4

Vigilante se había despertado aquella mañana en Estocolmo poco lúcido: cuatro horas de sueño. Demasiado, demasiado. Dos horas habrían bastado. Despejó su mente con un rápido ritual neural, y se metió en la cabina para tomar una ducha fuerte. Mucho mejor ahora. El androide se estiró, contorsionó los músculos y examinó su suave cuerpo rosado desprovisto de vello en el espejo del cuarto de baño. Luego, un momento para la religión. “Krug, sálvanos de la servidumbre. Krug, sálvanos de la servidumbre. Krug, sálvanos de la servidumbre. ¡Alabado sea Krug!”

Vigilante engulló rápidamente su desayuno y se vistió. La pálida luz de las últimas horas de la tarde rozó su ventana. Pronto anochecería, pero no importaba; su reloj mental marcaba tiempo canadiense, tiempo de la torre. Podía dormir cuando quisiera, mientras fuese al menos una hora de cada doce. Incluso un cuerpo androide necesitaba algo de descanso, pero no a la manera rígidamente programada de los humanos.

Ahora, al emplazamiento de la construcción para recibir a los visitantes del día.

El androide empezó a fijar las coordenadas del transmat. Detestaba aquellas sesiones diarias. Las visitas demoraban el trabajo, puesto que había que tomar precauciones extraordinarias cuando había seres humanos en el emplazamiento; introducían tensiones especiales e innecesarias, y transmitían la implicación oculta de que su trabajo no era digno de confianza, que había de ser supervisado cada día. Por supuesto, Vigilante era consciente de que la fe de Krug en él era ilimitada. La fe del androide en esa fe le había mantenido espléndidamente, hasta entonces, en la tarea de construir la torre. Sabía que no era la desconfianza, sino la natural emoción humana del orgullo, lo que llevaba a Krug tan a menudo al emplazamiento de la torre.

“Krug me guarde”, pensó Vigilante, y entró en el transmat.

Salió junto a la sombra de la torre. Sus ayudantes le saludaron. Alguien le tendió la lista de los visitantes del día.

—¿Ha llegado ya Krug? —preguntó Vigilante.

—Dentro de cinco minutos —le dijeron.

Y a los cinco minutos Krug salió del transmat, acompañado por sus invitados. A Vigilante no le gustó ver en el grupo a Spaulding, el secretario de Krug. Eran enemigos naturales: sentían mutuamente la antipatía instantánea entre el nacido de la Cuba y el nacido de la botella, el androide y el ectógeno. Además de eso, eran rivales por la supremacía entre los aliados de Krug. Para el androide, Spaulding era un sembrador de sospechas, un minador potencial de su posición, una fuente de venenos. Vigilante le recibió fría, distantemente, pero con educación. Un androide, por importante que fuera, no desairaba a los humanos… y, al menos técnicamente, había que considerar humano a Spaulding.

Krug hacía que todos se metieran rápidamente en las grúas Vigilante subió con Manuel y Clissa Krug. Mientras subían hacia la cima truncada de la torre, Vigilante miró de soslayo a Spaulding, que iba en la grúa de su izquierda: al ectógeno, el huérfano prenatal, el hombre de alma retorcida y espíritu maléfico en quien Krug ponía perversamente tanta confianza. “Ojalá los vientos del Artico se te llevaran, nacido de la botella. Ojalá te viera flotar hacia el terreno helado y destrozarte más allá de toda reparación posible.”

—¿Por qué de repente pareces tan furioso, Thor? —preguntó Clissa Krug.

—¿Lo parezco?

—Veo nubes de ira surcando tu rostro.

Vigilante se encogió de hombros.

—Estoy haciendo mis ejercicios de emoción, señora Krug. Diez minutos de amor, diez de odio, diez de timidez, diez de egoísmo, diez de asombro y diez de arrogancia. Con practicarlo una hora al día, los androides somos más parecidos a la gente.

—No te burles de mí —dijo Clissa. Era muy joven, esbelta de ojos oscuros, amable y, según suponía Vigilante, bonita—. ¿Me estás diciendo la verdad?—insistió ella.

—Sí. En serio. Cuando usted me habló estaba practicando odio.

—¿Y cómo es el ejercicio? O sea, ¿te limitas a quedarte ahí pensando “Odioodioodioodio”, o qué?

Sonrió ante la pregunta de la chica. Al mirar por encima de su hombro, captó el guiño que le hacía Manuel.

