—Una nueva señal —dijo Vargas—. Ligeramente diferente. Empezamos a recibirla anoche.
—No te muevas —respondió Krug—. Ahora mismo voy.
Estaba en Nueva York. Casi al momento, se encontró en el observatorio antártico de Vargas, elevado sobre la plataforma polar, en un punto equidistante del mismo Polo y los lugares de recreo de la Costa Knox. Había quienes decían que la era transmat había empobrecido la vida en un sentido, aunque la enriqueciera en otro: la fuerza theta permitía saltar de Africa a Australia a México y a Siberia en un momento de alegría, pero te robaba el auténtico sentido de la situación y la transición, la perspectiva de la geografía planetaria. Había transformado la Tierra en un simple cubículo transmat extendido hasta el infinito. Krug se había propuesto a menudo hacer un viaje de placer alrededor del mundo por el aire, contemplar los desiertos convertirse en praderas, los bosques en tundra desnuda, las montañas en llanuras. Pero nunca había encontrado tiempo para hacerlo.
El observatorio se componía de una serie de cúpulas cristalinas, situadas sobre una capa de hielo de dos kilómetros y medio de espesor. Túneles en el hielo enlazaban las cúpulas entre sí, y permitían acceso a la instalación más remota: el enorme plato de la antena parabólica del radiotelescopio, la rejilla metálica de un receptor de rayos X, el bruñido espejo que recogía las transmisiones emitidas desde un observatorio en órbita por encima del Polo Sur, el pequeño telescopio óptico de difracción múltiple, las tres columnas doradas de la antena de hidrógeno, el tejido aéreo de un sistema polirradar, y el resto de los mecanismos con que los astrónomos vigilaban el universo. En vez de usar trenzas de refrigeración para asegurarse de que el hielo no se fundiera bajo los edificios, habían utilizado placas individuales de intercambio de calor para cada estructura, de manera que cada edificio era una pequeña isla en medio del gran glaciar.
En el edificio principal, algunas cosas zumbaban, tictaqueaban o brillaban con luz intermitente. Krug no entendía la mayor parte de aquel equipo, aunque le parecía adecuadamente científico. Los técnicos corrían ajetreados por doquier; desde una pasarela situada a una altura mareante, un alfa gritaba números a los tres betas de abajo. Periódicamente se veía una ráfaga de energía escarlata dentro de una hélice cristalina de veinte metros de largo, y a cada descarga los números cambiaban de un contador verde y rojo.
—Mira la espiral de radón —dijo Vargas—. Está registrando los impulsos que recibimos en este momento. Espera… acaba de empezar un nuevo ciclo, ¿lo ves?
Krug contempló la pauta de impulsos.
—Ya está —afirmó Vargas—. Ahora, una pausa de seis segundos, y empieza de nuevo.
—2-5-1, 2-3-1, 2-1 —recitó Krug—.Y antes era 2-4-1,2-5-1,3-1. Así que han incluido el grupo de 4, han pasado el grupo de 5 al principio del ciclo, han completado el grupo de 3 y han añadido un impulso al último grupo… Maldición, Vargas, ¿qué es eso? ¿Qué significa?
—No detectamos más contenido en este mensaje que en el anterior. Los dos siguen la misma estructura básica. Sólo es una redistribución sin importancia.
—¡Tiene que significar algo!
—Quizá.
—¿Cómo podemos averiguarlo?
—Se lo preguntaremos. Pronto. Mediante tu torre.
Krug hundió los hombros. Se inclinó hacia adelante para asir los suaves agarraderos fríos de un mecanismo incomprensible que sobresalía de la pared.
—Esos mensajes tienen trescientos años —dijo, sombrío—. Si su planeta es tal como me has dicho, eso significa trescientos siglos terrestres. Más. Ni siquiera sabrán nada sobre los mensajes que enviaron sus antepasados. Habrán mutado tanto que serán irreconocibles.
—No. Tiene que haber una continuidad. No podrían haber alcanzado un nivel tecnológico que les permitiera enviar mensajes intergalácticos, a menos que fuesen capaces de retener los logros de generaciones anteriores.
Krug se dio la vuelta.
