NUEVE

—Perdimos el control de los acontecimientos —dijo Kralick—. La próxima vez tendremos que impedir que se nos escapen de las manos. ¿Quién de ustedes se encontraba con Vornan cuando tocó los controles?

—Yo —dije—. No hubo absolutamente ninguna forma de impedir lo que ocurrió. Se movió muy deprisa. Ni Bruton ni yo sospechamos que pudiera hacer algo así.

—No pueden permitirse bajar la guardia ni un segundo cuando estén con él —dijo Kralick, angustiado—. Tienen que dar por sentado que en cualquier momento es capaz de hacer lo más increíble que se puedan imaginar. ¿No he intentado dejarles eso bien metido en la cabeza antes?

—Básicamente, somos personas racionales —dijo Heyman—. No nos resulta fácil ajustarnos a la presencia de una persona irracional.

Había transcurrido un día desde la debacle que tuvo lugar en la maravillosa villa de Wesley Bruton. Milagrosamente, no se habían producido bajas; Kralick había hecho llamar tropas del Gobierno que sacaron a todos los invitados de la casa -que latía y se agitaba- con el tiempo justo. Vornan-19 había sido encontrado fuera de la casa, observándola tranquilamente mientras ésta ejecutaba sus piruetas. Le oí murmurar a Kralick que los daños causados a la casa habían sido de varios centenares de miles de dólares.

El Gobierno pagaría. No le envidié a Kralick el trabajo de calmar a Wesley Bruton. Pero, al menos, el magnate de la electricidad no podía decir que hubiera sufrido injustamente. Su propio impulso de rebajar al hombre del futuro había causado todos sus problemas. Bruton tenía que haber visto las imágenes del viaje de Vornan por las capitales de Europa, y estaría enterado de que cosas impredecibles ocurrían siempre a su alrededor. Con todo, Bruton había insistido en dar la fiesta y también en llevar a Vornan a la sala de control de su mansión. Era incapaz de sentir mucha pena por él. En cuanto a los invitados que habían visto interrumpidas sus diversiones por el cataclismo, tampoco merecían demasiada compasión. Habían acudido para contemplar al viajero del tiempo y para quedar en ridículo. Habían conseguido las dos cosas, y ¿qué mal había en que Vornan hubiera escogido aumentar un poco más su ridículo a cambio?

Pero Kralick tenía buenas razones para estar disgustado con nosotros. Era responsabilidad nuestra impedir que ocurrieran tales cosas. No habíamos cumplido demasiado bien esa responsabilidad en nuestra primera salida con el hombre del futuro.

No muy animados, nos preparamos para continuar con la gira. Hoy teníamos que visitar la Bolsa de Nueva York. No tengo idea de cómo tal sitio había llegado a encontrarse en el itinerario de Vornan. Desde luego, no fue él quien lo pidió; sospecho que algún burócrata de la capital había decidido arbitrariamente que sería un valioso gesto de propaganda dejar que el turista del futuro le echase una mirada al bastión del sistema capitalista. Por mi parte, yo mismo tenía una cierta sensación de ser un visitante de algún ambiente extraño, dado que nunca había estado cerca de la Bolsa ni había tenido trato alguno con ella.


Por favor, comprendan que no se trata del esnobismo de un académico. Si hubiera tenido el tiempo y la inclinación para ello, me habría unido alegremente a la diver sión de especular con el Sistema Minero Consolidado, la Ultrónicas Unidas y las demás favoritas del momento. Pero tengo un buen salario y poseo además unos pequeños ingresos particulares, lo cual basta ampliamente para cubrir mis necesidades; dado que la vida es demasiado corta para permitimos probar todas las experiencias, he vivido ajustándome a mis ingresos y he consagrado mi energía a mi trabajo, en vez de al mercado de valores. Así pues, me preparé para nuestra visita con una especie de impaciente ignorancia. Me sentía igual que. un escolar en una excursión.

Kralick había sido llamado de regreso a Washington para una serie de reuniones. Nuestro pastor gubernamental para el día era un joven taciturno llamado Holliday, que parecía cualquier cosa menos feliz por haber conseguido tal misión. A las once de la mañana nos dirigimos hacia la Bolsa, viajando todos juntos: Vornan, nosotros siete, un surtido de acompañantes oficiales, los seis miembros del equipo de noticias para ese día y nuestros guardias. Gracias a un acuerdo concluido anteriormente, la galería de la Bolsa quedaría cerrada para los otros visitantes mientras estuviéramos allí. Viajar con Vornan ya era bastante complicado sin tener que compartir además una galería con otras visitas.

