La mañana de Navidad desperté bastante tarde. Estaba claro que Jack y Shirley llevaban horas levantados. Notaba un sabor amargo en la boca y no quería estar acompañado, ni tan siquiera por ellos; dado que era mi privilegio, fui a la cocina y programé en silencio mi desayuno. Ellos percibieron mi estado de ánimo y se mantuvieron a distancia. Zumo de naranja y tostadas brotaron por el panel de salida del autochef. Lo devoré todo, pedí café solo y luego metí los platos en el limpiador, conectando el ciclo, y salí de la cocina. Estuve caminando durante tres horas.
Cuando volví, me sentía más limpio. El día era demasiado fresco para tomar un baño de sol o trabajar en el jardín; Shirley me enseñó algunas de sus esculturas, Jack me leyó un poco de su poesía y yo hablé con bastantes vacilaciones sobre el obstáculo encontrado en mi trabajo. Esa noche tuvimos una magnífica cena de pavo asado y Chablis casi helado.
Los días que siguieron fueron tranquilos y serenos. Mis nervios fueron perdiendo su tensión. Algunas veces daba paseos solitarios por el desierto; otras ellos me acompañaban. Me llevaron a sus ruinas indias. Jack se arrodilló para enseñarme los hallazgos escondidos por la arena: fragmentos triangulares de cerámica blanca, marcados con rayas y puntos negros. Me indicó los contornos medio hundidos de una casa-pozo; me mostró los cimientos de una pared hecha con piedra sin tallar y donde se había usado fango como mortero.
—¿Es de los papago? —pregunté.
—Lo dudo. Aún estoy haciendo comprobaciones, pero estoy seguro de que resulta demasiado bueno para ser de los papago. Mi teoría es que se trata de una colonia muy antigua de hopis, digamos que de hace mil años, que se dirigió hacia el sur saliendo de Kayenta. Se supone que Shirley debe traerme algunas cintas sobre arqueología la próxima vez que vaya a Tucson. La biblioteca de datos no tiene ningún texto realmente avanzado.
—Podrías pedirlos —dije—. A la biblioteca de Tucson no le resultaría difícil transferir facsímiles de los datáfonos y mandártelos directamente. Si Tucson no tiene los libros adecuados, pueden pedirlos a Los Angeles. El objetivo de toda esta red de datos es que puedes obtener lo que necesitas en tu casa, de inmediato, cuando…
—Lo sé —dijo Jack amablemente—. Pero no quiero armar demasiado jaleo con esto. Es posible que antes de darnos cuenta tuviésemos por aquí un equipo de arqueólogos. Conseguiremos nuestros libros al viejo estilo, yendo a la biblioteca.
—¿Cuánto tiempo hace que has descubierto este sitio?
—Un año —dijo—. No hay prisa.
Le envidié su liberación de todas las presiones normales. ¿Cómo habían logrado encontrar esa vida en el desierto? Durante un segundo de envidia deseé que me fuera posible hacer lo mismo. Pero no podía quedarme de forma permanente con ellos -aunque quizá no pusieran objeciones a que lo hiciera-, y la idea de vivir yo solo en algún otro rincón del desierto no me resultaba atractiva. No. Mi sitio estaba en la Universidad. Mientras tuviera el privilegio de escaparme al hogar de los Bryant cada vez que surgiera la necesidad, podía buscar alivio en mi trabajo. Y al pensar en eso sentí una oleada de alegría: después de tan sólo dos días aquí, ¡ya estaba empezando a pensar de nuevo en mi trabajo con esperanzas!
El tiempo fluía fácilmente. Celebramos la llegada del año 1999 con una pequeña fiesta, en la cual me emborraché un poco. Mis tensiones iban cediendo. Una ola de calor veraniego cayó sobre el desierto durante la primera semana de enero y nos tendimos desnudos al sol, felices y sin pensar en nada. Un cactus de su jardín, que florecía en invierno, produjo una cascada de brotes amarillos y de alguna parte ignorada aparecieron las abejas. Dejé que un gran abejorro velludo con las patas hinchadas de polen se posara en mi brazo y, moviéndome tan poco como pude, no hice esfuerzo alguno por asustarle. Un instante después voló hacia Shirley y exploró el cálido valle que había entre sus pechos; después se esfumó. Nos reímos. ¿Quién podía tener miedo de un abejorro tan gordo?
