CUATRO

—Acompáñame al desierto —dijo Jack—. Me gustaría hablar contigo.

Habían pasado dos días desde que la televisión transmitió la conferencia de prensa de Vornan-19. No habíamos vuelto a conectar la pantalla mural, y la tensión había ido desapareciendo de la casa. Estaba planeando volver a Irvine al día siguiente; mi trabajo me llamaba y también tenía la sensación de que debía dejar a Shirley y Jack a solas, mientras trataban con los abismos que se estaban abriendo en sus vidas, fueran los que fuesen. Jack había hablado muy poco durante esos dos últimos días; daba la impresión de estar haciendo un esfuerzo consciente para ocultar el dolor que había sentido aquella noche. Su invitación me sorprendió y me hizo sentir complacido.

—¿Vendrá Shirley? —pregunté.

—No le hace falta. Sólo nosotros dos.

La dejamos tomando un baño de sol bajo la claridad del mediodía, los ojos cerrados, su flexible cuerpo tendido de espaldas, su belleza desnuda bajo la caricia del sol. Jack y yo caminamos más de dos kilómetros desde la casa, tomando un sendero que raramente utilizábamos. La arena seguía mostrando las huellas del fuerte temporal, y la achaparrada vegetación estaba brotando con un violento verdor.

Jack se detuvo en un sitio donde tres grandes monolitos incrustados de mica formaban una especie de Stonehenge natural, y se puso en cuclillas ante uno de los peñascos para tirar de un matorral de salvia que crecía junto a su base. Cuando hubo logrado arrancar la infortunada planta, la arrojó a un lado y dijo:

—Leo, ¿te has preguntado alguna vez por qué dejé la Universidad?

—Ya sabes que sí.

—¿Cuál fue la historia que te conté?

—Que te habías metido en un callejón sin salida con tu trabajo —dije—. Que estabas harto de él, que habías perdido la fe en ti mismo y en la física, que sólo querías retirarte a tu nido de amor con Shirley y quedarte ahí a escribir y meditar.

Asintió.

—Eso era mentira.

—Lo sospeché.

—Bueno, parcialmente mentira. Quería venir aquí y vivir separado del mundo, Leo. Pero lo de encontrarme en un callejón sin salida… eso no era cierto. Mi problema era todo lo contrario. No me encontraba en un callejón sin salida. Bien sabe Dios que lo deseaba. Pero veía con toda claridad el camino hacia la culminación de mi tesis. Las respuestas estaban ahí, Leo. Todas las respuestas.

Algo se agitó en mi mejilla izquierda.

—¿Y pudiste detenerte, sabiendo que todo estaba a tu alcance?

—Sí.

Hurgó con el pie en la base del peñasco, se arrodilló, cogió un puñado de arena y la dejó escurrirse entre sus dedos. Tenía el rostro ladeado, sin mirarme. Y, finalmente, dijo:

—Me pregunto si fue un acto de grandeza moral, o simplemente de cobardía… ¿Qué piensas de eso, Leo?

—Dímelo tú.

—¿Sabes hacia dónde estaba yendo mi trabajo?

—Creo que lo supe antes que tú —dije—. Pero no debía indicártelo. Debía permitir que fueras tú quien tomase todas las decisiones. No me indicaste ni una sola vez que fueras consciente de las consecuencias finales de tu trabajo, Jack. Por lo que yo podía ver, creías estar tratando con las fuerzas de conexión atómica en el vacío de una teoría.

—Bien, así era. Durante el primer año y medio.

—¿Y después?

—Conocí a Shirley, ¿recuerdas? Ella no sabía gran cosa de física. Historia y sociología, ésos eran sus campos. Le describí mi trabajo. No lo comprendió, así que lo puse en términos más sencillos y luego en términos todavía más sencillos. Para mí era una buena disciplina el verbalizar lo que en realidad no había sido más que un montón de ecuaciones. Y finalmente le dije que lo que estaba haciendo era descubrir lo que mantiene juntos interiormente a los átomos. Y ella me dijo: «¿Significa eso que seremos capaces de separarlos sin hacer explotar las cosas?». «Sí», dije yo. «Vaya, supongo que entonces podríamos tomar cualquier átomo y liberar la suficiente energía como para mantener una casa con él». Shirley me miró de forma extraña y dijo: «Eso sería el fin de toda nuestra estructura económica, ¿no?».

