No hizo falta que entráramos en el hotel a escondidas. Había un cordón de búsqueda extendido a varias manzanas de distancia alrededor de él; unos instantes después de que escapáramos a la espuma, Vornan-19 hizo funcionar una señal de identificación y algunos de los hombres de Kralick nos recogieron. Kralick estaba en el vestíbulo del hotel, vigilando las pantallas de los detectores y medio enloquecido por la ansiedad. Cuando Vornan fue hacia él, aún tirando de la temblorosa muchacha apocaliptista, pensé que a Kralick le daría un ataque. Vornan se disculpó apaciblemente por cualquier problema que pudiese haber causado y pidió que le llevaran a su habitación. La chica le acompañó. Cuando los dos hubieron desaparecido, tuve una sesión bastante incómoda con Kralick.
—¿Cómo ha salido? —me preguntó.
—No lo sé. Supongo que hizo algo en el sello de su habitación.
Intenté persuadir a Kralick de que había pretendido dar la alarma cuando Vornan abandonó el hotel, pero que me lo habían impedido circunstancias que se hallaban más allá de mi control. Dudo que le convenciera, pero al menos logré hacerle entender que había hecho cuanto pude para impedir que Vornan se mezclara con los Apocaliptistas, y que nada de lo ocurrido era obra mía.
En las semanas siguientes hubo un perceptible reforzamiento de la seguridad. De hecho, Vornan-19 se convirtió en el prisionero -y no meramente el invitado- del gobierno de los Estados Unidos. Durante todo el tiempo Vornan había sido más o menos un prisionero de honor, pues Kralick había sospechado siempre que no era prudente dejarle que se moviera con libertad; pero aparte de sellar su habitación por la noche y apostar centinelas, no se había hecho intento alguno de restringir físicamente su libertad. Sin saberse cómo, había logrado disponer del sello y drogar a sus guardias, pero Kralick evitó una repetición de aquello usando sellos mejores, alarmas automáticas y más guardias.
Funcionó, en el sentido de que Vornan no realizó más expediciones no autorizadas. Pero pienso que eso era más debido a decisión del propio Vornan que no a las mayores precauciones de Kralick. Después de su experiencia con los Apocaliptistas, Vornan pareció calmarse considerablemente: se convirtió en un turista más ortodoxo, mirando esto y aquello, pero guardándose sus comentarios más demoníacos. Yo temía a esta versión contenida de nuestro invitado igual que temería un volcán en calma. Pero, de hecho, no cometió nuevas y ofensivas transgresiones de la buena educación, no irritó a nadie y, en muchos aspectos, se comportó como un modelo de tacto. Me preguntaba qué nos estaba reservando.
Y así fueron pasando las semanas de la gira. Vimos Disneylandia con Vornan, y aunque estaba claro que el lugar había sido reacondicionado, también estaba claro que le aburrió. No le interesaba ver reconstrucciones sintéticas de otros sitios y épocas; quería experimentar los Estados Unidos del año 1999 de primera mano. En Disneylandia le prestó más atención a los otros visitantes que a las atracciones propiamente dichas. Le hicimos entrar en el parque sin ningún anuncio previo, moviéndonos en un grupo pequeño y muy apretado, y por una vez no atrajo mucho la atención. Era como si quienes vieron a Vornan en Disneylandia hubieran dado por sentado que veían a una parte del parque, una astuta imitación en plástico del hombre llegado del tiempo, y pasaron junto a él sin más que una sonrisa y un leve gesto de cabeza.
Le llevamos a Irvine y le enseñamos el acelerador de un trillón de voltios. Eso fue idea mía: quería una oportunidad de volver al campus durante unos días, para visitar mi oficina y mi casa y asegurarme de que todo seguía estando bien. Dejar que Vornan se acercase al acelerador era algo así como un riesgo calculado, pensé, recordando el caos que había producido en la villa de Wesley Bruton; pero nos ocupamos de que el visitante no llegara a estar en ningún momento cerca del equipo de control. Lo tuve al lado, observando con expresión grave las pantallas, mientras que yo destrozaba átomos para él. Pareció interesado, pero se trataba del interés superficial que podría haber mostrado un niño: le gustaban los dibujos y sus bonitos colores.
