5

—Nueva York —dijo Krug—. Al despacho superior.

Spaulding y él entraron en el cubículo. El suave brillo verde del campo transmat ascendió por la abertura del suelo, formando una cortina que dividió en dos el cubículo. El ectógeno fijó las coordenadas. Los generadores de energía ocultos del transmat, girando incesantemente sobre sus polos en algún lugar bajo el Atlántico, condensaban la fuerza theta que hacía posible el viaje transmat. Krug no se molestó en comprobar las coordenadas fijadas por Spaulding. Confiaba en su personal. Una mínima distorsión en la abscisa, y los átomos de Krug se dispersarían sin remedio al viento frío; pero entró sin titubear en el brillo verde.

No hubo ninguna sensación. Krug fue destruido. Un rayo de ondículas marcadas recorrió varios miles de kilómetros, hasta un receptor sintonizado. Y Krug fue reconstruido. El campo transmat dividía el cuerpo humano en unidades subatómicas tan rápidamente, que ningún sistema neural podía registrar el dolor; y la restauración a la vida llegaba con la misma velocidad. Entero e ileso, Krug emergió, todavía con Spaulding al lado, en el cubículo transmat de su despacho.

—Encárgate de Quenelle —dijo Krug—. Llegará al piso de abajo. Entreténla. No quiero que se me moleste al menos durante una hora.

Spaulding salió, Krug cerró los ojos.

La caída del bloque le había molestado mucho. No era el primer accidente que tenía lugar durante la construcción de la torre. Probablemente, tampoco sería el último. Hoy se habían perdido vidas. Sólo vidas androides, cierto, pero vidas al fin y al cabo. El desperdicio de vida, de energía o de tiempo le enfurecían. ¿Cómo podía elevarse la torre si los bloques caían? Si no había torre, ¿cómo enviaría a través de los cielos el mensaje de que el hombre existía, de que era algo a tener en cuenta? ¿Cómo podría formular las preguntas que debían ser formuladas?

Krug sufría. Krug se sentía al borde de la desesperación ante la inmensidad de la tarea que se había autoimpuesto.

En momentos de fatiga o tensión, se concienciaba morbosamente de la presencia de su cuerpo como prisión de su alma. Los pliegues en el vientre, la zona siempre rígida en la base del cuello, el leve temblor del párpado superior izquierdo, la ligera presión constante en la vejiga, la sequedad en la garganta, el burbujeo en la rótula, cada insinuación de mortalidad resonaba en él como un carillón. A menudo, su cuerpo le parecía absurdo, una simple bolsa de carne, huesos, sangre, heces; una miscelánea de cuerdas, hebras, filamentos, que temblaba bajo el ataque del tiempo, deteriorándose de año en año, de hora en hora. ¿Qué había de noble en tal montón de protoplasma? ¡El absurdo de las uñas! ¡La imbecilidad de las fosas nasales! ¡La estupidez de los codos! Pero, palpitando bajo el blindaje del cráneo, latía atento el cerebro gris, como una bomba enterrada en el lodo. Krug despreciaba su carne, pero sólo podía sentir asombro ante su cerebro, ante el cerebro humano en abstracto. Su auténtica krugidad estaba en esa masa de tejidos suavemente plegados, no en otro lugar, no en las entrañas, no en la entrepierna, no en el pecho, sino en la mente. El cuerpo se pudría mientras su propietario aún lo usaba; entretanto, la mente se remontaba hasta las más lejanas galaxias.

—Masaje —dijo Krug.

El timbre y tono de su orden hicieron que una mesa levemente vibrante surgiera de una pared. Tres androides hembra, atentas en todo momento, entraron en la habitación. Sus cuerpos elásticos estaban desnudos. Eran modelos gamma estándar, que podrían haber sido trillizas de no ser por las habituales divergencias menores en la programación del somatotipo. Tenían pechos pequeños y altos, vientre planos, cinturas estrechas, caderas acampanadas y nalgas llenas. Tenían pelo en el cráneo y en las cejas, pero no en el cuerpo, lo que les daba un cierto aspecto asexuado. Pero el monte del sexo estaba inscrito entre sus piernas, y Krug, si sus gustos se inclinasen hacia ese tipo de cosas, podría separar esas piernas y encontrar entre ellas una razonable imitación de la pasión. Pero sus gustos no iban por ahí; aunque Krug había incluido deliberadamente un elemento de sensualidad en sus androides. Les había proporcionado genitales funcionales, pero estériles, de la misma manera en que los había dotado de ombligos apropiados, aunque innecesarios. Quería que sus creaciones parecieran humanas —al margen de las modificaciones necesarias—, y que hicieran la mayoría de la cosas que hacen los humanos Sus androides no eran robots. Había creado humanos sintéticos, no simples máquinas.