Ya casi habían pasado diez años desde que Jack había dimitido de la Universidad y se había llevado a Shirley al desierto. El cambio de año trajo consigo las habituales reflexiones sobre el paso del tiempo, y tuvimos que admitir que habíamos cambiado muy poco. Parecía que una especie de éxtasis había caído sobre nosotros a finales de la década de los 80. Aunque yo había rebasado los cincuenta años, tenía la apariencia y la salud de un hombre mucho más joven; mi cabello seguía siendo negro y mi rostro carente de arrugas. Daba gracias por ello, pero había pagado un caro precio por mi conservación: esta primera semana del año 1999 no estaba más avanzado en mi trabajo de lo que estaba la primera semana del año 1989. Seguía buscando modos de confirmar mi teoría de que el flujo del tiempo tiene dos direcciones, y que puede ser invertido, por lo menos en el nivel subatómico. Durante toda una década había estado dando vueltas sin llegar a ninguna parte, mientras que mi fama iba creciendo de forma involuntaria, y mi nombre era mencionado a menudo para el Nobel. Pueden llamarlo la ley de Garfield: cuando un físico teórico se convierte en figura pública, algo se ha torcido en su carrera. Para los periodistas yo era un atractivo hechicero, que algún día le daría al mundo una máquina del tiempo; para mí yo no era más que un fracasado sin objetivos, prisionero en un laberinto de recodos y desvíos.
Los diez años transcurridos habían puesto un poco de gris en las sienes de Jack, pero por lo demás la metamorfosis del tiempo había sido positiva para él. Estaba más musculoso: un hombre bronceado que había perdido por completo la palidez de quien no vive al aire libre. Su cuerpo ondulaba lleno de fuerza, y se movía con una fácil gracia que hacía imposible creer en su anterior y esfumada torpeza. La exposición al sol había oscurecido su piel para bien. Parecía confiado, potente, seguro de sí mismo, allí donde en un tiempo fue cauteloso y vacilante.
Pero quien más había ganado de todos era Shirley. Los cambios producidos en ella eran leves, pero todos habían sido para mejorar. La recordaba delgada como una potrilla, demasiado dispuesta a reírse siempre, con la cintura demasiado flaca para la opulencia de sus senos. Los años habían corregido esos pequeños defectos. Su cuerpo dorado por el sol resultaba ahora magnífico en todas sus proporciones, y eso la hacía parecer aún menos desnuda cuando no llevaba ropas, pues era como una Afrodita de Fidias andando bajo el sol de Arizona. Pesaba unos cuatro kilos y medio más que en los días de California, sí, pero cada gramo de esos kilos estaba perfectamente colocado. No había en ella ni un sólo defecto físico y, como Jack, poseía esa profunda reserva de fuerza, esa seguridad total en ella misma, que guiaban cada uno de sus movimientos y palabras. Su belleza aún estaba madurando. Dentro de dos o tres años más sería deslumbrante. No deseaba pensar en Shirley como acabaría siendo un día, arrugada y marchita. Resultaba difícil imaginar que esas dos personas —especialmente ella— estaban condenadas a la misma y cruel sentencia bajo la cual debemos vivir todos.
Estar con ellos era un puro deleite. Durante la segunda semana de mi visita me sentí lo bastante bien como para discutir con Jack los problemas de mi trabajo con cierto detalle. Me escuchó con simpatía, siguiéndome con algún esfuerzo, y no pareció entender demasiado. ¿Era cierto eso? ¿Era posible que una mente tan soberbia como la suya hubiera perdido hasta tal punto el contacto con la física? Fuera como fuese, me escuchó y eso me hizo bien. Andaba a tientas en la oscuridad; tenía la sensación de estar más lejos de mi meta ahora que cinco u ocho años antes. Necesitaba un oyente, y lo encontré en Jack.
La dificultad radicaba en la aniquilación de la antimateria. Haz retroceder un electrón en el tiempo y su carga cambia; se convierte en un positrón, e inmediatamente busca su antipartícula. Encontrarla es perecer. Una billonésima de segundo y llega la minúscula explosión, y es liberado un fotón. Sólo podíamos sostener nuestro impulso para invertir el tiempo enviando nuestra partícula a un cosmos libre de materia.
Incluso si pudiéramos hallar la energía suficiente para lanzar partículas mayores —protones, neutrones e incluso alfas—, haciéndolas retroceder en el tiempo, seguiríamos cayendo en la misma trampa. Lo que enviáramos al pasado sería aniquilado tan velozmente, que sólo constituiría un mero microacontecimiento en nuestro sensor de observación. Pese a lo que dijeran los noticiarios, no existía ninguna posibilidad de un auténtico viaje temporal; un hombre que retrocediera en el tiempo sería una superbomba, dando por supuesto en primer lugar que un ser vivo pudiera sobrevivir a la conversión en antimateria. Dado que esta parte de nuestra teoría parecía indiscutible, habíamos estado explorando la idea de un cosmos libre de materia, buscando algún «bolsillo de nada» en el cual pudiéramos introducir nuestro viajero hacia atrás, conteniéndolo allí mientras observábamos. Pero llegados a ese punto, nuestros recursos dejaban de ser suficientes.