Por un instante lo olvidé todo, salvo la alegría de manipular la inmensa máquina. Estaba en el panel de operaciones, con miles de millones de dólares en equipo extendiéndose ante mí y por encima, accionando interruptores y palancas con la misma alegría que Wesley Bruton había mostrado mientras hacía que su casa obrara maravillas. Pulvericé átomos de hierro y envié a los neutrones girando locamente en todas direcciones. Envié un chorro de protones por el riel y corté el inyector de neutrones para que la pantalla quedara salpicada por los brillantes estallidos de las líneas de la demolición. Conjuré quarks y antiquarks. Ejecuté todo mi repertorio y Vornan asintió inocentemente, sonriendo y señalando con el dedo. Podría haber deshinchado mi vanidad como hizo con el hombre de la Bolsa con tan sólo preguntarme para qué podía servir todo ese mastodóntico aparato, pero no lo hizo. No estoy seguro de si el que se contuviera fue una muestra de cortesía hacía mí —pues me halagaba pensar que tenía conmigo una intimidad mayor que con ninguna otra persona de las que le acompañaban en sus viajes—, o si era sencillamente que por el momento su veta de travesuras estaba agotada y se contentaba con quedarse quieto y observarlo todo respetuosamente.
Después le llevamos a la planta de fusión de la costa. Esto fue obra mía una vez más, aunque Kralick estuvo de acuerdo en que podía resultar útil. Por muy intermitentes que fueran, yo seguía teniendo esperanzas de sacarle a Vornan algún dato sobre las fuentes energéticas de su era. La excesivamente sensible conciencia de Jack Bryant me espoleaba a ello. Pero la intentona fue un fracaso. El encargado de la planta le explicó a Vornan cómo habíamos capturado la furia del mismísimo sol, desencadenando una reacción de protón a protón dentro de una botella magnética y sacando energía de la transmutación del hidrógeno en helio. A Vornan se le permitió entrar en la sala de relés donde el plasma era regulado mediante sensores que operaban por encima del espectro visible. Lo que estábamos viendo no era el plasma enfurecido en sí —ver directamente aquello era imposible—, sino una simulación, una recreación, una curva siguiendo pico a pico cada fluctuación de la sopa de núcleos despojados de su poder dentro del tanque magnético. Había pasado años enteros sin visitar la planta, y me impresionó. Vornan se mantuvo en silencio. Habíamos esperado observaciones despectivas; no se produjo ninguna. No se molestó en comparar nuestros medievales logros científicos con la tecnología de su propia era. A este nuevo Vornan le faltaba mordiente.
Después pasamos por Nuevo México, donde los indios pueblo moraban en un museo viviente de antropología. Éste fue el gran momento de Helen McIlwain. Nos guió a través de la polvorienta aldea de barro soltando un chorro de datos antropológicos. A principios de primavera aún no había empezado la temporada turística regular, y por lo tanto teníamos la aldea para nosotros solos; Kralick había hecho los arreglos precisos con las autoridades locales para que durante ese día la reserva quedara cerrada a los visitantes, con lo que ningún buscador de Vornan subiría desde Albuquerque o bajaría de Santa Fe para causar problemas. Los indios salieron andando lentamente de sus casas de adobe con el tejado plano para mirarle, pero dudo de que muchos de ellos supieran quién era Vornan, y que a ninguno de ellos le importara. Eran gentes achaparradas, de rostro redondo y nariz achatada, en nada parecidos a los indios con rostro de halcón de la leyenda. Sentí pena por ellos. En cierto sentido eran empleados federales, pagados para quedarse aquí y vivir en la miseria. Aunque se les permitía tener televisión, automóviles y electricidad, no podían construir casas de estilos modernos y debían continuar triturando el maíz, ejecutando sus danzas ceremoniales y fabricando cerámica para vender a los visitantes. Así conservamos nuestro pasado.