Las tres gammas le desnudaron con eficacia y trabajaron sobre él con dedos hábiles, Krug yacía sobre el vientre. Incansables, masajearon su carne y tonificaron sus músculos. El miró hacia el otro lado del despacho, hacia las imágenes en la pared más lejana.

La habitación estaba amueblada con sencillez, casi con severidad. Un rectángulo alargado que contenía un escritorio, un terminal de ordenador, una pequeña escultura sombría, y un tapiz oscuro que, al roce de un tachón repolarizante, descubría mucho más abajo el panorama de Nueva York. La iluminación, sutil e indirecta, mantenía el despacho en un crepúsculo permanente. Pero, en una pared, brillaba un dibujo con una luminiscencia amarilla:



Era el mensaje proveniente de las estrellas.

El observatorio de Vargas lo había recogido al principio en forma de una serie de leves radioimpulsos a 9.100 megaciclos. Dos impulsos rápidos, una pausa, cuatro impulsos, una pausa, un impulso, etcétera. La pauta se repitió un millar de veces en un lapso de dos días, y luego se detuvo. Un mes más tarde, reapareció a 1.421 megaciclos, la frecuencia del hidrógeno 21 centímetros, y se repitió otra tanda de mil veces. Un mes después, llegó a la mitad y al doble de esa frecuencia, un millar de cada.

Más tarde, Vargas consiguió detectarla ópticamente con un intenso rayo láser cuya longitud de onda era de 5.000 angströms.

La pauta era siempre igual, grupos de breves ráfagas de información: 2… 4… 1… 2… 5… 1… 3… 1. Cada subcomponente de la serie quedaba separadó del anterior por una pausa apreciable, y había otra pausa mucho más prolongada entre cada repetición de todo el grupo de impulsos.

Tenía que ser un mensaje. Para Krug, la secuencia 2-4-1-2-5-1-3-1 se había convertido en un número sagrado, los símbolos de apertura de una nueva cábala. La pauta no sólo estaba destacada en su pared, sino que con el roce de un dedo podía hacer que el sonido de la señal alienígena susurrase por la sala en cualquiera de sus frecuencias audibles y la escultura junto a su escritorio estaba diseñada para emitir la secuencia en brillantes ráfagas de luz coherente.

La señal le obsesionaba. Su universo giraba ahora en torno a la búsqueda de una manera de responder. De noche, miraba las estrellas, mareado por la cascada de luz, y contemplaba las galaxias pensando: “Soy Krug, soy Krug, os espero aquí, ¡habladme de nuevo!”. No admitía ninguna posibilidad de que la señal de las estrellas pudiera ser algo diferente de una comunicación consciente y directa. Había dedicado todos sus considerables recursos a la tarea de darle una respuesta.

—Pero ¿no hay ninguna posibilidad de que el “mensaje” pudiera ser algún fenómeno natural?

Ninguna. La persistencia con que llegó, y la variedad de medios, indica la presencia de una consciencia tras ella. Alguien intenta decirnos algo.

—¿Qué significado tienen esos números? ¿Son alguna especie de pi galáctico?

No vemos ningún sentido matemático obvio. Aparentemente, no forman ninguna progresión aritmética inteligible. Los criptógrafos nos han proporcionado al menos cincuenta sugerencias ingeniosas, lo que hace que las cincuenta sean igualmente sospechosas. Creemos que los números fueron elegidos completamente al azar.

—¿De qué sirve un mensaje que no tiene ningún contenido comprensible?

El mensaje es su propio contenido: una canción tirolesa de las galaxias. Nos dice: “Mirad, estamos aquí, sabemos cómo transmitir, somos capaces de pensar racionalmente, ¡queremos contactar con vosotros!”.

—Suponiendo que sea cierto, ¿qué clase de réplica piensa enviar?

Pienso decirles: “Hola, hola, os oímos, detectamos vuestro mensaje, enviamos saludos, somos inteligentes, somos seres humanos, no queremos seguir estando solos en el cosmos”.

—¿Y en qué idioma se lo dirá?

En el idioma de los números al azar. Y luego, en números no tan al azar. Hola, hola, 3,14159, ¿habéis oído? 3,14159, el radio del diámetro de la circunferencia.