—¿Nunca se te había ocurrido pensarlo antes?

—Nunca, Leo. Nunca. Yo era ese chico flacucho del Instituto Tecnológico de Massachusetts, ¿recuerdas? No me preocupaba la tecnología aplicada. Shirley me cambió por completo. Empecé a hacer cálculos, y después llamé a la biblioteca e hice que el ordenador me pasara unos cuantos textos de ingeniería, y Shirley me dio una pequeña conferencia sobre economía elemental. Entonces lo comprendí. Sí, maldita sea, comprendí que alguien podía coger mis ecuaciones e imaginar una forma de liberar una energía ilimitada. Era E=mC2 una vez más. Sentí pánico. No podía asumir la responsabilidad de darle la vuelta al mundo. Mi primer impulso fue acudir a ti y preguntarte lo que pensabas que debía hacer.

—¿Por qué no viniste?

Se encogió de hombros.

—Era la solución más fácil: dejar que la responsabilidad cayera sobre ti. De todas formas, comprendí que probablemente ya habías visto el problema y que me habrías dicho algo al respecto…, a no ser que tuvieras la sensación de que era yo quien debía resolver la parte moral sin ayuda. Por eso pedí aquel año sabático y me pasé el tiempo jugueteando con el acelerador mientras pensaba en todo aquello. Pensé en Oppenheimer, Fermi y el resto de los tipos que construyeron la bomba atómica, y me pregunté qué habría hecho en su lugar. Trabajaban en tiempo de guerra, para ayudar a la humanidad contra un enemigo realmente asqueroso, e incluso ellos habían tenido sus dudas… Yo, en cambio, no estaba haciendo nada que fuera a salvar a la humanidad de un peligro claro y actual. Sencillamente, estaba haciendo una pequeña investigación innecesaria que destrozaría la estructura monetaria del mundo. Empecé a verme como un enemigo de la humanidad.

—Con una auténtica conversión de la energía —dije en voz baja—, no habría más hambre, ni codicia, ni monopolios…

—Y también habría un período de cincuenta años de trastornos, mientras el nuevo orden de cosas iba cobrando forma. Y el nombre de Jack Bryant quedaría maldito. Leo, no podía hacerlo. No era capaz de cargar con la responsabilidad. Al final de ese tercer año decidí abandonarlo todo. Me aparté de mi trabajo y vine aquí. He cometido un crimen contra el conocimiento para evitar el cometer un crimen peor.

—¿Y te sientes culpable por ello?

—Por supuesto que sí. Tengo la sensación de que durante la úhima década mi vida ha sido una penitencia por haber salido huyendo. Leo, ¿has pensado alguna vez en el libro que estoy escribiendo?

—Muchas veces.

—Es una especie de ensayo autobiográfico: una apología pro vita sua. En él explico cuál era mi trabajo en la Universidad, cómo llegué a comprender su auténtica naturaleza, por qué detuve mi trabajo y cuál ha sido mi actitud personal hacia mi retirada de él. Podrías decir que el libro es un examen de las responsabilidades morales de la ciencia. Como apéndice incluyo el texto completo de mi tesis.

—¿Tal y como era el día en que dejaste de trabajar?

—No —dijo Jack—. El texto completo. Ya te he dicho que las respuestas eran visibles cuando lo dejé. Terminé mi trabajo hace cinco años. Todo está en el manuscrito. Con mil millones de dólares y un laboratorio decentemente equipado cualquier empresa razonablemente avispada podría traducir mis ecuaciones y convertirlas en un sistema de energía totalmente funcional, del tamaño de una nuez, que sería capaz de funcionar eternamente a base de arena.

En ese mismo instante me pareció que el eje de la Tierra había oscilado ligeramente.

—¿Por qué has esperado tanto tiempo para sacar a relucir el tema? —dije, después de que hubo pasado un largo momento.

—Ese ridículo programa de la otra noche me dio el empujón final. Ese hombre que dice venir del año 2999, con su estúpida charla sobre una civilización descentralizada en la que cada hombre es autosuficiente porque posee la conversión plena de la energía. Fue como tener una visión del futuro… un futuro que yo he ayudado a moldear.

— Seguramente no creerás que…

—No lo sé, Leo. Es una estupidez imaginar a un hombre que aparece entre nosotros viniendo de mil años en el futuro. Estaba tan convencido como tú de que ese hombre era un completo fraude… hasta que empezó a describir todo aquello de la descentralización.