Helen nos presentó a los líderes de la aldea: el gobernador, el jefe y dos dirigentes de lo que teóricamente eran sociedades secretas. Parecían hombres perspicaces y bastante sofisticados, que fácilmente podrían estar manejando agencias de automóviles en Albuquerque. Se nos condujo al interior de unas cuantas casas e incluso a la kiva, el centro religioso de la población, antes sacrosanto. Algunos niños ejecutaron una danza no muy lograda para nosotros. En una tienda de la plaza se nos mostró la cerámica y las joyas de turquesa y plata que producían las mujeres de la aldea. Una vitrina contenía cerámica más antigua, hecha en la primera mitad del siglo XX, preciosos objetos con un suave acabado y elegantes dibujos semiabstractos de pájaros y gamos; pero estas piezas se cotizaban a centenares de dólares cada una y por la expresión que había en el rostro de la joven dependienta supuse que en realidad no estaban a la venta; eran tesoros tribales, recuerdos de tiempos más felices. El auténtico surtido de la tienda consistía en pequeñas cerámicas baratas de aspecto frágil.
—¿Os dais cuenta de cómo ahora ponen la pintura después de que la cerámica haya pasado por el fuego? —dijo Helen, con desprecio—. Es deplorable. Cualquier niño puede hacerlo. La Universidad de Nuevo México está intentando revivir las viejas costumbres, pero la gente de aquí afirma que a los turistas les gustan más las cerámicas falsas. Son más alegres, más vistosas… y más baratas.
Vornan se ganó una mirada avinagrada de Helen cuando expresó la opinión de que las cerámicas calificadas como «para turistas» eran más atractivas que la cerámica anterior. Creo que lo dijo sólo por tomarle el pelo, pero no estoy seguro; los patrones estéticos de Vornan resultaban siempre imposibles de averiguar, y probablemente para él aquel trabajo actual de calidad inferior parecía un producto del pasado tan auténtico como la realmente soberbia cerámica que había en la vitrina de exhibición.
Durante nuestra visita a la aldea, Vornan causó tan sólo un pequeño incidente. La chica que se encargaba de la sala de exhibiciones era una delgada belleza adolescente, con una larga y reluciente cabellera negra y rasgos delicados que parecían más chinos que indios; todos nos quedamos bastante impresionados con ella, y Vornan parecía deseoso de añadirla a su colección de conquistas. No sé qué habría pasado si le hubiese pedido a la chica que realizara una exhibición en su cama esa noche. Afortunadamente nunca llegó tan lejos. Mientras la chica iba y venía por la sala de exhibiciones, Vornan la contemplaba con obvia lujuria; me di cuenta de ello y Helen también. Cuando salimos del edificio, Vornan dio la vuelta como disponiéndose a entrar de nuevo en él y anunciar su deseo. Helen le bloqueó el camino, más parecida que nunca a una bruja, sus ojos ardiendo en contraste con su llameante melena pelirroja.
—No —le dijo ferozmente—. ¡No puedes!
Eso fue todo. Y Vornan obedeció. Sonrió, le hizo una reverencia a Helen y se fue. No había esperado eso de él.
El nuevo Vornan apacible era una revelación para todos nosotros, pero el público en general prefería las revelaciones del que había conocido en los meses de enero y febrero. Contra todos los pronósticos, el interés en las acciones y palabras de Vornan se hizo más apasionado a cada semana que pasaba; lo que podría haber sido un prodigio de breve duración iba camino de convertirse en la sensación de la época. Un tipo avispado montó a toda velocidad un libro bastante endeble sobre Vornan y lo llamó La Nueva Revelación. Contenía transcripciones de todas las conferencias de prensa dadas por Vornan-19 y sus apariciones ante los medios de comunicación desde su llegada en Navidad, así como unos apresurados comentarios uniéndolo todo. El libro apareció a mediados de marzo, y puede comprenderse un poco su notoriedad por el hecho de que apareció no sólo en cubo, cinta y edición facsímil, sino también como texto impreso… es decir, un libro, en el viejo sentido del término. Un editor de California lo imprimió bajo la forma de un delgado volumen encuadernado con una brillante cubierta roja y el título en incandescentes letras de ébano; en una semana se vendió la edición de un millón de ejemplares. Muy pronto ediciones pirata empezaron a brotar por doquier de imprentas clandestinas, pese a los frenéticos intentos hechos por quien tenía los derechos para proteger su propiedad.
Incontables millones de ejemplares de La Nueva Revelación inundaron el país. Yo mismo compré uno como recuerdo. Vi a Vornan leyendo un ejemplar. Tanto la edición auténtica como las imitaciones tenían el mismo esquema de color, rojo sobre negro, de tal forma que eran indistinguibles a primera vista, y en las primeras semanas de primavera aquellos libros hechos con papel cubrieron la nación igual que una extraña nevada roja.
