DIEZ

En el burdel automatizado de Chicago las cosas fueron bastante más sencillas. A Kralick no le hacía mucha gracia dejar que Vornan visitara el sitio, pero fue el mismo Vornan quien lo pidió, y una petición tal a duras penas podía ser negada sin correr el riesgo de que se produjeran consecuencias explosivas. De cualquier forma, dado que tales sitios son legales e incluso están de moda, no había ninguna razón para rehusarse a la visita, como no fuera por restos de puritanismo.

Vornan no era ningún puritano, eso estaba muy claro. No había perdido el tiempo para pedir los servicios sexuales de Helen McIlwain, tal y como nos dijo Helen, alardeando de ello, a la tercera noche de nuestro trabajo como acompañantes. Existía como mínimo una posibilidad bastante elevada de que también se hubiera acostado con Aster, aunque, por supuesto, ni él ni Aster pensaban decir nada al respecto. Habiendo demostrado una insaciable curiosidad por nuestras costumbres sexuales, Vornan no podía ser mantenido a distancia del burdel informatizado; y, como le explicó muy astutamente a Kralick, sería parte de su educación en los misterios del sistema capitalista. Dado que Kralick no había estado con nosotros en la Bolsa de Nueva York, no consiguió percatarse de la broma.

Se me delegó para ser el guía de Vornan. Kralick pareció algo incomodado al tener que pedírmelo. Pero resultaba impensable dejar que fuera a cualquier sitio sin un perro guardián, y Kralick había llegado a conocerme lo bastante bien como para comprender que yo no tenía ninguna objeción a la idea de acompañarle al sitio. Si a eso íbamos, tampoco las tenía Kolff, pero amaba demasiado la diversión y el jaleo para tal tarea, y Fields y Heyman no resultaban adecuados por un exceso de moralidad. Vornan y yo partimos hacia el laberinto erótico una tarde bastante oscura, horas después de haber ido de Nueva York a Chicago en un módulo de transporte.

El edificio era al mismo tiempo suntuoso y recatado: una torre de ébano en el Near North Side de al menos treinta pisos de alto, sin ventanas y con una fachada decorada por relieves abstractos. En su puerta no había indicación alguna de cuál era el propósito del edificio. Guié a Vornan por el campo climatizado con la mente llena de malos presagios, preguntándome qué clase de caos lograría crear allí dentro.

Jamás había estado en uno de aquellos lugares. Permítaseme la leve fanfarronada de afirmar que nunca me había sido necesario comprar compañía sexual; siempre había tenido disponible un amplio suministro sin más quid pro quo que el de mis propios servicios a cambio. Pero aprobaba de todo corazón la ley que había permitido su establecimiento. ¿Por qué no debía ser el sexo algo tan fácil de adquirir como la comida o la bebida? ¿No es tan esencial como ellos para el bienestar humano, o casi tanto? ¿Y acaso no hay unos considerables ingresos que lograr dando licencia a una utilización pública del erotismo, cuidadosamente regulada y fuertemente gravada con impuestos? Al final fue la necesidad de ingresos nacionales la que había triunfado sobre nuestro tradicional puritanismo; me pregunto si los burdeles habrían llegado a existir nunca de no ser por el agotamiento temporal de otras fuentes impositivas.

No intenté explicarle las sutilezas de todo aquello a Vornan-19. Ya parecía lo bastante sorprendido por el solo concepto del dinero, y más lo estaría ante la idea de intercambiar dinero por sexo o gravar con impuestos tales transacciones para el beneficio de la sociedad como un todo. Cuando entramos, me dijo:

—¿Por qué necesitan tales sitios vuestros ciudadanos?

—Para satisfacer sus necesidades sexuales.

—¿Y dan dinero por esta satisfacción, Leo? ¿Dinero que han obtenido por realizar otros servicios?

—Sí.

—¿Por qué no realizar los servicios directamente a cambio de la satisfacción sexual?

