SIETE

A las doce del día siguiente los seis —más Kralick— subimos al tubo interciudadano para Nueva York, sin paradas. Llegamos una hora después, justo a tiempo para una manifestación Apocaliptista en la terminal del tubo. Habían oído decir que Vornan-19 tenía que aterrizar pronto en Nueva York, y estaban haciendo un poco de entrenamiento preliminar.

Subimos al enorme vestíbulo de la terminal y lo encontramos convertido en un mar de figuras sudorosas e hirsutas. Banderas de luz viva derivaban por el aire, proclamando lemas sin sentido o, sencillamente, obscenidades de lo más corriente. La policía de la terminal intentaba mantener el orden desesperadamente. Por encima de todo el jaleo se oía el apagado retumbar de un cántico Apocaliptista, desgarrado e incoherente, un grito de anarquía en el cual sólo pude distinguir las palabras «final… llama… final…».

Helen McIlwain estaba fascinada. Los Apocaliptistas eran, como mínimo, igual de interesantes que sus médicos brujos tribales, e intentó meterse por el vestíbulo de la terminal para empaparse bien cerca de aquella experiencia. Kralick le dijo que volviera, pero ya era demasiado tarde; Helen se había lanzado hacia la turba. Un barbudo profeta del apocalipsis se agarró a ella y desgarró la red de pequeños discos de plástico que llevaba por atuendo esa mañana. Los discos salieron disparados en todas direcciones, dejando desnuda a Helen en una tira de veinte centímetros de anchura que iba desde su garganta hasta su cintura. Un pecho quedó bruscamente expuesto, sorprendentemente firme para una mujer de su edad y sorprendentemente bien desarrollado para una mujer de su constitución, más bien delgada. Helen tenía los ojos vidriosos a causa de la excitación y se agarró a su pretendiente, intentando extraer de él la esencia del Apocaliptismo, mientras que éste no paraba de agitarse, arañarla y darle golpes. Tres corpulentos guardias salieron al vestíbulo ante la insistencia de Kralick para rescatarla. Helen saludó al primero con una patada en la ingle que le hizo apartarse tambaleándose; el guardia se desvaneció bajo una oleada de fanáticos y no le vimos reaparecer. Los otros dos blandieron sus látigos neurales y los usaron para dispersar a los Apocaliptistas. Brotaron aullidos de ofendida irritación; se oyeron agudos chillidos de dolor, dominando la corriente de fondo del «final… llama… final…». Un pelotón de chicas medio desnudas pasó ante nosotros con las manos en las caderas, contoneándose igual que una hilera de coristas, impidiéndome ver; cuando me fue posible mirar de nuevo a la turba, me di cuenta de que los guardias habían logrado despejar una isla de espacio vacío alrededor de Helen y se la estaban llevando. Parecía transfigurada por la experiencia.

—Maravilloso —repetía sin cesar—, maravilloso, maravilloso, ¡qué frenesí tan orgásmico! —mientras los muros devolvían el eco del cántico, «final… llama… final…».

Kralick le ofreció su chaqueta a Helen y ella la apartó de un manotazo, sin importarle su carne desnuda o, quizá, importándole demasiado el mantenerla a la vista. Lograron sacarnos de allí, no sé cómo. Mientras cruzábamos el umbral, oí un terrible grito de dolor que se alzaba dominando todos los demás ruidos, el sonido que imagino haría un hombre cuando le llevaran a rastras antes de ser descuartizado. Jamás llegué a descubrir quién gritaba de esa forma, o porqué; «final…», oí, y ya estábamos fuera.

Unos coches nos estaban esperando. Fuimos llevados a un hotel en el centro de Manhattan. En el piso 125 teníamos una buena vista de la zona que estaban renovando en la parte baja. Helen y Kolff ocuparon una habitación doble sin ningún tipo de disimulo; el resto recibimos habitaciones individuales. Kralick nos proporcionó a cada uno un grueso paquete de cintas en las que se sugerían métodos para manejar a Vornan. Guardé las mías sin escuchar ninguna. Cuando miré hacia la lejana calle, vi figuras que se movían en un río frenético por el nivel de peatones, formando dibujos que se rompían sin cesar, y de vez en cuando algún enfrentamiento, brazos que gesticulaban, movimientos de hormigas irritadas. De vez en cuando una fugaz cuña de alborotadores cruzaba rugiendo el centro de la calle. Supuse que serían Apocaliptistas. ¿Cuánto tiempo llevaba ocurriendo esto? Había perdido el contacto con el mundo; no había comprendido que en cualquier momento y en cualquier ciudad uno era vulnerable al impacto del caos. Me aparté de mi ventana.