—¿Sabes una cosa? Esta nebulosa planetaria, este sol azul…, sigo sin creer que ahí pueda haber vida inteligente. Ni vida en absoluto. Escucha, los soles azules no duran mucho, Vargas. Hacen falta millones de años para que la superficie de un planeta se enfríe lo suficiente como para volverse sólida. Los soles azules no duran tanto tiempo. Los planetas que tenga estarán todavía fundidos. ¿Quieres que me crea que las señales vienen de una gente que vive en una bola de fuego?
—Esas señales vienen de NGC 7293, una nebulosa planetaria en Acuario —dijo Vargas con tranquilidad.
—¿Seguro?
—Seguro. Te puedo enseñar todos los datos.
—No te molestes. Pero ¿cómo? ¿De una bola de fuego?
—No tiene que ser necesariamente una bola de fuego. Quizá algunos planetas se enfríen antes que otros. No podemos saber a ciencia cierta cuánto tardan en hacerlo. Ignoramos a qué distancia de ese sol está el mundo natal de los que enviaron el mensaje. Tenemos modelos que muestran la posibilidad teórica de que un planeta se enfríe suficientemente de prisa, incluso con un sol azul, como para permitir…
—Ese planeta es una bola de fuego —insistió Krug, malhumorado.
—Quizá. Pero quizá no —replicó Vargas, ahora a la defensiva—. Y aunque así fuera: ¿es que todas las formas de vida deben habitar en planetas de superficie sólida? ¿No puedes concebir una civilización de entidades que necesiten temperaturas altas, evolucionando en un mundo que aún no se ha enfriado? Si…
Krug bufó, disgustado.
—¿Y nos envían señales hechas con máquinas de acero fundido?
—Las señales no tienen por qué ser de origen mecánico. Imagina que puedan manipular la estructura molecular de…
—Me estás contando cuentos de hadas, doctor. ¡Acudo a un científico, y todo lo que obtengo son cuentos de hadas!
—En este momento, los cuentos de hadas son la única manera de explicar los datos —dijo Vargas.
—¡Sabes que tiene que haber una manera mejor!
—Sólo sé que estamos recibiendo señales, y que no hay duda de que provienen de esa nebulosa planetaria. Sé que no es plausible. El universo no tiene que parecernos plausible constantemente. Sus fenómenos no tienen por qué ser explicables al momento. El transmat no habría sido plausible para un científico del siglo dieciocho. Recibimos los datos e intentamos interpretarlos lo mejor que podemos. A veces, hacemos suposiciones extrañas porque los datos que recibimos no parecen tener sentido, pero…
—¡El universo no hace trampas! —gritó Krug—. ¡El universo juega limpio!
Vargas sonrió.
—Indudablemente. Pero necesitamos más datos antes de poder dar una explicación sobre NGC 7293. Mientras tanto, tendremos que conformarnos con cuentos de hadas.
Krug asintió. Cerró los ojos y acarició diales, mientras dentro de él burbujeaba y hervía una impaciencia monstruosa. “¡Eh, vosotros, los de las estrellas! ¡Eh, vosotros, los que enviáis esos impulsos! ¿Quiénes sois? ¿Qué sois? ¿Dónde estáis? ¡Quiero saberlo, maldita sea!” “¿Qué intentáis decirnos? ¿A quién estáis buscando? ¿Qué significa todo esto? ¿¡Y si me muero antes de averiguarlo!?”
—¿Sabes lo que quiero?—dijo Krug de repente—. Ir afuera, a ese radiotelescopio tuyo, y subirme al plato grande. Hacer bocina con las manos y gritarles números a esos hijos de puta. ¿Cuál es la señal ahora? ¿2-5-1, 2-3-1, 2-1? Me vuelve loco. Deberíamos responderles ahora mismo. Enviar algunos números 4-10-2, 4-6-2, 4-2. Sólo para demostrarles que estamos aquí. Sólo para que lo sepan.
—¿Por radio? —sonrió Vargas—. Tardarían trescientos años en recibirlo. La torre estará terminada pronto.
—Pronto, sí. Pronto. Deberías verla. Ven la semana que viene. Ya están metiendo los cacharros dentro. Pronto podremos hablar con esos hijos de puta.
—¿Quieres oír la señal auditiva, la nueva?
