UNO

Supongo que unas memorias de este tipo deberían empezar con alguna clase de aclaración sobre mi compromiso personal: yo era el hombre, yo estuve ahí, yo sufrí. Y, de hecho, mi relación con los improbables acontecimientos de los últimos doce meses fue grande. Conocí al hombre del futuro. Le seguí en su órbita de pesadilla alrededor de nuestro mundo. Estuve con él al final.

Pero no al principio. Y por eso, si debo narrar toda su historia, debo hacer una historia más que completa de quién soy yo. Cuando Vornan-19 llegó a nuestra era, yo me encontraba tan alejado de incluso los más extraordinarios acontecimientos ocurridos que no me enteré de ello hasta pasadas varias semanas. Sin embargo, finalmente me vi arrastrado al torbellino que creó… como lo fueron ustedes, todos ustedes, como lo fuimos todos y cada uno de nosotros en todas partes.

Soy Leo Garfield. Esta noche, el 5 de diciembre del año 1999, he cumplido los cincuenta y dos años. Estoy soltero —por decisión propia—, y tengo una salud excelente. Vivo en Irvine, California, y ocupo la Cátedra Schultz de Física en la Universidad de California. Mi trabajo está relacionado con la inversión temporal de las partículas subatómicas. Nunca he enseñado en las aulas. Tengo varios estudiantes jóvenes ya graduados a los que considero como mis alumnos, igual que lo hace la Universidad, pero en nuestro laboratorio no existe ninguna instrucción formal en el sentido habitual del término. He consagrado la mayor parte de mi existencia adulta a la física de la inversión temporal, y mi mayor éxito ha sido persuadir a unos cuantos electrones de que se dieran la vuelta y salieran huyendo hacia el pasado. Hubo un tiempo en el cual pensé que eso era un logro considerable.

Cuando llegó Vornan-19, hace poco menos de un año, yo había llegado a un callejón sin salida en mi trabajo y había ido al desierto para poder estar de mal humor hasta que hubiera rebasado el punto de bloqueo. No ofrezco eso como excusa para mi fracaso en cuanto a estar enterado de las noticias de su llegada. Me alojaba en casa de unos amigos a unos ochenta kilómetros al sur de Tucson, en una vivienda totalmente moderna equipada con pantallas murales, datáfonos y los demás canales de comunicación que podían esperarse, y supongo que podría haber seguido los acontecimientos desde los primeros boletines. Si no lo hice fue porque no tenía la costumbre de seguir muy de cerca la actualidad, y no porque me hallara en ningún estado de aislamiento. Mis largos paseos de cada día por el desierto eran espiritualmente de gran utilidad, pero cuando llegaba la noche volvía a unirme con la raza humana.

Así pues, cuando vuelva a narrar la historia de cómo Vornan-19 apareció entre nosotros, deben comprender que lo estoy haciendo mediante fuentes lejanas. Para cuando llegué a estar metido en ella, la historia era tan vieja como la caída de Bizancio o los triunfos de Atila, y me enteré de ella como habría podido enterarme de cualquier acontecimiento histórico.

Se materializó en Roma la tarde del 25 de diciembre de 1998.

¿Roma? ¿El día de Navidad? Seguramente debió escoger esa fecha para producir un efecto deliberado. ¿Un nuevo Mesías, cayendo del cielo en esa ciudad y en esa fecha? ¡Qué obvio! ¡Qué barato!

Pero, de hecho, él insistió en que había sido accidental. Sonrió de esa irresistible forma suya, se pasó los pulgares por la suave piel que había bajo sus párpados y, en voz baja, dijo:

—Tenía una posibilidad entre trescientas sesenta y cinco de aparecer en un día cualquiera. Dejé que las probabilidades siguieran sus propios deseos. ¿Puedes volver a explicarme cuál es el significado de este Día de la Navidad?

—El nacimiento del Salvador —dije yo—, hace mucho tiempo.

—¿El salvador de qué, por favor?

—De la humanidad. El que vino a redimirnos del pecado.

Vornan-19 contempló esa esfera de vacío que siempre parecía estar acechando aproximadamente a un metro por delante de su cara. Supongo que estaba meditando en los conceptos de la salvación, la redención y el pecado, intentando meter algo de contenido en aquellos sonidos. Finalmente, dijo:

—¿Este redentor de la humanidad nació en Roma?

—En Belén.

—¿Un suburbio de Roma?

—No exactamente —dije—. Pero dado que llegaste el día de Navidad, tendrías que haber aparecido en Belén.

—Lo habría hecho, si lo hubiera planeado buscando tal efecto —replicó Vornan—. Pero no sabía nada de esa figura santa vuestra, Leo. Ni el día de su nacimiento, ni dónde nació ni su nombre.