Expliqué brevemente el papel del dinero como medio de intercambio y sus ventajas sobre el trueque. Vornan sonrió.

—Es un sistema interesante —dijo— Cuando vuelva a casa, pensaré mucho en él y lo examinaré profundamente. Pero, ¿por qué se debe pagar dinero a cambio del placer sexual? Parece injusto. Las chicas que uno paga aquí reciben dinero y también consiguen placer sexual, así que se les está pagando dos veces.

—No consiguen placer sexual —dije yo—. Sólo dinero.

—Pero participan en el acto sexual. Y por lo tanto reciben un beneficio de los hombres que vienen aquí.

—No, Vornan. Se dejan utilizar, eso es todo. No hay ninguna transacción de placer. Verás, están disponibles para cualquiera y eso tiene el efecto de eliminar cualquier placer físico en lo que hacen.

—¡Pero seguramente el placer debe surgir cada vez que un cuerpo se une a otro, sin importar cuál sea el motivo!

—No es así. No entre nosotros. Debes comprender…

Me detuve. La expresión de Vornan era de incredulidad. Peor aún, de estar realmente afectado. En ese instante Vornan parecía más auténticamente un hombre de otro tiempo que en ningún momento anterior. Esta revelación de nuestra ética sexual le había dejado sinceramente conmocionado; su fachada de amable diversión había caído, y vi al auténtico Vornan-19, atónito y repelido por nuestra barbarie. Perdido en la confusión, me resultaba imposible salir de apuros trazando la evolución de nuestra forma de vida. En vez de ello, sugerí con voz algo pastosa que empezáramos nuestra visita al edificio.

Vornan estuvo de acuerdo. Avanzamos a través de una vasta plaza de baldosas púrpura que cedieron un poco bajo nuestros pasos. Ante nosotros se extendía una pared brillante y sin ningún adorno, interrumpida sólo por los cubículos de recepción. Se me había instruido sobre lo que se esperaba de nosotros. Vornan entró en un cubículo; yo tomé asiento en el cubículo situado a la izquierda del suyo.

Una pequeña pantalla se iluminó apenas crucé el umbral. En ella ponía: Por favor, conteste a todas las preguntas con voz alta y clara. Una pausa. Si ha leído y comprendido estas instrucciones, indique su comprensión con la palabra sí.

—Sí —dije.

De repente me pregunté si Vornan era capaz de comprender las instrucciones escritas. Hablaba el inglés con fluidez, pero no por ello tenía que poseer conocimiento alguno del lenguaje escrito. Pensé ir en su ayuda, pero el ordenador del burdel me estaba diciendo algo y mantuve mis ojos clavados en la pantalla.

Me estaba interrogando sobre mis preferencias sexuales.

¿Hembra?

—Sí.

¿Menos de treinta años?

—Sí —dije, después de pensarlo un poco.

¿Color de cabello?

Vacilé.

—Rojo —dije, por puro amor a la variación.

Tipo físico preferido: Escoja uno apretando el botón que hay debajo de la pantalla.

La pantalla me mostró tres siluetas femeninas: elegantemente delgada y con cierto aire de chico, la curvilínea vecina de la puerta de al lado y la ultravoluptuosidad hipermamífera realzada por los esteroides. Mi mano vagabundeó sobre los botones. Era una tentación pedir la más abundante, pero, recordándome que buscaba la variación, opté por la silueta de chico, que por sus contornos me hacía pensar en la de Aster Mikkelsen.

El ordenador empezó a interrogarme sobre qué clase de actividad sexual deseaba gozar. Me informó lacónicamente de que había tarifas extra por ciertos actos desviados de la norma que me enumeró. También indicó la tarifa adicional por cada uno, y con cierta gélida fascinación me di cuenta de que la sodomía era cinco veces más cara que la felación, y que el sadismo supervisado era considerablemente más costoso que el masoquismo. Pero descarté los látigos y las botas y también decidí pasar sin el uso de los orificios no genitales. Que otros hombres consigan su placer en la oreja o el ombligo, pensé. En estos asuntos soy conservador.