—¿Y cómo se lo dirá? ¿Con láseres? ¿Con ondas de radio?

Demasiado lento, demasiado lento. No tengo tiempo para esperar que unas radiaciones electromagnéticas vayan y vuelvan. Conversaremos con las estrellas con rayos de taquiones, y hablaré a sus habitantes de Simeon Krug.

Krug se estremeció sobre la mesa. Las masajistas androides le rascaban, le machacaban, hundían los nudillos en los grandes músculos. ¿Estarían intentando clavarle los números místicos en los huesos? ¿2-4-1, 2-5-1, 3-1? ¿Dónde estaba el 2 que faltaba? Incluso aunque hubiera sido enviado, ¿qué quería decir la secuencia 2-4-1, 2-5-1, 2-3-1? Nada significativo. Azar. Azar. Grupos sin sentido de información pura. Nada más que números distribuidos en una pauta abstracta, pero que, aun así, transmitían el mensaje más importante del universo.

Estamos aquí.

Estamos aquí.

Estamos aquí.

Os estamos llamando a gritos.

Y Krug respondería. Tembló de placer ante la idea de su torre terminada y el rayo de taquiones viajando por la galaxia. Krug respondería. Krug el rapaz. Krug el rico insensible. Krug el patán hambriento de dólares. Krug el simple industrial. Krug el campesino gordo. Krug el ignorante. Krug el palurdo. ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Krug! ¡Krug!

—Fuera —espetó a las androides—. ¡Se acabó!

Las chicas salieron rápidamente. Krug se levantó, recogió con lentitud su ropa y cruzó la habitación para pasar las manos sobre el dibujo de luces amarillas.

—¿Mensajes?—preguntó—. ¿Visitas?

La cabeza y hombros de Leon Spaulding aparecieron en el aire, brillando sobre la red invisible de un proyector de vapor sódico.

—El doctor Vargas está aquí —dijo el ectógeno—. Espera en el planetario. ¿Le recibirá?

—Por supuesto. En seguida subo. ¿Y Quenelle?

—Ha ido a la casa del lago, en Uganda. Le esperará allí.

—¿Y mi hijo?

—Está inspeccionando la planta de Duluth. ¿Tiene instrucciones para él?

—No —respondió Krug—. Él sabe lo que hace. Me reuniré con Vargas ahora mismo.

La imagen de Spaulding parpadeó y desapareció. Krug entró en su cubículo elevador y subió rápidamente hasta la cúpula que era el planetario, en el nivel más alto del edificio. Bajo el techo cobrizo, la delgada figura de Niccolo Vargas paseaba con resolución. A su izquierda había una vitrina que contenía ocho kilogramos de proteoides de Alfa Centauro V; a su derecha, un crióstato regordete, en cuyas profundidades heladas se podían entrever veinte litros de fluido sacado del mar de metano de Plutón.

Vargas era un hombrecillo vehemente, de piel blanca, hacia el que Krug sentía un respeto rayano en la admiración; un hombre que había pasado cada día de su vida adulta buscando civilizaciones en las estrellas y que dominaba todos los aspectos de los problemas de la comunicación interestelar. La especialidad de Vargas había dejado huella en sus rasgos: quince años antes, en un momento de intolerable emoción, se expuso descuidadamente al rayo de un telescopio de neutrones, que le quemó el lado izquierdo del rostro hasta niveles que ni la reparación tectogenética podía salvar. Habían conseguido recomponer el ojo destrozado, pero no se pudo hacer nada con la descalcificación de la estructura ósea, excepto reforzarla con una red de fibra de berilio; por lo que ahora parte del cráneo y la mejilla de Vargas tenían un aspecto hundido, reseco. Deformidades de este tipo eran poco corrientes en una era de cirugía cosmética al alcance de cualquiera, pero al parecer Vargas no tenía la menor intención de someterse a otra reconstrucción facial.

Cuando Krug entró, Vargas esbozó su sonrisa sesgada.

—¡La torre es magnífica!—dijo.

—Lo será —le corrigió Krug.

—No. No. Ya es magnífica. ¡Un torso maravilloso! ¡La elegancia, Krug, la mole, el impulso hacia arriba! ¿Sabes qué estás construyendo, amigo mío? La primera catedral de la era galáctica. En los milenios venideros, mucho después de que tu torre haya dejado de ser un centro de comunicaciones, los hombres la visitarán, besarán su piel suave, y te bendecirán por haberla construido Y no sólo los hombres.

