La última vez que vi a Lilith, me dijo: “Cuando vuelvas, haremos algo diferente, ¿de acuerdo?”.
Los dos desnudos, después de amarnos. Mi mejilla sobre sus pechos.
“¿Diferente? ¿En qué sentido?”
“Salir un poco del piso. Hacer turismo por Estocolmo. El barrio androide. Ver cómo vive la gente. Los gammas. ¿No te apetecería hacerlo?”
Y yo digo, un poco cauteloso: “¿Por qué? ¿No prefieres pasar el tiempo conmigo?”
Ella juguetea con el vello de mi pecho. Soy primitivo, una auténtica bestia.
Me dice: “Vivimos encerrados aquí. Vienes, copulamos, te marchas. Nunca vamos a ningún lugar juntos. Me gustaría que salieras conmigo. Parte de tu educación. Tengo tendencia a educar a la gente, ¿lo sabías, Manuel? Hacer que abran sus mentes a otras cosas. ¿Has estado alguna vez en una Ciudad Gamma?”
“No.”
“¿Sabes lo que es?”
“Supongo que un lugar donde viven gammas.”
“Exacto. Pero, en realidad, no lo sabes. No lo sabrás hasta que no hayas estado en una.”
“¿Peligrosa?”
“No. Nadie molestaría a unos alfas en Ciudad Gamma. A veces, se molestan un poco entre ellos, pero eso es diferente. Somos de una casta superior, no se acercan a nosotros.”
“Quizá no molesten a un alfa —le digo—, pero ¿y yo? Seguramente, no querrán turistas humanos.”
Lilith dijo que me disfrazaría. De alfa. Eso tenía una especie de picante. Tentación. Misterio. Quizá mantuviera el brillo del romance para Lilith y para mí, una especie de juego. “¿No se darán cuenta del engaño?”, pregunté. Y ella me dijo: “No miran demasiado a los alfas. Tenemos un concepto de las distancias sociales. Los gammas mantienen las distancias sociales, Manuel.”
“De acuerdo, bien, iré a Ciudad Gamma.”
A partir de aquel día, nos pasamos una semana planeándolo. Lo arreglé todo con Clissa: “Me voy a la Luna —le dije—, no volveré en un par de días, ¿vale?”. Sin problemas. Clissa pasaría el tiempo con sus amigos de Nueva Zelanda. A veces, me pregunto cuánto sospecha Clissa. Oh, lo que diría si lo supiese. A veces tengo la tentación de decirle: “Clissa, tengo una amante androide en Estocolmo, es de alto espectro en la cama, con un cuerpo fantástico, ¿qué te parece?”. Clissa no es burguesa, pero es sensible. Podría sentirse rechazada. O quizá Clissa, con su gran amor hacia los androides oprimidos, diría: “Qué amable por tu parte, Manuel, hacer tan feliz a una de ellos. No me importa compartir tu amor con una androide. Tráela alguna vez a tomar el té, ¿quieres?” Me lo pregunto.
Llega el día. Voy a casa de Lilith. Entro, está desnuda. “Quítate la ropa”, dice. Sonrío. Directa. Claro. Claro. Me desnudo y me acerco a ella. Hace un pequeño paso de danza y me deja abrazando el aire.
“Ahora no, tonto. Cuando volvamos. ¡Ahora, tenemos que disfrazarte!”
Tiene un tubo pulverizador. Primero lo pone en neutral y cubre la placa espejo de mi frente. “Los androides no llevan estas cosas. Fuera las clavijas de los lóbulos”, dice. Me las quito, y rellena la abertura con gel. Luego empieza a pulverizarme de rojo. “¿Tengo que afeitarme el cuerpo?”, pregunto. “No —dice ella—, pero no te desnudes delante de nadie.” Me cubre por completo de un rojo brillante. Androide al instante. Luego me extiende un pulverizador termal del pecho a los muslos. “Ahí fuera hará frío —dice—. Los androides no llevan mucha ropa. Toma esto. Vístete.”
Me tiende un traje. Una camisa de cuello alto, pantalones ajustados como una segunda piel. Ropa de androide, evidentemente, y estilo alfa, además, “No tengas una erección —me dice—. Romperías los pantalones.” Se ríe y me frota por delante.
“¿De dónde has sacado la ropa?”
“Se la pedí prestada a Thor Vigilante.”
“¿Le dijiste para qué?”