La siguiente secuencia que pasó por la pantalla era la elección de posiciones, dado que había optado por la unión carnal más regular. Lo que apareció era como una escena surgida del Kamasutra: una veintena de siluetas esquemáticas, masculinas y femeninas, acoplándose de formas extravagantemente imaginativas. He visto los templos de Konarak y Khajurao, esos monumentos a la desaparecida exuberancia y fertilidad hindúes, cubiertos de hombres viriles y mujeres de pechos opulentos: Krisna y Radha en todas las combinaciones y permutaciones que hayan concebido jamás el hombre y la mujer. La pantalla atestada de imágenes tenía algo de esa misma y febril intensidad, aunque admito que a esas figuras sugeridas con líneas les faltaba la volupté, la carnalidad tridimensional de aquellas imágenes de piedra que brillaban bajo el sol de la India. Contemplé la amplia gama de elecciones, pensativo, y escogí una que me pareció interesante.

Finalmente llegó el asunto más delicado de todos: el ordenador deseaba conocer mi nombre y mi número de identificación.

Algunos dicen que esa norma fue impuesta por legisladores vengativos y pacatos, que libraban una desesperada batalla de retaguardia para echar a pique todo el programa de la prostitución legalizada. El razonamiento era que nadie utilizaría ese sitio con el conocimiento de que su identidad estaba siendo registrada en la película de memoria del ordenador principal, quizá para ser escupida luego como parte de un dossier potencialmente destructivo. Los funcionarios encargados de tal empresa, haciendo cuanto podían para vérselas con aquel molesto requisito, anunciaron a voz en grito que todos los datos serían considerados siempre como confidenciales; con todo, supongo que algunos temen entrar en la casa de las citas automatizadas sencillamente porque su presencia en ella debe quedar registrada.

Bien, ¿qué podía temer yo? Mi posición académica sólo puede ser afectada por razones de falta moral, y no puede haber ninguna falta en hacer uso de una instalación como ésta, dirigida por el gobierno. Di mi nombre y mi número de identificación. Durante unos segundos me pregunté cómo se las arreglaría Vornan, a quien le faltaba un número de identificación; evidentemente el ordenador había sido advertido de su presencia con anticipación, pues pasó a la siguiente etapa de nuestro procesado sin dificultad.

En la base de la unidad del ordenador se abrió una rendija. Se me había dicho que contenía una máscara de intimidad que debía colocarme en la cabeza. Saqué la máscara, la extendí y la puse en su sitio. El termoplástico se adaptó por sí mismo a los rasgos de mi cara igual que si fuera una segunda piel; pero durante un momento me percibí en la pantalla, que había quedado en blanco durante unos instantes, y el reflejo no era el de ninguna cara que hubiera podido reconocer. Misteriosamente, la máscara me había vuelto anónimo.

Ahora la pantalla me indicaba que saliera en cuanto se abriese la puerta. Obedecí. La parte frontal de mi cubículo se levantó; fui por una rampa helicoidal que llevaba a un nivel superior del inmenso edificio. Vi a otros hombres que subían por rampas a mi derecha y a mi izquierda; se elevaban igual que espíritus yendo hacia su salvación, llevados hacia arriba por pistas móviles silenciosas, sus rostros ocultos, sus cuerpos tensos. De lo alto caía la fría radiación de un gigantesco tanque de luz, bañándonos a todos en su brillantez. Una figura me saludó con la mano desde una rampa cercana. Era Vornan, imposible confundirle con otro; aun estando enmascarado le detecté por la delgadez de su figura, el porte orgulloso de su cuerpo y cierta aura de extrañeza que parecía cubrirle incluso con sus rasgos ocultos. Me dejó atrás y desapareció, engullido por la radiación perlina de arriba. Un instante después yo también me hallé en esa zona de radiación y pasé velozmente y sin ningún problema a través de otra puerta que me dejó entrar en un cubículo no mucho más grande que aquél donde me había entrevistado el ordenador.

