CAPITULO IX

Eran casi las ocho de la noche. Rogers colgó el teléfono de su oficina y miró hacia Finchley.

—Se ha detenido a tomar un bocadillo y café en un ambigú de la esquina de la calle Ocho y la Sexta Avenida. Pero todavía no ha hablado con nadie, no parece dirigirse a algún lugar en particular y no se ha molestado en buscar alojamiento. Continúa caminando. Sigue vagabundeando.

Rogers pensó que al menos el hombre había pensado en comer. Rogers y Finchley no habían tomado bocado aún. Por otra parte, ellos dos estaban sentados, en tanto que, con cada paso que el hombre daba por las aceras de cemento, doscientas sesenta y ocho libras caían sobre sus ya arruinados pies. Pero, ¿por qué caminaba? ¿Por qué no se detenía? Estaba levantado desde antes de haber amanecido en Europa, y sin embargo, no se daba reposo.

Finchley sacudió la cabeza.

—Me preguntó por qué hace eso. ¿En pos de qué puede ir? ¿Estará buscando a alguien… intentando encontrarse con alguien?

Rogers suspiró.

—Quizá está intentando extenuarnos.

Abrió delante de sí el dossier de Martino, buscó la página conveniente y deslizó el dedo por la escasa lista de, nombres. Martino tenía exactamente un pariente en Nueva York, y ningún amigo íntimo. Hay una mujer de la que recibió el anuncio de su compromiso matrimonial. Parece ser que sostuvo con ella relaciones mientras asistía a las clases del colegio de Nueva York. Quizá ésta es una posibilidad.

—Está usted diciendo que ese hombre es Martino.

—No estoy diciendo semejante cosa. No ha hecho movimiento alguno hacia su casa, y no se halla sino a cinco manzanas de la zona por la que él no cesa de moverse. Si algo digo, es que no es Martino.

—¿Desearía usted visitar a una antigua novia que lleva casada quince años?

—Quizá.

—Eso no prueba nada en ningún sentido.

—Creo que eso es lo que no hemos cesado de decir ni un momento.

La boca de Finchley se crispó. Sus ojos estaban completamente inexpresivos.

—¿Qué me dice de ese pariente?

—¿Su tío? Martino trabajó en su cafetería, que está situada en esa misma zona. La cafetería es ahora una barbería. El tío se casó con una viuda cuando tenía sesenta y tres años, se trasladó con ella a California y murió hace diez años. De manera que eso ha quedado resuelto. Martino no se hizo amigos, y no tenía otros parientes. No perteneció a ningún club, y no tenía por costumbre llevar un diario. Si alguna vez ha habido una persona para crear esta clase de situación, ése es Martino — dijo Rogers, rascándose la cabeza. — Y sin embargo — repuso Finchley —, ha venido directamente a Nueva York y ha ido directamente al Village. Ha debido tener alguna razón. Pero, cualesquiera que sea, todo cuanto hace es caminar. En círculos. Eso no tiene sentido… tratándose de un hombre de su calibre.

En la voz de Finchley había una nota de preocupación, y Rogers, al recordar el episodio que había tenido lugar entre ellos a primeras horas de la tarde, lo envolvió en una aguda mirada. Rogers sentía aún un poco avergonzado por el papel que había desempeñado en él, y no deseaba revivirlo.

Tomó el aparato.

—Ordenaré que nos suban comida.


La droguería de la esquina de la Sexta Avenida y la calle Siete de West era pequeña, y no había sino un reducido espacio de suelo libre entre los atestados mostradores. Como todos los pequeños drogueros, el propietario se había visto obligado a colocar puntales detrás de los mostradores para instalar estantes entre ellos. Incluso así, apenas había espacio para desplegar todo lo que tenía para competir con el almacén que había un poco más arriba de la calle.

Los vendedores habían amontonado los artículos en cada pulgada de la superficie situada al nivel de los ojos, y los carteles de anuncio los habían puesto en todos aquellos lugares que humanamente les había sido posible. En el techo no había sino un grupo de lámparas fluorescentes, y el escaso espacio que había detrás de los mostradores estaba siempre oscuro. Había una apertura en la pared de mercancías. Allí, detrás de dos pilas de estuches de cosméticos, el droguero permanecía sentado ante su caja registradora, leyendo un periódico.