Morton Fields entró en la habitación. Aceptó mi oferta de una copa y yo apreté los botones de programación que había en el tablero de servicios de mi habitación. Después nos sentamos, sorbiendo en silencio ron destilado. Tenía la esperanza de que no empezaría a parlotear en su jerga psicológica. Pero no era de los que dan vueltas a un asunto: directo, incisivo, cuerdo, ése era su estilo.

—Como en un sueño, ¿no? —me preguntó.

—¿Todo eso del hombre del futuro?

—Todo este ambiente cultural. El estado de ánimo fin de siécle.

—Ha sido un siglo muy largo, Fields. Quizá el mundo está contento de verlo terminar. Quizá toda esta anarquía que hay a nuestro alrededor es una especie de celebración, ¿no?

—Puede que tenga algo de razón —me concedió—. Vornan-19 es una especie de Fortinbrás llegado para colocar nuevamente el tiempo en sus carriles.

—¿Eso piensa?

—Es una posibilidad.

—De momento, no ha ayudado mucho a ello —dije—. Parece crear problemas allí donde va.

—Sin pretenderlo. Todavía no se ha acostumbrado a nosotros, los salvajes, y no para de tropezar con los tabúes tribales. Déle algún tiempo para que nos conozca y empezará a hacer maravillas.

—¿Por qué dice eso?

Fields se tiró solemnemente de su oreja izquierda.

—Tiene poderes carismáticos, Garfield. Numen. El poder divino. Puede verlo en esa sonrisa suya, ¿verdad?

—Sí. Sí. Pero, ¿qué le hace pensar que utilizará ese carisma racionalmente? ¿Por qué no divertirse un poco, agitar a las turbas? ¿Está aquí como un salvador o sólo como un turista?

—Dentro de unos cuantos días lo descubriremos por nosotros mismos. ¿Le importa si pido otra copa?

—Pida tres —le dije despreocupadamente—. No pago las facturas.

Fields me miró fijamente. Sus ojos de color claro parecían tener ciertos problemas para enfocarse, igual que si llevara un par de compresores corneales y todavía no supiera cómo utilizarlos. Después de un largo silencio, dijo:

—¿Conoce usted a alguien que se haya ido a la cama con Aster Mikkelsen?

—La verdad es que no. ¿Debería?

—Oh, no es nada, sólo curiosidad. Quizá sea lesbiana.

—No sé por qué, pero lo dudo —dije yo—. ¿Importa?

Fields lanzó una débil carcajada.

—La noche pasada intenté seducirla.

—Ya me di cuenta.

—Estaba bastante bebido.

—También me di cuenta de eso.

—Aster me contó algo extraño mientras estaba intentando llevármela a la cama —dijo Fields—. Me contó que no se acostaba con hombres. Lo dijo en una forma extraña, sin inflexiones y sin emocionarse, como si debiera resultarle perfectamente obvio a todo el mundo, salvo a un maldito idiota. Estaba preguntándome si no hay algo sobre ella que debiera saber y que ignoro, nada más.

—Podría preguntárselo a Sandy Kralick —sugerí—. Tiene un dossier sobre todos nosotros.

—Nunca haría eso. Quiero decir… no me parece digno por mi parte…

—¿Querer acostarse con Aster?

—No, acudir a ese burócrata intentando enterarme de algo. Prefiero mantener el asunto entre nosotros.

—¿Entre nosotros los profesores? —dije yo, ampliando su frase.

—En cierto sentido —Fields sonrió, un esfuerzo que debió costarle un poco—. Mire, amigo mío, no tenía intención de agobiarle con mis preocupaciones. Sólo pensé que… si sabe algo sobre… sobre ella…

—¿Sus tendencias?

—Sus tendencias.

—Nada en absoluto. Es una bioquímica brillante —dije—. Como persona parece más bien reservada. Eso es todo cuanto puedo contarle.

