DOCE

Nuestra caravana avanzó hacia el oeste, de la nevada Denver a una soleada bienvenida en California, pero yo no acompañé a los otros. Había surgido en mí una gran inquietud, una impaciencia por alejarme de Vornan, Heyman, Kolff y el resto, al menos durante cierto tiempo. Ya llevaba un mes en esta gira, y estaba empezando a sentir sus efectos. Así pues, le pedí a Kralick que me diera permiso para un breve período de ausencia; me lo concedió y partí hacia el sur, hacia Arizona, a la casa del desierto de Jack y Shirley Bryant, con el acuerdo de que volvería a reunirme con el grupo una semana después en Los Angeles.

La última vez que vi a Jack y Shirley, enero estaba empezando; ahora estábamos a mediados de febrero, así que realmente apenas si había pasado el tiempo. Sin embargo, interiormente tenía que haber transcurrido un gran lapso de tiempo, para ellos y para mí. Vi cambios en ellos. Jack parecía cansado y tenso, como si últimamente hubiera estado durmiendo mal; sus movimientos eran nerviosos y algo espasmódicos, y me recordó al viejo Jack, el pálido chico del este que había venido a mi laboratorio hacía tantos años. Había sufrido una regresión. La calma del desierto le había abandonado. También Shirley parecía hallarse bajo alguna clase de tensión. El brillo de su dorada cabellera estaba apagado, y ahora adoptaba posturas rígidas; vi cómo en su garganta se formaban una y otra vez cables de tensa musculatura. Su respuesta a la tensión era un exceso de alegría compensatoria. Reía demasiado a menudo y demasiado alto; su voz subía frecuentemente de tono en una forma antinatural, haciéndose estridente, áspera y vibrante. Parecía mucho mayor; si en diciembre había aparentado veinticinco años en lugar de los treinta y pocos que le correspondían, ahora parecía hallarse a punto de cumplir los cuarenta. Noté todo esto en los primeros minutos de mi llegada, cuando tales alteraciones resultan más conspicuas. Pero no dije nada de lo que vi, y fue mejor que obrara de esa forma, pues las primeras palabras que me dijo Jack fueron:

—Pareces cansado, Leo. Este asunto debe haberte exigido un gran esfuerzo.

Y Shirley:

—Sí, pobre Leo. Todo ese ridículo viajar de un lado para otro… Necesitas un buen descanso. ¿No puedes arreglártelas para quedarte aquí más de una semana?

—¿Tan desastroso estoy? —pregunté—. ¿Resulta tan obvio?

—Un poco del sol de Arizona hará milagros —dijo Shirley, y se rió de esa nueva y horrible forma suya.

El primer día no hicimos gran cosa, aparte de absorber el sol de Arizona. Nos tendimos los tres en el solano, y después de aquellas semanas de brumoso invierno en el Este era una pura delicia sentir el calor sobre mi piel desnuda. Con su tacto de siempre, ninguno de los dos sacó a relucir ese día el tema de mis recientes actividades: tomamos sol y dormitamos, hablamos un poco y por la noche tuvimos un festín con carne a la parrilla y una excelente botella de Chambertin del 88. Mientras que el frío de la noche barría el desierto, nos tendimos sobre la gruesa alfombra para escuchar las danzarinas melodías de Mozart, y todo cuanto había hecho y visto en las últimas semanas se fue desprendiendo de mí y se me hizo irreal.

Por la mañana me desperté temprano -mi reloj interno estaba confundido por el cruce de zonas temporales- y caminé un rato por el desierto. Cuando volví, Jack estaba levantado. Se encontraba sentado al borde del cauce seco, tallando algo en un pedazo de madera nudosa y de aspecto grasiento. Nada más acercarme, sin poderse contener, dijo:

—Leo, ¿descubriste algo sobre…?

—No.

—¿…la conversión energética?

Meneé la cabeza.