Alzó la vista cuando oyó abrir y cerrar la puerta. Sus ojos se dirigieron automáticamente al costado de metal de la vitrina que había enfrente de él y que solía usar como espejo. La vitrina estaba atestada y un poco sucia. El droguero vio los vagos contornos de la gran silueta de un hombre, pero el crujido de las tablas del suelo le había dicho ya mucho. Estiró el cuello para atisbar la cara, y bruscamente levantó la mano para sujetarse los lentes. Se levantó de la silla, sosteniendo aún en la mano el papel, e inclinó la cabeza y los hombros sobre el mostrador.

—¿En qué puedo…?

El hombre que acababa de entrar volvió hacia él su refulgente cara.

—¿Dónde están sus guías telefónicas, por favor? — preguntó tranquilamente.

El droguero no tenía idea alguna de lo que podía llegar a hacer en el próximo minuto. Pero las serenas palabras le permitieron dar una fácil respuesta.

—Ahí detrás — dijo, indicando una estrecha apertura entre dos mostradores.

—Gracias.

El hombre pasó dificultosamente a través de apertura, y el droguero le oyó pasar hojas. Se modulo un breve chasquido cuando arrancó una del cuaderno proporcionado por la Compañía telefónica. El droguero le oyó entonces sacar un lápiz con su mano metálica. Después la guía produjo un sonido sordo al ser dejada y el hombre salió, doblando la nota y guardándosela en el bolsillo superior.

—Muchísimas gracias — dijo —. Buenas noches.

—Buenas noches — contestó el droguero.

El hombre abandonó la tienda. El droguero volvió a sentarse en la silla, y dobló sobre sus rodillas el periódico.

Era una cosa peculiar, pensó el droguero, mirando inexpresivamente su periódico. Pero el hombre no parecía haber sido consciente de que había en él algo peculiar. No había ofrecido explicación de ninguna especie; no había hecho nada sino formular una perfectamente razonable pregunta, la gente penetraba allí veinte veces al día y preguntaba la misma cosa.

De manera que en realidad no se trataba de nada por lo cual debiera sentirse excitado. Bien… por supuesto que era como para excitarse, pero el hombre de la cabeza de metal no había parecido creerlo así. Y eso debía ser asunto suyo, ¿no?

El droguero decidió que era algo para pensar en ello, y para mencionárselo a su esposa cuando llegara a su casa. Pero no era nada como para sentir pánico.

Al cabo de un breve espacio de tiempo, sus ojos seguían automáticamente las letras del periódico. Pronto comenzó a leer de nuevo. Cuando el hombre de Rogers entró un minuto después, así fue como lo encontró.

Miró en torno suyo.

—¿Hay alguien aquí?

La cabeza y los hombros del droguero aparecieron desde detrás del mostrador.

—¿Sí, amigo?

El miembro del Departamento de Seguridad hurgó en uno de sus bolsillos.

—¿Tiene un paquete de Chestefield?

El droguero asintió con la cabeza y tomó un paquete de cigarrillos del estante que había detrás del mostrador. Recogió el medio dólar que el miembro del departamento de Seguridad había depositado sobre el mostrador.

—Diga — repuso el miembro del departamento de Seguridad, con un trance de perplejidad —, ¿no he visto salir de aquí a un tipo que llevaba una máscara de metal?

El droguero asintió con la cabeza.

—En efecto. Sin embargo, no parecía ser una máscara.

—Que me aspen. Me ha parecido ver a ese individuo, pero era una cosa difícil de creer.

—Eso es lo que ha sucedido.

El miembro del departamento de Seguridad sacudió la cabeza.

—Bien, supongo que uno ve toda clase de personas en esta parte de la ciudad. ¿Iba tal vez vestido para anunciar una representación teatral o algo?

—No sé nada. Me he fijado en que no llevaba ningún cartel.

—¿Para qué ha entrado? ¿Para comprar un bote de pulimento de metales? — inquirió el miembro del departamento de Seguridad, sonriendo.

—Simplemente ha mirado una guía telefónica, eso es todo. Ni siquiera ha hecho una llamada. — El droguero se rascó la cabeza —. Supongo que lo único que deseaba era buscar una dirección.

—Muchacho, me pregunto a quién va a visitar. Bien — se encogió de hombros — no hay duda de que uno encuentra por aquí a personas muy raras.