Nuestra impresionante cabalgata motorizada de relucientes limusinas se detuvo ante el inmenso edificio. Vornan puso cara de cortés aburrimiento, mientras éramos llevados al interior por funcionarios de la Bolsa. Durante todo el día apenas si había dicho nada; de hecho, poco habíamos oído de sus labios desde el malhumorado trayecto de vuelta a casa tras el desastre de Bruton. Temía su silencio. ¿Qué travesura se estaba guardando? En aquel mismo instante parecía totalmente alejado de su entorno: ni los ojos astutos y calculadores ni la sonrisa capaz de fascinar a cualquiera estaban funcionando. Absorto, el rostro inexpresivo, cuando fuimos en fila hacia la galería de los visitantes parecía tan sólo un hombre corriente y sin nada destacable.

La escena era impresionante. No cabía duda de que éste era el hogar de quienes hacían cambiar de manos el dinero.

Contemplamos una sala que tendría por lo menos trescientos metros de lado, y quizá unos cuarenta y cinco desde el techo al suelo. En el centro de todo se hallaba el gran pozo que albergaba la viril longitud del ordenador financiero central: una columna reluciente de unos dieciocho metros de diámetro, alzándose del suelo y desapareciendo a través del techo. Cada agencia de bolsa del mundo tenía su acceso directo a esa máquina. Dentro de sus pulidas profundidades, ¿quién podía saber cuántos relés chasqueantes había, parloteando sin cesar, qué cantidad de núcleos de memoria, de una pequeñez fantástica, cuántas conexiones telefónicas, cuántos tanques de datos? Con un solo y veloz disparo de un cañón láser habría sido posible cortar la red de comunicaciones que mantenía unida la estructura financiera de la civilización. Miré con cierto resquemor a Vornan-19, preguntándome qué diablura tendría en la cabeza. Pero él parecía tranquilo, distante, no sintiendo por el suelo de la Bolsa más que un leve interés.

Alrededor del eje central del pozo del ordenador estaban situadas estructuras más pequeñas en forma de jaula, unas treinta o cuarenta, cada una con su grupo de bolsistas excitados y gesticulantes. El espacio abierto que había entre esos recintos estaba cubierto de papeles. Los chicos de los mensajes iban y venían frenéticamente de un lado a otro, dándoles patadas a los papeles del suelo y levantando grandes nubes de éstos. En lo alto, yendo de una pared a otra, corría la gigantesca cinta amarilla del monitor de bolsa, la cual iba pasando aumentada la información que el ordenador principal estaba transmitiendo a todas partes. Me pareció extraño que una bolsa de valores tan informatizada como ésta tuviera todo aquel jaleo y desorden, y que hubiera tantos papeles cubriendo el suelo, como si el año fuera 1949 en vez de 1999. Pero no había tomado en cuenta la fuerza que tenía la tradición entre estos bolsistas. Los hombres de dinero son conservadores, no necesariamente en ideología, pero desde luego sí en las costumbres. Quieren que todo siga siendo tal y como ha sido siempre.

Media docena de ejecutivos de la Bolsa acudieron a recibirnos: hombres de aire eficiente y cabellos grises, vestidos con respetables trajes de anticuado corte. Supongo que debían ser increíblemente ricos; y el porqué habían escogido pasar todos los días de sus existencias en aquel edificio, dadas sus riquezas, era algo que no podía y no puedo comprender. Pero se mostraron amables y serviciales, y sospecho que le habrían dado la misma acogida cálida y sin reservas a una delegación procedente de los países socialistas que todavía no han adoptado el capitalismo modificado; por ejemplo, a una manada de fanáticos turistas de la Mongolia. Se lanzaron materialmente sobre nosotros, y parecían casi tan encantados de tener en su galería a un grupo de profesores haciendo turismo como lo estaban de tener a un hombre que afirmaba venir del distante futuro.