—Me gusta esa idea —asintió Krug—. Una catedral. No lo había mirado desde esa perspectiva.

Krug vio el cubo de datos en la mano derecha de Vargas.

—¿Qué tienes ahí?

—Un regalo para ti.

—Hemos rastreado las señales hasta su fuente —dijo Vargas—. Creí que te gustaría ver su estrella natal.

Krug se tambaleó hacia adelante.

—¿Por qué has esperado tanto para decírmelo? ¿Por qué no me comentaste nada mientras estábamos en la torre?

—La torre era tu espectáculo. Éste es el mío. ¿Quieres que conecte el cubo?

Krug señaló la ranura del receptor con impaciencia. Diestramente Vargas insertó el cubo y activó el sensor. Rayos azulados de luz interrogadora surcaron el pequeño objeto de cristal, escarbando en busca de fragmentos de información almacenada.

Las estrellas florecieron en el techo del planetario.

Krug se sentía como en casa en la galaxia. Sus ojos captaron los puntos más familiares: Sirio, Canope, Vega, Cabra, Arturo, Betelgeuse, Altair, Fomalhaut, Deneb, los faros más brillantes de los cielos, espectacularmente esparcidos por todo el domo que le rodeaba. Buscó las estrellas más cercanas, las situadas en el radio de una docena de años luz que las sondas estelares del hombre habían alcanzado durante la vida de Krug: Epsilón Indi, Ross 154, Lalande 21185, la Estrella de Barnard, Lobo 359, Proción, 61 Cisnes. Miró hacia Tauro y vio la roja Aldebarán brillando en la cara del Toro, con las Híades mucho más atrás y las Pléyades ardiendo en su brillante sudario. Una y otra vez cambió el dibujo del domo, mientras el foco se estrechaba a medida que aumentaban las distancias. Krug sintió un trueno en el pecho. Vargas no había dicho nada desde que el planetario cobraba vida.

—¿Y bien?—exigió Krug al final—. ¿Qué se supone que tengo que ver?

—Mira hacia Acuario —indicó Vargas.

Krug examinó el norte del cielo. Siguió el rastro familiar por Perseo, Casiopea, Andrómeda, Pegaso y Acuario. Sí, allí estaba el viejo Aguador, entre los Peces y la Cabra, Krug intentó recordar el nombre de alguna estrella importante en Acuario, pero no le vino ninguna a la mente.

—¿Y bien?—preguntó.

—Mira. Vamos a enfocar la imagen.

Krug se agarró mientras los cielos se precipitaban hacia el. Ya no distinguía los dibujos de las constelaciones. El cielo se tambaleaba, todo orden había desaparecido. Cuando cesó el movimiento, se vio enfrentado a un solo segmento de la esfera galáctica, ampliado hasta ocupar toda la bóveda. Exactamente encima de él estaba la imagen de un anillo llameante, oscuro en el centro, bordeado por un halo irregular de gas luminoso. Un punto de luz brillaba en el núcleo del anillo.

—Es la nebulosa planetaria NGC 7293, en Acuario —dijo Vargas.

—¿Y?

—De ahí vienen nuestras señales.

—¿Con qué seguridad?

—Absoluta —respondió el astrónomo—. Tenemos mediciones de paralaje, toda una serie de triangulaciones ópticas y espectrales, muchas ocultaciones de confirmación, y varias cosas más. Desde el principio sospechamos que NGC 7293 era la fuente, pero los datos definitivos no han sido procesados hasta esta mañana. Ahora, estamos seguros.

—¿A qué distancia se halla?—preguntó Krug con la garganta seca.

—A unos trescientos años luz.

—No está mal. No está mal. Más allá del alcance de nuestras sondas, más allá del alcance de un contacto eficaz por radio. Pero ningún problema para el rayo de taquiones. Mi torre está justificada.

—Y aún hay esperanza de comunicar con los que enviaron las señales —dijo Vargas—. Lo que todos temíamos, que las señales vinieran de algún lugar como Andrómeda, que el mensaje hubiera comenzado su viaje hacia nosotros hace un millón de años o más…

—Queda descartado.

—Por completo.

—Háblame de ese lugar —pidió Krug—. Una nebulosa planetaria…, ¿qué es eso? ¿Cómo puede una nebulosa ser un planeta?

—No es un planeta ni una nebulosa —respondió Vargas, reanudando su paseo—. Un cuerpo inusual. Un cuerpo extraordinario.