—Claro.
Vargas tocó un interruptor. De los altavoces en las paredes del laboratorio surgió un siseo frío, seco, el sonido del espacio, la voz del abismo oscuro. Era un sonido como el de una serpiente desprendiéndose de su piel. Segundos más tarde, por encima de ese sonido, llegaron los dulces tonos de frecuencia alta. Plip plip. Pausa. Plip plip plip plip plip. Pausa. Plip. Pausa. Pausa. Plip plip. Pausa. Plip plip plip. Pausa. Plip. Pausa. Pausa. Plip plip. Pausa. Plip. Silencio. Y luego otra vez, plip plip, el comienzo de un nuevo ciclo.
—Hermoso —susurró Krug—. La música de las esferas. ¡Oh, bastardos misteriosos! Mira, doctor, ven a ver la torre la semana que viene, el próximo… Oh, el martes. Le diré a Spaulding que te llame. Te sorprenderá. Y oye, si llega algo nuevo, otro cambio en la señal, quiero enterarme al momento.
Plip plip plip. Se dirigió al transmat. Plip.
Krug saltó hacia el norte por el meridiano. Siguiendo la línea de 90º E, circundó el Polo Norte y surgió junto a su torre. Había viajado de plataforma de hielo a plataforma de hielo, del fondo del mundo a su cima, de principios de la primavera a principios del invierno, del día a la noche. Los androides trabajaban por todas partes. La torre parecía haber crecido cincuenta metros desde la visita del día anterior. El cielo estaba iluminado por la luz de las placas reflectoras. El canto de NGC 7293 resonaba seductor en la mente de Krug. Plip plip plip.
Encontró a Thor Vigilante en el centro de control, conectado. El alfa, ajeno a la presencia de Krug, parecía perdido en un sueño inducido por drogas, escalando los precipicios de alguna conexión lejana. Un asombrado beta se ofreció a entrar en los circuitos e informar a Vigilante, vía computadora, de que Krug había llegado.
—No —dijo Krug—. Está ocupado. No le molestes.
Plip plip plip plip plip. Se quedó allí unos momentos, mientras observaba el juego de expresiones en el rostro tranquilo de Vigilante. ¿Qué pasaría en aquel momento por la mente del alfa? ¿Informes de carga, datos de transmat, indicaciones de soldaduras, pronósticos climatológicos, estimaciones de costos, factores de tensión, datos sobre personal? Krug sintió que el orgullo le llenaba el alma. ¿Por qué no? Tenía mucho de qué enorgullecerse. Él había construido a los androides, los androides estaban construyendo la torre, y pronto la voz del hombre se dejaría oír entre las estrellas…
Plip plip plip plip.
Afectuosamente, algo sorprendido ante su propia reacción, puso las manos sobre los anchos hombros de Thor Vigilante en un rápido abrazo. Luego, salió. Se quedó de pie unos instantes en la fría oscuridad, supervisando la frenética actividad en cada nivel de la torre. En la cima, nuevos bloques eran encajados en su sitio a un ritmo impecable. Dentro, las pequeñas figuras instalaban el revestimiento de neutrinos, unían cables de cobre, colocaban suelos y hacían subir cada vez más el sistema de luz fría y caliente. A través de la noche, le llegó una pulsación constante de sonido, todos los ruidos de la construcción se fundían en un solo ritmo cósmico, un zumbido profundo y retumbante con subidas regulares. Los dos sonidos, el interior y los exteriores, se encontraron en la mente de Krug, bum, y plip bum y plip, bum y plip.
Se encaminó hacia el transmat. Sin hacer caso de las cuchilladas del viento ártico.