Samuel Norton, el presidente de la Bolsa, nos hizo un discurso breve y cargado de dignidad. Era un hombre alto y elegante de edad mediana, afable y obviamente muy complacido con su lugar en el universo. Nos habló de la historia de su organización, nos dio unas cuantas estadísticas generales y alardeó un poco de los actuales cuarteles generales de la Bolsa, que habían sido construidos en la década de los 80, y acabó diciendo:

—Ahora nuestra guía les enseñará en detalle el funcionamiento de nuestras operaciones. Cuando haya terminado, me encantará contestar a cualquier pregunta general que puedan tener… particularmente aquéllas concernientes a la filosofía subyacente en nuestro sistema, que sé debe ser de gran interés para ustedes.

La guía era una atractiva joven de veintipocos años con el cabello rojizo, brillante y más bien corto, y su uniforme de color gris estaba artísticamente diseñado para enmascarar sus características femeninas. Nos hizo una seña para que nos acercáramos a la barandilla de la galería y dijo:

—Lo que ven debajo de nosotros es el salón de compra y venta de valores de la Bolsa de Nueva York. En el momento actual se intercambian dentro de la Bolsa cuatro mil ciento veinticinco valores, tanto comunes como preferentes. Los tratos de bonos se llevan en otro sitio. En el centro de la estancia ven ustedes el pozo de nuestro ordenador principal. Se extiende a una distancia de trece pisos hacia el sótano y a ocho pisos por encima de nosotros. De los cien pisos de este edificio, cincuenta y uno son utilizados en todo o en parte para las operaciones de este ordenador, incluyendo los niveles para la programación, decodificación, mantenimiento y almacenamiento de registros. Cada transacción que tiene lugar en la Bolsa o en cualquiera de las bolsas subsidiarias de otras ciudades y países es registrada a la velocidad de la luz dentro de este ordenador. En el momento actual hay once bolsas subsidiarias principales: San Francisco, Chicago, Londres, Zurich, Milán, Moscú, Tokio, Hong Kong, Río de Janeiro, Addis Abeba y… ah, Sidney. Dado que estas bolsas abarcan todas las zonas horarias, es posible llevar a cabo transacciones durante las veinticuatro horas del día. Sin embargo, la Bolsa de Nueva York sólo está abierta desde las diez de la mañana hasta las tres y media, las horas tradicionales, y todas las transacciones «fuera del parquet» son registradas y analizadas para la sesión de preapertura a la mañana siguiente. Nuestro volumen diario en el parquet principal es de unos trescientos cincuenta millones de acciones, y aproximadamente el doble de esa cantidad de acciones son negociadas cada día en las bolsas subsidiarias. Sólo una generación antes, tales cifras habrían sido consideradas como fantásticas.

»Y ahora, ¿cómo tiene lugar una transacción? Digamos que usted, señor Vornan, desea adquirir cien acciones de la Corporación de Tránsito Espacial XYZ. En las cintas de ayer ha visto que el precio del mercado es actualmente unos cuarenta dólares la acción, por lo cual sabe que debe invertir aproximadamente cuatro mil dólares. Su primer paso es ponerse en contacto con su agente, lo que, naturalmente, puede hacerse tan sólo con la presión de su dedo sobre el teléfono. Usted le indica su orden de compra y él la transmite inmediatamente al parquet. El banco de datos particular en el que se registran las transacciones de la Tránsito Espacial XYZ recibe su llamada y toma nota de su orden de compra. El ordenador dirige una subasta, al igual que se ha hecho en los valores cotizables dentro de la Bolsa desde 1972. Las ofertas para vender Tránsito Espacial XYZ son comparadas con las ofertas de compra. A la velocidad de la luz se determina que hay cien acciones disponibles para la venta a cuarenta y que existe un comprador. La transacción queda cerrada, y su agente se lo notifica. Lo único que le cobrará es una pequeña comisión; además hay una pequeña tarifa por los servicios del ordenador de la Bolsa. Una parte de esto va al fondo de jubilación de los especialistas que antes se encargaban de poner en relación las órdenes de venta y de compra en el parquet de la Bolsa.