—Se lo contaré en otro momento —respondió Vigilante—. Hemos llegado a la cima.

Las tres grúas quedaron colgadas de la galería superior de la torre. Justo encima de la cabeza de Vigilante pendía el brillo gris del campo repulsor. También el cielo era gris. Ya había pasado casi la mitad del breve día del norte. Una tormenta de nieve avanzaba hacia el sur, hacia ellos, por la orilla de la bahía. En la grúa contigua, Krug se inclinaba hacia el interior de la torre, señalando algo a Buckleman y a Vargas; en la otra grúa, Spaulding, el senador Fearon y Maledetto examinaban de cerca la textura satinada de los grandes ladrillos de cristal que constituían la capa exterior de la torre.

—¿Cuándo estará terminada?—preguntó Clissa.

—En menos de un año —respondió el androide—. Hasta ahora, todo va muy bien. El mayor problema técnico era evitar que el permafrost de debajo del edificio se derritiera. Pero ahora ya está solucionado, y deberíamos ser capaces de construir varios cientos de metros al mes.

—¿Y por qué pensasteis construir aquí?—quiso saber ella—. Si el suelo no es estable…

—Aislamiento. Cuando la ultraonda funcione, disrrumpirá todas las líneas de comunicación, transmats y generadores de energía en cientos de kilómetros a la redonda. A Krug sólo le quedaban como elección el Sáhara, el Gobi, el desierto australiano o la tundra. Por razones técnicas relativas a la transmisión, la tundra parecía lo más adecuado…, si se solventaba el problema del permafrost. Krug dijo que construyéramos aquí, así que encontramos una solución para el problema del permafrost.

—¿Cuál es la situación del equipo de transmisión?—preguntó Manuel.

—Empezaremos a instalarlo cuando la torre alcance los quinientos metros de altura. A mediados de noviembre, más o menos.

La voz de Krug les llegó como un rugido.

—Ya hemos colocado en el espacio los cinco satélites, que serán las estaciones amplificadoras. Un anillo de fuentes de energía rodeando la torre…, suficiente para lanzar con toda claridad nuestra señal a Andrómeda.

—Un proyecto maravilloso —intervino el senador Fearon.

Era un hombre vivaracho, llamativo, con unos sorprendentes ojos verdes y una mata de pelo rojo.

—¡Otro paso de gigante hacia la madurez de la humanidad! —Con un cortés asentimiento hacia Vigilante, el senador añadió—: Por supuesto, debemos reconocer nuestra inmensa deuda para con los androides que están llevando a cabo este milagroso proyecto. Sin tu ayuda y la de tu gente, Alfa Vigilante, no habría sido posible llegar…

Vigilante escuchaba inexpresivo, acordándose de sonreír. Esa clase de cumplidos significaban muy poco para él. El Congreso Mundial y sus senadores significaban aún menos. ¿Había algún androide en el Congreso? ¿Supondría alguna diferencia si lo hubiera? Sin duda, algún día el Partido para la Igualdad de los Androides conseguiría meter a algunos de los suyos en el Congreso. Tres o cuatro Alfas se sentarían en tan augusto lugar, pero los androides seguirían siendo propiedades, no personas El proceso político no inspiraba la menor confianza a Thor Vigilante.

Sus propias ideas políticas eran definitivamente cercanas al Partido Eliminacionista: en una sociedad transmat, donde los lazos nacionales eran algo obsoleto, ¿para qué tener un gobierno formal? Que los legisladores se abolieran a sí mismos. Que prevaleciera la ley natural. Pero sabía que la eliminación progresiva del Estado que predicaban los eliminacionistas nunca se haría realidad. La prueba viviente era el senador Henry Fearon. La paradoja definitiva: un miembro del partido antigobierno ocupando un cargo en el gobierno, y luchando por conservar su escaño elecciones tras elecciones. La eliminación cuesta, ¿eh, senador?

Fearon alabó extensamente la industriosidad de los androides. Vigilante se inquietó. Mientras estaban allí arriba, el trabajo no avanzaba. No se atrevía a permitir que elevaran bloques mientras había visitantes en la zona de construcción. Y tenía unas fechas que cumplir. Para su alivio, Krug ordenó pronto el descenso; al parecer, el viento creciente molestaba a Quenelle. Cuando bajaron, Vigilante guió a los visitantes al centro principal de control, invitándolos a ver cómo se hacía cargo de las operaciones. Se acomodó en el asiento de enlace. Al meter la punta roma del terminal de la computadora en el conector hembra de su antebrazo izquierdo, el androide vio cómo el labio superior de Leon Spaulding se fruncía en una mueca de… ¿de qué? ¿Desprecio, envidia, superioridad desdeñosa? Pese a todo su conocimiento de los humanos, Vigilante no podía leer con precisión aquellas miradas sombrías. Pero entonces se estableció el contacto, y los impulsos del ordenador fluyeron por el interface de su cerebro, y se olvidó de Spaulding.

