En Arizona yo no sabía nada de esto. Si lo hubiera sabido, lo habría considerado una locura y no le habría hecho ningún caso. Pero me encontraba en una etapa estéril y asfixiante de mi vida, con demasiado trabajo y pocos logros, y no le prestaba atención a nada que sucediera más allá de los confines de mi propio cráneo. Me hallaba en un estado de ánimo ascético, y entre las cosas que me negaba ese mes estaba el ser consciente de los acontecimientos mundiales.
Mis anfitriones eran amables. Me habían visto pasar antes por tales crisis, y sabían cómo manejarme. Lo que necesitaba era una delicada combinación de soledad y atención, y sólo personas de cierta sensibilidad podían proporcionar la atmósfera requerida. No estaría fuera de lugar afirmar que Jack y Shirley Bryant habían salvado varias veces mi cordura.
Jack había trabajado conmigo en Irvine durante varios años a finales de la década de los 80. Había venido directamente del Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde había conseguido la mayor parte de los honores disponibles, y como en la mayoría de refugiados de esa institución había en su alma algo de pálido y aprisionado, los estigmas de haber vivido demasiado en el Este, de excesivos veranos sin aire y demasiados inviernos ásperos. Era un placer ver cómo se abría bajo nuestro sol, como si fuera una flor demasiado resistente para morir.
Cuando le conocí no tenía mucho más de veinte años: alto, pero con el tórax poco desarrollado, una espesa cabellera rizada que no cuidaba demasiado, las mejillas perpetuamente cubiertas de una media barba, los ojos hundidos y los labios delgados e inquietos. Tenía todos los rasgos, tics y costumbres estereotipadas del joven genio. Yo había leído sus trabajos sobre la física de partículas, y eran brillantes. Deben comprender que en la física se trabaja siguiendo ideas que aparecen de forma penetrante y repentina —inspiraciones, quizá—, y por ello no es necesario ser viejo y sabio antes de que uno pueda ser brillante. Newton remodeló el universo cuando sólo era un muchacho. Einstein, Schrödinger, Heisenberg, Pauli y el resto de aquellos pioneros hicieron la parte más espléndida de su trabajo antes de cumplir los treinta años. Es posible volverse más astuto y profundo con la edad, como Bohr, pero éste todavía era joven cuando le echó una mirada al corazón del átomo. Por lo tanto, cuando digo que el trabajo de Jack Bryant era brillante, no quiero decir meramente que fuese un joven excepcionalmente prometedor. Quiero decir que era brillante en una escala de valores absolutos, y que había logrado alcanzar la grandeza cuando todavía le faltaba graduarse.
Durante los primeros dos años que pasó conmigo, pensé que estaba realmente destinado a rehacer la física. Tenía ese extraño poder, ese don de la intuición que lo hace temblar todo y penetra cualquier duda; y también poseía la habilidad matemática y la persistencia requeridas para perseguir su intuición y arrancarle una verdad consistente a lo desconocido. Su trabajo sólo guardaba una relación marginal con el mío.
Mi proyecto de inversión del tiempo se había convertido en algo más experimental que teórico por aquella época, pues ya había pasado por las etapas de las primeras hipótesis y ahora gastaba la mayor parte de mi tiempo en el gigantesco acelerador de partículas, intentando acumular las fuerzas que esperaba mandarían volando hacia el pasado fragmentos de átomos. Jack, al contrario, seguía siendo un teórico puro. Su preocupación era la fuerza que mantenía unido el átomo. Por supuesto, en aquello no había nada de nuevo. Pero Jack había reexaminado algunas implicaciones que se habían pasado por alto en el trabajo hecho por Yukawa en 1935 sobre los mesones, y mientras revisaba esa vieja literatura, había cambiado de sitio cuanto generalmente se creía conocer sobre el pegamento que mantiene unido al átomo. Me parecía que Jack estaba en camino de hacer uno de los descubrimientos revolucionarios de la humanidad: lograr una comprensión de las relaciones energéticas fundamentales a partir de las cuales está construido el universo. Lo cual, por supuesto, es lo que todos buscamos, en última instancia.
Dado que yo era su tutor académico, me mantenía atento a sus estudios -examinando los sucesivos bosquejos de su tesis doctoral- mientras que consagraba la mayor parte de mis energías a mi propio trabajo. No comprendí las implicaciones principales de la investigación de Jack más que de forma gradual. Lo había estado mirando dentro de la esfera de la física pura, encerrada en sí misma, pero ahora veía que el desenlace final de su trabajo tenía que ser altamente práctico. Se dirigía hacia un medio de utilizar la fuerza de cohesión del átomo y liberar esa energía no a través de un estallido repentino, sino en un flujo controlado.