Palmeó la vitrina de proteoides centaurinos. Las criaturas semivivas, irritadas, empezaron a fluir y a retorcerse.

—Este anillo que ves es una concha —siguió Vargas—, una burbuja de gas que rodea una estrella tipo O. Las estrellas de esa clase espectral son gigantes azules, calientes, inestables, sólo permanecen en la secuencia principal unos pocos millones de años. En la última etapa de su ciclo vital, algunas sufren un solevantamiento catastrófico comparable a una nova; proyectan hacia afuera las capas exteriores de su estructura, formando una cáscara gaseosa de gran tamaño. El diámetro de la nébula planetaria que ves es más o menos de 1,3 años luz, y crece a una velocidad aproximada de quince kilómetros por segundo. El desacostumbrado brillo de la cáscara es el resultado de un efecto fluorescente: la estrella central produce gran cantidad de radiaciones ultravioleta en onda corta, que son absorbidas por la cáscara de hidrógeno, provocando…

—Un momento —le interrumpió Krug—. ¿Me estás diciendo que el sol de este sistema estelar se convirtió en algo parecido a una nova, que esa explosión tuvo lugar tan recientemente que la cáscara mide sólo 1,3 años luz de diámetro, pese a que crece a razón de quince kilómetros por segundo, y que el sol central proyecta radiaciones tan fuertes que la cáscara exterior es fluorescente?

—Sí.

—¿Y pretendes que crea que hay una raza inteligente dentro de ese horno, enviándonos mensajes?

—No hay duda de que las señales provienen de NGC 7293 —respondió Vargas.

—¡Imposible!—rugió Krug—. ¡Imposible!—Se golpeó las caderas con los puños—. Para empezar, una gigante azul… de sólo un par de millones de años. ¿Cómo va a evolucionar vida ahí, por no hablar de una raza inteligente? Luego una especie de estallido solar…, ¿cómo va a sobrevivir nada a eso? ¿Y las radiaciones? Dímelo. Dímelo. ¡Si me pidieras que diseñase un sistema en el que no pudiera haber vida, me saldría esa maldita nebulosa planetaria! ¿Cómo demonios iban a enviar las señales?

—Hemos considerado esos factores —dijo suavemente Vargas.

Krug temblaba.

—Entonces, después de todo, ¿las señales son un fenómeno natural? —preguntó—. ¿Impulsos irradiados por los átomos de tu repugnante nebulosa?

—Seguimos pensando que las señales tienen un origen inteligente.

La paradoja desconcertaba a Krug. Se retiró, sudoroso y confuso. Sólo era un astrónomo aficionado. Había leído mucho, se había empapado con toda clase de grabaciones técnicas y drogas incrementadoras del conocimiento, sabía distinguir una gigante roja de una enana blanca, era capaz de dibujar el diagrama Hertzsprung-Russell, podía mirar al cielo y señalar Alfa Cruz y Espiga, pero todo eran datos externos que decoraban las paredes exteriores de su alma. Era el campo de Vargas, no el suyo. Le faltaba asimilar los hechos. Le resultaba difícil moverse más allá de los datos. De ahí su admiración hacia Vargas. De ahí su actual incomodidad.

—Sigue —murmuró Krug—. Dime cómo.

—Hay muchas posibilidades —dijo Vargas—. Todo especulaciones, todo suposiciones, ¿comprendes? La primera y más obvia, es que los que enviaron las señales desde NGC 7293 llegaron allí después de la explosión, cuando las cosas ya se habían calmado. Digamos en los últimos 10.000 años. Colonos de lo más profundo de la galaxia, exploradores, refugiados, exiliados…; en cualquier caso, exiliados recientes.

—¿Y las radiaciones duras?—quiso saber Krug—. Incluso después de que las cosas se calmaran, seguiría existiendo la radiación de ese sol azul asesino.

—Obviamente, podrían vivir de ellas. Nosotros necesitamos la luz del sol para nuestros procesos vitales. ¿Por qué no imaginar una raza que beba una energía situada un poco más arriba en el espectro?

Krug sacudió la cabeza.

—De acuerdo, tú inventas razas y yo hago de advocatis diaboli. Tú dices que comen radiación. ¿Y los efectos genéticos? ¿Qué clase de civilización pueden construir con una tasa de mutaciones tan alta?

—Una raza adaptada a unos niveles de radiación tan altos tendrá probablemente una estructura genética menos vulnerable que la nuestra a los bombardeos. Puede que absorban todo tipo de partículas duras sin mutar.