—Jack, la idea de la liberación total de la energía atómica lleva circulando mucho tiempo. Ese tipo es lo bastante listo como para haberse percatado de ella y utilizarla. Eso no quiere decir necesariamente que venga en realidad del futuro y que tus ecuaciones hayan acabado siendo usadas. Perdóname, Jack, pero creo que estás sobreestimando lo que hay en ti de único. Has tomado una idea del estanque de los sueños futuristas y la has convertido en realidad, sí, pero nadie lo sabe salvo tú y Shirley, y no debes permitir que el disparo a ciegas de ese tipo te engañe y…

—Pero, Leo, supón que fuera cierto…

—Si realmente estás preocupado por ello, ¿por qué no quemas tu manuscrito? —le sugerí.

Pareció tan sorprendido como si le hubiera propuesto una automutilación.

—No puedo hacer eso.

—Protegerías a la humanidad contra esos disturbios todavía no causados, por los cuales pareces sentirte culpable.

—El manuscrito se encuentra en un lugar seguro, Leo.

—¿Dónde?

—Debajo de la casa. He construido una bóveda para él y he colocado una trampa en el reactor de la casa. Si alguien intenta entrar en la bóveda de una forma que no sea la correcta, los seguros del reactor saltarán y la casa saldrá volando en pedazos hacia el cielo. No necesito destruir lo que he escrito. Nunca caerá en manos equivocadas.

—Con todo, das por sentado que ha caído en tales manos en algún momento de los próximos mil años; de tal forma que para cuando nazca Vornan-19 el mundo estará viviendo ya de tu sistema de energía. ¿Correcto?

—No lo sé, Leo. Todo este asunto es una locura. Creo que yo mismo me estoy volviendo loco.

—Bien, aceptemos como hipótesis que Vornan-19 es auténtico, y que tal sistema de energía es usado en el año 2999, ¿sí? De acuerdo, pero no sabemos que sea el sistema diseñado por ti. Supón que le prendes fuego a tu manuscrito. El acto de hacerlo cambiaría el futuro de tal forma, que la economía descrita por Vornan-19 jamás llegaría a existir. Es posible que él mismo se esfumara de la existencia en cuanto tu libro entrara en el incinerador. Y de esa forma, sabrías que el futuro ha sido salvado del terrible destino que tú has creado para él.

—No, Leo. Incluso si quemara el manuscrito, yo seguiría estando aquí. Podría recrear las ecuaciones de memoria. La amenaza está en mi cerebro. Quemar el libro no probaría nada.

—Hay drogas para eliminar los recuerdos…

Se estremeció.

—No puedo confiar en ellas.

Le miré, horrorizado. Con una sensación parecida a la de caer bruscamente por una trampilla, establecí contacto por primera vez con la paranoia de Jack, y el saludable, bronceado, extrovertido y hablador muchacho de aquellos años del desierto se desvaneció para siempre. ¡Pensar que había acabado llegando a esto! Torturado por la posibilidad de que un fraude astuto, pero nada plausible, representara a un auténtico embajador de un futuro lejano, ¡al que había dado forma la propia creación que Jack había suprimido!

—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte? —dije en voz baja.

—Sí lo hay, Leo. Una cosa.

—Lo que sea.

—Encuentra alguna forma de conocer personalmente a Vornan-19. Eres una figura científica importante. Puedes tirar de los hilos adecuados. Habla con él. Descubre si es realmente un falsario.

—Por supuesto que lo es.

—Descúbrelo, Leo.

—¿Y si es realmente lo que dice ser?

Los ojos de Jack llamearon con una inquietante intensidad.

—Entonces, hazle preguntas sobre su época. Haz que te cuente más sobre todo eso de la energía atómica. Haz que te diga cuándo fue inventada… y por quién. Quizá no surgió hasta dentro de quinientos años… Un redescubrimiento independiente, algo sin ninguna relación con mi trabajo. Sácale la verdad, Leo. Tengo que saberlo.

¿Qué podía decir?