»Dado que todo se maneja mediante ordenador, quizá se pregunte qué está sucediendo ahí abajo. Lo que ve representa una deliciosa tradición de la Bolsa: aunque ya no resulta estrictamente necesario, mantenemos una cierta cantidad de agentes que compran y venden valores para sus propias cuentas, exactamente igual que en los viejos tiempos. Están realizando el proceso existente antes del ordenador. Permítanme que siga el curso de una transacción individualizada para ustedes…

Hablando con voz clara y precisa nos mostró qué significaba todo aquel loco corretear de abajo. Me sorprendió comprender que todo aquello se hacía puramente como una charada; las transacciones no eran reales y al final de cada día todas las cuentas eran canceladas. En realidad era el ordenador quien lo manejaba todo. El ruido, los papeles arrojados al suelo, las complicadas gesticulaciones…, todo aquello eran reconstrucciones de un pasado arcaico ejecutadas por hombres cuyas vidas habían perdido su propósito. Era fascinante y deprimente: un ritual del dinero, un irse deteniendo del reloj capitalista. Me enteré de que los viejos agentes de bolsa que no querían jubilarse tomaban parte en esta diversión de cada día, mientras que junto a ellos el monstruoso pozo del ordenador que les había robado su utilidad como hombres una década antes relucía igual que el erecto símbolo de su impotencia.

Nuestra guía siguió hablando y hablando, contándonos cosas sobre el monitor de la bolsa y los índices Dow Jones, descifrando los símbolos crípticos que pasaban con la lentitud de un sueño por la pantalla, hablando de pequeños accionistas, de requisitos de margen y de otras muchas cosas extrañas y maravillosas. Como climax de su número, activó una salida de datos del ordenador y nos permitió echarle una breve mirada al hirviente manicomio que había dentro del cerebro principal, donde las transacciones tenían lugar a velocidades improbables y miles de millones de dólares cambiaban de manos en instantes.

Todo aquello era impresionante, y me impresionó. Yo, que nunca había jugado en la bolsa, sentí el apremiante anhelo de llamar a mi agente, si podía encontrar alguno, y ser conectado a los grandes bancos de datos. ¡Venda cien GFX! ¡Compre doscientas CCC! ¡Baja un punto! ¡Sube dos puntos! Éste era el núcleo de la vida; ésta era la esencia del ser. El ritmo enloquecido de todo aquello me dominó por completo. Deseaba correr hacia el pozo del ordenador, abrir mis brazos al máximo y rodear con ellos su reluciente masa vertical. Imaginaba sus líneas de datos extendiéndose por todo el mundo, llegando incluso a los hermanos socialistas reformados de Moscú, trazando las hebras de una comunión de dólares de una ciudad a otra, y extendiéndose quizá hasta la Luna, hasta nuestras futuras bases en otros planetas, hasta las mismas estrellas… ¡el capitalismo triunfante!

La guía se esfumó. Norton, el Presidente de la Bolsa, se plantó nuevamente ante nosotros con una agradable sonrisa en su amable rostro, y dijo:

—Y ahora, si puedo ayudarles en algún problema más…

—Sí —dijo Vornan apaciblemente—. Por favor, ¿cuál es el propósito de una bolsa de valores?

El ejecutivo enrojeció y mostró señales de aturdimiento. ¿Después de toda esta detallada explicación, que el distinguido invitado preguntara para qué servía todo el asunto? Hasta nosotros mismos pusimos cara de incomodidad. Ninguno de nosotros había pensado que Vornan hubiera venido aquí ignorando los fines y la utilidad básica de esta institución. ¿Cómo había permitido que se le llevara a la Bolsa sin saber lo que iba a ver? ¿Por qué no había preguntado antes? Una vez más me di cuenta de que, si era auténtico, Vornan debía vernos como monitos graciosos cuyos planes y acciones eran algo digno de verse sólo por lo divertidos que resultaban; no estaba tan interesado en visitar algo llamado una Bolsa como lo estaba en el hecho de que nuestro Gobierno deseara tan ardientemente que visitara ese algo.

—Bueno —dijo el hombre de la Bolsa—, señor Vornan, tengo entendido que en el tiempo del que usted… del que usted viene no existe el mercado de valores, ¿verdad?

—No que yo sepa.

—¿Quizá bajo algún otro nombre?

—No se me ocurre ningún equivalente.

Consternación.

—Pero, entonces… ¿cómo se las arreglan para transferir unidades de propiedad corporativa?

Inexpresividad. Una sonrisa tímida, posiblemente burlona, por parte de Vornan-19.

—¿Tienen propiedades corporativas, no?