—¿Quieres crear una entrada a un cosmos sintético? —dijo Jack.
—Básicamente, sí.
—¿Podéis hacerlo?
—En teoría podemos. Sobre el papel. Creamos una pauta de tensión que rompe la pared del continuo. Después empujamos nuestro electrón que se mueve hacia atrás por la brecha.
—Pero, ¿cómo podéis observarlo?
—No podemos —dije— Ahí es donde nos encontramos atascados.
—Por supuesto —murmuró Jack—. En cuanto introduces cualquier cosa que no sea ese electrón dentro del universo, ya no se halla libre de materia, y entonces obtienes la aniquilación que no deseas. Pero entonces… no tienes ningún medio de observar tu propio experimento.
—Llámalo el Principio de Incertidumbre de Garfield —dije, con voz abatida—. El acto de observar el experimento destruye inmediatamente el experimento. ¿Ves por qué estamos atascados?
—¿Habéis hecho algún esfuerzo por abrir la entrada a este universo adyacente vuestro?
—Todavía no. No queremos afrontar los gastos hasta no estar seguros de que podemos hacer algo con él. Además, tenemos que efectuar unas cuantas comprobaciones más antes de que nos atrevamos a intentarlo. No se desgarra el espacio-tiempo para hacerle aberturas hasta no haber previsto todas las consecuencias posibles de eso.
Se acercó a mí y me dio un suave puñetazo en el hombro.
—Leo, ¿no has deseado nunca haberte convertido en barbero, en vez de lo que eres?
—No. Pero por momentos desearía que la física fuera un poco más sencilla.
—Para eso bien podrías haberte hecho barbero.
Nos reímos. Fuimos hacia el solario, donde estaba tendida Shirley, leyendo. Era una clara y límpida tarde de enero, con el cielo de un azul metálico, grandes nubes que parecían losas suspendidas sobre las cimas de las montañas, y un sol grande y cálido. Me encontraba muy a gusto y tranquilo. En mis dos semanas aquí había conseguido externalizar el problema con mi trabajo, por lo que casi parecía ser de alguna otra persona. Si lograba situarme a una distancia suficiente de él, quizá pudiera encontrar algún nuevo y atrevido camino para abrirme paso a través de los obstáculos en cuanto hubiera vuelto a Irvine.
El problema era que ya no lograba pensar siguiendo caminos nuevos y atrevidos. Pensaba mediante astutas combinaciones de los viejos, y eso no era suficiente. Necesitaba que alguien de afuera examinase mi dilema y me mostrara, en un rápido relámpago intuitivo, en qué forma se podía llegar a la solución. Necesitaba a Jack. Pero Jack se había apartado de la física; había escogido desconectar su soberbia mente.
Una vez en el solano, Shirley rodó sobre sí misma, sentándose, y nos sonrió. Su cuerpo relucía con perlitas de transpiración.
—¿Qué os hace salir de casa?
—La desesperación —dije yo—. Las paredes estaban empezando a caérsenos encima.
—Entonces tomad asiento y calentaos un poco. —Apretó un botón que apagó la radio. Ni tan siquiera me había dado cuenta de que estaba encendida hasta que el sonido murió—. He estado escuchando las últimas noticias sobre el hombre del futuro —dijo Shirley.
—¿Quién es ése? —pregunté.
—Vornan-19. ¡Viene a los Estados Unidos!
—Creo que no sé nada de…
Jack le lanzó una tensa mirada a Shirley: la primera vez que yo le había visto reprobarle algo. Mi interés se despertó al instante. ¿Sería todo aquello algo que me estaban ocultando?
—No son más que tonterías —dijo Jack—. Shirley no tendría que haberte molestado comentando de ello.
—¿Quieres decirme de qué estáis hablando?
—Es la respuesta viviente a los Apocaliptistas —dijo Shirley—. Afirma haber llegado del año 2999, como una especie de turista, ya sabes. Apareció en Roma, totalmente desnudo, en las Escalinatas Españolas, y cuando intentaron arrestarle, dejó inconsciente a un policía tocándole con la punta de los dedos. Desde entonces ha estado causando toda clase de líos.
—Un estúpido fraude —dijo Jack—. Obviamente, algún idiota se ha cansado de fingir que el mundo va a terminar el próximo mes de enero y ha decidido fingir que era un visitante que viene del futuro, a mil años de distancia. Y la gente le está creyendo. Es culpa de los tiempos que vivimos. Cuando la histeria es una forma de vida, sigues a cualquier lunático que aparezca.