—¿Ha sido olvidado Jesús en vuestro tiempo, Vornan?

—Soy un hombre muy ignorante, como debo recordarte a cada instante. Nunca he estudiado las religiones antiguas. Fue el azar lo que me llevó a ese sitio en aquel momento —y una expresión traviesa parpadeó por un instante, igual que un relámpago juguetón, por sus elegantes rasgos.

Quizá estaba diciendo la verdad. Belén podría haber sido más efectivo si hubiera querido manipular el efecto Mesías. Ya que escogió Roma, por lo menos habría podido aparecer en la plaza que hay delante de San Pedro, digamos que justo cuando el papa Sixto le estaba dando su bendición a las multitudes. Una iridiscencia plateada, una figura que baja flotando hacia el suelo, los devotos atónitos arrodillándose por centenas de millares, el mensajero del futuro posándose suavemente, sonriendo, haciendo la señal de la Cruz, enviando a través de las multitudes la silenciosa corriente de buena voluntad y tranquila paz que mejor convenía a esa jornada de celebración. Pero no lo hizo. En vez de eso, apareció a los pies de las Escalinatas Españolas, junto a la fuente, en esa calle normalmente repleta de gente acomodada que se dirige hacia las boutiques de la Via Condotti para hacer sus compras.

Al mediodía de la Navidad, la Piazza di Spagna estaba casi vacía, las tiendas de la Via Condotti habían cerrado y las mismas Escalinatas se encontraban despejadas de sus tradicionales ocupantes. En los peldaños de arriba había unos cuantos devotos que iban a la iglesia de la Trinita dei Monti. Era un frío día invernal, con copos de nieve girando en el cielo gris; un viento áspero soplaba desde el Tíber. Roma estaba nerviosa ese día. Los Apocaliptistas habían creado disturbios la noche anterior; turbas feroces de rostros pintados habían ocupado el Foro, danzando en un ballet de la Noche de Walpurgis fuera de temporada alrededor de los maltrechos muros del Coliseo y luego se habían esparcido por la horrible masa del monumento a Víctor Manuel para profanar su blancura con salvajes copulaciones. Era el peor de todos los estallidos de irracionalidad que habían azotado a Roma durante ese año, aunque no era tan violento como, digamos, la acostumbrada erupción Apocaliptista de Londres, o lo ocurrido en Nueva York. Aun así, los carabinieri que blandían látigos neurales sólo pudieron apaciguarlo con grandes dificultades, abriéndose paso por entre los miembros del culto que chillaban y gesticulaban, teniendo que actuar de forma totalmente implacable. Dicen que hacia el amanecer la Ciudad Eterna seguía resonando con el eco de los gritos de aquellas saturnales. Después llegó la mañana del Cristo Niño y al mediodía, mientras que yo aún dormía en el cálido invierno de Arizona, del cielo duro como el hierro apareció la resplandeciente figura de Vornan-19, el hombre del futuro.

Hubo noventa y nueve testigos. Estuvieron de acuerdo en todos los detalles básicos.

Bajó del cielo. Todos los que fueron interrogados informaron que apareció trazando un arco sobre la Trinita dei Monti, que voló sobre las Escalinatas Españolas y que se posó en la Piazza de Spagna, unos cuantos metros más allá de la fuente en forma de barco. Casi todos los testigos dijeron que dejó una línea brillante por el aire a medida que bajaba, pero ninguno afirmó haber visto un vehículo de alguna clase. A menos que las leyes de la caída de los cuerpos hubieran sido repelidas, Vornan-19 estaría viajando a una velocidad de casi mil metros por segundo en el momento del impacto, si adscribimos a la teoría de que había sido liberado de algún vehículo suspendido por encima de la iglesia a suficiente altura como para ser invisible.

Y aun así aterrizó erguido, sobre sus dos pies, sin ninguna señal aparente de incomodidad. Luego habló vagamente de un «neutralizador de gravedad» que había amortiguado su descenso, pero no dio ningún detalle, y ahora no es probable que vayamos a descubrirlo.

Iba desnudo. Tres testigos afirmaron que le rodeaba un aura o nimbo resplandeciente, dejando al descubierto los contornos de su cuerpo pero siendo lo bastante opaca en la región genital como para proteger su desnudez. Un halo-taparrabos, por así decirlo. Da la casualidad de que esos tres testigos eran monjas que se encontraban en los peldaños de la iglesia. Los noventa y seis testigos restantes insistieron en la total desnudez de Vornan-19. La mayor parte de ellos fueron capaces de describir la anatomía de su sistema reproductivo externo con detalles bastante explícitos. Vornan era un hombre de excepcional masculinidad, como todos acabamos sabiendo, pero esas revelaciones se hallaban todavía en el futuro cuando los testigos oculares describieron lo bien equipado que estaba.