—Perdón —dijo Vornan—, he estudiado cuidadosamente su idioma antes de emprender mi viaje, pero hay tantas lagunas en mi conocimiento… Quizá si pudiera explicarme algunos de sus términos básicos…

La tranquila dignidad del Presidente empezó a esfumarse. Ahora Norton tenía las mejillas cubiertas de manchitas rojas y sus ojos relucían igual que los de un animal atrapado en una jaula. Había visto algo de esa misma expresión en el rostro de Wesley Bruton cuando se enteró por Vornan de que su magnífica villa, construida para perdurar a través de las eras igual que el Partenón y el Taj Mahal, se había esfumado y había sido olvidada en el año 2999 y que de haber sobrevivido sólo habría sido conservada como una curiosidad, una manifestación de barroca estupidez. El hombre de la Bolsa no podía comprender la incomprensión de Vornan y eso le puso muy nervioso.

—Una corporaciones… bueno, una compañía —explicó Norton—. Es decir, un grupo de individuos que se unen para hacer algo por un beneficio. Para manufacturar un producto, para prestar un servicio, para…

—Un beneficio —dijo Vornan—. ¿Qué es un beneficio?

Norton se mordió el labio y se limpió la frente cubierta de sudor. Tras cierta vacilación, dijo:

—Un beneficio es obtener un ingreso superior al coste. Un valor añadido, como suele decirse. El objetivo básico de la corporación es conseguir un beneficio que pueda ser dividido entre sus propietarios. Para ello debe ser eficiente en la producción, de tal forma que los costes fijos de funcionamiento sean superados y el coste de manufactura por unidad sea más bajo que el precio del producto ofrecido en el mercado. Bien, la razón por la cual la gente establece corporaciones en vez de relaciones simples de asociación es…

—No le sigo —dijo Vornan—. Términos más sencillos, por favor. El objeto de esta corporación es el beneficio para ser dividido entre los propietarios, ¿no? Pero, ¿qué es un propietario?

—Estaba llegando a eso. En términos legales…

—¿Y qué utilidad tiene ese beneficio para que los propietarios lo deseen?

Tuve la sensación de que tras todo aquello se ocultaba una trampa. Preocupado, miré a Kolff, a Helen, a Heyman. Pero ninguno de ellos parecía inquieto. Holliday, nuestro hombre del gobierno, tenía el ceño algo fruncido, pero quizá pensaba que las preguntas de Vornan-19 eran más inocentes de lo que me parecían a mí.

Las fosas nasales del hombre de la Bolsa aletearon ominosamente. Daba la impresión de estar conteniendo su ira con un gran esfuerzo. Uno de los periodistas, percibiendo el disgusto y la incomodidad de Norton, se acercó para casi meterle la cámara en la cara. Norton la miró con expresión feroz.

—¿Debo entender que en su era el concepto de corporación es algo desconocido? —preguntó Norton, hablando muy despacio—. ¿Que se ha extinguido el motivo del beneficio? ¿Que el mismísimo dinero se ha desvanecido y ya no se utiliza?

—Mi respuesta tendría que ser sí —dijo Vornan con voz amable—. Al menos, tal y como comprendo yo esos términos, no tenemos nada equivalente a ellos.

—¿Ha ocurrido eso en Norteamérica? —preguntó Norton con incredulidad.

—No tenemos exactamente ninguna Norteamérica —dijo Vornan—. Vengo de la Centralidad. Los términos no son congruentes y, de hecho, me resulta difícil compararlos incluso aproximadamente…

—¿Norteamérica ha desaparecido? ¿Cómo es posible eso? ¿Cuándo sucedió?

—Oh, supongo que durante el Tiempo del Barrido. Entonces cambiaron gran cantidad de cosas. Fue hace mucho. No recuerdo ninguna Norteamérica.

F. Richard Heyman vio una oportunidad de arrancarle un poco de historia al enloquecedoramente elusivo Vornan. Giró en redondo y dijo:

—Acerca de ese Tiempo del Barrido que ha mencionado ocasionalmente, me gustaría saber…

Fue interrumpido por un geiser de indignación procedente de Samuel Norton.

—¿Norteamérica desaparecida? ¿El capitalismo extinguido? ¡No puede ser! Le digo que…

Uno de los ayudantes del gerente se apresuró a ponerse a su lado y le murmuró algo con aire apremiante. El gran hombre asintió. Aceptó una cápsula de color violeta que le ofrecía su otro ayudante y colocó el hocico ultrasónico de ésta sobre su muñeca. Se produjo un rápido zumbar y la administración de lo que supongo sería alguna clase de droga tranquilizante. Norton respiró profundamente e hizo un visible esfuerzo por recobrar el dominio de sí mismo.