—Lo he intentado, Jack. Pero no hay forma de sacarle a Vornan nada que él no quiera contarte. Y no está dispuesto a dar datos claros sobre ninguna cosa. Es un auténtico diablo esquivando las preguntas.

—No sé qué hacer, Leo. La posibilidad de que algo creado por mí destruya la sociedad…

—Olvídalo, ¿quieres? Jack, has penetrado una frontera. Publica tu trabajo y acepta tu Nobel, y al infierno con cualquier mal uso que la posteridad consiga sacar de él. Has estado haciendo investigación pura. ¿Por qué crucificarte a ti mismo con sus posibles aplicaciones?

—Los hombres que desarrollaron la bomba debieron decirse las mismas cosas —murmuró Jack.

—¿Han estado cayendo bombas últimamente? Y mientras tanto, tu casa funciona con un reactor de bolsillo. Podrías estar encendiendo fogatas de madera si esos chicos no hubieran descubierto la fisión nuclear.

—Pero sus almas… sus almas…

Perdí la paciencia.

—¡Adoramos sus condenadas almas! Eran científicos; hicieron cuanto podían y llegaron a alguna parte. Y cambiaron el mundo, seguro que sí, pero tenían que hacerlo. Por entonces había una guerra, ¿sabes? La civilización estaba en peligro. Inventaron algo que causó un montón de problemas, de acuerdo, pero que también hizo mucho bien. Tú ni siquiera has inventado nada. Ecuaciones. Principios básicos. ¡Y aquí estás, sentado y compadeciéndote de ti mismo porque piensas que has traicionado a la humanidad! Cuanto has hecho es usar tu cerebro, Jack, y si en tu filosofía eso es una traición a la humanidad, entonces sería mejor que…

—Está bien, Leo —dijo en voz baja—. Me confieso culpable del cargo; autocompasión y martirio voluntariamente solicitado. Condéname a muerte, y después cambiemos de tema. ¿Cuál es tu opinión como experto sobre ese Vornan? ¿Es real, o un fraude? Le has visto de cerca.

—No lo sé.

—El viejo y buen Leo… —dijo salvajemente—. ¡Siempre incisivo! ¡Siempre teniendo a punto la respuesta segura!

—No es tan sencillo, Jack. ¿Has estado viendo a Vornan en la pantalla?

—Sí.

—Entonces sabes que es complicado. Un bastardo lleno de trucos, el tipo con más trucos que me haya encontrado nunca.

—Pero, Leo, ¿no tienes ninguna intuición, ninguna respuesta inmediata, un sí o un no, verdad o mentira?

—La tengo —dije.

—¿Y piensas guardártela en secreto?

Me humedecí los labios y tracé un surco con el pie sobre la arena.

—Lo que intuyo es que Vornan es lo que dice ser.

—¿Un hombre del año 2999?

—Un viajero llegado del futuro —dije.

A mi espalda, Shirley se rió en un seco crescendo.

—¡Eso es maravilloso, Leo! Finalmente has aprendido cómo abrazar lo irracional…

Se nos había acercado por detrás, desnuda, una diosa de la mañana, tan hermosa que te dejaba sin aliento, su cabello igual que una bandera en la brisa. Pero sus ojos eran demasiado brillantes y relucían con ese nuevo destello, siempre inmóvil.

—La irracionalidad es una amante llena de espinas —dije—. No me alegra compartir mi lecho con ella.

—¿Por qué piensas que es auténtico? —insistió Jack.

Le hablé de la muestra de sangre, y de la experiencia de Lloyd Kolff con el lenguaje hablado por Vornan. Añadí algunas impresiones puramente intuitivas que había ido reuniendo. Shirley pareció encantada, Jack pensativo. Finalmente, dijo:

—¿No sabes nada sobre los fundamentos científicos de ese supuesto medio para el transporte temporal?

—Nada de nada. No habla de ello.

—No me extraña. No querrá que el año 2999 sea invadido por un montón de bárbaros peludos que han logrado fabricar una máquina del tiempo partiendo de su descripción.