—Quizá. Aunque quizá no. —Krug meditó un instante—. Muy bien, así que vinieron de otro lugar y se asentaron en tu nébula planetaria cuando la consideraron segura. ¿Por qué no hemos recibido señales también de ese otro lugar? ¿Dónde está su sistema natal? Exiliados, colonos…, ¿de dónde?

—Quizá su sistema natal está tan lejos que las señales no nos llegarán hasta dentro de miles de años —sugirió Vargas—. O quizá el sistema natal no envía señales. O…

—Tienes demasiadas respuestas —murmuró Krug—. No me gusta la idea.

—Eso nos lleva a la otra posibilidad —apuntó Vargas—. Que la especie que envió la señal sea nativa de NGC 7293.

—¿Cómo? La explosión…

—Quizá la explosión no les molestó. Esa raza podría vivir de radiación dura. La mutación puede ser su forma de vida. Estamos hablando de alienígenas, amigo mío. Si en realidad son alienígenas, no podemos concebir ninguno de sus parámetros. Así que mira, especula conmigo. Tenemos un planeta con una estrella azul, un planeta suficientemente alejado de ese sol, pero que, aun así, recibe una radiación muy fuerte. El mar es un caldo de productos químicos que hierve constantemente. Un caldo de mutaciones. Un millón de años después de que se enfriara la superficie, brota la vida. En un mundo así, las cosas van de prisa. Otro millón de años, y hay vida multicelular compleja. Un millón más para el equivalente de los mamíferos. Otro millón para la civilización a nivel galáctico. Cambios. Cambios ardientes, interminables.

—Quiero creerte —replicó Krug, sombrío—. Me gustaría. Pero no puedo.

—Comedores de radiación —siguió Vargas—. Inteligentes, adaptables, aceptando la necesidad, incluso la deseabilidad, de un cambio genético constante y violento. Su estrella se expande; muy bien, se adaptan al incremento de radiación, encuentran una manera de protegerse. Ahora viven dentro de una nebulosa planetaria, con un cielo fluorescente a su alrededor. De alguna manera, detectan la existencia del resto de la galaxia. Nos envían mensajes. ¿De acuerdo?

Krug, angustiado, alzó las manos con las palmas hacia Vargas.

—¡Quiero creerlo!

—Pues créelo. Créelo.

—Sólo es teoría. Una teoría imposible.

—Los datos que tenemos encajan en ella —señaló Vargas—. ¿Conoces el proverbio italiano? Se non è vero, è ben trovato. “Aunque no sea cierto, está bien inventado.” La hipótesis nos servirá hasta que tengamos otra mejor. Es más adecuada a los hechos que la teoría de una causa natural para una señal compleja y reiterativa que nos ha llegado por muchos medios.

Krug se dio la vuelta y golpeó el activador, como si ya no pudiera soportar más tiempo la imagen en el domo, como si notara la furiosa radiación de aquel sol alienígena levantando ampollas mortíferas en su propia piel. En sus prolongados sueños, había visto algo completamente diferente. Había imaginado un planeta con un sol amarillo, a ochenta o noventa años luz, un suave sol amarillo muy parecido a aquél bajo el que había nacido. Había soñado con un mundo de lagos y ríos y campos de hierba, de aire dulce, quizá con un cierto olor a ozono, de árboles con hojas purpúreas y brillantes insectos verdes, de esbeltos seres cimbreantes con hombros inclinados y manos de múltiples dedos, que charlaban tranquilamente mientras paseaban entre las arboledas y valles de su paraíso, que investigaban los misterios del cosmos, especulando sobre la existencia de otras civilizaciones, y que enviaban por fin su mensaje al universo. Los había visto recibiendo con los brazos abiertos a los primeros visitantes de la Tierra, diciendo: “Bienvenidos, hermanos, bienvenidos, sabíamos que teníais que estar allí”. Ahora todo eso había sido destruido. Con la imaginación, Krug veía ahora un infernal sol azul lanzando fuegos demoníacos al vacío; vio un planeta ennegrecido y ardiente, en el que monstruosidades de escamas blindadas se deslizaban por pozos de mercurio bajo un cielo de llamas blancas; vio una horda de horrores reuniéndose en torno a una máquina de pesadilla para enviar un mensaje incomprensible a través de los golfos espaciales. ¿Y ésos son nuestros hermanos? “Todo se ha perdido”, pensó Krug amargamente.