“No está mal para un pobre hombre sin mucha cultura”, se dijo a sí mismo. Esta torre. Estos androides. Todo. Pensó en el Krug de hacía cuarenta y cinco años, el Krug que crecía en un miserable pueblo de Illinois donde la hierba brotaba en medio de las calles. Entonces, no había soñado demasiado con enviar mensajes a las estrellas. Sólo quería ser alguien, pues no era nadie. ¡Menudo Krug! Ignorante, flaco, lleno de espinillas. A veces, en las holotransmisiones, oía a gente que decía que la humanidad había entrado en una nueva era dorada, con un descenso de la población, el olvido de las tensiones sociales y raciales, y una horda de servomecanismos que hacían todo el trabajo sucio. Sí. Sí. Bien. Pero, incluso en una era dorada, alguien tenía que estar abajo. Krug lo estaba. Su padre murió cuando él tenía cinco años. Su madre estaba enganchada a los flotadores, los disruptores sensoriales y a todo tipo de píldoras oníricas. Obtenían algo de dinero, pero no mucho, de una fundación para el bienestar social. ¿Robots? Los robots eran para otras personas. Incluso la terminal de datos estaba desconectada la mitad del tiempo, por las facturas impagadas. No entró en un transmat hasta los diecinueve años. Ni siquiera salió de Illinois.
Recordó cómo era por aquel entonces: malhumorado, introvertido, bizco, a veces pasaba una semana o dos sin hablar con nadie. No leía. No jugaba. Pero soñaba mucho. Pasó por la escuela eternamente airado, sin aprender nada. Empezó a salir de aquello cuando tenía quince años, impulsado por la misma ira, pero volcándola hacia el exterior en vez de dejar que le devorase por dentro. “Os demostraré lo que puedo hacer encajar las cosas. ¿Dormir? ¿Quién necesitaba dormir? Estudiar. Estudiar. Sudar. Construir. Una comprensión intuitiva muy notable sobre la estructura de las cosas, eso decían que tenía. Encontró un financiador en Chicago. Se suponía que la era del capitalismo privado había muerto, así como la de los inventores individuales. De todos modos, construyó un robot mejor. Krug sonrió al recordarlo: el salto transmat a Nueva York, las conferencias, los abogados. Y dinero en el banco. El nuevo Thomas Edison. Tenía diecinueve años. Llenó su laboratorio de equipo y buscó proyectos aún más importantes. A los veintidós años, empezó a crear a los androides. Tardó bastante. En algún momento de esos años, las sondas comenzaron a volver de las estrellas cercanas, vacías. Allí no había formas de vida avanzadas.
Ahora estaba suficientemente establecido como para apartar algo de atención de los negocios, como para permitirse el lujo de interrogarse sobre el lugar del hombre en el cosmos. Se hizo preguntas. Discutió las teorías populares sobre la soledad del hombre. Pero siguió trabajando, agitando ácido nucleico, inclinándose sobre máquinas centrifugadoras, metiendo las manos en barreños de lodo, enganchando las cadenas proteínicas, acercándose cada vez más al éxito. ¿Cómo va a estar el hombre solo en el universo, si un hombre es capaz de hacer vida? ¡Mirad qué fácil es! ¡Lo estoy haciendo! ¿Soy Dios? Las cubas hervían. Púrpura, verde, dorado, rojo, azul. Y, eventualmente, de ellas surgió vida. Androides temblorosos se alzaron de entre los burbujeantes productos químicos. Fama. Dinero. Poder. Una esposa. Un hijo. Un imperio corporativo. Propiedades en tres mundos y en cinco lunas. Mujeres, todas las que quería. Aquello superaba ampliamente sus fantasías de adolescente. Krug sonrió. El joven Krug flaco y lleno de espinillas seguía allí, dentro del hombre recio, airado, desafiante, vehemente. “Se lo demostraste, ¿eh? ¡Se lo demostraste! Y ahora, llegarás hasta la gente de las estrellas.” Plip plip plip. Bum. La voz de Krug cruzando los años luz. “¿Hola? ¿Hola? ¡Eh, vosotros! ¡Os habla Simeon Krug!” En retrospectiva, vio toda su vida como un proceso encarrilado sin giros ni interrupciones hacia este objetivo. Si no le hubieran abrasado ambiciones vehementes, nebulosas, no existirían los androides. Sin sus androides, no habría habido suficiente mano de obra cualificada para construir la torre. Sin su torre…
Entró en el cubículo transmat más cercano y marcó las coordenadas sin pensar, dejando que sus dedos eligieran el destino.
Salió del campo y se encontró en la casa californiana de su hijo Manuel.