El nuevo credo tenía su profeta, y ahora también tenía su evangelio. Me resulta difícil comprender qué clase de consuelo espiritual podía derivarse de La Nueva Revelación, y por lo tanto supongo que el libro era más un talismán que unas escrituras; de él no se obtenía ningún tipo de consejo. Lo único que se hacía era llevarlo encima, alimentándose con el mero hecho de sentir sus relucientes tapas en las manos. No importaba adonde fuéramos con Vornan: cada vez que se reunía una multitud, los ejemplares del libro eran sostenidos en alto igual que las banderolas en un partido de fútbol universitario, creando un sólido telón de fondo rojo manchado con las letras oscuras del título.
Hubo traducciones. Los alemanes, los polacos, los suecos, los portugueses, los franceses, los rusos… todos tenían sus propias versiones de La Nueva Revelación. Algún miembro del personal de Kralick se dedicó a coleccionar esas versiones, y nos las entregaba allí por donde fuéramos. Normalmente Kralick se las pasaba a Kolff, quien mostraba un extraño y amargo interés en cada nueva edición. El libro se abrió paso hasta Asia y nos llegó en japonés, en varias de las lenguas de la India, en mandarín y en coreano. Muy adecuadamente, apareció también una edición en hebreo, el lenguaje perfecto para todo libro santo. A Kolff le gustaba disponer los libritos rojos en hileras, cambiando su ordenación. Hablaba con voz fascinada de hacer una traducción propia al sánscrito o quizá al persa antiguo; no estoy seguro de si lo decía en serio.
Desde el episodio de su entrevista con Vornan, Kolff se había ido deslizando a una especie de abatimiento senil. Las opiniones del ordenador sobre las muestras lingüísticas de Vornan le habían producido una grave impresión; la ambigüedad de aquel informe había deshinchado su anterior convicción de que había oído la voz del futuro y ahora, humillado tras esa lección, se había apartado de su primer y entusiástico veredicto. No estaba totalmente seguro de que Vornan fuera auténtico, o de que hubiera oído realmente fantasmas de palabras en el líquido fluir del parloteo de Vornan. Kolff había perdido la fe en su propio juicio y su propia capacidad de experto, y ahora todos podíamos darnos cuenta de cómo se estaba derrumbando. Aquel hombre que parecía un gran Falstaff, era al menos parcialmente un falsario, tal y como habíamos descubierto durante nuestra gira; aunque sus dones eran grandes y su erudición vasta, sabía que su elevada reputación llevaba ya décadas sin ser realmente válida, y de repente se había visto revelado como alguien que no merecía una gran confianza. Sintiendo compasión por él, le pedí a Vornan que le concediera una segunda entrevista a Kolff y que repitiese cuanto había recitado la primera vez, fuera lo que fuese. Vornan no pensaba hacerlo.
—Es inútil —dijo, y se negó a seguir hablando del tema.
Kolff callado apenas parecía realmente el mismo. Comía poco y decía menos, y hacia comienzos de abril había perdido tanto peso que estaba prácticamente irreconocible. Sus ropas y su misma piel colgaban flácidamente de su cuerpo encogido. Iba con nosotros de un lugar a otro, pero avanzaba casi a ciegas, sin darse apenas cuenta de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Kralick, preocupado, quería relevar a Kolff de la misión que se le había asignado y mandarle a casa. Discutió el asunto con el resto de nosotros, pero la opinión de Helen resultó decisiva.
—Eso le mataría —dijo—. Pensaría que le estaban despidiendo por incompetencia.
—Está enfermo —dijo Kralick—. Tanto viajar…
—Estos viajes son útiles.
—Pero él ya no está siendo útil tampoco —señaló Kralick—. No ha contribuido con nada en semanas enteras. Lo único que hace es quedarse sentado jugando con todos esos ejemplares del libro. Helen, no puedo asumir esa responsabilidad… Su sitio está en un hospital.
—Su sitio está entre nosotros.
—¿Incluso si eso le mata?
—Incluso si le mata —dijo Helen, vigorosamente—. Mejor morir trabajando que marcharse a rastras pensando que es un viejo estúpido.