Otra pantalla ocupaba la pared de la izquierda. En el otro extremo había un lavabo y un limpiador molecular; ei centro del cubículo estaba ocupado por una casta cama doble, recién hecha. Todo el lugar resultaba grotescamente aséptico. Si esto es la prostitución legalizada, pensé, prefiero a las mujeres de la calle… si es que hay alguna. Me quedé junto a la cama, contemplando la pantalla. Estaba solo en la habitación. ¿Habría fallado la poderosa máquina? ¿Dónde estaba mi amada?

Pero aún no habían terminado con su escrutinio de mi persona. La pantalla se iluminó y por ella desfilaron las siguientes palabras: Por favor, quítese la ropa para el examen médico.

Me desnudé obedientemente y coloqué mis ropas en un cajón que brotó de la pared en respuesta a alguna señal silenciosa. El cajón volvió a cerrarse; sospeché que mis ropas estarían siendo fumigadas y purificadas mientras se encontraban dentro, y estaba en lo cierto. Me quedé desnudo salvo por mi máscara, el Hombre Medio reducido a su atuendo final, mientras que sensores y aparatos de observación hacían brillar una suave luz verdosa sobre mi cuerpo, buscando con toda probabilidad los chancros de la enfermedad venérea.

El examen duró unos sesenta segundos. Después la pantalla me invitó a extender el brazo y así lo hice, y acto seguido una aguja bajó del techo y tomó velozmente una pequeña muestra de mi sangre. Monitores invisibles investigaron ese fragmento de mortalidad buscando los signos de la corrupción y, evidentemente, no hallaron nada que amenazase la salud del personal de aquel establecimiento, pues un instante después la pantalla emitió una especie de dibujo luminoso cuyo significado era que había pasado mis pruebas. La pared que había junto al lavabo se abrió, y una chica entró por ella.

—Hola —dijo—. Soy Esther y me alegro tanto de conocerte… Estoy segura de que vamos a ser grandes amigos.

Vestía una túnica de gasa a través de la cual podía distinguir los contornos de su delgado cuerpo. Su cabello era rojizo, sus ojos verdes, en su rostro había la luz de la inteligencia y sonreía con un fervor que pensé no era del todo mecánico. En mi inocencia había imaginado que todas las prostitutas eran criaturas toscas y encorvadas con grandes poros abiertos y rostros ceñudos y amargados, pero Esther no encajaba en mi imagen preconcebida. Había visto chicas muy parecidas a ella en el campus de Irvine; era perfectamente posible que hubiese visto a la misma Esther allí. No le formularía esa pregunta desgastada por el tiempo: ¿qué está haciendo una chica tan bonita como tú en un sitio como éste? Pero me lo preguntaba. Me lo preguntaba.

Esther examinó mi cuerpo con la mirada, quizá no tanto para juzgar mi masculinidad como para detectar cualquier problema médico que pudiera habérsele pasado por alto al sistema sensor. Con todo, logró transformar su ojeada en algo más que un mero vistazo clínico; también era provocativa. Me sentí curiosamente expuesto, probablemente porque no estoy acostumbrado a encontrarme por primera vez con jóvenes damas bajo tales circunstancias. Tras su rápido examen, Esther cruzó la habitación y puso la mano sobre un control situado en la base de la pantalla.


—No queremos que nos vigilen, ¿verdad que no? —me preguntó con voz alegre, y la pantalla se oscureció.