El propio Jack no parecía darse cuenta de ello. Las aplicaciones de una teoría física no le interesaban. Trabajaba dentro de su ambiente de ecuaciones, donde no entraba el aire, y no prestaba más atención a tales posibilidades que a las fluctuaciones del mercado de valores. Pero yo sí lo veía. El trabajo de Rutherford a principios del siglo XX había sido también pura teoría, pero llevó de forma infalible a la erupción del sol sobre Hiroshima. Hombres de menor calibre podían rebuscar en el núcleo de la tesis de Jack y encontrar allí los medios para la liberación total de la energía atómica. Ni la fisión ni la fusión serían necesarias. Cualquier átomo podía ser abierto y despojado de su energía. Un tazón de tierra haría funcionar un generador de un millón de kilovatios. Unas cuantas gotas de agua mandarían una nave a la luna. Ésta era la energía atómica de la fantasía. Todo estaba ahí, implícito en el trabajo de Jack.
Pero el trabajo estaba incompleto.
Durante su tercer año en Irvine acudió a mí, pareciendo preocupado y al límite de sus fuerzas, y dijo que ya no continuaría trabajando en su tesis. Me dijo que se hallaba en un punto donde necesitaba hacer una pausa y pensar. Mientras tanto, me pedía permiso para meterse en ciertos trabajos experimentales, sencillamente como un cambio de atmósfera. Naturalmente, accedí a ello.
No le dije nada sobre las potenciales aplicaciones prácticas de su trabajo. No era cosa mía. Confieso haber sentido una especie de alivio -mezclado con decepción- cuando interrumpió sus investigaciones. Yo había estado reflexionando sobre la conmoción económica que afectaría a la sociedad dentro de otros diez o quince años, cuando cada hogar pudiera tener su propia fuente de energía inagotable, cuando el transporte y las comunicaciones ya no dependerían de las fuentes tradicionales de energía, cuando toda la estructura de las relaciones laborales sobre las cuales se basa nuestra sociedad quedaría irremisiblemente derrumbada. Aun no siendo más que un sociólogo aficionado, las conclusiones que había sacado me inquietaban. Si hubiera sido el ejecutivo de cualquier gran corporación, habría hecho que asesinaran inmediatamente a Jack Bryant. Dada mi posición, me limitaba a preocuparme. Admito que eso no resultaba muy digno de mi parte. El auténtico hombre de ciencia sigue hacia adelante sin prestar atención a las consecuencias económicas. Busca la verdad, incluso si la verdad hiciera que la sociedad se derrumbase. Este es un principio básico del credo científico.
Guardé silencio al respecto. Si Jack hubiera deseado volver a su trabajo en algún momento, no habría intentado impedírselo. Ni tan siquiera le hubiese pedido que tomara en consideración las posibilidades a largo plazo. El no se daba cuenta de que existiera ningún dilema moral, y no iba a ser yo quien se lo revelara.
Por supuesto, con mi silencio me estaba convirtiendo en un cómplice de la destrucción de la economía humana. Podría haberle indicado a Jack que su trabajo, llevado al extremo, le daría a cada ser humano acceso ilimitado a una fuente de energía infinita, demoliendo los cimientos de toda sociedad y creando una descentralización instantánea de la humanidad. Mediante mi interferencia podría haber hecho que Jack meditara sobre ello. Pero no dije nada. Sin embargo, no deben darme ninguna medalla al honor; no tenía por qué angustiarme mientras que Jack siguiera sin trabajar. No avanzaba en sus investigaciones, por lo cual yo no precisaba inquietarme por las posibilidades de que alcanzara el éxito final. En cuanto volviera a trabajar, me encontraría nuevamente enfrentado al problema moral de si debía apoyar la libre acción de sus investigaciones científicas o si debía intervenir para mantener el status quo de la economía.
La elección era difícil, pero se me ahorró el tener que hacerla.
Durante su tercer año conmigo Jack anduvo haciendo cosas triviales por el campus. Pasó la mayor parte de su tiempo en el acelerador, como si hubiera descubierto ahora mismo el aspecto experimental de la física y no se cansara de jugar con él. Nuestro acelerador era nuevo e impresionante, un modelo «aro de protones», equipado con un inyector de neutrones. Por entonces funcionaba en la gama de los trillones de electronvoltios: naturalmente las máquinas actuales de la espiral alfa superan con mucho eso, pero en aquellos días era todo un coloso. Los pilones gemelos de las líneas de alta tensión que llevaban la corriente desde la planta de fusión situada junto al Pacífico parecían titánicos mensajeros del poder, y la gran cúpula del edificio del acelerador propiamente dicho brillaba con una profunda autosatisfacción.