—Pero… supón que sí es un viajero del tiempo… —dijo Shirley.
—Si lo es, me gustaría conocerle —dije yo—. Podría ser capaz de responder a unas cuantas de mis preguntas sobre el fenómeno de la inversión temporal —reí, pero un instante después dejé de reír. No tenía nada de divertido. Me envaré un poco y dije—: Tienes razón, Jack. No es más que un charlatán. ¿Por qué estamos perdiendo todo este tiempo hablando de él?
—Porque existe una posibilidad de que sea auténtico, Leo —Shirley se puso en pie y sacudió el largo cabello dorado, que caía en ondulaciones sobre sus hombros—. En las entrevistas parece muy extraño. Habla del futuro igual que si hubiera estado allí. Oh, puede que sea un tipo inteligente y nada más, pero es divertido. Es un hombre al que me gustaría conocer.
—¿Cuándo apareció?
—El día de Navidad —dijo Shirley.
—¿Mientras yo estaba aquí? ¿Y no lo mencionasteis para nada?
Shirley se encogió de hombros.
—Pensamos que estabas siguiendo los noticiarios y que no te parecía un tema interesante.
—No me he acercado a una pantalla desde que llegué.
—Pues entonces deberías ponerte un poco al día —dijo ella.
Jack parecía disgustado. No era nada normal ver esta discrepancia entre ellos, y había parecido notablemente irritado cuando Shirley había expresado su deseo de conocer al viajero del tiempo. Extraño, pensé. Con su interés en los Apocaliptistas, ¿por qué mostrar tales prejuicios ante la última manifestación de irracionalidad?
Mi estado de ánimo hacia el hombre del futuro era más bien de neutralidad. Por supuesto que todo aquello de viajar por el tiempo me divertía; había estado dejándome la piel para demostrar su imposibilidad práctica, y era bastante improbable que aceptara alegremente la afirmación de que se había conseguido realizarlo. Sin duda, ésa era la razón de que Jack hubiera intentado mantenerme protegido de esta noticia en particular, creyendo que no necesitaba ninguna parodia distorsionada de mi propio trabajo para recordarme los problemas de los cuales había salido huyendo justo antes de Navidad. Pero yo estaba consiguiendo librarme de mi depresión; la inversión del tiempo ya no producía en mí aquella desesperación. Me apetecía descubrir algo más sobre aquel fraude. Además, el hombre parecía haber encantado a Shirley mediante la televisión, y cualquier cosa que encantara a Shirley me resultaba interesante.
Una de las cadenas pasó un documental sobre Vornan-19 esa noche, ocupando una hora de gran audiencia normalmente reservada a uno de los espectáculos caleidoscópicos. Aquello revelaba por sí solo la profundidad y la extensión del interés público en la historia. El documental iba dirigido a los Robinson Crusoe como yo, que no se habían tomado la molestia de seguir los acontecimientos hasta aquel punto, con lo cual pude ponerme al día de una sola vez.
Estábamos flotando en neumosillones ante la pantalla mural, y soportamos los anuncios. Por fin una voz resonante dijo: «Lo que van a ver es en parte una simulación por ordenador». La cámara reveló la Piazza di Spagna en la mañana del día de Navidad, con unas cuantas siluetas en las Escalinatas y en la plaza, igual que si el ordenador encargado de simularlas hubiera sido programado por Tiépolo. Y en este friso cuidadosamente reconstruido de espectadores casuales apareció la imagen simulada de Vornan-19, bajando en un arco brillante desde los cielos. Los ordenadores hacen este tipo de cosas muy bien actualmente. A decir verdad, no importa que el ojo de una cámara no consiga registrar algún acontecimiento inesperado de gran importancia, porque siempre se le puede sacar del abismo del tiempo mediante una astuta recreación. Me pregunto qué pensarán de estas simulaciones los historiadores del futuro… si es que el mundo sobrevive al primer día del mes próximo, por supuesto.
La figura que descendía estaba desnuda, pero los simuladores esquivaron el problema de los testimonios discrepantes de las monjas y los otros espectadores mostrándonos sólo una visión desde atrás. Estoy seguro de que no se trataba de pacatería; la cobertura televisiva de la orgía Apocaliptista que Shirley y Jack me habían mostrado fue muy explícita en cuanto a revelar la carne, y al parecer ahora es un recurso habitual de las cadenas meter un poco de anatomía en los noticiarios cada vez que tales exhibiciones se encuentran protegidas por la decisión del Tribunal Supremo sobre la legítima observación periodística. No tengo ninguna objeción a tal cobertura de lo descubierto; hace mucho tiempo que habrían debido descartarse los tabúes sobre la desnudez, y supongo que cualquier cosa que anime al ciudadano para que se mantenga bien informado es deseable, incluso ese tipo de concesiones en los noticiarios. Pero un centímetro detrás de la fachada de la integridad siempre se oculta la cobardía. Las caderas de Vornan-19 no habían sido simuladas porque tres monjas juraron que las cubría un nimbo nebuloso, y resultaba más fácil evitar el problema que correr el riesgo de ofender a los devotos contradiciendo el testimonio de las santas hermanas.