Yo supuse que sería parte de la rutina habitual para convencer al cliente de que el gran ojo inmóvil del ordenador no espiaría sus amores; y supuse también que, pese al aparatoso gesto de haber desconectado la pantalla, la habitación seguía siendo observada y que continuaría bajo vigilancia mientras que yo estuviera en ella. Naturalmente, los diseñadores de aquel sitio no podían haber dejado a las chicas a merced de cualquier cliente con el cual pudieran compartir un cubículo. Me sentí algo inquieto ante la idea de irme a la cama con una persona sabiendo que mi actuación estaría siendo observada y, muy probablemente, grabada, codificada y archivada, pero dominé mi vacilación diciéndome que estaba aquí puramente por deber. Resultaba claro que este burdel no era sitio para un hombre instruido. Invitaba demasiado a la suspicacia. Pero, sin duda, era adecuado para las necesidades de quienes tenían tales necesidades.

Mientras el brillo de la pantalla se desvanecía, Esther dijo:

—¿Apago la luz de la habitación?

—No me importa.

—Entonces la apagaré.

Hizo algo con el dial y la habitación quedó sumida en la penumbra. Con un gesto rápido y grácil se quitó la túnica. Su cuerpo era pálido y sin una sola arruga, con caderas estrechas y pechos pequeños de adolescente, cuya piel traslúcida revelaba una red de finas venas azules. Me recordó mucho el cuerpo de Aster Mikkelsen, tal y como había aparecido en la imagen del sensor espía la semana anterior. Aster… Esther… Por un instante de confusión onírica mezclé a las dos y me pregunté porqué una bioquímica de fama mundial estaría trabajando también de fulana. Sonriendo amistosamente, Esther se reclinó en la cama, colocándose de lado con las rodillas juntas; era una postura de amigable conversación, y en ella no había nada de chocante. Lo agradecí. Había esperado que en aquel sitio una chica se tumbaría de espaldas, abriría las piernas y diría: «Venga, chico, sube a bordo», y me alivió que Esther no hiciera tal cosa. Se me ocurrió pensar que, en mi entrevista de abajo, el ordenador habría tomado la medida de mi personalidad, marcándome como miembro de la inhibida clase académica, y le había transmitido a Esther un memorándum mientras que ella se preparaba para su trabajo, indicándole que me tratara de una forma digna.

Me senté junto a ella.

—¿Quieres hablar un poco? —preguntó ella—. Tenemos mucho tiempo.

—De acuerdo. ¿Sabes una cosa? Nunca he estado aquí antes.

—Lo sé.

—¿Cómo?

—El ordenador me lo dijo. El ordenador nos lo dice todo.

—¿Todo? ¿Mi nombre también?

—¡Oh, no, tu nombre no! Me refiero a todas las cosas personales.

—Entonces, ¿qué sabes de mí, Esther? —pregunté.

—Lo verás dentro de poco —sus ojos ardieron con un fulgor travieso y después dijo—: ¿Viste al hombre del futuro cuando llegaste?

—¿El que se llama Vornan-19?

—Sí. Se supone que está aquí hoy. En estos momentos. Tuvimos un aviso especial en la línea principal. Dicen que es terriblemente guapo. Le he visto en la pantalla. Me gustaría tener ocasión de conocerle.

—¿Cómo sabes que no estás con él ahora mismo?

Se rió.

—¡Oh, no! ¡Sé que no estoy con él!

—Pero yo voy enmascarado. Podría ser…

—No lo eres. Estás tomándome el pelo, nada más. Si fuera a estar con él, me lo habrían notificado.

—Quizá no. Quizá prefiere el secreto.

—Bueno, puede que sí, pero de todas formas sé que no eres el hombre del futuro. Con máscara o sin máscara, no me engañas.


Dejé que mi mano vagara por la suavidad de su muslo.

—¿Qué piensas de él, Esther? ¿Crees que es realmente del año 2999?

—¿No lo crees así?

—Te estoy preguntando qué piensas tú.