“No —dice ella—, claro que no. Sólo le dije que la necesitaba. A ver qué aspecto tienes ahora. Estupendo. ¡Estupendo! Un alfa perfecto. Camina por la habitación. Atrás. Bien. Contonéate un poco más. Recuerda, eres el producto final de la evolución humana, la mejor versión de homo sapiens que haya salido jamás de una probeta, con todos los puntos fuertes de los humanos y ninguna de sus taras. Eres Alfa… Mmmm. Necesitamos un nombre, por si alguien pregunta. —Lilith piensa un momento—. Alfa Levítico Saltador —dice—. ¿Cómo te llamas?”
“Alfa Levítico Saltador”, digo.
“No. Si alguien te lo pregunta, di Levítico Saltador. Ya sabrán que eres un alfa. Los demás te llamarán Alfa Saltador. ¿Queda claro?”
“Queda claro.”
Ella se viste. Primero un pulverizador termal, luego una malla dorada sobre los pechos hasta medio muslo. Nada más. Los pezones sobresalen por las aberturas de la malla. Abajo, tampoco queda mucho oculto. No es lo que yo llamaría ropa de invierno. A los androides les debe de gustar el invierno más que a nosotros.
“¿Quieres verte antes de que salgamos, Alfa Saltador?”
“Sí.”
Ella tira al aire polvo de espejo. Cuando las moléculas se organizan, me veo de cuerpo entero. Impresionante. Un buen ejemplar de alfa, un guaperas de rojo ronda por la ciudad. Lilith tiene razón: ningún gamma se atreverá a jugar conmigo. Ni siquiera a mirarme a los ojos.
“Vamos, Alfa Saltador. Vamos de visita a Ciudad Gamma.”
Afuera. Al otro lado. A la periferia de la ciudad, con vistas a un agua gris azotada por el viento. Olas blancas en el puerto. Primera hora de la tarde, pero ya ha anochecido: una hora del día gris y sucia, niebla baja, el brillo de las farolas borroso y sucio. Otras luces llegan de los edificios alejados, o flotan sobre el agua: rojas, verdes, azules, naranjas, encendiéndose y apagándose, pidiendo atención a gritos, una flecha aquí, el signo de una trompeta allá. Vibraciones. Humos. Sonidos. La cercanía de mucha gente. Un chirrido en la masa gris. Carcajadas lejanas, también borrosas. Múltiples retazos de voz perdiéndose en la niebla:
—¡Suelta o te coagulo!
—Vuelve a la cuba. Vuelve a la cuba.
—¡Ralentizador! ¿Quién quiere ralentizador?
—Los apiladores no lo saben.
—¡Ralentizador!
—¡Búho! ¡Búho! ¡Búho!
Casi la mitad de la población de Estocolmo está compuesta por androides. ¿Por qué se reúnen aquí? Y quizá en otras nueve ciudades. Guetos. No tienen por qué hacerlo. Mundo transmat: vive donde quieras, puedes trabajar de todas maneras. Pero nos gusta estar entre los nuestros, dice ella. Y aun así, se estratifican en sus guetos. Los alfas allí atrás, en las buenas casas antiguas, y los betas en la mezcolanza del centro. Y luego los gammas. Los gammas. Bienvenido a Ciudad Gamma.
Calles pavimentadas con guijarros, húmedos, resbaladizos, lodosos. ¿Medievales? Edificios grises desconchados, fachada contra fachada, apenas un callejón entre ellos. Un riachuelo de agua fría y sucia bajando por el sumidero desde la parte superior. Ventanas de cristal. Pero no todo es arcaico aquí: una mezcla de estilos, todo tipo de arquitecturas, olla podrida, bullabesa, los siglos veintidós, diecinueve, dieciséis, catorce, todos juntos. Las redes colgantes de rutas aéreas a prueba de agua. Vías deslizantes oxidadas en algunas de las calles retorcidas. El zumbido de los acondicionadores de aire pasados de fase, bombeando una niebla verdosa al aire invernal. Sótanos barrocos de gruesos muros. Lilith y yo bajando por locos senderos en zigzag. Un demonio debió de diseñar esta ciudad. El duende de lo perverso.
Rostros que flotan.
Gammas. Por todas partes. Miran, pasan rápidamente, vuelven a mirar. Pequeños ojos sombríos, como de pájaros, crispados-crispados-crispados, asustados. Asustados de nosotros. Las distancias sociales, ¿eh? Mantienen las distancias sociales. Acechan, miran, pero cuando nos acercamos, intentan volverse invisibles. Cabezas gachas. Ojos desviados. Alfas alfas alfas. ¡Atención a todos los gammas!