Observé a Vornan-19 inspeccionando la Piazza. Le vi subir las Escalinatas Españolas. Sonreí mientras el nervioso policía subía corriendo los peldaños, ofreciendo su capa, y era derribado al suelo por un relámpago invisible.
A esto siguió el coloquio con Horst Klein. Se hizo de forma muy inteligente, pues se utilizó al mismo Klein, conversando con una simulación doblada del viajero temporal. El joven alemán reconstruyó su propia conversación con Vornan, mientras que el ordenador emitía lo que Klein recordaba había dicho el visitante.
La escena se alteró. Ahora nos encontrábamos dentro de un edificio, en una gran habitación con polígonos congruentes grabados sobre paredes y techo, y con el suave y uniforme brillo de la termoluminiscencia iluminando los rostros de una docena de hombres. Vornan-19 se hallaba bajo custodia, voluntariamente, pues nadie podía tocarle sin verse fulminado por aquel voltaje de anguila eléctrica suyo. Estaba siendo interrogado. Los hombres que le rodeaban pasaban sucesivamente por el escepticismo, la hostilidad, la diversión y la ira. También esto era una simulación; en ese momento nadie se había tomado la molestia de grabarlo.
Vornan-19 repitió hablando en inglés lo que le había contado a Horst Klein. Los interrogadores le desafiaron en varios puntos de lo dicho. Distante, tolerando su hostilidad, Vornan paró todas sus estocadas. ¿Quién era? Un visitante. ¿De dónde venía? Del año 2999. ¿Cómo había llegado aquí? Transportado en el tiempo. ¿Por qué estaba aquí? Para ver por sí mismo el mundo medieval.
Jack lanzó una risa despectiva.
—Eso me gusta. ¡Para él somos gente del medioevo!
—Es un toque muy convincente —dijo Shirley.
—Todo se lo han inventado los simuladores —observé yo—. De momento no hemos oído ni una sola palabra auténtica.
Pero no tardamos en oírlas. Resumiendo los acontecimientos de los últimos diez días en unas breves frases, el narrador del programa describió el traslado de Vornan-19 a la suite más imponente de un elegante hotel situado en la Via Véneto, cómo había establecido allí su corte para recibir a todos los interesados en verle y cómo había obtenido un guardarropa de excelentes trajes contemporáneos, pidiendo que uno de los sastres más caros de Roma atendiera sus necesidades. Todo el problema de la credibilidad parecía haber sido dejado de lado. Lo que me asombró fue la facilidad con que Roma daba la impresión de haber aceptado esta historia sin ningún tipo de pruebas. ¿Creían realmente que provenía del futuro? ¿O acaso la actitud romana era una enorme broma, un mero capricho autoindulgente?
La pantalla mostró imágenes de piquetes Apocaliptistas delante de su hotel, y de repente comprendí por qué estaba teniendo éxito el fraude: Vornan-19 tenía algo que ofrecerle a un mundo turbado. Si se le aceptaba, se aceptaba el futuro. Los Apocaliptistas estaban intentando negar el futuro. Les contemplé: las máscaras grotescas, los cuerpos pintados, las piruetas lascivas, los carteles que blandían, gritando «¡Alegraos! ¡El fin está cerca!». Agitaban furiosamente los puños hacia el hotel y arrojaban sacos de luz viva hacia el edificio, con lo que hilillos de reluciente pigmento rojo y azul corrían sobre los ladrillos desgastados por el tiempo. El hombre del futuro era la némesis de su culto. Una época desgarrada por los miedos de una extinción inminente se volvía hacia él de una forma sencilla y natural, y con esperanza. En una edad apocalíptica, todas las maravillas son bienvenidas.
—Vornan-19 celebró su primera conferencia de prensa en vivo la última noche en Roma —dijo el narrador—. Treinta reporteros que representaban a los mayores servicios mundiales de noticias le interrogaron.
De repente la pantalla se disolvió en un torbellino de colores, del cual surgió la grabación de la conferencia de prensa. Esta vez no era una simulación: Vornan en persona, vivo, apareció ante mis ojos por primera vez.