No había planeado ir allí. Se quedó parpadeando a la luz de la tarde, estremeciéndose al recibir una repentina oleada de calor en su piel sintonizada con el frío del Artico. Bajo sus pies había un brillante suelo de piedra color rojo oscuro. Las paredes que se alzaban a ambos lados eran remolinos de luz que surgían de proyectores polifásicos montados sobre los cimientos. Sobre él no había techo, sólo un campo repulsor fijado en el extremo azul del espectro, atravesado por las ramas llenas de fruta de algún árbol de hojas color gris verdoso. Alcanzó a oír el rugido de las olas. Media docena de sirvientes androides, dedicados a sus tareas domésticas, le miraron incrédulos. Captó sus susurros admirados:
—Krug… Krug…
Llegó Clissa. Llevaba puesta una prenda envolvente, nebulosa color verde, que dejaba ver sus pechos pequeños, sus caderas huesudas, sus hombros estrechos.
—No me dijiste que ibas a…
—No lo sabía.
—¡Habría preparado algo!
—No necesito nada especial. Sólo me he dejado caer por aquí. ¿Y Manuel…?
—No está.
—¿No? ¿Dónde ha ido?
Clissa se encogió de hombros.
—Fuera. Negocios, supongo. No regresará hasta la hora de cenar. ¿Quieres que te ponga…?
—No. No. Tienes una casa muy bonita, Clissa. Cálida. Auténtica. Manuel y tú debéis de ser muy felices aquí. —Contempló su esbelta silueta—. Además, es un lugar estupendo para tener hijos. La playa…, el sol…, los árboles.
Un androide les llevó dos sillas brillantes como espejos, que abrió y fijó con un rápido movimiento de las manos. Otro puso en marcha la catarata en el lado interior de la casa. Un tercero encendió una estaquilla aromática, y el olor a clavo y a canela se extendió por el patio. Un cuarto ofreció a Krug una bandeja con dulces de aspecto lechoso. Él meneó la cabeza. Siguió de pie. Clissa hizo lo mismo. Parecía incómoda.
—Aún somos recién casados, ya lo sabes —dijo—. Podemos esperar un poco antes de tener hijos.
—¿Tras dos años de matrimonio?
—Bueno…
—Al menos, conseguid los certificados. Podríais empezar a pensar en hijos. Quiero decir, ya es hora de que vosotros…, de que yo…, un nieto…
Clissa le ofreció la bandeja de los dulces. Su tez era pálida. Sus ojos, como ópalos sobre una máscara de hielo. Él negó con la cabeza de nuevo.
—De todos modos, los androides se encargan de todo el trabajo de la educación del niño. Y si no quieres engordar, podrías tenerlo ectogenéticamente, así…
—Por favor —dijo ella son suavidad—. Ya hemos discutido esto antes. Hoy estoy muy cansada.
—Lo siento.
Se maldijo a sí mismo por presionarla demasiado. Su viejo error. La sutileza no era su principal virtud.
—¿Te encuentras bien?
—Sólo es fatiga —respondió Clissa, sin convencerle.
Parecía estar esforzándose por mostrar más energía. Hizo un gesto, y uno de los betas empezó a ensamblar un montón de aros metálicos brillantes, que rotaban misteriosamente sobre un eje oculto. Una nueva escultura, pensó Krug. Un segundo androide reajustó las paredes, y Clissa y él quedaron bañados por un cono de cálida luz ambarina. La música vibraba en el aire, surgiendo de una nube de diminutos altavoces que flotaban, finos como el polvo, sobre el patio.
—¿Cómo va tu torre?—preguntó Clissa.
—Maravillosa. Maravillosa. Deberías verla.
—Quizá vaya la semana que viene. Si no hace demasiado frío por allí. ¿Habéis llegado ya a los quinientos metros?
—Y más. Sube sin cesar. Pero no suficientemente de prisa. Me muero por verla acabada, Clissa. Por poder usarla. La impaciencia acabará conmigo.
—Hoy pareces un poco tenso —dijo—. Arrebolado, emocionado. Deberías ir un poco más despacio de vez en cuando.