—Quizá se trate de eso… un asunto de seguridad —dije.

Jack cerró los ojos. Se balanceó hacia delante y hacia atrás sobre sus talones.

—Si es real, entonces todo ese asunto de la energía también lo es, y sigue existiendo la posibilidad de que…

—Basta, Jack —dije yo ferozmente—. ¡Olvida eso!

Interrumpió sus lamentaciones con un esfuerzo. Shirley tiró de él, haciéndole levantarse.

—¿Qué hay para desayunar? —dije.

—¿Qué te parece trucha de río, directamente sacada del refrigerador?

—Me parece bastante bien.

Le di una amistosa palmada en su firme trasero y la mandé de vuelta hacia la casa. Jack y yo la seguimos, andando más despacio. Ahora Jack estaba más tranquilo.

—Me gustaría hablar yo mismo de todo esto con Vornan —dijo Jack—. Quizá diez minutos. ¿Podrías arreglarlo?

—Lo dudo. Se están concediendo muy pocas entrevistas privadas. El Gobierno le tiene muy vigilado… o al menos lo intenta. Y me temo que si no eres un obispo, o un presidente de alguna gran compañía, o un poeta famoso, no tienes ni una oportunidad. Pero no importa, Jack. No te dirá lo que quieres saber. Estoy seguro de ello.

—Con todo, me gustaría intentar sacárselo. Acuérdate de eso.

Prometí que lo haría, pero veía pocas posibilidades de conseguirlo. Durante el desayuno logramos abordar temas de conversación menos problemáticos. Después Jack desapareció para terminar algo que estaba escribiendo, y Shirley y yo fuimos al solario. Dijo que estaba preocupada por Jack; estaba tan terriblemente obsesionado por lo que el futuro pudiera pensar de él… No sabía cómo conseguir que se relajase y lo olvidara.

—Compréndelo, no es nada nuevo. Ha estado ocurriendo desde que le conocí, desde que estaba contigo en la Universidad. Pero cuando apareció Vornan, se ha vuelto cincuenta veces peor. Ahora cree realmente que su manuscrito va a cambiar toda la historia del futuro. La semana pasada dijo que ojalá los Apocaliptistas tuvieran razón. Quiere que el mundo estalle en pedazos el próximo enero. Está enfermo, Leo.

—Ya veo. Pero es una enfermedad que no intentará curar.

En voz muy baja, acercándose de tal forma que podría haber pegado mis labios a los suyos, me dijo:

—¿Estabas ocultándole algo? Cuéntame la verdad. ¿Qué dijo Vornan sobre la energía?

—Nada. Lo juro.

—Y tú crees realmente que él es…

—La mayor parte del tiempo. No estoy convencido. Ya sabes, tengo reservas científicas al respecto.

—¿Y aparte de ellas?

—Le creo —dije.

Nos quedamos callados. Dejé que mis ojos recorrieran el promontorio de su columna vertebral hasta el florecer de sus caderas. Cuentas de transpiración relucían sobre sus nalgas bronceadas, vueltas hacia arriba. Tenía los pies estirados, y sus dedos se juntaban en un pequeño gesto de tensión.

—Jack quiere ver a Vornan —dijo.

—Losé.

—Yo también. Deja que lo confiese, Leo: le deseo.

—La mayor parte de las mujeres le desean.

—Nunca le he sido infiel a Jack. Pero con Vornan lo sería. Primero se lo diría a Jack, por supuesto. Pero me siento atraída hacia él. Sólo con verle por televisión quiero tocarle, sentirle junto a mí, dentro de mí. ¿Te escandalizo, Leo?

—No seas tonta.