¿Podía decirle acaso: «Jack, estás chiflado»? ¿Podía suplicarle que se sometiera a una terapia mental? ¿Podía ofrecerle un rápido diagnóstico de paranoia, como sicólogo aficionado? Sí, y perder para siempre a mi amigo más querido. Pero convertirme en un compañero de psicosis interrogando solemnemente a Vornan-19 me resultaba muy desagradable. Dando por supuesto que pudiera conseguir acceso a él, suponiendo que hubiera algún modo de conseguir una audiencia individual, no sentía el menor deseo de mancharme tratando con ese embustero, aunque sólo fuera por un instante, como si sus pretensiones debieran ser tomadas seriamente.

Podía engañar a Jack. Podía inventarme una conversación tranquilizadora con aquel hombre. Pero eso era una traición. Los oscuros y atormentados ojos de Jack suplicaban una ayuda honesta y sincera. Le seguiré la corriente, pensé.

—Haré lo que pueda —prometí.

Su mano estrechó la mía. Volvimos en silencio a la casa.

A la mañana siguiente, mientras hacía el equipaje, Shirley vino a mi habitación. Llevaba un traje ceñido de color perla iridiscente que realzaba milagrosamente los contornos de su cuerpo. Yo me había acabado acostumbrando a su desnudez casi sin darme cuenta, y eso me recordó de nuevo que era hermosa, y que en mi amor de «tío» hacia ella iba incorporada una pepita de reprimida pero indestructible lujuria.

—¿Qué llegó a contarte ayer cuando os fuisteis? —dijo.

—Todo.

—¿Lo del manuscrito? ¿Aquello a lo cual teme?

—Sí.

—¿Puedes ayudarle, Leo?

—No lo sé. Quiere que consiga llegar hasta el hombre del año 2999 y que compruebe si cuanto dice es verdad. Puede que eso no resulte fácil. Y probablemente no servirá de mucho ni aunque pueda hacerlo.

—Está muy trastornado, Leo. Estoy preocupada por él. Parece tan saludable visto por fuera y, sin embargo, todo esto le ha estado consumiendo año tras año. Ha perdido todo sentido de la perspectiva.

—¿Has pensado en conseguir ayuda profesional para él?

—No me atrevo —murmuró—. Es lo único que no puedo ni tan siquiera sugerir. Ésta es la gran crisis moral de su vida, y tengo que encararla de esa forma. No puedo sugerir que es una enfermedad. Al menos, todavía no. Quizá si volvieras aquí siendo capaz de convencerle de que este hombre es un fraude, tal cosa podría ayudar a Jack para que empezara a liberarse de su obsesión. ¿Lo harás?

—Haré cuanto pueda, Shirley.

De repente estuvo en mis brazos. Su rostro se encontraba en el hueco que hay entre mi mejilla y mi hombro; las esferas de sus senos, perceptibles a través de la delgada tela, se aplastaron contra mi pecho y sus dedos se clavaron en mi espalda. Estaba temblando y sollozando. La abracé hasta que empecé a temblar, aunque por otra razón, y rompí suavemente el contacto entre nosotros.

Una hora después estaba dando saltos sobre el camino de tierra, dirigiéndome hacia Tucson y el módulo de transporte que estaba esperando para devolverme a California.

Llegué a Irvine al anochecer. Un pulgar sobre la placa, y mi casa se abrió ante mí. Sellada durante tres semanas, a prueba de toda intemperie, tenía un olor mohoso y parecido al de una tumba. El familiar desorden de papeles y bobinas repartido por todo el lugar resultaba tranquilizador. Entré justo cuando empezaba a caer una suave llovizna. Mientras vagaba de una habitación a otra, tuve la misma sensación -la de que algo había terminado- que solía conocer el día posterior al último día de verano: estaba solo de nuevo, las vacaciones habían acabado, la luminosidad de Arizona había cedido paso a la neblinosa oscuridad del invierno de California. No podía esperar encontrarme a Shirley dando vueltas por la casa igual que un hada, ni a Jack desenredando alguna de sus ideas característicamente retorcidas para que yo la tomara en consideración. La tristeza de volver a casa era todavía más aguda esta vez, pues había perdido al amigo fuerte y resistente del cual había dependido durante tantos años, y en su lugar había aparecido un extraño, turbado y lleno de irracionales dudas. Incluso la dorada Shirley quedaba revelada ahora no como una diosa, sino como una esposa preocupada. Había acudido a ellos llevando una enfermedad en mi alma y había vuelto a casa curado de eso, pero la visita había resultado onerosa.