Se encogió de hombros. Tomando mi mano, la hizo subir lentamente por su liso vientre hasta que acunó el pequeño y frío montículo de su pecho izquierdo, como si esperara desviar mis molestas preguntas guiándome hacia el acto de la pasión. Haciendo un pequeño mohín, dijo:

—Bueno, todos dicen que es real. El Presidente y todo el mundo. Y dicen que tiene poderes especiales. Que puede darte una especie de sacudida eléctrica si quiere. —De repente, Esther lanzó una risita—. Me pregunto si… si puede aturdir así a una chica, mientras que está… ya sabes, mientras está con ella.

—Muy probablemente. Si es en realidad lo que dice ser.

—¿Por qué no crees en él?

—Me parece que todo es un fraude —dije—. Que un hombre caiga del cielo, literalmente, y que afirme venir de mil años en el futuro. ¿Dónde está la prueba? ¿Cómo se supone que debo saber que está diciendo la verdad?

—Bueno —dijo Esther—, está la expresión de sus ojos. Y su sonrisa. Hay algo extraño en él, todo el mundo lo dice. Y también habla de una forma extraña, no con un acento, no es exactamente eso, pero su voz suena peculiar. Creo en él, sí. Me gustaría hacer el amor con él. Lo haría gratis.

—Quizá tendrás la oportunidad —dije.

Sonrió. Pero estaba empezando a ponerse nerviosa, como si esta conversación excediera los límites del tipo de charla sin importancia que tenía la costumbre de entablar con los clientes que tardaban un poco en decidirse. Pensé en el impacto que Vornan-19 había tenido incluso sobre esta chica dentro de su cubículo, y me pregunté qué podría estar haciendo él ahora mismo, en algún otro lugar del edificio. Tenía la esperanza de que algún miembro del equipo de Kralick estuviera vigilándole. En principio estaba allí para no perderle de vista, pero, como debían saber, no había forma alguna de que yo entrara en contacto con Vornan una vez hubiéramos cruzado ese vestíbulo, y temía un estallido de la capacidad de crear el caos que poseía nuestro invitado, que a esas alturas ya era familiar. Pero todo eso estaba más allá de mi control. Deslicé mis manos por la accesible suavidad de Esther. Se recostó en la cama, perdida en sueños de abrazar al hombre del futuro, mientras que su cuerpo ondulaba en los ritmos apasionados que tan bien conocía. El ordenador la había preparado adecuadamente para su tarea; cuando nuestros cuerpos se unieron, adoptó la postura que yo había escogido y cumplió sus deberes con energía y una razonablemente adecuada imitación del deseo.

Después nos separamos. Parecía convenientemente satisfecha; parte de la representación, supuse yo. Me indicó el lavabo y puso en marcha el limpiador molecular para que pudiera purificarme de las huellas de la lujuria. Seguía quedándonos tiempo, y ella dijo:

—Sólo para saberlo: ¿no te gustaría a ti conocer a Vornan-19? ¿Sólo para convencerte de que es realmente lo que dice ser?

Discutí la pregunta conmigo mismo. Y luego, con voz grave, dije:

—Bueno, sí, creo que me gustaría. Pero supongo que nunca le conoceré.

—Resulta emocionante pensar que está aquí mismo, en el edificio, ¿verdad? ¡Vaya, si podría estar incluso en la puerta de al lado! Podría venir aquí luego… si quiere otra ronda. —Cruzó la habitación, vino hacia mí y me rodeó con sus brazos. Sus ojos, grandes y brillantes, se clavaron en los míos—. No tendría que estar hablando tanto de él. No sé cómo he empezado. Se supone que no debemos mencionar a otros hombres cuando… Oye, ¿te hice feliz?

—Mucho, Esther. Me gustaría poder demostrarte…


—No se permiten propinas —se apresuró a decir, mientras que yo buscaba torpemente mi tarjeta de crédito—. Pero cuando salgas, el ordenador puede pedirte un informe sobre mí. Escogen uno de cada diez clientes para un muestreo. Espero que tendrás algo bueno que decir sobre mí.

—Ya sabes que sí.

Se puso de puntillas y me dio un beso suave y desapasionado en los labios.