Fields acabó marchándose poco después. Oí por los pasillos la rugiente y satisfecha carcajada de Lloyd Kolff. Me sentía igual que un prisionero. ¿Y si llamaba a Kralick y le pedía que me mandara inmediatamente a Martha/Sidney? Me desnudé y me introduje bajo la ducha, dejando que las moléculas realizaran su danza de zumbidos, quitando la suciedad de mi viaje a Washington. Después estuve leyendo un rato. Kolff me había dado su último libro, una antología de lírica amorosa metafísica que había traducido de los textos fenicios hallados en Biblos. Siempre había pensado en los fenicios como unos decididos negociantes levantinos, sin tiempo para la poesía, erótica o de otra clase, pero los versos eran sorprendentes, toscos y feroces. No había soñado que hubiera tantas formas de describir los genitales femeninos. Las páginas estaban festoneadas por largas ristras de adjetivos: un catálogo de la lujuria, un inventario de la mercancía disponible. Había partes que llegaban francamente lejos. Me pregunté si también Aster Mikkelsen habría recibido un ejemplar.

Debí quedarme adormilado. Sobre las cinco de la tarde me despertaron unas cuantas hojas que salían de la rendija de datos situada en la pared. Kralick estaba repartiendo el itinerario de Vornan-19. Lo típico: la Bolsa de Nueva York, el Gran Cañón, un par de fábricas, una reserva india o dos y —puesto a lápiz como posible— Ciudad Luna. Me pregunté si se esperaba que le acompañáramos a la Luna caso de que fuera allí. Probablemente.

En la cena de esa noche Helen y Aster empezaron a hablar de algo sin hacer caso de los demás. Me encontré sentado junto a Heyman, y se me obsequió con un discurso de interpretaciones spenglerianas sobre el movimiento Apocaliptista. Lloyd Kolff le contó historias escabrosas en varios idiomas a Fields, quien le escuchó con expresión melancólica y volvió a beber abundantemente. Kralick se reunió con nosotros a la hora del postre para decir que Vornan-19 abordaría un cohete con destino hacia Nueva York a la mañana siguiente y que estaría entre nosotros al mediodía, hora local. Nos deseó suerte.

No fuimos al aeropuerto para recibir a Vornan. Kralick esperaba problemas allí, y tuvo razón; nos quedamos en el hotel, observando la escena de la llegada en nuestras pantallas. Dos grupos rivales se habían congregado en el aeropuerto para saludar a Vornan. Había una gran masa de Apocaliptistas, pero eso no era sorprendente; estos días parecía haber una gran masa de ellos por todas partes. Lo que resultaba un poco más inquietante era la presencia de un grupo de unos mil manifestantes a los que, a falta de otra palabra mejor, el locutor llamó los «discípulos» de Vornan. Habían venido para adorarle. La cámara se demoraba encantada sobre sus rostros. No eran lunáticos enfurecidos como los Apocaliptistas; no, la mayoría de ellos eran muy de clase media, tensos, controlándose rígidamente, sin tener nada de celebrantes dionisíacos. Contemplé los rostros fruncidos, los labios apretados, la expresión sobria… y me asusté. Los Apocaliptistas representaban a la parte inquieta de la sociedad, los que no tenían raíces, los que iban de un lado a otro. Quienes habían venido para doblar la rodilla ante Vornan eran los moradores de los pequeños apartamentos suburbanos, los que depositaban su dinero en instituciones de ahorro, los que se iban a dormir temprano, la columna vertebral de la vida norteamericana. Se lo hice notar a Helen McIlwain.

—Por supuesto —dijo ella—. Es la contrarrevolución, la reacción que llega ante los excesos Apocaliptistas. Esas personas ven al hombre del futuro como el apóstol del orden restaurado.

Fields había dicho algo muy parecido. Pensé en cuerpos que caían y muslos rosados en una sala de baile del Tívoli.

—Probablemente van a quedar decepcionados si piensan que Vornan les ayudará —dije—. Por lo que he visto, está de parte de la entropía.

—Puede que cambie cuando vea el poder que puede tener sobre ellos.

Si miro hacia atrás, de todas las muchas cosas aterradoras que vi y oí aquellos primeros días, las tranquilas palabras de Helen McIlwain fueron las más terroríficas.