Jack pasaba mucho tiempo en el edificio. Tomaba asiento junto a las pantallas, mientras los estudiantes no graduados realizaban experimentos elementales en detección de neutrinos y aniquilación de antipartículas. De vez en cuando jugueteaba con los paneles de control para ver cómo funcionaban, y descubrir qué sentía uno al ser amo de aquellas inmensas fuerzas. Pero lo que estaba haciendo carecía de significado. Sólo servía para pasar el tiempo. Había escogido deliberadamente la inactividad.
¿Era porque realmente necesitaba un descanso? ¿O había visto por fin las implicaciones de su propio trabajo y se había asustado?
Nunca se lo pregunté. En tales casos esperaba siempre a que un joven turbado acudiera a mí con sus problemas. Y no podía correr el riesgo de infectar la mente de Jack con mis propias dudas, si es que todavía no se le habían ocurrido a él.
Al final de su segundo semestre de ociosidad pidió una sesión conmigo en mi calidad formal de consejero. Ya viene, pensé. Va a decirme adonde le lleva su trabajo, y me preguntará si creo que es moralmente correcto que continúe en él…, y entonces me veré en un aprieto.
Acudí a la sesión habiéndome tomado una buena dosis de pildoras.
—Leo, me gustaría marcharme de la Universidad —dijo.
Me quedé atónito.
—¿Tienes una oferta mejor?
—No seas absurdo. Abandono la física.
—¿Que abandonas… la física?
—Y me caso. Conoces a Shirley Frisch; me has visto con ella. Vamos a casarnos dentro de una semana a partir del domingo. Será una ceremonia pequeña, pero me gustaría que vinieras, Leo.
—¿Y después?
—Hemos comprado una casa en Arizona. En el desierto, cerca de Tucson. Nos trasladaremos allí.
—¿Y qué harás, Jack?
—Meditar. Escribir un poco. Hay ciertas cuestiones filosóficas que quiero tomar en consideración.
—¿Y el dinero? —pregunté—. Tu salario de la Universidad…
—Tengo una pequeña herencia, que alguien invirtió sabiamente hace mucho tiempo. Shirley también tiene ingresos propios. No es gran cosa, pero nos permitirán ir viviendo. Vamos a retirarnos de la sociedad. Ya no podía seguir ocultándotelo por más tiempo.
Puse las manos sobre el escritorio y contemplé mis nudillos durante un largo instante. Tenía la misma sensación que si me hubieran empezado a brotar membranas entre los dedos.
—¿Qué hay de tu tesis, Jack? —acabé diciendo.
—No voy a seguir con ella.
—Estabas tan cerca de terminarla…
—Me encuentro totalmente atascado. No puedo seguir.
Sus ojos se encontraron con los míos y no se apartaron. ¿Estaba diciéndome que no se atrevía a seguir adelante? ¿Su retirada en este punto, era debida a una derrota científica o a una duda moral? Quería preguntárselo. Esperé a que me lo dijera. No dijo nada. Su sonrisa era rígida y nada convincente. Pasados unos instantes, añadió:
— Leo, creo que nunca haré nada que valga la pena dentro de la física.
—Eso no es cierto. Tú…
—Creo que ni tan siquiera deseo hacer nada que valga la pena dentro de la física.
—Oh.
—¿Me perdonarás? ¿Seguirás siendo mi amigo? ¿Nuestro amigo?
Fui a la boda. Resultó que yo era uno de los cuatro invitados. La novia era una chica a la que sólo conocía vagamente; tenía unos veintidós años y era rubia y bonita, una graduada en sociología. Sólo Dios sabe cómo había podido llegar a conocerla Jack, con la nariz metida todo el tiempo en sus cuadernos de notas; pero daban la impresión de estar muy enamorados. Era alta y casi llegaba al hombro de Jack, con una gran cascada de cabello dorado y muy fino, la piel bronceada como la miel, unos grandes ojos oscuros y un cuerpo flexible y atlético. No cabía duda de que era hermosa, y con su corto traje blanco de novia parecía tan radiante como haya podido estarlo jamás novia alguna.
La ceremonia fue breve y no confesional. Después nos fuimos todos a cenar, y hacia la puesta de sol los novios desaparecieron discretamente. Cuando volví a casa esa noche sentí un curioso vacío interior. No teniendo otra cosa que hacer, me dediqué a hurgar en mis viejos papeles y me encontré con algunos esbozos iniciales de la tesis de Jack; me quedé mirando largo tiempo lo que el muchacho había garrapateado, sin comprender nada.
Un mes después me invitaron a que fuera su huésped durante una semana en Arizona.