Me quedé impresionado. No puedo usar otra palabra. En vista de mi relación posterior con él, permítaseme que lo deje bien claro desde este momento. Le consideraba tan sólo un fraude ingenioso. Sentía desprecio hacia sus pretensiones y despreciaba a quienes, fuera por el motivo que fuese, estaban escogiendo participar en su ridículo juego. Sin embargo, mi primera visión de quien pretendía ser nuestro visitante tuvo en mí un impacto totalmente inesperado. Parecía estar mirando hacia el exterior de la pantalla, relajado y dispuesto a todo, y el efecto de su presencia era algo más que meramente tridimensional.
Era un hombre delgado, de talla un poco inferior a la media, con hombros delicados y algo caídos, un cuello esbelto y femenino y una cabeza finamente modelada, que mantenía orgullosamente erguida. Las líneas de su rostro eran muy pronunciadas: pómulos afilados, mejillas angulosas, mandíbula fuerte, nariz prominente. Su cráneo era ligeramente demasiado grande para su cuerpo; formaba una bóveda bastante alta y era un poco más largo que ancho, y la estructura ósea de atrás habría resultado de interés para un frenólogo, pues su cráneo se hallaba curiosamente prolongado y tenía ciertas protuberancias. Sin embargo, lo que de extraño había en él caía dentro de la gama de lo que puede esperarse hallar en las calles de cualquier gran ciudad.
Tenía el cabello gris, y lo llevaba bastante corto. También sus ojos eran grises. Podría haber tenido cualquier edad entre los treinta y los sesenta años. Su piel carecía de arrugas. Vestía una túnica azul pálido que poseía la sencillez del estilo costoso y en su cuello había un pañuelo pulcramente doblado, de color cereza, proporcionando el único toque de color a toda su persona. Parecía tranquilo, lleno de gracia, alerta, inteligente, encantador y un tanto desdeñoso. No tuve más remedio que pensar en un esbelto gato siamés azul que conocí en el pasado. Tenía la ambivalente sexualidad de un soberbio felino, porque hay algo sinuosamente femenino en casi todos los gatos machos, y Vornan proyectaba esa misma cualidad, ese aspecto bien cuidado de gracia que posee la pantera. No quiero decir con ello que diera la impresión de no tener sexo, sino más bien de que era andrógino, omnisexual, capaz de encontrar y dar placer en cualquier persona o cosa. Recalco el punto de que ésa fue mi primera e inmediata impresión y no algo que ahora esté proyectando hacia el pasado, fruto de lo que luego descubrí sobre Vornan-19.
El carácter es definido básicamente por los ojos y la boca. Ahí se centraba el poder de Vornan. Sus labios eran delgados, su boca resultaba un poco demasiado ancha, sus dientes eran impecables y su sonrisa deslumbrante. Usaba esa sonrisa en destellos parecidos a los de un faro, irradiando una inmensa calidez y preocupación, y la desconectaba con idéntica celeridad, de tal forma que la boca se convertía en una nulidad y el centro de atención se desplazaba a los ojos, gélidos y penetrantes. Ésos eran los dos aspectos más conspicuos de la personalidad de Vornan: la capacidad instantánea de pedir y conseguir amor, representada por el irresistible llamear de su sonrisa; y la veloz retirada a una altivez solitaria y calculadora, representada por el brillo de altanería que había en sus ojos. Charlatán o no, estaba claro que era un hombre extraordinario, y pese a mi desprecio por aquel tipo de charadas, me sentí impulsado a verle en acción. La versión simulada del visitante que se había mostrado antes bajo el interrogatorio de los burócratas había tenido los mismos rasgos, pero le faltaba el poder. El primer instante en que se veía al Vornan vivo transmitía un magnetismo inmediato, que estaba ausente en el zombie creado por ordenador.
La cámara se demoró en él durante quizá treinta segundos, lo suficiente como para registrar su curiosa habilidad para exigir la atención; después recorrió la habitación, mostrando a los periodistas. Por apartado que me halle de estos héroes de la pantalla, reconocí como mínimo a media docena de ellos; y el hecho de que Vornan hubiera sido considerado digno de merecer el tiempo de aquellos reporteros -que eran estrellas mundiales- resultaba importante en sí mismo, un testimonio del efecto que ya había tenido sobre el mundo mientras Jack, Shirley y yo ganduleábamos en el desierto. La cámara siguió su giro, revelando todos los trucos de nuestra era de artefactos: la fuente energética de los instrumentos de grabación, el hocico mate de la entrada de datos del ordenador, la grúa de la cual colgaba el equipo de sonido, la parrilla de sensores de profundidad que impedían que se perdieran las tres dimensiones de la retransmisión televisiva y el pequeño láser de cesio que servía como foco. Normalmente todos estos ingenios se mantienen cuidadosamente ocultos, aunque en este programa se los había hecho pasar a un aparatoso primer plano, como si fueran utensilios con los cuales demostrar que los hombres del medioevo también sabían una o dos cosas.