Kralick dejó que ganara ese asalto, pero todos temíamos, porque podíamos ver la infección interna que iba difundiéndose día a día por el cuerpo del viejo Lloyd. Cada mañana yo esperaba recibir la noticia de que había muerto durante el sueño; pero cada mañana estaba allí: flaco, con la piel gris, su nariz asomando ahora igual que una pirámide en su rostro encogido. Viajamos a Michigan para que Vornan pudiera ver el proyecto de síntesis vital dirigido por Aster; y mientras recorríamos los pasillos de aquel fantasmal laboratorio, Kolff iba detrás de nosotros caminando pesadamente, un delegado de los muertos ambulantes siendo testigo de cómo se engendraba la vida artificial.
—Éste es uno de nuestros primeros éxitos, si es que se le puede llamar así —dijo Aster—. Nunca logramos imaginar en qué phylum había que encuadrarle, pero sin duda está vivo y puede reproducirse, por lo que en ese sentido el experimento tuvo éxito.
Miramos hacia el interior de un inmenso tanque, dentro del cual crecía toda una variedad de plantas submarinas. Por entre los verdes tallos nadaban delgadas criaturas azules cuya longitud iba de los quince a los veinte centímetros; no tenían ojos y se impulsaban agitando una aleta dorsal que corría a lo largo de todo su cuerpo, y terminaban en grandes bocas ribeteadas por unos ágiles tentáculos traslúcidos. En el tanque había por lo menos un centenar de tales criaturas. Unas cuantas daban la impresión de estar reproduciéndose; representantes más pequeños de la especie asomaban de sus costados.
—Teníamos la intención de fabricar celentéreos —explicó Aster—. Básicamente, eso es lo que tenemos aquí: una anémona gigante capaz de nadar con libertad. Pero los celentéreos no tienen aletas y esta criatura sí, y sabe cómo usarla. No diseñamos esa aleta. Se desarrolló espontáneamente. También existe el fantasma de una estructura corporal segmentada, lo cual es un atributo perteneciente a un phylum más elevado. Metabólicamente, la criatura es capaz de adaptarse a su ambiente en una forma mucho más satisfactoria que la mayoría de los invertebrados; vive en agua dulce o salada, se las arregla dentro de un espectro de temperaturas aproximado de treinta y cinco grados y puede manejar cualquier tipo de comida. Así pues, hemos obtenido un super celentéreo. Nos gustaría ponerle a prueba dentro de condiciones naturales, quizá soltar unos cuantos en un estanque cercano, pero, francamente, nos da miedo dejar libre a esta cosa… —Aster sonrió con cierta preocupación—. También hemos estado probando últimamente con la síntesis de vertebrados, pero tenemos menos que mostrar al respecto. Aquí…
Señaló hacia otro tanque, dentro del cual había una pequeña criatura de color marrón que yacía flácidamente en el fondo, agitándose de vez en cuando en una especie de sacudida. Tenía dos brazos que parecían carecer de huesos y una sola pierna; la pierna que faltaba daba la impresión de no haber existido nunca. Su aspecto me recordó el de una salamandra triste. Pero Aster parecía muy orgullosa de ella, pues poseía un esqueleto bien desarrollado, un sistema nervioso bastante decente, un juego de ojos sorprendentemente bueno y todo el complemento de órganos internos preciso. Sin embargo, no se reproducía. Seguían trabajando en eso. Mientras tanto, cada uno de aquellos vertebrados sintéticos tenía que ser construido célula a célula partiendo del material genético básico, lo cual limitaba en gran manera el alcance del experimento. Pero esto que se había conseguido ya era bastante impresionante.