Pensé que se trataba de una invitación para guardar las apariencias y la rechacé cortésmente, pensando que se esperaba de mí que la rechazara. Sin embargo, Jack me llamó, e insistió en que acudiera. Su rostro parecía tan animado como siempre, pero la pantallita verdosa mostraba claramente que la tensión y el cansancio habían desaparecido de él. Acepté. Descubrí que su casa se hallaba totalmente aislada, con kilómetros de rojizo desierto rodeándola por todos lados. En medio de aquella desolación, era una fortaleza de comodidad. Tanto Jack como Shirley estaban muy bronceados, eran soberbiamente felices y se habían adaptado maravillosamente el uno al otro. En mi primer día de estancia me llevaron a dar un largo paseo por el desierto, riendo cada vez que las liebres, las ratas del desierto o unas grandes lagartijas de color verde huían ante nosotros. Se agacharon para enseñarme unas plantas pequeñas y retorcidas que crecían en el suelo estéril, y me llevaron hasta un inmenso cactus saguaro cuyos enormes, arrugados y verdosos brazos proyectaban la única sombra visible en todo aquel sitio.
Su hogar se convirtió en un refugio para mí. Se daba por sentado que yo era libre de acudir en cualquier momento, avisando con sólo un día de antelación, siempre que sintiera la necesidad de escapar. Aunque me invitaban de vez en cuando, insistían en que debía usar el privilegio de invitarme yo mismo. Lo hice. Algunas veces pasaban seis o diez meses sin que hiciera el viaje hasta Arizona; otras veces iba allí cinco o seis fines de semana seguidos. Nunca había una pauta regular. Mi necesidad de visitarles dependía totalmente de mi clima emocional. El suyo, por otra parte, nunca cambiaba, ni dentro ni fuera; sus días eran eternamente soleados. Nunca les vi pelearse, ni tan siquiera estar en desacuerdo sobre alguna cosa. Hasta el día en que Vornan-19 se metió en sus vidas, no hubo ningún golfo visible entre ellos.
Gradualmente nuestra relación se fue haciendo más profunda, hasta volverse algo sutil e íntimo. Supongo que para ellos yo era básicamente una especie de tío, dado que tenía poco más de cuarenta años -Jack aún no había cumplido los treinta, y Shirley estaba por los veintipocos-; pero el lazo era más profundo que ése. Habría tenido que llamarlo amor. No había nada abiertamente sexual en ello, aunque me hubiera encantado acostarme con Shirley si acaso llegáramos a habernos conocido de otra forma. Desde luego, la encontraba físicamente atractiva, y la atracción aumentó a medida que el tiempo y el sol le quitaron un poco de la encantadora inmadurez que al principio me hizo pensar en ella como en una chica, y no una mujer. Pero aunque mi relación con Jack y Shirley era triangular, con vectores emocionales viajando en muchas direcciones distintas, nunca amenazó con romperse para llegar a ser un artificioso experimento de adulterio. Admiraba a Shirley, pero no envidiaba a Jack porque la poseyera físicamente…, o eso pienso. Algunas noches, cuando oía los sonidos del placer que llegaban de su dormitorio, mi única reacción era el deleite por su felicidad, incluso aunque me agitara en mi solitario lecho. En una ocasión llevé a la casa a una acompañante mía, con su aprobación, pero fue un desastre. Toda la química del fin de semana anduvo mal. Tenía que ir allí solo y, por raro que parezca, no me sentía condenado al celibato, aunque compartir mi amor por Shirley con Jack no accediera nunca a la unión física.
Llegamos a estar tan cerca los unos de los otros, que casi todas las barreras cayeron. En los días cálidos —lo cual quería decir la mayor parte del tiempo—, Jack acostumbraba a ir desnudo. ¿Por qué no? Allí no había ningún vecino que pudiera protestar por eso, y difícilmente tenía que sentirse inhibido en presencia de su esposa y su amigo más íntimo. Yo le envidiaba su libertad, pero no le imitaba porque no me parecía correcto exhibirme ante Shirley. En vez de eso, llevaba pantalones cortos. Era un asunto delicado, y escogieron una forma característicamente delicada para resolverlo. Un día de agosto, cuando la temperatura estaba por encima de los treinta y ocho grados y el sol parecía ocupar una cuarta parte del cielo, Jack y yo estábamos trabajando fuera de la casa, cuidando el pequeño jardín de plantas del desierto que tanto adoraban. Cuando Shirley apareció para traernos unas cervezas, vi que no se había puesto las dos tiras de tela que constituían su atuendo usual. No le dio ninguna importancia a eso; dejó la bandeja en el suelo, me ofreció una cerveza y luego le ofreció una a Jack, y los dos se mostraron totalmente relajados durante ese tiempo. El impacto de su cuerpo sobre mí fue potente, pero breve. Su atuendo normal había sido tan escaso que los contornos de sus pechos y sus nalgas no eran ningún misterio para mí, y este cruzar la línea entre el ir cubierta y el revelarse era un puro tecnicismo. Mi primer impulso fue apartar la mirada, como si fuera un intruso inesperado que la había pillado por sorpresa; pero noté que ésa era precisamente la idea que ella deseaba destruir, y por eso hice un decidido esfuerzo por igualar su sangre fría.