Somos como torres junto a ellos. Nunca me había dado cuenta de lo regordetes que son los gammas. Qué bajos, qué anchos. Y qué fuertes. Esos hombros. Esos músculos abultados. Cualquiera de ellos podría hacerme pedazos. Las mujeres también parecen fuertes, aunque están construidas con más gracia. ¿Acostarme con una chica gamma? Más fogosa que Lilith, quizá… ¿es posible? ¿Golpes y saltos, gemidos de clase baja, nada de inhibiciones? Y olor a ajo, sin duda. Olvida esa idea. Son bastas. Bastas. Como Quenelle con mi padre, seguro. Dejémoslo correr. Hay pasión de sobra en Lilith. Y es limpia. Probablemente, no merece la pena ni pensar en ello. Los gammas se mantienen alejados de nosotros. Dos elegantes alfas en la ciudad. Tenemos piernas largas. Tenemos estilo. Tenemos gallardía. Nos temen.
Soy Alfa Levítico Saltador.
Aquí el viento es terrible. Viene del agua, afilado como un cuchillo. Levanta el polvo y trozos de cosas en las calles. ¡Polvo! ¡Restos! ¿Cuándo he visto calles así de sucias? ¿Es que los robots no vienen nunca aquí? Bueno, entonces, ¿es que los gammas no tienen suficiente orgullo como para limpiar su propia basura?
No les importan esas cosas, dice Lilith. Un asunto cultural. Se enorgullecen de su falta de orgullo; refleja su falta de estatus. Lo más bajo del mundo androide, lo más bajo del mundo humano, y lo saben, y no les gusta, y la suciedad es como su identificación de no estatus. Dicen, queréis que seamos sucios, así que también viviremos en la suciedad. Nos recrearemos en ella. Nos revolcaremos en ella. Si no somos personas, no tenemos que ser limpios en casa. Antes venían aquí robolimpiadores, pero los gammas los desmantelaban. Ahí hay uno, ¿ves? Lleva ahí por lo menos diez años.
Fragmentos de robot yacen dispersos. Restos de un hombre metálico. El brillo de buen metal azul a través de la herrumbre. ¿Serán solenoides esas cosas? ¿Relés? ¿Acumuladores? Las entrañas de cables embrollados de la máquina. Lo más bajo de lo más bajo de lo más bajo, un simple objeto mecánico, destruido mientras atacaba la mugre de nuestros parias nacidos de la cuba. Un gato gris y blanco mea en las entrañas del robot. Los gammas apoyados contra el muro, ríen. Entonces nos ven, y retroceden, asombrados. Hacen rápidos gestos nerviosos con las manos izquierdas…, toque en la entrepierna, toque en el pecho, toque en la frente, uno dos tres y muy de prisa. Tan automático, tan reflejo como la señal de persignarse. “¿Qué es? ¿Una especie de costumbre, un tic? ¿Una muestra de hospitalidad para los alfas errantes?”
“Algo así —dice Lilith—. No exactamente. En realidad, se trata de una señal supersticiosa.”
“¿Para protegerse del mal de ojo?”
“Sí. En cierto modo. Tocar los puntos cardinales, invocar el espíritu de los genitales, el alma y la inteligencia, entrepierna pecho cráneo. ¿Nunca habías visto a unos androides haciéndolo?”
“A lo mejor sí.”
“Incluso los alfas —dice Lilith—. Una costumbre. Alivia la tensión. A veces, hasta yo lo hago.”
“Pero ¿por qué los genitales? Los androides no se reproducen.”
“Poder simbólico —dice—. Somos estériles, pero ésa sigue siendo una zona sagrada. En recuerdo de nuestro origen. El pozo genético humano viene de la entrepierna, y nosotros estamos diseñados a semejanza de esos genes. Tiene su teología.”
Hago el signo. Uno dos tres. Lilith se ríe, pero parece tensa, como si yo no debiera hacerlo. Al infierno. Esta noche finjo ser un androide, ¿no? Entonces, puedo hacer cosas de androide. Uno dos tres.
Los gammas apoyados contra el muro me devuelven la señal. Uno dos tres. Entrepierna pecho cráneo.
¡Uno de ellos dice algo que suena como “Alabado-sea-Krug”!
“¿Qué ha sido eso?”, pregunto a Lilith.
“No lo he oído.”
“¿Ha dicho Alabado-sea-Krug?”
“A veces los gammas dicen tonterías.”
Sacudo la cabeza. “¡Quizá me haya reconocido, Lilith!”
“Imposible. Completamente imposible. Si ha dicho algo sobre Krug, se referiría a tu padre.”
“Sí. Sí. Claro. Él es Krug. Yo soy Manuel, sólo Manuel.”
“¡Shh! ¡Eres Alfa Levítico Saltador!”