Problema: ¿Tuvieron las monjas una alucinación colectiva, consistente en el nimbo que supuestamente protegía la modestia de Vornan? ¿Inventaron deliberadamente las monjas la existencia del nimbo para proteger su propia modestia? ¿O dispuso Vornan las cosas para que la mayoría de los testigos le vieran del todo, mientras que quienes podían sufrir molestias emocionales a causa del espectáculo tuvieran una imagen distinta de él?

No lo sé. El culto del Apocalipsis nos ha proporcionado una amplia evidencia de que las alucinaciones colectivas son posibles, así que no rechazo la primera sugerencia. Ni tampoco la segunda, pues la religión organizada nos ha proporcionado dos mil años de precedentes para poder afirmar fríamente que sus funcionarios no siempre dicen la verdad. En cuanto a la idea de que Vornan pudiera tomarse la molestia de ahorrarle a las monjas el espectáculo de su desnudez, soy más bien escéptico. Nunca fue su estilo el proteger a nadie contra ninguna clase de sacudida emocional, y tampoco parecía ser realmente consciente de que los seres humanos necesitaran ser protegidos de algo tan asombroso como el cuerpo de un congénere suyo. Además, si ni tan siquiera había oído hablar de Cristo, ¿cómo podía haber sabido nada sobre las monjas y sus votos? Pero me niego a subestimar la tortuosidad de su espíritu. Y tampoco pienso que a Vornan le hubiera sido técnicamente imposible aparecer de una forma ante noventa y seis espectadores, y de otra a los tres restantes.

Sabemos que las monjas huyeron hacia el interior de la iglesia unos instantes después de su llegada. Algunos de los demás dieron por sentado que Vornan era alguna clase de maníaco Apocaliptista y dejaron de prestarle atención. Pero una buena cantidad de ellos se quedaron observándole con fascinación, mientras que el desnudo desconocido daba vueltas por la Piazza di Spagna tras haber hecho su espectacular aparición, inspeccionando primero la fuente, luego los escaparates del otro lado y después la hilera de automóviles aparcados junto a la acera. El frío del invierno no parecía tener efecto alguno sobre él. Cuando hubo visto todo lo que deseaba ver a ese lado de la plaza, la cruzó y empezó a subir las escaleras. Se encontraba en el quinto peldaño y no había ninguna prisa en sus movimientos cuando un policía de aspecto muy nervioso fue corriendo hacia él y le gritó que bajara y se metiera en el furgón.

—No haré lo que me dices —replicó Vornan-19.

Ésas fueron las primeras palabras que nos dirigió, la primera línea de su Epístola a los Bárbaros. Habló en inglés. Muchos de los testigos oyeron y comprendieron lo que había dicho. El policía no le entendió y siguió arengándole en italiano.

—Soy un viajero de una era lejana —dijo Vornan-19—. Estoy aquí para inspeccionar vuestro mundo.

Seguía hablando en inglés. El policía casi balbuceaba. Creía que Vornan era un Apocaliptista y, además, un Apocaliptista norteamericano, la peor especie. El deber del policía era defender la decencia de Roma y la santidad del Día de Navidad contra las vulgaridades de este loco exhibicionista. Le gritó al visitante que bajara los escalones. Ignorándole, Vornan-19 se dio la vuelta y siguió subiendo serenamente. La visión de aquellas nalgas pálidas y esbeltas que se alejaban de él enloqueció al agente de la ley. Se quitó la capa y subió corriendo los escalones, decidido a envolver con ella al desconocido.

Los testigos declaran que Vornan-19 no miró al policía y que no le tocó para nada. El agente, sosteniendo su capa en la mano izquierda, alargó la derecha para coger a Vornan por el hombro. Hubo una descarga de una débil iridiscencia azul amarillenta y un ligero chasquido, y el policía retrocedió tambaleándose igual que si hubiera sufrido una sacudida eléctrica. Se dobló sobre sí mismo mientras caía, bajó rodando hasta el final de las escaleras y quedó tendido como un fardo, estremeciéndose débilmente. Los espectadores retrocedieron. Vornan-19 siguió subiendo por los escalones hasta llegar al final, y una vez allí se detuvo para contarle a uno de los testigos unas cuantas cosas sobre sí mismo.