Supongo que todo esto suena cómico y ridículo, pero dejé que mis ojos recorrieran deliberadamente su desnudez, como si me hubiera presentado una soberbia estatuilla para que la admirara y yo estuviera demostrando mi gratitud examinándola con detalle. Mis ojos se detuvieron en las únicas partes de ella que eran nuevas para mí: los montículos rosados de sus pezones, el triángulo dorado que había entre sus piernas. Su cuerpo, maduro, opulento y reluciente, brillaba como cubierto de aceite bajo el potente sol del mediodía, y estaba muy bronceada por todas partes. Cuando hube completado mi solemne y tonta inspección, engullí la mitad de mi cerveza, me puse en pie y, con mucha gravedad, me quité los pantalones cortos.
Después de eso dejamos de observar cualquier tabú sobre la desnudez, lo cual hizo mucho más confortable la vida en lo que, después de todo, era una casa pequeña. Empezó a parecerme totalmente natural —y supongo que a ellos también se lo parecía— el que la modestia careciera de importancia en nuestra relación. En una ocasión, cuando un grupo de turistas tomó la bifurcación equivocada del camino y apareció por el sendero del desierto que llevaba a la casa, fuimos tan inconscientes de nuestra desnudez que no hicimos ningún intento de escondernos y nos costó tiempo comprender el porqué la gente del coche parecía tan sorprendida, tan ansiosa de dar la vuelta y batirse en retirada.
Pero existía una barrera que continuaba sin romperse: no hablaba con Jack de su trabajo en la física, o de sus razones para abandonarlo.
Algunas veces él hablaba de física conmigo, preguntándome por mi proyecto de inversión temporal; y con una o dos preguntas más bien vagas me llevaba a una discusión sobre el nudo que impedía mi avance en aquellos momentos. Pero sospecho que hacía esto como un acto terapéutico, sabiendo que había acudido a ellos porque me encontraba atascado y con la esperanza de que él pudiera hacerme rebasar el punto problemático. No parecía estar al día de los trabajos actuales. No vi por ningún lugar de la casa los familiares cartuchos verdes de la Revista de Física o los Anales de Física. Era igual que si hubiera realizado una amputación. Intenté imaginar qué sería de mi vida si me retirara totalmente de la física, y no logré ni tan siquiera acercarme a ello. Eso era lo que había hecho Jack, y yo no sabía el porqué… y no me atrevía a preguntárselo. Si la revelación llegaba alguna vez, tendría que venir de él, sin que yo se lo pidiera.
Vivían una existencia tranquila, que se bastaba a sí misma en su paraíso del desierto. Leían mucho, tenían una amplia biblioteca musical y se habían provisto de un equipo para hacer esculturas sónicas y reproducirlas después. Shirley era la escultora. Algunas de sus obras eran francamente buenas. Jack escribía poesía que yo no lograba entender, contribuía de vez en cuando con ensayos sobre la vida del desierto en ciertas revistas, y afirmaba estar trabajando en un gran volumen filosófico cuyo manuscrito nunca vi. Creo que básicamente eran dos personas que amaban el ocio, aunque no fuera en ningún sentido negativo del término; se habían apartado de la competición y se bastaban a sí mismas, produciendo poco, consumiendo poco y siendo profundamente felices.
Habían decidido no tener niños. Dejaban su desierto no más de dos veces al año para hacer rápidos viajes a Nueva York, San Francisco o Londres, volviendo luego apresuradamente al ambiente que habían escogido. Tenían cuatro o cinco amistades más que les visitaban periódicamente, pero nunca me encontré con ninguna de ellas, y tampoco parecía que fueran tan íntimas como yo. La mayor parte del tiempo Jack y Shirley estaban totalmente solos, y supongo que hallaban su mutua compañía profundamente satisfactoria. Me tenían perplejo. Por fuera podían parecer dos hijos de la naturaleza carentes de complicaciones, que corrían desnudos bajo el calor del desierto sin ser tocados por la aspereza del mundo que habían rechazado; pero la complejidad que subyacía en su renuncia al mundo era mayor de lo que yo podía percibir. Aunque les amaba y sentía que eran parte de mí -y yo de ellos-, se trataba de una ilusión: en última instancia eran seres extraños, sin relación con el mundo porque no pertenecían a él. Habría sido mejor para ellos que hubieran logrado mantener su aislamiento.