Más calmadamente, el jefe de la Bolsa le dijo a Vornan:

—No me importa confesarle que todo esto me resulta difícil de creer. ¿Un mundo sin Norteamérica en él? ¿Un mundo que no utiliza el dinero? Por favor, respóndame a esto: ¿es que todo el planeta se ha vuelto comunista en la época de la que viene usted?

A esto siguió lo que se suele llamar un silencio cargado de malos presagios, durante el que cámaras y grabadoras estuvieron muy ocupadas capturando expresiones faciales tensas, incrédulas, irritadas o inquietas. Presentí un desastre inminente. Y, por fin, Vornan dijo:

—Es otro término que no comprendo. Me disculpo por mi extrema ignorancia. Temo que mi mundo es muy distinto al suyo. Sin embargo… —en este punto utilizó su deslumbrante sonrisa, arrancándole así el aguijón a sus palabras— …es su mundo y no el mío lo que hemos venido aquí a examinar. Por favor, dígame de qué sirve esta Bolsa suya.

Pero Norton se mostró incapaz de olvidar su obsesión por conocer los rasgos del mundo de Vornan-19.

—Dentro de un instante. Si primero me dice usted cómo adquieren los bienes… una cosa o dos sobre su sistema económico…

—Cada uno de nosotros tiene todo aquello que una persona pueda necesitar. Nuestras necesidades están cubiertas. Y ahora, esta idea de la propiedad corporativa…

Norton se apartó de él, desesperado. Ante nosotros se extendían panoramas de un futuro inimaginable: un mundo sin economía, un mundo en el cual ningún deseo dejaba de satisfacerse. ¿Era posible? ¿O era todo ello el encogimiento de hombros de los detalles supersimplificados de un estafador, que no se tomaba la molestia de fingir ante nosotros? Ya fuera una cosa o la otra, yo estaba fascinado. Pero Norton era incapaz de seguir. Aturdido, le hizo una seña a otro hombre de la Bolsa; éste dio un paso hacia delante y, con voz jovial, nos dijo:

—Empecemos por el principio. Tenemos a esta compañía que fabrica cosas. Es propiedad de un pequeño grupo de gente. Bien, hablando en términos legales hay un concepto conocido como responsabilidad colectiva, el cual significa que los propietarios de una compañía son responsables por cualquier cosa que pueda hacer su compañía y que sea incorrecta o ilegal. Para eludir tal responsabilidad, crean una entidad imaginaria llamada corporación, que soporta la responsabilidad de cualquier acción legal que pueda ser iniciada contra ellos dentro de la esfera de su negocio. Bien, dado que cada miembro del grupo poseedor tiene una parte en la propiedad de esta corporación, podemos emitir acciones, es decir, certificados representando partes proporcionales del interés por el beneficio que…

Y etcétera y etcétera. Un curso básico de economía.

Vornan estaba radiante. Dejó que el discurso siguiera avanzando hasta el punto en que aquel hombre estaba explicando que, cuando un propietario deseaba vender su acción de la compañía, le resultaba más cómodo trabajar a través de un sistema central de subastas que le ofrecería su acción a quien pujara más alto y entonces, con voz tranquila y devastadora, Vornan admitió que seguía sin poder entender del todo los conceptos de propiedad, corporaciones y beneficio, y menos aún la transferencia de valores.

Estoy seguro de que lo dijo tan sólo para irritar y hacer que siguiera la diversión. Ahora estaba desempeñando el papel del hombre venido de Utopía, pidiendo largas explicaciones sobre nuestra sociedad y luego, juguetonamente, dándole un empujón a la misma estructura básica de ésta, exhibiendo su ignorancia de todo lo que se daba por sentado en ella e implicando con eso que tales presuposiciones básicas eran transitorias e insignificantes. Entre los ofendidos, pero pétreamente reservados hombres de la Bolsa, hubo una oleada de inquietud. Jamás se les había ocurrido pensar que alguien pudiera adoptar tal actitud de inocencia fingida. Incluso un niño sabía qué era el dinero y qué hacían las corporaciones, aunque el concepto de la responsabilidad limitada pudiera seguirle siendo escurridizo.