El testigo era un Apocaliptista alemán llamado Horst Klein, de diecinueve años, que había tomado parte en las orgías del Foro entre la medianoche y el amanecer, y que ahora, demasiado excitado para irse a dormir, vagaba por la ciudad en un estado de ánimo parecido a la depresión post coitum. El joven Klein, que hablaba con fluidez el inglés, se convirtió en una personalidad televisiva familiar durante los días siguientes, repitiendo su historia en beneficio de las cadenas de noticias mundiales. Después cayó en el olvido, pero su sitio en la historia está asegurado. No dudo de que en algún lugar de Mecklenburg o Schleswig todavía sigue repitiendo la conversación en el día de hoy.

Cuando Vornan-19 se aproximó a él, Klein dijo:

—No deberías matar a los carabinieri. No te lo perdonarán.

—No está muerto. Un poco aturdido, eso es todo.

—No hablas como un norteamericano —dijo Klein.

—No lo soy. Vengo de la Centralidad. Eso se encuentra a mil años de distancia, ¿comprendes?

Klein se rió.

—El mundo terminará dentro de trescientos setenta y dos días.

—¿Eso crees? De todas formas, ¿en qué año estamos?

—1998. El veinticinco de diciembre.

—Al mundo le quedan por lo menos mil años. De eso estoy seguro. Soy Vornan-19 y estoy aquí como visitante. Necesito hospitalidad. Me gustaría probar vuestra comida y vuestro vino. Deseo llevar ropas del período. Estoy interesado en las antiguas prácticas sexuales. ¿Dónde puedo encontrar una casa de relación?

—Ese edificio gris de ahí —dijo Klein, señalando hacia la iglesia de Trinita dei Monti—. Dentro cuidarán de todas tus necesidades. Sólo debes decirles que vienes del futuro, mil años a partir de ahora. 2998, ¿no?

—2999 según vuestro sistema.

—Bien. Les encantarás. Lo único que debes hacer es demostrarles que el mundo no va a terminar dentro de un año a contar desde el día de Año Nuevo, y te darán cuanto quieras.

—El mundo no terminará tan pronto —dijo gravemente Vornan-19—. Te doy las gracias, amigo mío.

Y empezó a ir hacia la iglesia.

Unos carabinieri sin aliento se lanzaron sobre él desde varias direcciones a la vez. No se atrevieron a aproximarse a más de cuatro metros de su persona, pero formaron una falange que le impedía el acceso a la iglesia. Iban armados con látigos neurales. Uno de ellos arrojó su capa a los pies de Vornan.

—Ponte eso.

—No hablo vuestro lenguaje.

—Quieren que cubras tu cuerpo —dijo Horst Klein—. Su visión les ofende.

—Mi cuerpo no está deformado —dijo Vornan-19—. ¿Por qué debería cubrirlo?

—Quieren que lo hagas y tienen látigos neurales. Pueden hacerte daño con ellos. ¿Ves? Son esas varas grises que llevan en las manos.

—¿Puedo examinar tu arma? —le dijo afablemente el visitante al agente más cercano.

Alargó la mano hacia ella. El agente retrocedió. Vornan se movió con una velocidad que parecía imposible y arrancó el látigo de la mano del policía. Lo cogió por la punta utilizada para golpear y tendría que haber recibido una descarga aturdidora casi letal, pero, fuera por lo que fuese, no la recibió. El policía se quedó con la boca abierta, mientras que Vornan estudiaba el látigo, haciéndolo funcionar despreocupadamente y pasando la mano por la zona metálica para sentir los efectos que producía. Los agentes retrocedieron, persignándose con fervor.

Horst Klein se abrió paso a través de la falange, que estaba desintegrándose, y se arrojó a los pies de Vornan:

—Vienes realmente del futuro, ¿verdad?

—Por supuesto.

—¿Cómo lo haces… cómo puedes tocar el látigo?

—Estas fuerzas tan suaves pueden ser absorbidas y transformadas —dijo Vornan—. ¿Todavía no poseéis los rituales de energía?

El joven alemán, tembloroso, meneó la cabeza. Cogió la capa del policía y se la ofreció al hombre desnudo.

—Tápate con esto —murmuró—. Por favor. Haznos más fáciles las cosas. No puedes andar por ahí desnudo…

Sorprendentemente, Vornan consintió. Después de algunas dificultades, logró ponerse la capa.

—¿El mundo no terminará en un año? —dijo Klein.

—Desde luego que no.

—¡He sido un idiota!

—Quizá.

Las lágrimas corrieron por sus anchas mejillas teutónicas, carentes de toda arruga. La débil risa del agotamiento se abrió paso por entre los labios de Horst Klein. Se inclinó sobre la fría losa de piedra en una improvisada reverencia árabe ante Vornan-19. Temblando, sollozando, jadeando, Horst Klein renunció a su fe en el movimiento Apocaliptista.

El hombre del futuro había conseguido su primer discípulo.

Загрузка...