—¿Yo? ¿Ir más despacio? ¿Tan viejo soy?—Comprendió que estaba gritando—. Mira, quizá tengas razón—siguió con voz más tranquila—. No sé. Será mejor que me marche ya. No quería molestarte. Simplemente, me apetecía veros. —Plip plip. Bum—. Dile a Manuel que no era nada importante, ¿de acuerdo? Sólo quería saludaros. Por cierto, ¿cuándo fue la última vez que le vi? ¿Hace dos semanas, tres? Poco después de que saliera de esa sala de derivación. Un hombre tiene que visitar a su hijo de vez en cuando.
En un impulso, la atrajo hacia él y la estrechó ligeramente.
Se sintió como un oso abrazando a un duende del bosque. Su piel, a través de la prenda envolvente, estaba fría. Era todo huesos. Con un apretón rápido, podría partirla en dos. ¿Cuánto pesaba, cincuenta kilos? ¿Menos? Un cuerpo de niña. Quizá ni siquiera podía tener hijos. Krug se descubrió a sí mismo intentando imaginar a Manuel en la cama con ella, y rechazó la idea, consternado. Le besó la mejilla helada.
—Cuídate —dijo—. Yo haré lo mismo. Nos cuidaremos y descansaremos mucho. Saluda a Manuel de mi parte.
Entró precipitadamente en el transmat. Ahora, ¿adónde? Krug se sentía febril; le ardían las mejillas. Estaba a la deriva, flotando en el vientre amplio del mar. Diferentes coordenadas le atravesaban la mente. Frenético, eligió una y la introdujo en la máquina. Plip. Plip. Plip. El siseo escamoso del ruido estelar amplificado le invadía el cerebro. 2-5-1, 2-3-1, 2-1. ¿Hola? ¿Hola? La fuerza theta lo devoró. Lo llevó al interior de una inmensa cueva polvorienta.
A docenas de kilómetros sobre su cabeza estaba el techo. Había paredes, metálicas, reflectoras, de un color amarillo pardusco, que se curvaban hacia un lejano punto de unión. Luces potentes brillaban y parpadeaban. Sombras de bordes definidos manchaban el aire. Se oían ruidos de construcción: cras, tank, ping, babúm. El lugar estaba lleno de androides ajetreados. Se arremolinaron en torno a él admirados, asombrados, susurrando.
—Krug… Krug… Krug…
¿Por qué me mirarán siempre así los androides? Los observó con el ceño fruncido. Sabía que sudaba por todos los poros. Las piernas le temblaban. Debería pedirle una píldora refrescante a Spaulding; pero Spaulding no estaba allí. Aquel día, Krug saltaba solo.
Un alfa apareció ante él.
—No se nos dijo que esperásemos el placer de su visita, señor Krug.
—Un capricho. Simplemente, pensé venir a echar un vistazo. Perdóname… ¿tu nombre?
—Rómulo Fusión, señor.
—¿Cuántos androides trabajan aquí, Alfa Fusión?
—Setecientos betas, señor, y nueve mil gammas. El personal alfa es muy escaso. La mayoría de las funciones de supervisión las realizan los sensores. ¿Qué prefiere ver? ¿Los coches lunares? ¿Los módulos de Júpiter? ¿La nave, quizá?
La nave. La nave. Krug comprendió. Estaba en Denver, en el principal centro ensamblador de vehículos que Empresas Krug tenía en Norteamérica. En aquella espaciosa catacumba se manufacturaban muchas clases de máquinas de transporte, para cubrir todas las necesidades que el transmat no podía llenar: reptadores oceánicos, deslizadores para el viaje por la superficie, planeadores estratosféricos, transportadores para cargas pesadas, módulos de inmersión para utilizar en mundos con altas presiones, sistemas de impulso iónico para saltos espaciales a corta distancia, sondas interestelares, cajas gravitatorias… Además, durante los últimos siete años, un equipo técnico elegido con esmero había estado construyendo el prototipo de la primera nave tripulada con destino a las estrellas. Últimamente, desde el comienzo de la torre, la nave se había convertido en un hijo adoptivo entre los proyectos de Krug.
—La nave —asintió Krug—. Sí. Por favor. Vamos a verla.