—¿Cómo podremos reunirnos con ellos? —preguntó—. ¿Cómo podremos abrazarlos? Tengo una nave casi preparada, Vargas, una nave hacia las estrellas, una nave que llevará durante siglos a un hombre dormido. ¿Cómo voy a enviarla a ese lugar?

—Tu reacción me sorprende. No esperaba una congoja así.

—Yo no esperaba una estrella así.

—¿Habrías sido más feliz si te hubiera dicho que, después de todo, las señales se debían a simples impulsos naturales?

—No. Claro que no.

—Entonces, alégrate con estos extraños hermanos nuestros. Olvida su rareza y piensa sólo en la hermandad.

Las palabras de Vargas cumplieron su objetivo. Krug redescubrió sus fuerzas. El astrónomo tenía razón. Por extraños que pudieran ser aquellos seres, por extravagante que fuera su mundo —siempre suponiendo que la hipótesis de Vargas fuera cierta—, eran civilizados, tenían ciencia, miraban hacia el exterior. Nuestros hermanos. Si mañana el espacio se plegara sobre sí mismo, y la Tierra, su sol y todos los mundos cercanos fueran engullidos y condenados al olvido, la inteligencia no desaparecería del universo, porque ellos estaban allí.

—Sí. Me alegro. Cuando mi torre esté terminada, les enviaré mis saludos.

Habían pasado dos siglos y medio desde que el hombre rompiera por primera vez sus ataduras con su planeta natal. En un gran salto dinámico, el viaje espacial había llevado exploradores humanos de la Luna a Plutón, hasta la periferia del sistema social y aun más allá, y en ningún lugar habían encontrado rastros de vida inteligente. Líquenes, bacterias, primitivos subfilums reptantes, sí, pero nada más. La decepción fue el destino de los arqueólogos que habían acariciado fantasías sobre reconstruir las etapas culturales de Marte a partir de artefactos encontrados en el desierto. No había artefactos. Y cuando empezaron a surgir las sondas estelares, e hicieron reconocimientos durante décadas en los sistemas solares más cercanos, volvieron con… nada. Era evidente que, en un diámetro de una docena de años luz, nunca había existido una forma de vida más compleja que los proteoides centaurinos, ante los que sólo una ameba podía sentirse inferior.

Krug era un joven cuando volvieron las primeras sondas estelares. Le había disgustado ver a sus hermanos terrestres construir filosofías en torno a la imposibilidad de encontrar vida inteligente en los sistemas solares cercanos. ¿Qué decían estos apóstoles del Nuevo Geocentrismo?

—¡Somos los elegidos!

—¡Somos los hijos únicos de Dios!

—¡En este mundo y en ningún otro creó el Señor a su pueblo!

—¡Nuestro es el universo, nuestra herencia divina!

En esa manera de pensar, Krug veía claramente las semillas de la paranoia.

Nunca había pensado demasiado en Dios, pero le parecía que los hombres pedían demasiado del universo al pretender que sólo en este pequeño planeta de este pequeño sol se hubiera permitido surgir el milagro de la existencia. Existían miles y miles de millones de soles, infinitos mundos. ¿Cómo podía ser posible que la inteligencia no hubiera evolucionado una y otra vez en el infinito mar de galaxias?

Le parecía megalómano convertir en dogma absoluto los hallazgos tentativos de una búsqueda fugaz en un diámetro de doce años luz. ¿De verdad estaba solo el hombre? ¿Cómo podían saberlo? Krug era, esencialmente, racional. Conservaba la perspectiva en todos los temas. Sentía que la cordura de la humanidad dependía del despertar de este sueño de unicidad, porque el sueño terminaría algún día, y si era más tarde que temprano, el impacto resultaría terrible.

—¿Cuándo estará terminada la torre?—preguntó Vargas.

—Dentro de dos años. De uno, si tenemos suerte. Ya lo has visto esta mañana; presupuesto ilimitado.

Krug frunció el ceño. De repente, se sentía incómodo.

—Dime la verdad. Hasta tú, que te pasas la vida escuchando a las estrellas, crees que Krug está un poco loco, ¿no?

—¡Claro que no!

—Seguro que sí. Todos lo creen. Mi hijo, Manuel, piensa que deberían encerrarme, pero le da miedo decirlo, Spaulding también lo cree. Todos, quizá incluso Thor Vigilante. Y él está construyendo la maldita torre. Quieren saber qué pretendo, por qué malgasto miles de millones de dólares en una torre de cristal. ¡Y tú también, Vargas!