—Lo que me consuela es saber que nunca tendré la oportunidad. Debe haber un millón de mujeres delante mío en la cola. Leo, ¿te has dado cuenta de la histeria que está concentrándose alrededor de este hombre? Es casi un culto. Está acabando con el Apocaliptismo prácticamente de la noche a la mañana. El otoño pasado todos pensaban que el mundo estaba a punto de terminar, y ahora todo el mundo piensa que vamos a vernos repletos de turistas llegados del futuro. Miro los rostros de las personas que hay en las pantallas, los que siguen a Vornan por todas partes, lanzando vítores, arrodillándose… Es como un mesías. ¿Hay algo que te suene a racional en lo que digo?

—Todo. No estoy ciego, Shirley. Lo he visto de cerca.

—Me asusta.

—A mí también.

—Y cuando dices que te parece auténtico… tú, el viejo y escéptico Leo Garfield… eso aún da más miedo. —Shirley me hizo oír una vez más su estridente risita—. Viviendo aquí, al borde de la nada, a veces pienso que todo el mundo está loco, salvo Jack y yo.

—Y últimamente has estado teniendo tus dudas respecto a Jack.

—Bueno, sí… —su mano cubrió la mía—. ¿Por qué estará respondiendo de esta forma la gente a Vornan?

—Porque antes nunca ha existido nadie como él.

—No es la primera figura carismática que aparece.

—Es la primera que utiliza ese tipo de historia —dije—. Y la primera en la época de las comunicaciones modernas. El mundo entero puede verle en tres dimensiones y colores naturales durante todo el tiempo. Sabe llegar a ellos. Sus ojos… su sonrisa… Ese hombre tiene poder, Shirley. Tú lo sientes a través de la pantalla. Yo lo siento de cerca.

—¿Qué acabará pasando?

—Acabará volviendo al año 2999 —dije con voz jovial—, y escribirá un libro que se venderá mucho sobre sus antepasados primitivos.

Shirley lanzó una hueca carcajada, y dejamos que la conversación fuera agonizando hasta terminar. Sus palabras me turbaban. No es que me sorprendiera descubrir que se veía atraída hacia Vornan; lo que me trastornaba era que estuviese dispuesta a admitirlo ante mí. Me irritaba haberme convertido en el confidente de sus pasiones. Una mujer admite sus deseos ilícitos ante el eunuco de un harén, quizá, o ante otra mujer, pero no ante un hombre del que comprende siente deseos reprimidos hacia ella. Seguramente debía saber que si no fuera por mi respeto a su matrimonio, ya habría intentado poseerla hacía mucho tiempo, y habría sido recibido de buena gana. Entonces, ¿por qué contarme tales cosas, sabiendo que debían hacerme daño? ¿Pensaba que utilizaría mi supuesta influencia para atraer a Vornan hasta su cama? ¿Que por amor hacia ella jugaría a ser un alcahuete?

Pasamos el resto del día sin hacer nada. Hacia finales de la tarde apareció Jack y dijo:

—Puede que no te interese, pero Vornan sale en la pantalla. Está siendo entrevistado en San Diego por un grupo de teólogos, filósofos y similares. ¿Quieres verlo?

Realmente no, pensé. Había venido aquí para escapar de Vornan y, sin que pudiera saber cómo, no pasaba ni un instante sin que alguien le mencionara. Pero no supe qué responder, y Shirley dijo que sí.

Jack activó la pantalla más cercana a nosotros y ahí estaba Vornan, a tamaño natural, irradiando encanto en tres dimensiones. La cámara nos dio una imagen completa del grupo que le interrogaba: cinco distinguidos expertos en escatología, a un par de los cuales reconocí. Observé las cejas caídas y la prolongada nariz de Milton Clayhorn, una de las eminencias de nuestro campus de San Diego, el hombre que, decían, había consagrado toda su carrera al objetivo de sacar a Cristo del Cristianismo. Vi los toscos rasgos y la piel manchada por la edad del doctor Naomi Gersten, tras cuyos ojos de párpados caídos acechaban seiscientos años de angustia semítica. Los otros tres parecían familiares; sospeché que habían sido cuidadosamente elegidos para representar a cada credo. Habíamos llegado con la discusión ya bien avanzada, pero, como resultó, justo a tiempo para captar la detonación de los megatones de la bomba de Vornan.