La conferencia de prensa empezó con una voz que hablaba en los tonos secos y precisos de Londres.
—Señor Vornan, ¿tendría la bondad de repetir lo que ha dicho respecto a su presencia aquí?
—Ciertamente. He venido a través del tiempo para comprender mejor los procesos vitales del primer hombre tecnológico. Mi punto de partida fue el año 2999, según sus sistemas de conteo. Me propongo visitar los centros de su civilización y llevarme de regreso toda una serie de datos con los que deleitar e instruir a mis contemporáneos.
Hablaba con fluidez y sin ninguna vacilación detectable. Su inglés carecía de todo acento; era el inglés que he oído hablar a los ordenadores, un lenguaje construido a partir de fonemas castos y aislados y al que, por ello, le falta toda coloración regional. La calidad robótica de su timbre y su vocalización transmitían claramente la idea de que este hombre hablaba un lenguaje que había aprendido in vacuo, de alguna especie de máquina instructora; pero, por supuesto, un finlandés, un vasco o un uzbeko del siglo veinte que hubieran aprendido inglés mediante cintas habrían sonado en forma muy parecida. En cuanto a la voz de Vornan propiamente dicha, era flexible y bien modulada, agradable al oído.
—¿Cómo es que habla usted inglés? —dijo uno de los periodistas.
—Parecía ser el lenguaje medieval que más útil me resultaría aprender.
—¿No se habla en su tiempo?
—Sólo en una forma muy alterada.
—Háblenos un poco del mundo del futuro.
Vornan sonrió —el encanto de nuevo—, y con voz llena de paciencia, dijo:
—¿Qué le gustaría saber?
—La población.
—No estoy seguro. Varios miles de millones, por lo menos.
—¿Todavía no han llegado a las estrellas?
—Oh, sí, por supuesto.
—¿Cuánto tiempo vive la gente en el año 2999?
—Hasta que se mueren —respondió Vornan con afabilidad—. Es decir, hasta que escogen morir.
—¿Y si no escogen morir?
—Supongo que entonces seguirán viviendo. Realmente, no estoy seguro.
—¿Cuáles son las naciones más poderosas del año 2999?
—No tenemos naciones. Tenemos la Centralidad, y después están las comunidades descentralizadas. Eso es todo.
—¿Qué es la Centralidad?
—Una asociación voluntaria de ciudadanos en un área determinada. Una ciudad, en cierto sentido, pero algo más que una ciudad.
—¿Dónde se encuentra?
Vornan-19 frunció delicadamente el ceño.
—En uno de los continentes principales. He olvidado sus nombres para los continentes.
Jack alzó los ojos hacia mí.
—¿La quito? Está claro que es un fraude. ¡Ni tan siquiera es capaz de resultar convincente en los detalles!
—No, déjala —dijo Shirley.
Parecía estar en trance. Jack volvió a tensarse y yo me apresuré a hablar:
—Sí, veamos un poco más. Es divertido.
—¿…sólo una ciudad, entonces?
—Sí —contestó Vornan—. Compuesta por aquellos que valoran la vida comunal. No existe ninguna necesidad económica para que nos agrupemos, compréndanlo. Cada uno es del todo autosuficiente. Lo que me fascina es la necesidad que tienen ustedes de andar tropezándose continuamente unos con otros. Este asunto del dinero, por ejemplo. Sin él un hombre se muere de hambre, o va desnudo. ¿Tengo razón? Les faltan medios independientes de producción. ¿Estoy en lo correcto al creer que la conversión de energía todavía no es un hecho?
—Depende de a qué se refiera usted al decir conversión de energía —dijo una áspera voz norteamericana—. La humanidad ha tenido medios de conseguir energía desde que se encendieron los primeros fuegos.
—Quiero decir, una conversión de energía eficiente —explicó Vornan, pareciendo algo turbado—. El pleno uso del poder almacenado dentro de un solo… eh, un solo átomo. ¿Les falta esto?
Miré de soslayo a Jack. Estaba agarrando su neumosillón presa de una angustia repentina, y sus rasgos se hallaban distorsionados por la tensión. Aparté nuevamente la mirada pensando que me había entrometido en algo terriblemente privado, y me di cuenta de que una pregunta que tenía una década de vejez acababa de ser respondida, al menos en parte.
Cuando fui capaz de concentrar nuevamente mi atención en la pantalla, Vornan ya no estaba hablando sobre la conversión energética.
