. Antes nunca había soñado que estaba siendo circuncidado por una hechicera pelirroja envuelta en una capa de cabello humano. Confío en no tener de nuevo ese sueño… nunca.