Aquella semana de Navidad en que Vornan-19 apareció en el mundo yo había ido a su casa, sintiendo una terrible necesidad de sus personas. Ya no hallaba ninguna recompensa en mi trabajo. Se trataba de la desesperación de la fatiga; durante quince años había vivido al borde del éxito, pues no sólo los abismos tienen bordes sino que también los tienen los acantilados, y yo había estado escalando un acantilado. A medida que trepaba hacia la cima, ésta iba alejándose… hasta que tuve la sensación de que no existía ninguna cima, sino meramente la ilusión de ésta; y que, de todas formas, cuanto había estado haciendo no merecía la dedicación que le había concedido. Esos momentos de duda total me asaltan con frecuencia, y sé bien que son irracionales. Supongo que todo el mundo debe sentir periódicamente el temor de que ha malgastado su vida… salvo, quizá, aquellos que verdaderamente han malgastado sus vidas y a los que, misericordiosamente, les falta la capacidad necesaria para darse cuenta de ello. ¿Qué le ocurre al publicitario que se rompe el alma para llenar el cielo con una reluciente nube giratoria de propaganda? ¿Y al ejecutivo de nivel medio, que invierte su vida en hacer ir y venir de un lado para otro notas e informes cargados de tensión? ¿Y el diseñador de automóviles, el agente de bolsa, el presidente de universidad? ¿Tienen alguna vez su crisis de valores?
La crisis de valores se había apoderado nuevamente de mí. No podía avanzar en mi trabajo, y me volví hacia Jack y Shirley. Poco antes de Navidad cerré mi despacho, hice suspender los envíos por correo y me invité a la casa de Arizona para una estancia indefinida. Mi plan de trabajo no se ajusta a los semestres y vacaciones de la Universidad; trabajo cuando me place, y lo dejo cuando debo hacerlo.
Hacen falta tres horas para ir en coche de Irvine a Tucson. Metí mi coche en el primer módulo de transporte que se dirigía hacia más allá de las montañas, y me dejé llevar hacia el Este a lo largo del reluciente sendero, programado para un viaje breve. El tictaqueante Cerebro de Sierra Nevada hizo el resto, liberándome en su omnisciencia de la ruta con destino a Phoenix en el momento adecuado, pasándome a la ruta de Tucson, frenando mi velocidad de cuatrocientos ochenta kilómetros por hora y dejándome sano y salvo en la terminal, donde fueron reactivados los controles manuales de mi coche.
El clima de diciembre en la Costa había sido frío y lluvioso, pero aquí el sol ardía alegremente y la temperatura se encontraba bastante por encima de los veinticinco grados. Hice una pausa en Tucson para cargar las baterías de mi coche, habiéndole robado a la Edison del sur de California unos cuantos dólares de ingresos al olvidarme de hacerlo antes de partir. Después me interné en el desierto. Seguí la vieja Interestatal 89 durante el primer tramo, desviándome por una carretera comarcal después de quince minutos, y dejando incluso esa modesta arteria muy pronto por un mero capilar que llevaba a su pequeño rincón del deshabitado desierto. La mayor parte de esta región pertenece a los indios papago, razón por la cual ha escapado a la plaga del desarrollo urbano que envuelve a Tucson, y el cómo Shirley y Jack adquirieron el título de propiedad de su pequeño retazo de tierra es algo de lo que no estoy muy seguro. Pero estaban solos, por increíble que eso pueda parecer en vísperas del siglo XXI. Siguen existiendo lugares en los Estados Unidos donde uno puede apartarse de todo, tal y como habían hecho ellos. Los últimos ocho kilómetros que recorrí eran un sendero de tierra y guijarros que sólo podía ser llamado camino haciendo malabarismos semánticos. El tiempo había dejado de existir; igual podría haber estado siguiendo la ruta de uno de mis propios electrones, retrocediendo hacia el amanecer del mundo. Esto era el vacío y tenía el poder de absorber los tormentos de un alma inquieta, igual que una bomba de calor calma la danza de las moléculas.
Llegué a última hora de la tarde. Detrás de mí yacían las cañadas y la tierra reseca. A mi izquierda se alzaban montañas purpúreas manchadas de polvo. Sus estribaciones se iban alejando hacia la frontera mexicana, haciendo que mis ojos viajaran por la áspera llanura pedregosa del desierto, sobre el que la casa de los Bryant era la única intrusión moderna. Un lecho seco por donde no había corrido el agua en siglos circundaba su propiedad. Aparqué mi coche junto a él y caminé hacia la casa.
