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Krug lo comprendía. Y la idea no le impresionaba especialmente. La torre iba a ser tan grande, no por que lo exigiera su ego, sino porque las ecuaciones de generación de ondas de taquiones se empeñaban en ello. Para llegar al otro lado de la barrera de la velocidad lumínica se necesitaba poder. Y no se conseguía poder sin tamaño.

—Mirad —dijo Krug—, no me interesan los monumentos. Ya tengo monumentos. Lo que quiero es contacto.

Aquella tarde, había llevado a ocho personas hasta la torre: Vargas, Spaulding, Manuel y cinco de los elegantes amigos de éste. Los amigos de Manuel, tratando de dedicarle un cumplido, hablaban de cómo las generaciones futuras reverenciarían la torre por su inmensidad. A Krug no le agradaba la idea. Cuando Niccolo Vargas decía que la torre seria la primera catedral de la era galáctica, estaba bien. Tenía un significado simbólico. Era una manera de decir que la torre era importante porque marcaba el inicio de una nueva fase en la existencia del hombre. Pero ¿alabar la torre sólo porque era grande? ¿Qué clase de alabanza era ésa? ¿Quién necesitaba nada grande? ¿Quién quería nada grande? Sólo la gente pequeña quería cosas grandes.

Le resultaba muy difícil encontrar palabras para explicar su torre.

—Díselo tú, Manuel —pidió—. Explícaselo. La torre no es sólo un enorme montón de cristal. El tamaño no importa. Tú lo comprendes. Tú encuentras palabras.

—El principal problema técnico es enviar un mensaje que viaje más de prisa que la luz —empezó Manuel—. Es necesario, porque el doctor Vargas ha determinado que la civilización galáctica con la que intentamos hablar está a… ¿cuánto…? trescientos años luz. Eso significa que, si les enviamos un mensaje normal por radio, no lo recibirían hasta el siglo veintiséis, y nosotros no obtendríamos respuesta hasta el 2850, y mi padre no puede esperar tanto tiempo para saber lo que tienen que decir. Mi padre es un hombre impaciente. Entonces, para hacer que algo viaje más de prisa que la luz, tenemos que generar algo que recibe el nombre de taquiones. No puedo deciros gran cosa sobre ellos, excepto que viajan muy de prisa y que hace falta un impulso de mil diablos para darles la velocidad adecuada. De ahí la necesidad de construir una torre de transmisión que, sólo incidentalmente, tiene mil quinientos metros de altura, porque…

Krug sacudió la cabeza, airado, mientras Manuel seguía hablando. La voz de su hijo tenía ese tono ligero, burlón, que él tanto detestaba. ¿Por qué el chico no podía tomarse nada en serio? ¿Por qué no podía dejarse llevar por el romanticismo y la maravilla de la torre, de todo el proyecto? ¿Por qué había aquella ironía en su voz? ¿Por qué no iba al corazón de la empresa, a su auténtico significado?

Ese significado estaba terriblemente claro para Krug. ¡Si pudiera formular lo que pensaba…!

»Mirad —diría—, hace mil millones de años no había ni un hombre, sólo un pez. Una cosa resbaladiza con agallas, escamas y ojillos redondos. Vivía en el océano, y el océano era como una cárcel, y el aire era como un tejado encima de la cárcel. Nadie podía atravesar el tejado. “Si lo atraviesas, morirás” decía todo el mundo. Y llegó este pez, que lo atravesó, y murió. Y luego llegó aquel otro pez, que lo atravesó y murió. Pero hubo otro pez, que lo atravesó, y fue como si su cerebro ardiera, y las agallas le estallaran, y el aire le ahogaba, y el sol era una antorcha en sus ojos, y estaba allí, tendido en el barro, deseando morir, pero no murió. Se arrastró playa abajo, volvió al agua y dijo: “¡Eh, ahí arriba hay todo un mundo nuevo”. Y volvió a subir, y se quedó tal vez dos días, y luego murió. Y otros peces se hicieron preguntas sobre ese mundo. Y se arrastraron hacia la orilla lodosa. Y se quedaron. Y aprendieron a respirar aire. Y aprendieron a erguirse, a caminar, a vivir con la luz del sol en los ojos. Y se convirtieron en lagartos, en dinosaurios, en otras cosas, y caminaron durante millones de años, y empezaron a erguirse sobre las patas traseras, y utilizaron las manos para agarrar cosas, y se convirtieron en monos, y los monos se fueron haciendo más inteligentes, y se convirtieron en hombres. En todo momento, algunos de ellos, al menos unos pocos, siguieron buscando nuevos mundos. Les dices: “Volvamos al océano, seamos peces de nuevo, así es más fácil”. Y quizá la mitad de ellos están dispuestos a hacerlo, quizá más de la mitad, pero siempre hay alguno que dice: “No seáis locos. No podemos volver a ser peces. Somos hombres”. Así que no regresan al mar. Siguen subiendo. E inventan el fuego, las hachas, las ruedas y hacen carros, y casas, y ropa, y luego barcos, y coches, y trenes. ¿Por qué suben? ¿Qué quieren encontrar? No lo saben. Algunos de ellos buscan a Dios, y otros buscan poder, y otros, simplemente, buscan. Dicen: “Hay que seguir adelante, si no, mueres”. Y entonces van a la Luna, y van a los planetas, y siempre hay otros que dicen: “Se estaba bien en el océano, todo era más fácil en el océano, ¿qué hacemos aquí? ¿Por qué no volvemos?”. Y unos cuantos tienen que decir: “No volveremos, seguiremos adelante, eso es lo que hacen los hombres”.