Quité los opacadores y miré hacia el exterior, hacia la espuma del Pacífico, la tira rojiza de playa, los blancos remolinos de niebla invadiendo los pinos retorcidos que crecían allí donde la arena cedía su sitio a la tierra. La rancia atmósfera de la casa fue desapareciendo a medida que ese aire salado y con olor a pinos fue aspirado por los ventiladores. Deslicé un cubo de música en el lector y los miles de diminutos altavoces empotrados en las paredes tejieron para mí una madeja de Bach. Me permití unos cuantos decilitros de coñac. Durante un tiempo estuve sentado sorbiendo el licor en silencio, dejando que la música me envolviera en su capullo, y gradualmente sentí que me dominaba una especie de paz.

Por la mañana me aguardaba mi desesperante trabajo. Mis amigos sufrían, presas de la angustia. El mundo había sido convulsionado por un culto apocalíptico y ahora se veía acosado por alguien que decía ser un emisario de eras futuras. Con todo, siempre hubo falsos profetas sueltos por el mundo, los hombres habían luchado siempre con problemas tan duros que ponían a prueba sus espíritus, y los buenos siempre se habían visto perseguidos por dudas devastadoras y torbellinos interiores. Nada era nuevo. No necesitaba sentir piedad hacia mí mismo. Vive cada día por lo que vale, pensé; enfréntate a los desafíos a medida que surgen, no te dejes abatir, haz cuanto puedas y manten la esperanza de una gloriosa resurrección. Perfecto. Que venga el mañana.

Después de un rato me acordé de reactivar mi teléfono. Fue un error.

Mi personal sabe que cuando me encuentro en Arizona no se puede comunicar conmigo. Todas las llamadas que llegan son desviadas a la línea de mi secretaria y ella se encarga de atenderlas como le parece conveniente, sin consultarme nunca. Pero si surge algo de importancia, llama a la célula de almacenamiento de mi casa para que me lo encuentre nada más regresar. Apenas devolví mi teléfono a la vida, la célula de almacenamiento se desprendió de su carga; sonó el timbre y yo, automáticamente, le di al interruptor de salida. El rostro de mi secretaria, flaco y huesudo, apareció en la pantalla.

—Llamo el cinco de enero, doctor Garfield. Hoy ha tenido varias llamadas de un tal Sanford Kralick del personal de la Casa Blanca. El señor Kralick quiere hablar urgentemente con usted e insistió varias veces para que le pusiera en contacto con Arizona. Y me presionó bastante para que lo hiciera. Cuando finalmente logré hacerle comprender que usted no podía ser molestado, me pidió que le llamara a la Casa Blanca tan pronto como sea posible, a cualquier hora del día o de la noche. Dijo que era un asunto vital para la seguridad de la Nación. El número es…

Eso era todo. Jamás había oído hablar del señor Sanford Kralick, pero, por supuesto, los ayudantes del Presidente cambian sin cesar. Ésta era quizá la cuarta vez que la Casa Blanca me llamaba en los últimos ocho años desde que, sin darme cuenta, me había convertido en parte del suministro disponible de eruditos importantes. Un perfil mío aparecido en uno de los semanarios para retrasados mentales me había etiquetado como un hombre a vigilar, un aventurero situado en las fronteras del pensamiento, una fuerza dominante en la física norteamericana, y desde entonces había sido manipulado hasta llegar a la posición de estrella científica. De vez en cuando se me pedía que cediera mi nombre para esta o aquella declaración oficial sobre el Propósito de la Nación o la Estructura Ética de la Humanidad; se me llamaba a Washington para guiar a obesos congresistas por los intrincados caminos de la teoría de partículas cuando se discutían las concesiones presupuestarias para nuevos aceleradores, o se me incluía como parte del telón de fondo cuando algún osado explorador del espacio recibía el premio Goddard. Aquella estupidez se había extendido incluso a mi propia profesión, la cual habría debido estar mejor enterada al respecto; de vez en cuando le ponía el punto final a una reunión anual de la A.A.A.S. o intentaba explicarle a una delegación de oceanógrafos o arqueólogos lo que estaba teniendo lugar en mi frontera particular del pensamiento. Admito -con cierta vacilación- que había llegado a darle la bienvenida a tales tonterías, no por la notoriedad que proporcionaban, sino sencillamente porque me daban una excusa de apariencia virtuosa con la que escapar de mi propio trabajo, que me procuraba cada vez menos compensaciones. Recuerden la Ley de Garfield: los científicos estrella son, normalmente, personas que se encuentran en un atasco creativo privado. Habiendo dejado de producir resultados significativos, entran en el circuito de las apariciones públicas y disfrutan con la reverencia de los ignorantes.