Vivían en un edificio de veinte años de edad, hecho de cristal y madera de secoya, con dos pisos de altura en la zona habitada y un solano en la parte trasera. Bajo la casa estaba su sistema vital: un reactor Fermi, que daba energía al aire acondicionado, los sistemas del agua, la iluminación y la calefacción. Una vez al mes, un hombre de Gas y Electricidad de Tucson venía hasta aquí para encargarse de la unidad, tal y como requería la ley cada vez que algún usuario se negaba a instalar el tendido de corriente y, en vez de ello, optaba porque se le suministrara un generador aislado. Además, el almacén situado bajo la casa, de unos cuarenta y cinco metros de lado, contenía el suministro de un mes en comida, y el purificador de agua era independiente de las instalaciones de la ciudad. La civilización podía desaparecer del todo, y Shirley y Jack podían no darse cuenta de ello durante semanas.
Shirley estaba en el solano, ocupada con una de sus esculturas sónicas; tejiendo una plumosa estructura de líneas intrincadas y texturas relucientes cuyo suave trino de pájaro tenía un inmenso poder, mientras cruzaba el desierto para llegar hasta mí. Antes de ponerse en pie y correr a mi encuentro, los brazos extendidos y los senos saltando, acabó lo que estaba haciendo. Al abrazarla sentí cómo una parte de mi cansancio se esfumaba.
—¿Dónde está Jack? —pregunté.
—Está escribiendo. Saldrá dentro de poco. Anda, deja que te lleve dentro. ¡Querido, tienes un aspecto terrible!
—Eso me han estado diciendo.
—Ya lo arreglaremos.
Cogió mi maleta y fue rápidamente hacia la casa. El agradable menearse de su desnudo trasero me tranquilizó y me animó, y le dirigí una sonrisa a esas dos firmes mejillas mientras se esfumaban de mi vista. Estaba entre amigos. Había vuelto a casa. En ese instante tuve la sensación de que podría quedarme meses enteros con ellos.
Fui a mi habitación. Shirley lo tenía todo preparado para mí: sábanas limpias, unas cuantas bobinas junto al lector, una luz en la mesilla de noche, un cuaderno, una pluma y una grabadora por si quería anotar cualquier idea que se me ocurriese. Entonces apareció Jack. Puso en mi mano una lata de cerveza y yo la abrí con el pulgar. Nos guiñamos el ojo con un mutuo deleite.
Esa noche Shirley conjuró una cena mágica y después, mientras el calor huía del desierto en aquel anochecer invernal, nos instalamos en la sala para hablar. Ninguno de los dos dijo nada de mi trabajo, benditos sean. En vez de ello hablamos de los Apocaliptistas, pues los dos se encontraban fascinados por el culto del día final que ahora estaba infectando a tantas mentes.
—Los he estado estudiando muy atentamente —dijo Jack—. ¿Lo has ido siguiendo todo?
—La verdad es que no.
—Al parecer, ocurre cada mil años. A medida que el milenio se acerca a su fin, se difunde la convicción de que el mundo va a terminar. Fue muy grave hacia el año 999. Al principio sólo creían en ello los campesinos, pero después algunos clérigos muy sofisticados empezaron a contagiarse de la fiebre y eso fue decisivo. Hubo orgías de plegaria y también orgías del otro tipo.
—¿Y qué pasó cuando llegó el año 1000? —pregunté—. El mundo sobrevivió y, entonces, ¿qué fue del culto?
Shirley se rió.
—Fue toda una desilusión para ellos. Pero la gente no aprende nunca.
—¿Cómo creen los Apocaliptistas que va a perecer el mundo?
—Por el fuego —dijo Jack.
—¿El azote de Dios?
—Esperan una guerra. Creen que los líderes del mundo ya han dado las órdenes para ello, y que todos los fuegos del infierno quedarán liberados el primer día del nuevo siglo.
—No hemos tenido ninguna guerra, sea del tamaño que sea, en unos cincuenta años —dije—. La última vez que se utilizó un arma atómica a impulsos de la ira fue en el año 1945. ¿No os parece que resulta bastante seguro suponer que a estas alturas ya hemos desarrollado técnicas para evitar el apocalipsis?
—La ley de la catástrofe acumulativa —dijo Jack—. La estática va aumentando hasta que se hace precisa una descarga. Fíjate en todas esas guerras pequeñas: Corea, Vietnam, el Cercano Oriente, Sudáfrica, Indonesia…
—Mongolia y Paraguay —apuntó Shirley por su parte.
—Sí. En promedio, una guerra menor cada siete u ocho años. Cada una creando secuencias de respuestas reflejas que ayudan a motivar la siguiente, porque todo el mundo está impaciente por poner en práctica las lecciones de la última guerra. Eso crea una intensidad cada vez mayor, que debe explotar en la Guerra Final, la cual debe empezar y terminar el 1º de enero del año 2000.
—¿Crees en eso? —pregunté.