Ahora Aster se encontraba en su elemento, y nos guió incansablemente de un lugar a otro, recorriendo un pasillo de la gran estancia brillantemente iluminada y yendo luego por el siguiente, pasando junto a tanques gigantescos recubiertos de escarcha y centrífugas de aspecto siniestro que nos dominaban con su tamaño, junto a salas ocupadas por columnas fraccionadoras, entrando en anexos donde agitadores mecánicos se afanaban ruidosamente dentro de cubas de reacción que contenían sombríos fluidos de una ambarina iridiscencia. Miramos por largos telescopios de fibra para espiar el interior de habitaciones selladas en las cuales luz, temperatura, radiación y presión estaban meticulosamente controladas. Vimos ampliaciones de microfotografías de electrones y hologramas que nos mostraron las estructuras internas de misteriosos grupos celulares. Aster iba sazonando generosamente sus comentarios con palabras cargadas de significado simbólico, una jerga de laboratorio que poseía su propio ritmo místico: oímos hablar de tituladores fotométricos, crisoles de platino, pletismógrafos hidráulicos, micrótomos rotatorios, densitómetros, celdas de electroforesis, bolsas de colodión, microscopios infrarrojos, flujómetros, buretas de pistón, cardiotacómetros… un vocabulario incomprensible y maravilloso. Nos reveló con laborioso detalle cómo eran formadas las cadenas proteínicas de la vida y cómo se las obligaba a reproducirse; nos lo fue explicando todo de una forma tan sencilla como hermosa, y para hablarnos de sus logros allí estaban los falsos celentéreos que no paraban de retorcerse y las flácidas pseudo salamandras. En conjunto, todo aquello era maravilloso.
Mientras nos guiaba, Aster intentaba conseguir lo que más le interesaba: los comentarios de Vornan. Sabía que en tiempos de Vornan existía alguna especie de vida no totalmente humana, pues había hablado en términos ambiguos durante una de nuestras primeras reuniones de «servidores», que no poseían la condición de seres humanos completos, porque eran formas de vida genéticamente no humanas, construidas a partir de la «vida inferior». Por lo que había dicho, aquellos servidores no parecían ser creaciones sintéticas, sino más bien alguna especie de seres compuestos construidos a partir del más humilde plasma germinal sacado de criaturas vivientes: hombres-perro, hombres-gato, hombres-ñu, tal vez. Naturalmente, Aster deseaba saber más al respecto y, también naturalmente, no logró enterarse de nada más por boca de Vornan-19. Ahora estaba sondeándole de nuevo, pero sin llegar a ningún sitio. Vornan se mantenía distante y cortés. Hizo unas cuantas preguntas. Quería saber cuándo se podría sintetizar humanos de imitación. Aster puso cara de incertidumbre.
—Cinco, diez, tal vez quince años —dijo.
—Si es que el mundo dura tanto —dijo Vornan, con sarcasmo.
Todos nos reímos, más en una explosión de tensiones que por una muestra real de diversión. Incluso Aster, que nunca había mostrado el más mínimo sentido del humor, exhibió una leve y mecánica sonrisa. Se dio la vuelta y señaló hacia un tanque montado sobre una cápsula de presión.
—Éste es nuestro último proyecto —dijo—. No estoy totalmente segura de en qué etapa se encuentra ahora, dado que como todos saben me he mantenido alejada del laboratorio desde enero. Aquí se puede ver un esfuerzo por sintetizar un embrión de mamífero. Tenemos varios embriones, en estadios distintos de desarrollo. Si os acercáis…
Miré y vi unas cuantas criaturas semejantes a peces, enroscadas dentro de pequeños recintos membranosos. Mi estómago se tensó en una respuesta nerviosa a la visión de aquellas pequeñas criaturas de grandes cabezas, nacidas de una confusión de aminoácidos, madurando hacia nadie podía saber qué clase de madurez. Incluso Vornan pareció impresionado.
Lloyd Kolff gruñó algo en un idioma que no comprendí: tres o cuatro palabras, ásperas, pastosas, guturales. En su voz se notaba un matiz subyacente de angustia. Miré hacia él y le vi con el cuerpo rígido, un brazo cruzando su pecho en un ángulo agudo, el otro extendido en línea recta. Daba la impresión de estar ejecutando algún paso de baile extremadamente complejo, y haberse quedado paralizado a mitad de una pirueta. Su rostro estaba de un azul oscuro, el color de la porcelana Ming; sus ojos ribeteados de rojo estaban muy abiertos y llenos de miedo. Se quedó en tal posición durante un largo momento.