Por supuesto, el gobierno tiene una larga experiencia en la importación de celebridades. La llegada de Vornan fue anunciada en una pista y después vino por otra, al final del aeropuerto, mientras que un cohete enviado desde Ciudad de México para despistar a la gente se deslizaba por la pista donde se suponía iba a posarse el hombre del año 2999. Considerando las circunstancias, la policía contuvo bastante bien a la multitud. Pero cuando los dos grupos avanzaron por la pista de aterrizaje, se fundieron en uno solo, los Apocaliptistas mezclándose con los discípulos de Vornan, y entonces, de repente, fue imposible saber cuál era cada grupo. La cámara se centró en una palpitante masa de humanidad y se retiró con la misma rapidez que había llegado, al descubrirse que bajo todo aquel tumulto se estaba realizando una violación. Miles de figuras rodearon el cohete cuyos flancos de un azul apagado relucían tentadoramente bajo la débil claridad solar de enero; mientras tanto, Vornan era silenciosamente sacado del auténtico cohete a un kilómetro y medio de distancia. Llegó hasta nosotros mediante un helicóptero y un módulo de transporte, mientras que sobre la gente que luchaba alrededor del cohete azul se vaciaban los tanques de espuma. Kralick llamó para hacernos saber que estaban llevando a Vornan a la suite de hotel que serviría como nuestros cuarteles generales en Nueva York.

Cuando Vornan-19 se aproximaba a la habitación, sentí un instante de pánico repentino y cegador.

¿Cómo puedo transmitir en palabras la intensidad de ese sentimiento? ¿Puedo decir que por un instante parecieron aflojarse las amarras del universo, de tal forma que la Tierra andaba a la deriva por el vacío? ¿Puedo decir que tuve la sensación de estar vagando por un mundo carente de razón, sin estructuras, sin coherencia? Hablo totalmente en serio: fue un momento del más absoluto miedo. Todas mis posturas de ironía, de burla y de sarcasmo me abandonaron; y me quedé sin la armadura del cinismo, desnudo en mitad de una feroz galerna, enfrentándome a la perspectiva de que estaba a punto de conocer a un vagabundo surgido del tiempo.

El miedo que sentía era el miedo de que la abstracción se estuviera convirtiendo en realidad. Puede hablarse largamente sobre la inversión temporal, incluso se puede empujar a unos cuantos electrones una breve distancia dentro del pasado y, sin embargo, todo sigue siendo esencialmente abstracto. No he visto ningún electrón, y tampoco puedo decirles dónde se encuentra el pasado. Ahora, de repente, la textura del cosmos había sido desgarrada y un viento gélido llegado del futuro soplaba sobre mí; aunque intenté recapturar mi viejo escepticismo, descubrí que era imposible. Que Dios me ayude… realmente creía que Vornan era auténtico. Su carisma le había precedido al interior de la habitación, convirtiéndome por adelantado. ¿De qué servía la tozudez o la incredulidad? Antes de que apareciese, ya me había convertido en gelatina. Helen McIlwain permanecía inmóvil, en trance. Fields no paraba de removerse; Kolff y Heyman parecían inquietos; incluso el gélido escudo de Aster había sido penetrado. Fuera lo que fuese aquello que sentía, ellos lo sentían también.

Vornan-19 entró en la habitación.

Le había visto con tanta frecuencia en las pantallas durante las dos últimas semanas que tenía la sensación de conocerle; pero cuando estuvo entre nosotros me encontré en presencia de un ser tan ajeno que resultaba incognoscible. Y restos de tal sensación persistieron durante los meses siguientes, por lo que Vornan siempre fue algo lejano y apartado.

Era incluso más bajo de lo que yo había esperado, apenas unos dos o tres centímetros más alto que Aster Mikkelsen. En una habitación llena de hombres altos parecía abrumado, con la torre de Kralick a un lado y la montaña de Kolff al otro. Y, sin embargo, dominaba perfectamente la situación. Sus ojos nos barrieron a todos en un solo gesto y dijo:

—Es muy amable por su parte haberse tomado tantas molestias por mí. Me siento halagado.

Que Dios me ayude. Creí.

Cada uno de nosotros somos los resúmenes de los acontecimientos de nuestro tiempo, los grandes y los pequeños. Tanto nuestras pautas de pensamiento como nuestros nudos de prejuicios nos vienen determinados por la destilación de lo que ocurre, que inhalamos a cada respiración. He sido moldeado por las pequeñas guerras ocurridas durante mi existencia, por las detonaciones de las armas atómicas de mi infancia, por el trauma del asesinato de Kennedy, por la extinción de la ostra del Atlántico, por las palabras que me dijo mi primera mujer en el momento del éxtasis, por el triunfo del ordenador, por el cosquilleo del sol de Arizona sobre mi piel desnuda y por muchas cosas más. Cuando trato con otros seres humanos, sé que tengo un parentesco con ellos, que han sido moldeados por algunos de los acontecimientos que han dado forma a mi alma, que tenemos por lo menos ciertos puntos de referencia común.