—¿…ningún movimiento religioso organizado en su era, sea el que sea? —estaba diciendo Clayhorn—. ¿Una desaparición de la iglesia, por expresarlo de esa forma?

Vornan asintió con un breve gesto de cabeza.

—Pero la idea religiosa en sí —vociferó Clayhorn— ]Eso no puede haber desaparecido! ¡Hay ciertas verdades eternas! El hombre debe establecer una relación que delinee los límites del universo y los confines de su propia alma. Él…

—Quizá podría explicarnos si entiende en lo más mínimo a qué nos referimos con la palabra religión, ¿eh? —le dijo el doctor Gersten a Vornan con su vocecilla cascada.

—Ciertamente. Una afirmación de la dependencia humana con respecto a una fuerza externa más poderosa —dijo Vornan, pareciendo muy complacido consigo mismo.

—Creo que es una formulación excelente, ¿no le parece, monseñor? —dijo un moderador de voz sedosa.

Ahora reconocía al hombre de mentón prominente con el alzacuello: Meehan, un sacerdote de la televisión, él mismo una figura de bastante carisma, quien dejó transcurrir un momento para aumentar la resonancia de sus palabras y dijo:

—Sí, a su manera está excelentemente expresado. Es refrescante saber que nuestro invitado comprende el concepto de la religión, incluso si… —el monseñor mostró una momentánea grieta en su fachada— …como dice, nuestras religiones actuales han dejado de representar un papel significativo en la vida de sus tiempos. Me aventuro a decir que quizá el señor Vornan está subestimando la fuerza de la religión en su día, y posiblemente, como muchos individuos de hoy, está proyectando su falta personal de creencias sobre la sociedad como un todo. ¿Podría obtener un comentario sobre esto?

Vornan sonrió. Algo ominoso destelló en sus ojos. Sentí el apretón del miedo. ¡Usando los ojos y los labios al mismo tiempo! Estaba tensando la catapulta para un golpe que aplastaría las murallas del enemigo. Los miembros del grupo también se dieron cuenta de ello. Clayhorn se encogió. El doctor Gersten pareció desvanecerse dentro de los pliegues de su propio cuello, igual que una tortuga asustada. El famoso monseñor se tensó igual que esperando la hoja de la guillotina.

—¿Quieren que les cuente lo que hemos aprendido sobre la relación del hombre con el universo? —dijo Vornan, con voz apacible y suave—. Verán, hemos descubierto la forma en que llegó a existir la vida sobre la tierra, y nuestro conocimiento de la Creación ha tenido su efecto en nuestras creencias religiosas. Por favor, entiendan que no soy un arqueólogo y no puedo dar más detalles aparte de lo que diga aquí. Pero esto es lo que ahora sabemos: hubo un tiempo, en el distante pasado, cuando nuestro planeta carecía totalmente de vida. Había un mar cubriéndolo casi todo, con rocas aquí y allá, y tanto a la tierra como al mar les faltaba incluso el más sencillo microbio. Entonces nuestro planeta fue visitado por exploradores de otra estrella. No aterrizaron. Se limitaron a orbitar nuestro mundo y vieron que carecía de vida y, debido a eso, que no tenía interés para ellos. Se quedaron tan sólo el tiempo suficiente para lanzar cierta basura que habían acumulado a bordo de su nave y luego siguieron viaje a otra parte, mientras la basura que habían tirado iba descendiendo a través de la atmósfera de la Tierra y acababa llegando al mar, introduciendo ciertos factores que crearon una perturbación química, la cual puso en movimiento el inicio del proceso que tuvo como resultado el fenómeno conocido como… —el grupo de interrogadores era un auténtico torbellino; la cámara giró, implacable, para revelar las muecas, los fruncimientos de ceño, los ojos enloquecidos, las mandíbulas como de piedra, los labios que se abrían— …vida en la Tierra.

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