Luego, en lo más hondo de su garganta, emitió un leve ruido que parecía un trino y se derrumbó sobre la superficie de piedra que coronaba una mesa de laboratorio. Su cuerpo se agitó convulsivamente; frascos y quemadores resbalaron y se estrellaron contra el suelo. Sus manazas se agarraron a un pequeño tanque y lo hicieron caer, derramando una docena de pequeños y escurridizos celentéreos sintéticos. Las criaturas aletearon temblorosas a nuestros pies. Lloyd se fue derrumbando lentamente, perdiendo su punto de apoyo en la mesa y aflojándose en varias etapas hasta quedar tendido de espaldas. Sus ojos seguían estando abiertos. Pronunció una sola frase, con una dicción maravillosamente clara: la despedida al mundo de Lloyd Kolff. Quizá estuviera en algún idioma antiguo. Ninguno de nosotros pudo identificarla después, y ni tan siquiera pudimos repetir una sola sílaba de ella. Luego murió.
—¡Mantenimiento vital! —gritó Aster—. ¡Deprisa!
Dos ayudantes de laboratorio vinieron corriendo casi de inmediato con el equipo de mantenimiento vital. Mientras tanto Kralick se había arrodillado junto a Kolff y estaba intentando hacerle la respiración boca a boca. Aster le hizo apartarse, se inclinó con gestos rápidos y eficientes sobre la inmóvil masa de Kolff y le abrió la ropa de un manotazo para revelar el gran pecho cubierto de vello grisáceo. Hizo una seña y uno de sus ayudantes le entregó un par de electrodos. Aster los puso en su sitio y le dio una sacudida al corazón de Kolff. El otro ayudante ya estaba quitándole el protector a una hipodérmica y apoyándola en el brazo de Kolff. Oímos el zumbido del morro ultrasónico subiendo por la gama de frecuencias hasta llegar a su nivel de funcionamiento. El corpachón de Kolff se estremeció al ser afectado simultáneamente por las hormonas y la electricidad; su mano derecha se alzó unos cuantos centímetros, el puño apretado, y volvió a caer.
—Respuesta galvánica —murmuró Aster—. Nada más.
Pero no se rindió. El equipo de mantenimiento vital tenía como complemento una larga serie de aparatos de emergencia, y los utilizó todos. Un compresor para el pecho se encargó de la respiración artificial; inyectó refrigerantes en su corriente sanguínea para evitar el deterioro cerebral; los electrodos agredieron rítmicamente las válvulas de su corazón. Kolff estaba casi oculto por todo el surtido de equipo de primeros auxilios que le cubría.
Vornan se arrodilló y clavó la mirada en los ojos de Kolff, todavía abiertos. Observó la flácidez de los rasgos. Alzó una mano en un gesto vacilante para tocar la mejilla de Kolff, cubierta de manchas rojizas. Se fijó en los mecanismos que bombeaban, daban masaje y palpitaban sobre el hombre caído en el suelo. Luego se puso en pie y me dijo, en voz baja:
—Por favor, ¿qué están intentando hacerle?
—Devolverle a la vida.
—Entonces, ¿esto es la muerte?
—Sí, es la muerte.
—¿Qué le ha ocurrido?
—Su corazón ha dejado de funcionar, Vornan. ¿Sabes qué es el corazón?
—Sí, sí.
—El corazón de Kolff estaba cansado. Se detuvo. Aster está intentando ponerlo otra vez en marcha. No lo conseguirá.
—Esta muerte… ¿ocurre a menudo?
—Al menos una vez en la existencia de todas las personas —dije con amargura. Habían llamado a un médico. Sacó más aparatos del equipo de mantenimiento vital y empezó a practicar una incisión en el pecho de Kolff—. ¿Cómo llega la muerte en tu tiempo? —pregunté a Vornan.
—Nunca de repente. Nunca así. Sé muy poco de eso.
Parecía más fascinado por la presencia de la muerte de lo que había estado por la creación de la vida en esta misma habitación. El médico siguió esforzándose, pero Kolff no respondió y los demás nos quedamos inmóviles, en un círculo, igual que estatuas. Sólo Aster se movía, recogiendo a las criaturas que Kolff había derramado en su última convulsión. También algunas de ellas estaban muertas, unas cuantas por la exposición al aire, las otras por haber sido aplastadas inadvertidamente bajo nuestros pies. Las puso dentro de un tanque.
Y finalmente el médico se levantó, meneando la cabeza.
Miré a Kralick. Estaba llorando.