¿Qué había dado forma a Vornan?

Ninguna de las cosas que me habían moldeado. En eso hallé unos buenos cimientos para sentirme sobrecogido. La matriz de la cual venía era totalmente distinta a la mía. Un mundo que hablaba otros lenguajes, que había tenido diez siglos más de historia, que había sufrido inimaginables alteraciones de cultura y motivos… ése era el mundo del que provenía. Por mi mente cruzó un fugaz destello del mundo de Vornan, un panorama imaginario, un mundo idealizado de verdes campos y torres relucientes, de clima controlado y vacaciones en las estrellas, de conceptos incomprensibles y avances inconcebibles; y supe que cuanto imaginara se quedaría corto ante la realidad, que no tenía ningún punto de referencia que compartir con él.

Me dije que estaba siendo un estúpido por rendirme ante tal miedo. Me dije que este hombre venía de mi propio tiempo, que era un inteligente manipulador de sus congéneres mortales. Luché por recuperar mi escepticismo defensivo. Fracasé.

Nos fuimos presentando a Vornan. Él siguió inmóvil en el centro de la habitación, con un leve aire desdeñoso, escuchando mientras que nosotros le recitábamos nuestras especialidades científicas. El filólogo, la bioquímica, la antropóloga, el historiador y el psicólogo fueron anunciándose respectivamente por turno.

—Soy un físico especializado en el fenómeno de la inversión temporal —dije yo, y esperé.

—Qué notable —replicó Vornan-19—. ¡Han descubierto la inversión temporal en una etapa tan temprana de la civilización! Tendremos que hablar en alguna ocasión de esto. Espero que sea muy pronto, sir Garfield.

Heyman dio un paso hacia adelante y ladró:

—¿Qué quiere decir con «etapa tan temprana de la civilización»? Si piensa que somos una manada de salvajes sudorosos, usted…

—Franz —musitó Kolff, cogiendo a Heyman por el brazo, y descubrí entonces lo que representaba la F de «F. Richard Heyman».

Heyman se dejó calmar con una expresión irritada en el rostro. Kralick le miró, frunciendo el ceño. Por muy bajo sospecha que estuviera un invitado, no se le daba la bienvenida gritándole desafíos.

—Hemos preparado una visita al distrito financiero para mañana por la mañana —dijo Kralick—. Pensé que el resto de este día podría pasarse sin hacer nada de particular, descansando. ¿Les parece bien a todos…?

Vornan no le estaba prestando atención. Había cruzado la habitación con un curioso deslizarse y se encontraba al lado de Aster Mikkelsen, mirándola.

—Lamento que mi cuerpo esté sucio por largas horas de viaje —dijo, en voz muy baja y suave—. Deseo limpiarme. ¿Me haría el honor de bañarse conmigo?

Todos nos quedamos boquiabiertos. Estábamos dispuestos a no dejarnos impresionar por la costumbre que tenía Vornan de hacer peticiones escandalosas, pero no habíamos esperado que intentara nada tan pronto, y menos con Aster. Morton Fields se puso rígido y giró en redondo igual que un hombre de la prehistoria, buscando claramente una forma de rescatarla de su apuro. Pero Aster no necesitaba que nadie la rescatara. Aceptó grácilmente y sin ninguna señal de vacilación la invitación hecha por Vornan de compartir un cuarto de baño con él. Helen sonrió. Kolff guiñó un ojo. Fields balbuceó algo incomprensible. Vornan hizo una leve inclinación, doblando las rodillas al mismo tiempo que la columna -como si realmente no supiera muy bien de qué forma se hacían las reverencias—, y se llevó rápidamente a Aster de la habitación. Todo había sucedido tan deprisa que nos habíamos quedado totalmente aturdidos.

—¡No podemos dejar que haga eso! —logró decir finalmente Fields.

—Aster no ha puesto objeciones —observó Helen—. La decisión fue suya.

Heyman se golpeó la mano con el puño.

—¡Dimito! —dijo con voz de trueno—. ¡Esto es un absurdo! ¡Me retiro totalmente de este comité!

Kolff y Kralick se volvieron de inmediato hacía él.