»Así que hay hombres que van a Marte y a Ganímedes y a Titán y a Calixto y a Plutón y a esos lugares, pero, busquen lo que busquen, no lo encuentran allí; así que quieren más mundos, y van también a las estrellas, al menos a las cercanas, y envían sondas y más sondas que gritan: “Eh, mírame, me ha hecho el hombre! ¡El hombre me ha enviado!”. Y nadie responde. Y la gente, los que no querían salir del océano, dicen: “Muy bien, muy bien, ya basta, podemos parar aquí. Es inútil seguir buscando. Sabemos quiénes somos. Somos hombres. Somos grandes, somos importantes, lo somos todo; ya es hora de que dejemos de esforzarnos, porque no necesitamos esforzarnos. Sentémonos al sol y dejemos que los androides nos sirvan la cena”. Y nos sentamos. Y quizá nos oxidamos un poco. Y entonces llega una voz del cielo, y dice, 2-4-1, 2-5-1, 3-3. ¿Quién sabe qué es eso? Quizá sea Dios, diciéndonos que vayamos a buscarle. Quizá sea el Diablo, diciéndonos lo imbéciles que somos. ¿Quién sabe? Podemos fingir que no hemos oído. Podemos sentarnos al sol y sonreír. O podemos responder. Podemos decir: “Escuchad, somos nosotros, os habla el hombre, hemos hecho esto y aquello, ahora decidnos quiénes sois y qué habéis hecho”. Y yo creo que tenemos que responder. Si estás en una cárcel, te escapas. Si ves una puerta, la abres. Si oyes una voz, respondes. Eso es lo principal del hombre. Y por eso estoy construyendo la torre. Tenemos que responderles. Tenemos que decirles que estamos aquí. Tenemos que contactar con ellos, porque ya hemos estado solos demasiado tiempo, y eso hace que tengamos ideas raras sobre nuestro lugar y nuestro objetivo. Tenemos que seguir moviéndonos, salir del océano, subir por la playa, adelante, adelante, adelante, porque cuando dejemos de movernos, cuando volvamos la espalda a lo que tenemos frente a nosotros, entonces será cuando volvamos a respirar a través de branquias.

»¿Entendéis ya el porqué de la torre? ¿Creéis que existe porque Krug quiere levantar una cosa gigantesca que demuestre lo grande que es? Krug no es grande, sólo rico. El hombre es grande. El hombre está construyendo esta torre. ¡El hombre va a decir hola a NGC 7293!

Las palabras estaban dentro del cráneo de Krug. Pero le resultaba muy difícil dejarlas salir.

—Quizá yo pueda aclarar un poco las cosas —estaba diciendo Vargas—. Hace muchos siglos, se calculó matemáticamente que cuando la velocidad de una partícula de materia se aproxima a la de la luz, la masa de esa partícula se aproxima al infinito. Así que la velocidad de la luz es una velocidad limite para la materia, ya que, presumiblemente, si pudiéramos acelerar un solo electrón hasta que alcanzara dicha velocidad, su masa se expandiría hasta llenar el universo. Nada viaja a la velocidad de la luz, excepto la misma luz y las radiaciones equivalentes. Nuestras sondas estelares siempre han ido a velocidades inferiores, porque no podemos conseguir que sobrepasen ese limite. … y, por lo que yo sé, nunca lo conseguiremos, así que nunca habrá una nave capaz de llegar a la estrella más próxima en menos de cinco años.

“Pero la velocidad de la luz es una velocidad límite sólo para partículas de masa finita. Tenemos pruebas matemáticas de la existencia de otra clase completamente diferente de partículas, partículas con una masa cero, capaces de viajar a velocidades infinitas: taquiones, esto es, entidades para las que la velocidad de la luz es su limite mínimo absoluto. Si pudiéramos convertirnos en puñados de taquiones y recuperar nuestra auténtica forma al llegar a nuestro destino —un transmat interestelar, por llamarlo de alguna manera—, habríamos conseguido un modo de viajar más de prisa que la luz. No creo que ese descubrimiento vaya a tener lugar en mucho tiempo, pero sabemos cómo generar taquiones mediante el bombardeo de partículas aceleradas, y creemos poder enviar mensajes interestelares instantáneos con un rayo de taquiones modulado que, gracias a la interacción con partículas convencionales, puede manifestarse en forma de una señal fácilmente detectable incluso para una cultura que no tenga tecnología taquiónica, sino sólo comunicaciones electromagnéticas.

“De cualquier manera, algunos estudios preliminares demostraron que para generar un rayo interestelar de taquiones, necesitaríamos fuerzas equivalentes a 1015 voltios, junto con un sistema de multiplicadores y relés de energía. Por tanto, era más sencillo conseguir estas fuerzas erigiendo una sola torre de mil quinientos metros de altura, diseñada para que hubiera un flujo ininterrumpido de fotones…

—Se han perdido —gruñó Krug—. Olvídalo. Es inútil. —Sonrió feroz a los amigos de su hijo—. ¡La torre tiene que ser grande, eso es todo! Si queremos que un mensaje llegue de prisa, tenemos que gritar fuerte, ¿no?

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