—Me gustas —dijo—. De veras. No es sólo una frase del repertorio. Si vuelves aquí alguna vez, espero que preguntarás por mí.

—Si vuelvo alguna vez, desde luego que lo haré —dije, y hablaba en serio—. Es una promesa solemne.

Me ayudó a vestirme. Después se esfumó a través de su puerta, desapareciendo en las profundidades del edificio para ejecutar algún rito de purificación antes de encargarse de su próxima cita. La pantalla volvió a cobrar vida, notificándome que mi cuenta de crédito recibiría la factura según la tarifa habitual y pidiéndome que saliera por la puerta de atrás de mi cubículo. Salí a la cinta deslizante y me encontré llevado a través de una región de nebulosa y perfumada belleza, una galería abovedada cuyo lejano techo estaba festoneado por tiras de cinta iridiscente; tan mágico era este reino que apenas si me fijé en nada hasta no descubrir que estaba bajando de nuevo, deslizándome en un vestíbulo tan grande como aquél por donde había entrado, pero en el lado opuesto del edificio.

Vornan. ¿Dónde estaba Vornan?

Emergí a la débil luz de una tarde invernal, sintiéndome levemente ridículo. La visita me había resultado educativa y divertida, pero no podía afirmarse que hubiera servido demasiado al propósito de mantener vigilada a la impredecible persona que se nos había confiado. Me detuve en la gran plaza, preguntándome si debería volver adentro y buscar a Vornan. ¿Era posible pedirle al ordenador información sobre un cliente? Mientras vacilaba, una voz a mi espalda dijo:

— ¿Leo?

Era Kralick, sentado en una limusina gris verdosa, de cuyo techo salían proyectados los romos hocicos de una antena de comunicaciones. Fui hacia el coche.

—Vornan sigue dentro —dije—. No sé qué…

—Todo va bien. Entre.

Entré en el coche mientras el hombre del Gobierno me mantenía abierta la portezuela. Para mi incomodidad, descubrí que Aster Mikkelsen estaba en el asiento trasero, la cabeza inclinada sobre alguna especie de gráficos. Me dirigió una breve sonrisa y volvió a lo que estaba analizando, fuera lo que fuese. Me turbó un poco salir directamente del burdel para hallarme en compañía de la pura Aster.

—Tengo contacto total con nuestro amigo —dijo Kralick—. Quizá le interese saber que ahora anda por su cuarta mujer y no muestra señales de que se le esté acabando la gasolina. ¿Le gustaría echar una mirada?

—No, gracias —le dije, mientras él empezaba a conectar la pantalla—. No soy muy aficionado a eso. ¿Ha creado algún problema ahí dentro?

—No a su manera habitual. Está utilizando a un montón de chicas, eso es todo. Repasando toda la lista, probando posiciones, haciendo cabriolas igual que un chivo… —se dio la vuelta para mirarme y dijo—: Leo, ya lleva dos semanas con ese tipo. ¿Cuál es su opinión? ¿Es real o es un fraude?

—Sinceramente no lo sé, Sandy. Hay veces en las que estoy convencido de que es absolutamente auténtico. Entonces me paro a pensar, me pellizco y me digo que nadie puede ir hacia atrás en el tiempo, que es una imposibilidad científica y que en cualquier caso Vornan no es más que un charlatán.

—Un científico debería empezar con las pruebas y construir una hipótesis alrededor de ellas, algo que llevara a una conclusión, ¿no? —dijo Kralick, con cierto cansancio—. No empezar con una hipótesis y juzgar las pruebas en términos de ella.

—Cierto —concedí yo—. Pero, ¿qué considera usted como pruebas? Por mis experimentos sé algo sobre los fenómenos de la inversión del tiempo, y sé que no se puede enviar una partícula de materia ni medio segundo hacia atrás sin invertir su carga. Tengo que juzgar a Vornan con relación a eso.