—Franz, controla tu temperamento —rugió Kolff y, simultáneamente, Kralick dijo:

—Doctor Heyman, le suplico…

—Supongan que me hubiera pedido a mí que tomara un baño con él —dijo Heyman—. ¿Tenemos que satisfacer cada uno de sus caprichos? ¡Me niego a tomar parte en esta idiotez!

—Nadie le está pidiendo que ceda a peticiones obviamente excesivas, doctor Heyman —dijo Kralick—. La señorita Mikkelsen no fue sometida a ninguna presión para acceder. Lo hizo en nombre de la buena armonía, de… bueno, por razones científicas. Estoy orgulloso de ella. De todas formas, no estaba obligada a decir que sí, y no quiero que usted se sienta…

Helen McIlwain le interrumpió serenamente.

—Franz, cariño, siento que hayas decidido dimitir tan rápidamente. ¿No te habría gustado discutir con él cómo serán los próximos mil años? Ahora nunca tendrás una oportunidad de hacerlo. Dudo que el señor Kralick pueda dejar que le entrevistes como quieres si no cooperas y, naturalmente, hay tantos historiadores que estarán encantados de ocupar tu sitio, ¿verdad?

Su truco resultó diabólicamente efectivo. La idea de permitir que algún despreciable rival consiguiera ser el primero en acceder a Vornan tuvo un efecto devastador sobre Heyman; y pronto estuvo murmurando que en realidad no había dimitido, que sólo había amenazado con dimitir. Kralick le dejó que sudara un poco antes de acceder a olvidar todo aquel desgraciado incidente y al final Heyman, no de muy buena gana, prometió adoptar una actitud más moderada hacia la misión.

Fields había estado mirando todo este tiempo hacia la puerta a través de la cual se habían desvanecido Aster y Vornan.

—¿No creen que deberíamos averiguar lo que están haciendo? —dijo por fin, un tanto irritado.

—Dándose un baño, me imagino —dijo Kralick.

—¡Se toma usted esto con mucha calma! —dijo Fields—. Pero, ¿y si la ha dejado marcharse con un maníaco homicida? En la postura y expresión facial de ese hombre detecté ciertos signos que me llevan a creer que no es digno de confianza.

Kralick enarcó una de sus gruesas cejas.

—¿De veras, doctor Fields? ¿Le importaría redactar un informe al respecto?

—Todavía no —dijo él, con expresión malhumorada—. Pero pienso que la señorita Mikkelsen debería ser protegida. Es demasiado pronto para que ninguno de nosotros dé por sentado que este hombre del futuro se halla motivado en cualquier forma por las costumbres y tabúes de nuestra sociedad, y…

—Eso es cierto —dijo Helen—. Puede que tenga por costumbre sacrificar a una virgen de cabello oscuro cada jueves por la mañana. Lo importante, lo que debemos recordar, es que no piensa igual que nosotros, ni en las cosas importantes ni en las pequeñas cosas.

Por su tono, serio y tranquilo, resultaba imposible saber si hablaba en serio, aunque sospeché que no lo hacía. En cuanto a la inquietud de Fields, era algo muy simple de explicar: habiendo visto frustrados sus planes para con Aster, estaba disgustado al ver que Vornan había conseguido tener éxito tan rápidamente. De hecho, estaba tan disgustado y preocupado que logró exasperar a Kralick de tal forma que éste nos reveló algo que estaba claro no había tenido intención de contarnos.

—Mi personal está observando en todo momento a Vornan —le dijo secamente Kralick al psicólogo—. Tenemos un completo contacto auditivo, táctil y visual con su persona y no creo que lo sepa, y le agradecería que no se lo hiciera descubrir. La señorita Mikkelsen no corre ningún peligro.

Fields se quedó atónito. Creo que a todos nos pasó igual.

—¿Quiere decir que sus hombres les están observando… ahora mismo?

—Mire —dijo Kralick, obviamente disgustado.

Cogió de un manotazo el teléfono de la casa y marcó un número de transferencia. La pantalla mural de la habitación se iluminó al instante con una transmisión de lo que sus aparatos sensores estaban viendo. Se nos proporcionó una imagen a todo color y tres dimensiones de Aster Mikkelsen y Vornan-19.

Estaban desnudos. Vornan le daba la espalda a la cámara; Aster no. Tenía un cuerpo flexible y delgado de caderas poco anchas, y los pechos de una niña de doce años.

Los dos estaban bajo una ducha molecular. Ella le estaba frotando la espalda.

Parecían estar pasándoselo muy bien.

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