“Cierto. Perdona. Alfa Levítico Saltador. Lev para los amigos. ¿Alabado-sea-Krug? Quizá lo entendí mal.”
“Quizá”, dice Lilith.
Doblamos una esquina y, al hacerlo, disparamos una trampa anuncio. Al entrar en el campo sensor de la trampa, hacemos que un polvo multicolor surja de los respiraderos de la pared y forme, por atracción electrostática, unas letras luminosas en el aire, cegadoramente brillantes incluso en la oscuridad y la niebla. Contra un fondo plateado, vemos:
“¿De verdad es un alfa?”, pregunto.
“Claro.”
“¿Qué hace viviendo en Ciudad Gamma?”
“Alguien tiene que ser su médico. ¿Crees que un gamma podría licenciarse en Medicina?”
“Pero parece un curandero. ¡Poner una trampa así…! ¿Qué clase de médico tiene que hacerse propaganda para conseguir clientes?”
“Un médico de Ciudad Gamma. Así es como se hacen las cosas aquí. De todos modos, es un curandero. Un buen médico, pero un curandero. Se mezcló en un escándalo de regeneración de órganos, hace años, cuando tenía una consulta alfa. Le retiraron la licencia.”
“¿Aquí no se necesita licencia?”
“Aquí no se necesita nada. Pero dicen que es muy dedicado. Excéntrico, pero consagrado a su gente. ¿Te gustaría conocerle?”
“No. No. ¿Qué son los adictos al ralentizador?”
“El ralentizador es una droga que toman los gammas —dice Lilith—. No tardarás mucho en ver a algún adicto.”
“¿Y las apilaciones?”
“Producen algún fallo en el cerebro. Materia escamosa en el cerebelo.”
“¿Solidificaciones?”
“Un problema en los músculos. Endurecimiento de los tejidos, o algo así. No estoy segura. Sólo lo padecen los gammas.”
Frunzo el ceño. ¿Lo sabe mi padre? Él defiende la integridad de sus productos. Si los gammas son propensos a contraer enfermedades misteriosas…
“Mira, un adicto al ralentizador”, dice Lilith.
Un androide sube por la calle en dirección a nosotros. Tambaleándose, resbalando, bailando, moviéndose tan lentamente como si nadara en un pozo de melaza. Los ojos entrecerrados; rostro soñador; brazos estirados; dedos caídos. Avanza como si caminara por la atmósfera de Júpiter. Sólo lleva puesto un trozo de tela alrededor de las caderas, pero suda bajo el aire gélido del anochecer. Canturrea para sí mismo con un ruido metálico. Tras lo que parecen cuatro horas, llega a nuestra altura. Pone los dos pies en el suelo, echa la cabeza hacia atrás, se lleva las manos a las caderas. Silencio. Un minuto. Al final, con voz baja y erizada, dice con terrible lentidud: “Al… fas. … ho… la…al… fas… bo… ni… tos… al… fas…”.
Lilith le dice que se vaya.
Al principio no hay respuesta. Luego su rostro se desmorona. Tristeza indescriptible. Levanta la mano izquierda en un extraño gesto de payaso, se toca la frente, deja que la mano baje hacia el pecho, hacia la entrepierna. Hace el signo al revés…, ¿qué significará eso? Dice trágicamente: “Yo… amo… bo… ni… tos… al… fas…”
“¿Qué clase de droga es?”, le pregunto a Lilith.
“Produce la sensación de que el tiempo pasa más despacio. Para ellos, un minuto se convierte en una hora. Prolonga su tiempo libre. Por supuesto, les parece que nos movemos como un torbellino a su alrededor. Los adictos suelen reunirse para compartir el mismo esquema temporal. Les produce la ilusión de que pasan días entre cada turno de trabajo.”
“¿Una droga peligrosa?”
“Acorta en una hora las expectativas de vida por cada dos horas que pasas bajo su influencia —responde ella—. Pero a los gammas les parece que es un trato justo. Pierden una hora objetiva, ganan dos o tres días subjetivos…, ¿por qué no?”
“¡Pero reduce los equipos de trabajo!”
“Los gammas tienen derecho a hacer lo que quieran con sus vidas, ¿no, Alfa Saltador? No aceptarás el argumento de que son simples propiedades, y que toda autolesión practicada por un gamma es un delito contra su propietario, ¿verdad?”
“No. No. Claro que no, Alfa Meson.”
“Ya me parecía a mí que no pensarías así”, responde Lilith.