No sentía grandes deseos de verme mezclado en aquella incómoda situación. Mis ojos iban y venían distraídamente de un lado a otro. Cuando miré hacia la gran tira amarilla del monitor, vi:


LA BOLSA ACOGE AL HOMBRE DEL AÑO 2999

Y después:


VORNAN-19 ESTÁ AHORA EN LA GALERÍA DE VISITANTES

Después la cinta amarilla empezó a hablar de transacciones de la bolsa y valores fluctuantes. Pero el daño ya estaba hecho. Toda la acción del parquet bursátil se detuvo. Cesaron las ventas y compras falsas, y mil rostros se alzaron hacia la balconada. De sus bocas brotaron potentes gritos, incoherentes, ininteligibles. Los agentes de bolsa agitaban la mano y lanzaban vítores. Y, como una sola masa, empezaron a moverse por entre los puestos que ocupaban, señalando con la mano, emitiendo misteriosos ruidos retumbantes. ¿Qué querían? ¿El índice industrial Dow Jones para enero del año 2999? ¿La imposición de manos? ¿Una fugaz visión del hombre del futuro? Vornan estaba ahora junto a la barandilla, sonriendo, alzando las manos igual que si estuviera bendiciendo al capitalismo. Los últimos ritos, quizá… la extremaunción para los dinosaurios de las finanzas.

—Están actuando de forma extraña —dijo Norton—. Esto no me gusta.

Holliday reaccionó ante la nota de alarma que había en su voz.

—Saquemos de aquí a Vornan —le murmuró a un guardia que estaba junto a mí—. Esto tiene el aspecto de ser los comienzos de un disturbio.

La cinta del monitor flotaba por el aire. Los cambistas empezaron a coger largos pedazos de cinta y se pusieron a bailar dándole vueltas, tirándola contra la balconada. Oí unos cuantos gritos por encima del ruido de fondo: querían que Vornan bajara y se reuniera con ellos. Vornan siguió reconociendo su homenaje.

El monitor declaró:


VOLUMEN AL MEDIODÍA: 197.452.000 — PIDJ: 1.627,51 — SUBIDA 14,32

En el parquet estaba empezando a producirse un éxodo. ¡Los agentes de bolsa estaban subiendo hacia Vornan! Nuestro grupo se disolvió en la confusión. Ya estaba empezando a acostumbrarme a las salidas rápidas; Aster Mikkelsen se hallaba a mi lado, así que la cogí de la mano y, con voz ronca, murmuré:

—¡Vayámonos antes de que empiecen los problemas! ¡Vornan lo ha hecho de nuevo!

—¡Pero si no ha hecho nada!

Tiré de ella. Ante nosotros apareció una puerta y nos metimos rápidamente por el umbral. Miré hacia atrás y vi a Vornan siguiéndome, rodeado por sus guardias de seguridad. Fuimos por un pasillo largo y bien iluminado que se enroscaba igual que un tubo alrededor de todo el edificio. Detrás de nosotros se oían gritos apagados y confusos. Vi una puerta con la señal de NO PASAR y la abrí. Me encontré en otra balconada, ésta dominando lo que sólo podían ser las entrañas del ordenador principal. Largas tiras de datos serpenteaban con saltos convulsivos de un banco de datos a otro. Muchachas con batas cortas iban y venían, metiendo las manos en enigmáticos orificios. Lo que parecía un intestino corría por el techo. Aster se rió. Tiré de ella para que me siguiera y salimos nuevamente al pasillo. Un robocamión vino zumbando hacia nosotros. Nos echamos a un lado, esquivándolo. ¿Qué estaría diciendo ahora la cinta del monitor, «Los agentes de bolsa enloquecen»?

—Aquí —dijo Aster—. ¡Otra puerta!

Nos encontramos ante la abertura de un pozo de bajada y nos metimos dentro de él. Abajo, abajo, abajo…

…y afuera. En la acogedora arcada de Wall Street. A nuestra espalda gemían las sirenas. Me detuve, jadeando, intentando orientarme, y vi que Vornan seguía estando detrás de mí, con Holliday y los hombres de la prensa justo detrás de él.

—¡A los coches! —ordenó Holliday.

Logramos huir con éxito. Más tarde nos enteramos de que el índice Dow Jones había sufrido una baja de 8,51 puntos durante nuestra visita a la Bolsa, y que dos agentes de edad ya avanzada habían muerto debido a trastornos de sus marcapasos durante el tumulto. Esa noche, cuando salíamos de la ciudad de Nueva York, Vornan le dijo despreocupadamente a Heyman:

—Tiene que explicarme en algún otro momento eso del capitalismo. A su modo, parece algo bastante emocionante.

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