—…una gira por el mundo. Deseo probar toda la gama de experiencias disponible en esta era. Y empezaré en los Estados Unidos de América.
—¿Porqué?
—Es mejor ver los procesos de la decadencia en movimiento. Cuando se visita una cultura que se derrumba, es mejor explorar primero a su componente más poderoso. Mi impresión es que el caos que caerá sobre ustedes irradiará hacia el exterior desde los Estados Unidos y, por lo tanto, deseo buscar allí los síntomas en primer lugar.
Dijo esto con una especie de apagada impersonalidad, como si el que nuestra sociedad se estuviera derrumbando resultara algo evidente por sí mismo y no fuera posible ofender a nadie hablando de algo tan obvio. Después conectó su sonrisa el tiempo suficiente para dejar aturdido a su público y lograr que ignorase el presagio tenebroso que había escondido en sus palabras.
La conferencia de prensa siguió desarrollándose hasta llegar a un final nada espectacular. Las preguntas sobre el mundo de Vornan y el método por el cual había llegado a nuestro tiempo fueron contestadas con generalidades tan vagas, que daba la clara impresión de estar burlando a sus interrogadores. De vez en cuando dejaba suponer que quizá diera más detalles sobre algún punto en otro momento; en la mayoría de sus respuestas afirmaba, sencillamente, no saber nada al respecto. Se mostró particularmente evasivo con todos los esfuerzos que se hicieron por sacarle una descripción precisa de los acontecimientos mundiales en nuestro futuro inmediato. Saqué la impresión de que nuestros logros no le merecían un gran respeto, y que estaba un poco sorprendido al descubrir que teníamos electricidad, energía atómica y viajes espaciales en tan temprana etapa del flujo histórico. No hizo intento alguno de ocultar su desdén, pero lo raro es que su altivez no llegaba a resultar irritante. Y cuando el editor de un facboletín canadiense dijo: «¿Qué parte de todo esto espera usted que nos creamos?», él le respondió muy amablemente, «Oh, es usted libre de no creer nada. A mí tanto me da».
Cuando el programa hubo terminado, Shirley se volvió hacia mí y dijo:
—Ahora ya has visto al fabuloso hombre del mañana, Leo. ¿Qué piensas de él?
—Me divierte.
—¿Convencido?
—No seas ridícula. Todo esto es sólo un truco publicitario muy inteligente, que le está funcionando magníficamente a quien sea. Pero hay que concederle algo a ese diablo: tiene encanto.
—Desde luego que lo tiene —dijo Shirley. Miró a su esposo—. Jack, querido, ¿te importaría mucho que me las arreglara para acostarme con él cuando venga a los Estados Unidos? Estoy segura de que en los próximos mil años habrán inventado unas cuantas cosillas en el campo del sexo, y quizá pueda enseñarme algo.
—Muy graciosa —dijo Jack.
Su rostro estaba oscurecido por la rabia. Al darse cuenta de ello, Shirley retrocedió. Me sorprendió que reaccionara de aquella forma tan excesiva ante la inocente sugerencia lujuriosa hecha por ella. Tenía la seguridad de que su matrimonio era lo bastante firme como para que Shirley pudiera jugar a la infidelidad sin irritarle. Y entonces se me ocurrió pensar que no estaba reaccionando a lo dicho por ella sobre acostarse con Vornan, sino que seguía preso de su angustia anterior. Aquellas palabras sobre la conversión total de la energía… un mundo descentralizado en el que cada hombre era autosufíciente como unidad económica…
—¿Os importa? —dijo, y salió de la habitación.
Shirley y yo intercambiamos miradas de inquietud. Ella se mordió el labio, dio unos cuantos tirones de su cabello y, en voz baja y suave, dijo:
—Lo siento, Leo. Sé lo que le tortura, pero no puedo revelártelo.
—Creo que me lo imagino.
—Sí, probablemente tú eres la única persona capaz de imaginárselo.
Desconectó el circuito que opacaba la ventana. Vi a Jack en el solario, agarrado a la barandilla, el cuerpo echado hacia adelante, medio encogido, contemplando el desierto sumido en la oscuridad. Sobre las cimas de las montañas brilló el zigzag del rayo, al oeste, y después nos llegó la furia instantánea de un temporal de invierno. Cortinas de agua fluyeron como cascadas por el panel de vidrio. Jack siguió allí, más una estatua que un hombre, y dejó que la tormenta descargara su fuerza sobre él. Sentí bajo mis pies el ronroneo del sistema vital de la casa, a medida que las bombas de almacenamiento absorbían el agua en las cisternas para su uso posterior.
Shirley vino hacia mí y me puso la mano en el brazo.
—Tengo miedo —murmuró—. Leo, tengo miedo.