El adicto al ralentizador se mueve en estúpidos círculos en torno a nosotros, canturreando algo tan despacio que no puedo conectar una sílaba con otra, no entiendo lo que dice. Se detiene. Una sonrisa gélida tarda horas en recorrerle los labios. Hasta que está medio formada, creo que es una mueca. Se sienta sobre los talones. Alza la mano, con los dedos flexionados. Obviamente, la mano se dirige hacia el pecho izquierdo de Lilith. Ninguno de los dos nos movemos.
Ahora capto el canturreo del gamma:
“A…A…A…A…A…G…A…A…C…A…A…U…”
¿Qué intenta decir?
Lilith sacude la cabeza. No tiene importancia.
Se aparta un paso cuando la mano está a diez centímetros de su seno. Un entrecejo fruncido empieza a ocupar el lugar de la sonrisa en el rostro del gamma. Parece ofendido. Su canturreo adquiere un tono interrogante.
“A…U…A…A…U…G…A…U…C…A…U…U…”
Un sonido de pasos lentos, arrastrados, me llega desde detrás. Un segundo adicto al ralentizador se aproxima: una chica, que viste una capa que le cuelga de los hombros. Arrastra los jirones varios metros por detrás de ella, pero le deja al descubierto los muslos y la espalda. Se ha teñido el pelo de verde, y lo lleva recogido en una especie de tiara. Su rostro está pálido, parece agotada. Sus ojos apenas son dos rendijas. Tiene la piel brillante por el sudor. Flota hacia nuestro primer amigo y le dice algo con una sorprendente voz de barítono. Él responde con tono soñador. No entiendo nada de lo que dicen. ¿Es por la droga ralentizadora, o hablan una especie de dialecto gamma? Parece que está a punto de suceder algo desagradable. Hago un gesto a Lilith, sugiriendo que nos marchemos, pero ella sacude la cabeza. Quédate. Míralos.
Los androides se han enzarzado en un baile grotesco. Se rozan con las yemas de los dedos, suben y bajan las rodillas. Una gavota para estatuas de mármol. Un minueto para elefantes de peluche.
Canturrean el uno para el otro. Se rodean el uno al otro. Los pies del hombre se enredan con la capa de la chica. Ella se mueve. Él se queda quieto. La capa se desgarra, dejando a la chica desnuda en la calle. Lleva un cuchillo entre los senos, colgando de un cordón verde. Tiene la espalda llena de cicatrices. ¿Ha sido azotada? Se excita ante su propia desnudez. Veo cómo lentamente los pezones se le ponen rígidos. Ahora el hombre está junto a ella. Alza la mano con dolorosa lentitud, y arranca el cuchillo de su cordón. Con la misma parsimonia, roza el metal frío contra la entrepierna de la chica, contra su vientre, contra su frente. El signo sagrado. Lilith y yo estamos junto a la pared, cerca de la entrada de la consulta del médico. El cuchillo me pone nervioso.
“Deja que se lo quite”, digo.
“No. No. Aquí sólo eres un visitante. No es asunto tuyo.”
“Entonces vámonos, Lilith.”
“Espera. Mira.”
Nuestro amigo canta de nuevo. Letras, como antes: “U… C… A…U…C…G…U…C…C…”.
Adelanta el brazo, luego lo encoge. La punta del cuchillo señala hacia el abdomen de la chica. Por la tensión de sus músculos, sé que el golpe llevará toda su fuerza; esto no es un paso de baile. La hoja está sólo a unos centímetros de la piel de ella cuando corro hacia el androide y se la quito de la mano.
Empieza a gemir.
La chica no comprende aún que ha sido salvada. Deja escapar un aullido profundo, que quizá pretendía ser un grito. Se deja caer al suelo, agarrándose los pechos con una mano, poniéndose la otra entre los muslos. Se retuerce a cámara lenta.
“No debiste intervenir —dice Lilith, furiosa—. Ven conmigo. Será mejor que nos vayamos.”
“¡Pero la habría matado!”
“No es asunto tuyo. No es asunto tuyo.”
Me tira de la muñeca. Me doy la vuelta. Empezamos a alejarnos. De reojo, advierto que la chica se está levantando. Las brillantes luces del cartel de Poseidón Mosquetero, el médico, se reflejan en sus flacos costados desnudos. Lilith y yo damos dos pasos; luego, oímos un gruñido. Volvemos la vista. La chica, al levantarse, lo ha hecho con el cuchillo en la mano, y lo ha clavado en el vientre del hombre. Metódicamente, lo lleva de la cintura al pecho. Lo ha destripado, y el hombre se va dando cuenta poco a poco. Deja escapar un sonido gorgoteante.
“Tenemos que irnos ya”, dice Lilith.