Era como tener un millar de ojos. Vio todo lo que sucedía en el emplazamiento, y en muchos kilómetros en torno al emplazamiento. Estaba en comunión absoluta con la computadora, utilizaba todos sus sensores, analizadores y terminales. ¿Por qué pasar por la tediosa rutina de hablar a una computadora, cuando era posible diseñar un androide capaz de ser parte de ella?

El torrente de datos conllevaba una corriente de éxtasis.

Planos de mantenimiento. Síntesis del desarrollo del trabajo. Sistemas de coordinación de las obras. Niveles de refrigeración. Decisiones sobre el nivel de energía. La torre era un tapiz de infinitos detalles, y él era el maestro tejedor. Todo pasaba a través de él, aprobaba, rechazaba, alteraba, cancelaba. ¿Era parecido a aquello el efecto del sexo? ¿Ese cosquilleo vivaz en cada nervio, la sensación de estar expandido hasta los propios límites, de absorber una avalancha de estímulos? Vigilante habría dado cualquier cosa por saberlo. Elevó y bajó grúas, solicitó los bloques para la semana siguiente, pidió filamentos para los hombres del rayo de taquiones, planeó las comidas del día siguiente, calculó constantemente la estabilidad de la estructura, transmitió los datos de costes al departamento financiero de Krug, monitorizó la temperatura del suelo a intervalos de cincuenta centímetros hasta dos kilómetros de profundidad, transmitió docenas de mensajes telefónicos por segundo, y se felicitó a sí mismo por la destreza con que lo conseguía todo. Sabía que ningún humano podría manejar todo aquello, ni aunque los humanos tuvieran algún sistema para conectarse directamente a una computadora. Tenía las habilidades de una máquina y la versatilidad de un ser humano, así que, al margen del bastante grave asunto de su incapacidad para la reproducción era, en muchos aspectos, superior a máquinas y a humanos, y por tanto…

La flecha roja de una alarma atravesó su consciencia.

Accidente de construcción. Sangre de androide vertiéndose sobre el suelo helado.

Un giro de su mente le proporcionó un enfoque cercano. Había fallado una grúa en la cara norte y un bloque de cristal había caído desde el nivel situado a noventa metros. Yacía ligeramente inclinado, con un extremo enterrado cosa de un metro en el suelo, y el otro algo elevado sobre la superficie. Una fisura corría como una línea de hielo por su claro interior. Unas piernas sobresalían por el lado más cercano a la torre. A pocos metros, yacía un androide herido, retorciéndose desesperadamente. Tres escarabajos elevadores corrían ya hacia el lugar del accidente; un cuarto había llegado, y tenía sus púas de acero bajo el enorme bloque.

Vigilante se desconectó, temblando en un primer momento a causa del dolor que le produjo la separación del flujo de datos Sobre su cabeza, un muro pantalla mostraba claramente el accidente. Clissa Krug se había dado la vuelta, y apoyaba la cabeza contra el pecho de su marido. Manuel parecía asqueado; su padre, irritado. Los demás visitantes parecían más asombrados que conmovidos. Vigilante se descubrió a sí mismo escudriñando el rostro frío de Leon Spaulding. Spaulding era un hombre pequeño, recio, todo menos descarnado. En la curiosa claridad de su conmoción, Vigilante fue consciente de la separación entre las hebras del rígido bigote negro del ectógeno.

—Un fallo de coordinación —dijo Vigilante con sequedad—. Al parecer, la computadora interpretó erróneamente una función de tensión, y dejó caer un bloque.

—Tú estabas sobrecargando la computadora en ese momento, ¿no?—preguntó Spaulding—. A cada uno, sus culpas.

El androide no pensaba entrar en ese juego.

—Discúlpenme —dijo—. Ha habido heridos, y seguramente muertos. Tengo que irme.

Se apresuró hacia la puerta.

—…descuido imperdonable… —murmuraba Spaulding.

Vigllante salió. Mientras corría hacia el lugar del accidente, empezó a rezar.

Загрузка...