El rostro retorcido se tensó aún más.

—Este proyecto sólo me inspira simpatía. Tus sospechas me hieren. ¿No crees que contactar con una civilización extrasolar es tan importante para ti como para mí?

—Debería ser importante para ti. Es tu campo, tu ciencia. ¿Yo? Yo soy un hombre de negocios. Un creador de androides. Propietario de tierras. Capitalista, explorador, quizá algo de químico, con ciertos conocimientos de genética. Pero no soy un astrónomo, no soy un científico. ¿No es una locura que me importen estas cosas, Vargas? Derrochando dinero. Inversión improductiva. Qué clase de dividendos conseguiré de NGC 7293, ¿eh? Dímelo. Dímelo.

—Quizá deberíamos bajar —respondió Vargas, nervioso—. La emoción…

Krug se palmeó el pecho.

—Acabo de cumplir los sesenta. Me quedan cien años de vida, quizá más. Tal vez doscientos, quién sabe. No te preocupes por mí. Pero puedes admitirlo. Sabes que es una locura que un ignorante como yo se interese tanto en algo como esto. —Krug meneó la cabeza con vehemencia—. Yo mismo sé que es una locura. Tengo que explicármelo a cada momento. Pero esta torre es algo que hay que hacer, y yo la hago. Esta torre. Este saludo a las estrellas. Cuando era niño, nos decían: “Estamos solos, estamos completamente solos”. Yo no me lo creía. No podía creerlo. Gané miles de millones, y ahora gastaré miles de millones, aclararé las ideas de todos sobre el universo. Tú encontraste las señales. Yo enviaré la respuesta. Números a cambio de números. Y luego, dibujos. Sé cómo hacerlo. Uno y cero, uno y cero, uno y cero, blanco y negro, blanco y negro, enviamos los datos y ellos hacen el dibujo. No tienes más que pensar. Éstos somos nosotros. Esto es una molécula de agua. Esto es nuestro sistema solar. Esto es…

Krug se detuvo, jadeante, ronco, advirtiendo por primera vez la conmoción y el miedo en el rostro del astrónomo.

—Lo siento. No debí gritar. A veces, me voy de la lengua.

—No pasa nada. Tienes el fuego del entusiasmo. Es mejor dejarse llevar de vez en cuando que no sentirse vivo nunca.

—¿Sabes por qué empezó todo?—suspiró Krug—. Por esa nebulosa planetaria que me trajiste. Me disgustó, y te diré por qué. Soñaba con viajar al lugar de donde venían las señales. Yo, Krug, en mi nave, en sueño criogénico, viajando cien, incluso doscientos años luz, embajador de la Tierra, un viaje que nadie había hecho antes. Ahora tú me dices que las señales vienen de un mundo infernal. Cielo fluorescente. Sol tipo O. Un horno de luz azul. Se acabó el viaje, ¿eh? La sorpresa me puso así, pero no te preocupes. Me adapto. Absorbo los golpes. Me lanzan hacia un estado superior de energía, eso es todo.

Impulsivamente, atrajo a Vargas hacia si en un abrazo estrecho y fuerte.

—Gracias por las señales. Gracias por tu nebulosa planetaria. Un millón de gracias, ¿me oyes, Vargas?

Krug retrocedió.

—Ahora iremos abajo. ¿Necesitas dinero para el laboratorio? Habla con Spaulding. Sabe que para ti hay carta blanca en cualquier momento, por cualquier cantidad.

Vargas se marchó para hablar con Spaulding. Sólo en su despacho, Krug descubrió que estaba lleno de una sorprendente vitalidad, la visión de NGC 7293 llenaba su mente. Cierto, se encontraba en un estado superior de energía. Sentía su misma piel como una chaqueta de llamas.

—Voy a salir —gruñó.

Fijó las coordenadas del transmat para ir a su retiro de Uganda, y entró. Un momento más tarde estaba a diez mil kilómetros al este, de pie en su mirador de ónice, contemplando desde arriba el lago cercano a su refugio. A la izquierda, a unos cientos de metros, un cuarteto de hipopótamos flotaban, dejando ver tan sólo las rosadas fosas nasales y sus enormes lomos grises. A la derecha, vio a su amante, Quenelle, desnuda, recostada entre las sombras. Krug se desnudó. Con la pesadez del rinoceronte y el entusiasmo del impala, bajó a la orilla para reunirse con ella en el agua.

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