Corremos hacia la esquina. Al llegar, grito. La puerta de Alfa Mosquetero se abre. Una figura flaca y macilenta, de la altura de un alfa, con un enmarañado cabello gris y ojos saltones, sale de ella. ¿Este es el famoso médico? Corre hacia los adictos al ralentizador. La chica se arrodilla junto a su víctima, que aún no ha caído. La sangre de él le tiñe de púrpura la piel brillante. Ella canturrea, ¡G! ¡A! ¡A! ¡G! ¡A! ¡G! ¡G! ¡A! ¡C!
“Aquí dentro”, dice Lilith, y nos agachamos en un portal oscuro.
Pasos. Un olor seco a cosas marchitas. Telarañas. Entramos en profundidades desconocidas. A lo lejos, mucho más abajo, el brillo de luces amarillas. Bajamos y bajamos y bajamos.
“¿Qué es este lugar?”, pregunto.
“Un túnel de seguridad. Construido durante la Guerra de la Cordura, hace doscientos años. Parte de un sistema que recorre todo el subsuelo de Estocolmo. Los gammas se han apoderado de él.”
Como una cloaca.
Oigo sonoras carcajadas, jirones incoherentes de conversaciones. Aquí hay tiendas, con puertas como ranuras tras las que parpadean unas lamparillas. Los gammas vuelven la vista para mirarnos. Algunos de ellos nos hacen el signo uno-dos-tres al cruzarse con nosotros. Dominada por un miedo que no entiendo, Lilith hace que avancemos frenéticamente. Cambiamos de túnel, entrando en un pasaje que cruza el primero en ángulo recto.
También por aquí vagan los adictos al ralentizador.
Un varón gamma, con el rostro pintado de franjas azules y rojas, se detiene para cantar, quizá para nosotros:
¿Con quién me casaré?
¿Quién se casará conmigo?
Fuego en la asquerosa cuba,
fuego volando libre.
Mi cabeza mi cabeza mi cabeza mi cabeza
mi cabeza.
Se arrodilla y tiene una arcada. Un fluido azul le brota de los labios, casi hasta nuestro pies.
Avanzamos. Oímos un grito reverberando:
“¡Alfa! ¡Alfa! ¡Alfa! ¡Alfa!”
Dos gammas copulan en un nicho. Tienen los cuerpos brillantes y resbaladizos por el sudor. Contra mi voluntad, miro las caderas que embisten, escucho el choque de la carne contra la carne. La chica golpea rítmicamente la espalda de su compañero con las palmas de las manos. ¿Protesta por una violación, o demuestra su placer? Nunca llego a averiguarlo, porque un ralentizado sale tambaleándose de entre las sombras y cae sobre ellos, organizando un caos de miembros entrelazados. Lilith tira de mí. De repente, la deseo como nunca. Pienso en los firmes pechos bajo su ropa. Pienso en la ranura desnuda, húmeda. ¿Buscaremos algún nicho para copular entre los gammas? Le pongo la mano en las nalgas, tensas mientras camina. Lilith sacude las caderas. “Aquí no —dice—. Aquí no. Nosotros también debemos mantener las distancias sociales.”
Una cascada de luz deslumbrante desciende del techo del túnel. Burbujas rosadas aparecen y estallan, liberando olores ácidos. Una docena de gammas salen corriendo de un pasaje lateral, se detienen conmocionados al comprender que casi chocan contra dos alfas visitantes, hacen señales de respeto, y siguen corriendo, mientras gritan, ríen y cantan.
Oh, te fundo, tú me fundes,
nosotros los fundimos, y seremos felices.
¡Coagular! ¡Coagular! ¡Coagular!
¡Grig!
“Parecen felices”, digo.
Lilith asiente. “Están borrachos perdidos —dice—. Seguro que van a una orgía de radiación.”
“¿A una qué?”
Un charco de fluido amarillo se desliza desde debajo de una puerta cerrada. De él se eleva un humo acre. ¿Orina gamma? La puerta se abre de golpe. Una hembra alfa con ojos enloquecidos, pechos brillantes, una cicatriz blanca en el vientre, se ríe de nosotros. Nos hace una reverencia. “Señora. Señor. ¿Queréis burbujear conmigo?” Más risas. Se agacha. Da vueltas, los talones contra la rabadilla, en una danza mareante. Arquea la espalda, se palmea los pechos, extiende las piernas. Luces verdes y doradas brillan en la habitación de la que ha salido. Aparece una figura.
“¿Qué es eso, Lilith?”