Pasillos de betas se abrieron ante él mientras Rómulo Fusión le guiaba hacia el pequeño deslizador en forma de lágrima. El alfa se puso a los controles, y se movieron sin ruido por el suelo de la planta, pasando junto a hileras de vehículos de todas clases a medio construir, hasta llegar a una rampa que descendía hacia un nivel más bajo todavía de aquel taller subterráneo. Bajaron. El deslizador se detuvo. Salieron.
—Aquí —dijo Rómulo Fusión.
Krug observó un curioso vehículo de cien metros de largo, con plumas estabilizadoras que iban desde el afilado morro de aguja hasta la cola de aspecto agresivo. El casco, rojo oscuro, parecía hecho de guijarros conglomerados. Tenía una textura ruda y granulada. No había ninguna ventanilla a la vista. Los eyectores de masa eran de forma convencional, ranuras rectangulares abiertas a lo largo de la parte trasera.
—Dentro de tres meses estará lista para un vuelo de prueba —dijo Rómulo Fusión—. Estimamos que la capacidad de aceleración será una constante de 2,4 g, con lo que la nave alcanzará pronto una velocidad no muy inferior a la de la luz. ¿Quiere entrar?
Krug asintió. El interior de la nave parecía cómodo y nada atípico: vio un centro de control, un área de recreo, un compartimento de energía y otros rasgos que hubieran sido normales en cualquier otra nave espacial contemporánea.
—Puede acomodar a una tripulación de ocho personas —le informó el alfa—. Durante el vuelo, un campo deflector automático rodeará la nave para salvaguardarla de todas las partículas flotantes, que podrían ser enormemente destructivas a tales velocidades, por supuesto. La nave se autoprograma por completo. No necesita supervisión. Éstos son los contenedores de personal.
Rómulo Fusión le señaló las cuatro hileras dobles de unidades congeladoras. Cada una medía dos metros y medio de largo y un metro de ancho, y estaban situadas contra una de las paredes.
—Funcionan con tecnología convencional de animación suspendida —le explicó—. El sistema de control de la nave, a una señal de la tripulación o desde la estación terrestre, empezará a bombear fluido refrigerante de alta densidad en los contenedores, haciendo que la temperatura corporal del personal descienda hasta el grado deseado. Harán el viaje inmersos en un fluido frío, que servirá tanto para ralentizar los procesos vitales como para aislar a la tripulación de los efectos de la aceleración constante. La inversión del estado de animación suspendida es igual de sencillo. El período máximo de sueño profundo es de cuarenta años; en caso de viajes más largos, la tripulación será despertada a intervalos de cuarenta años, sufrirá un programa de ejercicios similar al que se utiliza para entrenar a los nuevos androides, y volverá a los contenedores tras un breve intervalo de consciencia. Así, se puede llevar a cabo un viaje de duración infinita con la misma tripulación.
—¿Cuánto tardará esta nave en llegar a una estrella situada a trescientos años luz?—preguntó Krug.
—Incluyendo el tiempo de alcanzar la velocidad máxima y el necesario para la deceleración —respondió Rómulo Fusión—, calculo que unos seiscientos veinte años. Contando con los efectos de dilatación temporal relativos, el tiempo aparente en la nave no debería ser de más de veinte o veinticinco años, lo que significa que el viaje se podría realizar durante un solo período de sueño profundo de la tripulación.
Krug gruñó. Eso estaba muy bien para la tripulación. Pero si enviaba la nave a NGC 7293 en la siguiente primavera, no volvería a la Tierra hasta el siglo xxxv. Él no estaría allí para recibirla. No tenía elección.
—¿Estará terminada para volar en febrero?
—Sí.
—Bien. Empieza a elegir la tripulación: dos alfas, dos betas y cuatro gammas. Irán a un sistema elegido por mí a principios del diecinueve.
—Como ordene, señor.