—¿Yo? En realidad no —dijo Jack—. Sencillamente, estoy exponiendo la teoría. No detecto ninguna señal de un holocausto inminente en este mundo, aunque admito que cuanto sé al respecto es lo que aparece en las pantallas. Sin embargo, los Apocaliptistas son algo de lo que no es fácil olvidarse. Shirley, pasa esas cintas sobre el disturbio de Chicago, ¿quieres?
Shirley deslizó una cápsula en la rendija. Toda la pared trasera de la habitación floreció llenándose de colores al empezar la grabación del noticiario televisivo. Vi las torres de Lake Shore Drive y el bulevar Michigan; vi extrañas figuras que llenaban la autopista y la playa, haciendo piruetas y saltando junto al lago helado. La mayor parte de ellas iban pintadas con franjas de colores chillones, igual que los participantes de una mascarada. Muchos iban parcialmente desnudos, pero esa no era la desnudez inocente y natural de Jack y Shirley en un día caluroso, sino algo feo, tosco y deliberadamente obsceno, una desafiante exhibición de senos oscilantes y traseros cubiertos de pintura. Era algo calculado para ofender y provocar: las grotescas imágenes de Hyeronimus Bosch liberadas por fin, agitando su desnudez ante el rostro de un mundo al que se consideraba condenado.
Antes no le había prestado atención alguna al movimiento. Ahora me impresionó ver a una muchacha que casi no había entrado aún en la adolescencia lanzarse hacia la cámara, girar en redondo, levantarse la falda de un manotazo, ponerse en cuclillas y orinar en el rostro de otro celebrante que había caído en el estupor. Contemplé la fornicación no disimulada, los grotescos enredos de cuerpos, los complicados emparejamientos que serían descritos con mayor precisión llamándolos triplicamientos o cuadruplicamientos. Una mujer ya vieja e inmensamente gorda cruzó la playa con andares de pato, animando a los jóvenes con sus gritos. Una montaña de muebles desapareció entre las llamas. Los aturdidos policías derramaban espuma sobre la multitud, pero no se acercaban a ella.
—La anarquía anda suelta por el mundo —murmuré—. ¿Cuánto tiempo hace que ocurre esto?
—Desde julio, Leo —dijo Shirley en voz baja—. ¿No lo sabías?
—He estado muy ocupado.
—Hay un claro crescendo —dijo Jack—. Al principio fue un movimiento de chalados en el Medio Oeste, alrededor del 93 o 94…, mil miembros o algo así, convencidos de que más les valdría rezar duro, porque el Día del Apocalipsis se encontraba a menos de una década de distancia. Les entró el virus de hacer prosélitos y empezaron a predicar el Apocalipsis, sólo que esta vez el mensaje se difundió. Y el movimiento se volvió incontrolable. Durante los últimos seis meses, ha empezado a cobrar fuerza la idea de que es una estupidez perder el tiempo en nada que no sea el divertirse, dado que no queda mucho tiempo.
Me estremecí.
—¿Locura universal?
—Algo bastante parecido. En cada continente existe la profunda convicción de que las bombas caerán dentro de un año a contar desde el 1º de enero. Comed, bebed y divertíos. Se está difundiendo. Odio pensar qué punto habrá alcanzado la histeria dentro de un año, en la supuesta última semana del mundo. Puede que nosotros tres vayamos a ser los únicos sobrevivientes, Leo.
Contemplé la pantalla durante unos cuantos segundos más, impresionado.
—Apaga eso —dije al fin.
Shirley se rió.
—¿Cómo es posible que no hayas oído hablar del asunto?
—He estado totalmente fuera de contacto con la realidad.
La pantalla se oscureció, pero los demonios pintados de Chicago seguían saltando obscenamente en mi cerebro. El mundo se está volviendo loco, pensé, y no me he percatado de ello. Shirley y Jack se daban cuenta de cuánto me había afectado esta revelación del apocalipsis Apocaliptista, y cambiaron hábilmente de tema, hablando de las viejas ruinas indias que habían descubierto en el desierto, a unos cuantos kilómetros de distancia. Bastante antes de que llegara la medianoche di muestras de cansancio, y me acompañaron a la cama. Shirley volvió a mi habitación unos pocos minutos después; se había quitado la ropa y su cuerpo desnudo brillaba igual que una vela encendida en el umbral.
—¿Quieres que te traiga alguna cosa, Leo?
—Estoy perfectamente —le dije.
—Feliz Navidad, querido. ¿O también te has olvidado de eso? Mañana es Navidad.
—Feliz Navidad, Shirley.
Le soplé un beso, y ella apagó mi luz. Mientras dormía, Vornan-19 entró en nuestro mundo a casi diez mil kilómetros de distancia, y ya nada volvería a ser exactamente igual para ninguno de nosotros, nunca más.