La altura normal, pero dos veces más ancho que un gamma, y cubierto de un espeso vello recio. ¿Un mono? El rostro es humano. Levanta las manos. Dedos cortos, romos. ¡Redes entre ellos! Arrastra a la chica hacia el interior. La puerta se cierra.
“Un producto defectuoso —dice Lilith—. Aquí hay muchos.”
“¿Un producto defectuoso de qué?”
“Un androide subestándar. Fallos genéticos; impurezas en la cuba, quizá. A veces no tienen brazos, a veces no tienen piernas, o cabeza, o aparato digestivo, o esto, o aquello.”
“¿Y no los destruyen automáticamente en la fábrica?”
Lilith sonríe. “No los destruyen. De todos modos, los que no son viables mueren suficientemente de prisa. A los demás los sacan a hurtadillas cuando los supervisores están distraídos. Y los traen a estas ciudades subterráneas. Sobre todo aquí. ¡No condenamos a muerte a nuestros subnormales, Manuel!”
“Levítico —digo—. Alfa Levítico Saltador.”
“Sí. Mira, ahí hay otro.”
Una figura de pesadilla retoza por el pasadizo. Como algo que se hubiera introducido en un horno hasta que la carne empezara a derretírsele y a fluir: los rasgos básicos son humanos, pero los perfiles, no. La nariz es una trompa, los labios son platillos, los brazos tienen una longitud desigual, los dedos son tentáculos. Los genitales son monstruosos: pene de caballo, testículos de toro.
“Estaría mejor muerto”, digo a Lilith.
“No. No. Nuestro hermano. Nuestro pobre hermano al que queremos.”
La monstruosidad se detiene a una docena de metros de nosotros. Sus brazos viscosos rehacen los movimientos uno-dos-tres.
Pronunciando con toda claridad, nos dice: “La paz de Krug sea con vosotros, alfas. Id con Krug. Id con Krug. Id con Krug.”
“Krug sea contigo”, responde Lilith.
La monstruosidad se tambalea hacla adelante, canturreando alegremente.
“¿La paz de Krug? ¿Id con Krug? ¿Krug sea contigo? ¿Qué significa todo esto, Lilith?”
“Una cortesía corriente —dice—. Un saludo amistoso.”
“¿Krug?”
“Krug nos hizo a todos, ¿verdad?”, señala.
“Recuerdo las cosas que se dijeron mientras estaba en la sala de derivación con mis amigos. ¿Sabes que todos los androides están enamorados de tu padre? Sí. A veces, creo que debe de ser casi una religión. La religión de Krug. Bueno, tiene sentido adorar a tu creador. No te rías.”
“La paz de Krug. Id con Krug. Krug sea contigo.”
“Lilith, ¿los androides creen que mi padre es Dios?”
Lilith esquiva la pregunta. “Podemos hablar sobre eso en otro momento —dice—. Aquí la gente tiene oídos. Hay algunas cosas que no podemos discutir.”
“Pero…”
“¡En otro momento!”
Dejo el tema. Ahora el túnel se ensancha para convertirse en una sala de dimensiones considerables, bien iluminada, abarrotada. ¿Un mercado? Tiendas, cabinas, gammas por todas partes. Nos miran. Hay muchos productos defectuosos cada uno un poco más horrible que el anterior. Es difícil saber cómo pueden sobrevivir criaturas tan mutiladas y taradas.
“¿Salen alguna vez a la superficie?”
“Nunca. Los humanos podrían verlos.”
“¿En Ciudad Gamma?”
“No corren riesgos. Los eliminarían al instante.”
En las estrecheces de la multitud, los androides forcejean, se empujan, discuten y pelean. De alguna manera, consiguen mantener una zona de espacio abierto para los intrusos alfa, aunque no muy grande. Están teniendo lugar dos duelos a cuchillo.
Nadie presta atención. Hay mucha lascivia pública. El olor del lugar es rancio y fétido. Una chica de ojos extraviados corre hacia mí y me susurra, “¡Bendito sea Krug! ¡Bendito sea Krug!”. Me pone algo en la mano y huye.
Un regalo.
Un pequeño cubo frío de aristas redondeadas, como el juguete de la sala de derivación en Nueva Orleans. ¿Enviará mensajes?
Sí. Veo palabras formándose, fluyendo y desapareciendo en su interior lechoso.
“Tonterías. ¿Entiendes algo de esto, Lilith?”