Pero ni una sola vez había ocurrido que tales convocatorias de Washington vinieran en términos tan apremiantes. «Vital para la seguridad de la nación», había dicho Kralick. ¿De veras? ¿O se trataba de uno de aquellos washingtonianos para los cuales la hipérbole es la lengua nativa?

Mi curiosidad estaba excitada. Ahora mismo era hora de cenar en la capital. «Llame a cualquier hora», había dicho Kralick. Tenía la esperanza de que le interrumpiría justo cuando fuera a sentarse ante una suprema de ave, en algún absurdo restaurante dominando el Potomac. Tecleé apresuradamente el número de la Casa Blanca. El sello presidencial apareció en mi pantalla y una fantasmal voz creada por ordenador me preguntó la razón de mi llamada.

—Me gustaría hablar con Sanford Kralick —dije.

—Un momento, por favor.

Hizo falta más de un momento. Hicieron falta unos tres minutos, mientras que el ordenador buscaba un número donde pasarle la llamada a Kralick -el cual se hallaba fuera de su oficina-, lo llamaba y hacía que le trajeran un aparato. Pasado ese tiempo, mi pantalla me mostró a un hombre joven de aspecto sombrío, sorprendentemente feo, con un rostro en forma de cuña y unos protuberantes arcos supraorbitales que habrían sido el orgullo de cualquier neanderthal. Me sentí aliviado; había esperado uno de esos hombres de plástico hinchable, adiestrados para decir siempre que sí, tan numerosos en Washington. Fuera quien fuese, al menos Kralick no había sido estampado usando el molde común. Su fealdad hablaba en favor suyo.

—Doctor Garfield —dijo inmediatamente—, ¡tenía la esperanza de que llamara! ¿Ha pasado unas buenas vacaciones?

—Excelentes, gracias.

—Su secretaria merece una medalla a la lealtad, profesor. Casi la amenacé con llamar a la Guardia Nacional si no me ponía en contacto con usted, pero aun así se negó.

—Le he advertido a mi personal de que le haría la vivisección a quien permita intrusiones en mi intimidad, señor Kralick. ¿Qué puedo hacer por usted?

—¿Puede venir a Washington mañana? Todos los gastos pagados.

—¿De qué se trata esta vez? ¿Una conferencia sobre nuestras posibilidades de sobrevivir en el siglo veintiuno?

Kralick sonrió secamente.

—No es una conferencia, doctor Garfield. Necesitamos sus servicios de una forma muy especial. Nos gustaría utilizar unos cuantos meses de su tiempo y encargarle una misión que nadie más en el mundo puede llevar a cabo.

—¿Unos cuantos meses? No creo que pueda…

—Es algo esencial, señor. Ahora no estoy haciendo ruidos gubernamentales. Esto es muy grande.

—¿Puede darme algún detalle?

—Me temo que no por este aparato.

—¿Quiere que vuele a Washington nada más haberme llamado, para hablar de algo sobre lo cual no puede contarme nada?

—Sí. En caso de que lo prefiera, iré a California para hablar del asunto. Pero eso supondría aún más retraso, y ya hemos perdido tanto tiempo que…

Mi mano estaba suspendida sobre el interruptor de cierre y me aseguré de que Kralick se enterase de ello.

—A no ser que tenga por lo menos una pista, señor Kralick, me temo que deberé ponerle fin a esta conversación.

No pareció intimidado.

—Bien, una pista.

—¿Sí?

—¿Está enterado de que hace unas cuantas semanas llegó un hombre que dice proceder del futuro?

—Más o menos.

—Lo que tenemos en mente está relacionado con él. Le necesitamos para interrogarle sobre ciertos temas. Yo…

Por segunda vez en tres días tuve esa sensación de caer a través de una trampilla. Pensé en Jack suplicándome que hablara con Vornan-19; y ahora aquí estaba el gobierno ordenándome hacer lo mismo. El mundo se había vuelto loco.

Interrumpí a Kralick diciendo:

—De acuerdo. Iré a Washington mañana.

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