Salieron de la nave, Krug pasó la mano por el casco granuloso. Su obsesión por la torre y el rayo de taquiones le habían impedido seguir el progreso del trabajo en la nave. Ahora, lo lamentaba. Habían hecho un trabajo magnífico. Comprendió que su asalto a las estrellas tendría que seguir dos direcciones. Cuando la torre estuviera terminada, podía intentar comunicarse en tiempo real con los seres que, según Vargas, habitaban en NGC 7293. Entretanto, su nave tripulada por androides emprendería el lento viaje hacia allí. ¿Qué enviaría a bordo? Un informe completo sobre los logros del hombre. Sí, cubos a granel, bibliotecas enteras, todo el repertorio musical, un centenar de sistemas informativos de alta redundancia. Que la tripulación fuera de cuatro alfas y cuatro betas. Tendrían que ser expertos en técnicas de comunicación. Mientras dormían, él les enviaría mensajes de taquiones, detallando los conocimientos que esperaba conseguir gracias al contacto de la torre con el pueblo de las estrellas. Quizá, para cuando la nave llegara a su destino, aproximadamente en el año 2850, sería posible proporcionar a la tripulación diccionarios del lenguaje de la raza a la que visitaban. Incluso enciclopedias enteras. ¡Anales de los seis siglos de contacto mediante rayo de taquiones entre los terrestres y los habitantes de NGC 7293!
Krug palmeó el hombro de Rómulo Fusión.
—Buen trabajo. Tendrás noticias mías. ¿Dónde está el transmat?
—Por aquí, señor.
Plip. Plip. Plip.
Krug volvió a saltar hacia el emplazamiento de la torre.
Thor Vigilante ya no estaba conectado a la computadora del centro de control. Krug le encontró dentro de la torre, en el cuarto nivel, supervisando la instalación de una hilera de mecanismos que parecían bolas de mantequilla engarzadas en una cadena de cuentas de cristal.
—¿Qué es esto?—quiso saber Krug.
Vigilante pareció sorprendido ante la repentina aparición de su amo.
—Cortocircuitos —dijo, recuperándose con rapidez—. En caso de un flujo de positrones excesivo…
—Vale, vale. ¿Sabes dónde he estado, Thor? En Denver.
En Denver. He visto la nave espacial. No me había dado cuenta: casi la han terminado. Hay que encajarla ahora mismo en la secuencia de proyectos.
—¿Señor?
—Alfa Rómulo Fusión está al mando allí. Va a elegir una tripulación de cuatro alfas y cuatro betas. tas. Los lanzaremos la primavera que viene, en animación suspendida, sueño frío. En cuanto enviemos las primeras señales a NGC 7293. Ponte en contacto con él, coordinadlo todo. ¿De acuerdo? Ah, otra cosa. Aunque vamos más de prisa de lo previsto, aún no estoy satisfecho, quiero más rapidez.
Bum. Bum. La nebulosa planetaria NGC 7293 brilló tras la frente de Krug. El calor de su piel evaporaba el sudor tan pronto como le brotaba de los poros. “Me estoy excitando demasiado”, se dijo.
—Cuando acabéis el trabajo de esta noche, Thor, escribe una solicitud de personal para incrementar en un cincuenta por ciento los grupos de trabajo. Envíala a Spaulding. Si necesitas más alfas, no lo dudes. Pide. Alquila. Gasta. Lo que sea. —Bum—. Quiero que se reprograme todo el plan de construcción. Hay que terminar tres meses antes de lo previsto. ¿De acuerdo?
Vigilante parecía algo aturdido.
—Sí, señor Krug —dijo débilmente.
—Bien. Sí. Bien. Sigue trabajando así de bien, Thor. Estoy muy orgulloso y satisfecho. —Bum. Bum. Bum. Plip. Bum—. Si hace falta, te conseguiremos hasta al último beta capacitado del hemisferio occidental. Del oriental. Del mundo. ¡Hay que acabar la torre!—Bum—. ¡Tiempo! ¡Tiempo! ¡Nunca hay suficiente tiempo!
Krug se marchó con rapidez. Fuera, en el frío aire de la noche, el frenesí le abandonó en parte. Se quedó quieto un instante, saboreando la brillante belleza esbelta de la torre, iluminada sobre el fondo negro de la tundra. Alzó la vista. Vio las estrellas. Cerró el puño y lo agitó.
¡Krug! ¡Krug! ¡Krug! ¡Krug!
Bum.
Al transmat. Coordenadas: Uganda. Junto al lago. Quenelle le esperaba. Cuerpo suave, pechos grandes, muslos separados, vientre palpitante. Sí. Sí. Sí. Sí. 2-5-1, 2-3-1, 2-1. Krug saltó hacia el otro lado del mundo.