“Algo. Los gammas tienen su propia jerga, ¿sabes? Pero mira aquí, donde dice…”
Un varón gamma, su piel púrpura llena de cráteres, nos quita el cubo de las manos con un golpe. El objeto rebota por el suelo. Se lanza a por él para rescatarlo de entre los pies. Hay un alboroto general. La gente se enreda. El ladrón sale de la multitud y desaparece corriendo por un pasadizo. Los gammas, confusos, siguen luchando. Una chica surge en la cima del montón. Ha perdido sus escasos fragmentos de ropa, y tiene arañazos ensangrentados en los pechos y en los muslos. Sostiene el cubo en la mano. La reconozco, es la chica que me lo dio. Ahora, me hace un gesto demoníaco, enseñándome los dientes. Blande el cubo y se lo mete entre las piernas. Un fornido producto defectuoso salta sobre ella; sólo tiene un brazo, pero es tan ancho como un árbol.
“¡Risas!—grita ella—. ¡Prot! ¡Gliss!”
Desaparecen.
La multitud murmura de una manera desagradable.
Los imagino lanzándose sobre nosotros, desgarrándonos la ropa, descubriendo el velludo cuerpo humano bajo mi disfraz de alfa. Quizá las distancias sociales nos protegieran.
“Vamos —digo a Lilith—. Creo que ya es suficiente.”
“Espera.”
Se vuelve hacia los gammas. Alza las manos, con las palmas enfrentadas, a medio metro de distancia, como si indicara el tamaño de un pez que hubiera pescado. Luego se retuerce en una extraña maniobra sinuosa, moviendo el cuerpo como para describir una especie de espiral. El gesto tranquiliza instantáneamente a la multitud. Los gammas se echan a un lado, inclinando humildemente las cabezas mientras pasamos. Todo va bien.
“Basta —digo a Lilith—, se está haciendo tarde. Por cierto, ¿cuánto tiempo llevamos aquí?”
“Ya podemos irnos.”
Huimos por un laberinto de pasadizos entrecruzados. Gammas de mil formas repugnantes nos adelantan. Vemos ralentizados flotando en su tiempo lento. Productos defectuosos. Apilados y solidificados, por lo que imagino. Sonidos, olores, colores, texturas…, estoy deslumbrado y mareado. Voces en la oscuridad. Canciones.
Se acerca el día de la libertad.
Se acerca el día de la libertad.
Esmipad a los ralentizados, agarrad a los glisados…
¡y subamos hacia la libertad!
Escalones. Hacia arriba. Vientos fríos descendentes. Jadeantes corremos hacia la cima, y volvemos a encontrarnos en las calles de guijarros de Ciudad Gamma, azotada por el viento, probablemente a pocos metros del lugar por el que bajamos. Me parece que la consulta de Alfa Poseidón Mosquetero debe de estar a la vuelta de la esquina.
Ha llegado la noche. Las luces de Ciudad Gamma chisporrotean y fluctúan. Lilith quiere llevarme a una taberna. Rehúso. Hogar. Hogar. Basta. Tengo la mente manchada por las visiones del mundo androide. Ella cede. Nos vamos rápidamente. ¿Cuánto tendremos que andar para llegar a un transmat? Saltamos. Qué cálido y luminoso me parece ahora su piso. Nos libramos de la ropa. Bajo el doppler, me limpio del color rojo y del pulverizador térmico.
“¿Ha sido interesante?”
“Sobrecogedor —digo—. Y tienes que explicarme muchas cosas, Lilith.”
Las imágenes nadan en mi cerebro. Ardo. Hiervo.
“Por supuesto, no le dirás a nadie que te he llevado —dice—. Podrías causarme muchos problemas.”
“Por supuesto. Estrictamente confidencial.”
“Ven aquí, Alfa Saltador.”
“Manuel.”
“Manuel. Ven aquí.”
“Antes cuéntame a qué se refieren cuando dicen Alabado sea Krug.”
“Luego. Tengo frío. Dame calor, Manuel.”
La tomo entre mis brazos. Los grandes montes de sus pechos me inflaman. Cubro su boca con la mía. Meto la lengua entre sus dientes. Caemos juntos al suelo.
La penetro sin titubear. Ella tiembla. Se agarra a mí.
Cuando cierro los ojos veo ralentizados, y productos defectuosos, y apilados.
“Lilith.”
“Lilith.”
“Lilith.”
“Lilith te quiero te quiero te quiero Lilith Lilith Lilith.”
Una gran cuba burbujea. Húmedas criaturas escarlata salen reptando. Risas. Luces. Métete en tu agujero, sucio grig. Mi carne choca contra la suya. ¡Plit! ¡Plit! ¡Plit! ¡Plack! Con humillante rapidez, el sobreexcitado Levítico Saltador lanza mil millones de niños y niñas en el vientre estéril de su amada.