—De acuerdo. Y el hombre del año 999 sabía que era imposible volar a Marte. No podemos arriesgarnos a decir lo que será posible dentro de mil años y lo que no. Y da la casualidad de que hoy hemos conseguido unas cuantas pruebas nuevas.

—¿Cuáles?

—Vornan consintió en pasar por el examen médico habitual ahí dentro —dijo Kralick—. El ordenador obtuvo una muestra de sangre suya y montones de otras cosas, y nos lo transmitió todo aquí fuera y Aster lo ha estado examinando. Dice que tiene sangre de un tipo que nunca había visto antes y que está lleno de anticuerpos extraños, desconocidos para la ciencia moderna… y que hay otras cincuenta anomalías en el examen médico de Vornan. El ordenador recogió también rastros de una actividad eléctrica desacostumbrada en su sistema nervioso, el truco que utiliza para aturdir a la gente que no le gusta. Está construido igual que una anguila eléctrica. No creo que venga de este siglo, Leo. Y no puedo explicarle lo que me cuesta decir algo semejante.

Y, desde el asiento trasero, Aster habló con su hermosa voz, parecida al sonar de una flauta:

—Parece extraño que debamos hacer unas investigaciones tan fundamentales mandándole a un burdel, ¿verdad, Leo? Pero estos hallazgos son muy raros. ¿Te gustaría ver las cintas?

—Gracias, no sería capaz de interpretarlas.

Kralick se dio la vuelta.

—Vornan ha terminado con la número cuatro. Está pidiendo una quinta.

—¿Puede hacerme un favor? Ahí dentro hay una chica llamada Esther, una pelirrojita linda y delgada. Me gustaría que arreglara las cosas con su amigo el ordenador, Sandy. Ocúpese de que Esther sea su siguiente chica.

Kralick hizo los arreglos. Vornan había pedido para su próximo romance una morena alta y curvilínea, pero el ordenador le entregó a Esther en vez de a la morena y él aceptó la sustitución, supongo que como un perdonable defecto en nuestra medieval tecnología de ordenadores. Pedí ver la transmisión por vídeo y Kralick lo conectó. Ahí tenía a Esther, los ojos muy abiertos, tímida, toda su seguridad profesional hecha pedazos al encontrarse en presencia del hombre de sus sueños. Vornan le habló como un gran señor, calmándola y tratándola con suavidad. Esther se quitó la túnica, los dos fueron hacia la cama, y entonces hice que Kralick quitara el vídeo.

Vornan estuvo con ella un rato bastante largo. Su insaciable virilidad parecía subrayar aún más lo ajeno de su origen. Yo me quedé sentado, pensativo, los ojos clavados en la nada, intentando aceptar los datos que Kralick había recogido hoy. Mi mente se negaba a dar el salto. Ni incluso ahora podía creer que Vornan-19 fuese auténtico, pese al frío que había sentido en su presencia y todo lo demás.

—Ya ha tenido bastante —dijo finalmente Kralick—. Está saliendo. Aster, esconda todo el equipo, rápido.

Mientras que Aster ocultaba los aparatos de observación, Kralick salió corriendo del coche, se encontró con Vornan y le llevó rápidamente a través de la plaza. En el brutal clima del invierno no había discípulos para prosternarse ante él, ni tampoco ningún Apocaliptista enfurecido, así que por una vez pudimos efectuar una partida rápida y sin problemas.

Vornan estaba radiante.

—Vuestras costumbres sexuales son fascinantes —dijo, mientras nos alejábamos—. ¡Fascinantes! ¡Tan maravillosamente primitivas! ¡Tan llenas de vigor y misterio!

Y aplaudió, encantado. Sentí una vez más ese extraño escalofrío deslizándose por mis miembros, y no tenía nada que ver con el tiempo que hacía fuera del coche. Espero que Esther sea feliz ahora, pensé. Tendrá algo que contarle a sus nietos. Era lo menos que podía hacer por ella.

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