—Oh, no sé — replicó un poco impertinentemente el droguero —, yo he visto a tipos bastantes raros en otras partes de la ciudad.

—Sí, desde luego. Supongo que sí. Oiga… hablando de teléfonos, creo que puedo aprovechar la oportunidad para llamar a esa muchacha. ¿Dónde está?

—Ahí detrás — contestó el droguero, señalando.

—Muy bien, gracias.

El miembro del departamento de Seguridad pasó a través del espacio entre los dos mostradores. Permaneció mirando agriamente las guías telefónicas. Retiró la cubierta del cuaderno de notas, lo revisó en busca de huellas y no vio ninguna que tuviera sentido alguno. Se guardó el papel en el bolsillo, miró otra vez las guías, seis, contando el Manhattan Classified, y sacudió la cabeza. Después penetró en la cabina, echó unas monedas en la ranura y marcó el número de la oficina de Rogers.


El reloj que había en la oficina de Rogers marcaba unos pocos minutos más de las nueve. Rogers seguía aún sentado detrás de la mesa, y Finchley esperaba instalado en una de las sillas.

Rogers se sentía cansado. Llevaba de pie unas veintidós horas y el hecho de que Finchley y el hombre se hallaran en la misma situación no le ayudaba en nada.

«Está empezando a ejercer sus efectos sobre mí», pensó. «Día tras día sin dormir lo suficiente, y tensión todo el tiempo. Hace horas que debiera estar en la cama.»

Pero Finchley lo había resistido todo junto con él. Y su hombre debía sentirse infinitamente peor. ¿Qué era una poca carencia de sueño como el que el hombre había perdido? Sin embargo, Rogers se sentía enfermo en el estómago. Los ojos le ardían. El cuero cabelludo lo tenía entumecido a causa de la extenuación y en la boca notaba un mal sabor. Se preguntó si Finchley acusaba menos los efectos porque era más joven y podía resistirlo, o si era porque el hombre con la cara de metal continuaba aún siguiendo a su fantasma por las calles de la ciudad. Decidió que se trataba de esto último.

—Lamento mucho haber tenido que pedirle que se mantenga aquí hasta tan tarde, Finchley — dijo.

Finchley se encogió de hombros.

—Es el oficio, ¿no?

Recogió el trozo de pastel danés que habla quedado de la cena, revolvió el azúcar en el café enfriado y tomó un sorbo.

—Tengo que admitir que espero que esto no suceda cada noche. Pero no puedo comprender qué es lo que está haciendo.

Rogers jugueteó con el secante que había sobre la mesa, empujándolo hacia atrás y hacia adelante con las puntas de los dedos.

—Supongo que muy pronto recibiremos otro informe. Quizá ha hecho ya algo.

—Tal vez piense dormir en el parque…

—La policía de la ciudad lo recogerá si intenta hacerlo.

—¿Qué me dice de eso? ¿Cuál será el procedimiento si es arrestado por un delito civil?

—Una complicación más. — Rogers sacudió la cabeza desesperadamente, drogado por la fatiga —. Daré instrucciones a la oficina del comisario y obtendremos cooperación en el nivel administrativo. Sería un pobre movimiento cursar una orden general a todos los patrulleros para que lo dejen en paz. Alguien cometería una indiscreción. La teoría es que los patrulleros llamarán a sus comisarías si ven a un hombre con la cabeza de metal, los capitanes de las comisarías tienen orden de dejarle en paz. Pero si un patrullero le arresta por vago antes de llamar, entonces una serie de cosas pueden llegar a desarrollarse mal. La situación será resuelta a toda prisa, pero en alguna parte quedará un informe. Entonces, dentro de unos cuantos años, alguien que está haciendo un libro o algo así puede encontrar el informe, y entonces se producirá el lío. No podremos mantener a los periodistas con la boca tapada siempre. — Rogers suspiró —. Mi única esperanza es que eso ocurra dentro de unos cuantos años. — Miró la superficie de su mesa —. Es un verdadero lío. Este mundo no ha sido organizado nunca para que incluya a un hombre sin cara.

«Es cierto», pensó. «Por el mero hecho de estar vivo, me está complicando la existencia desde el mismo principio. Todos los del departamento de Seguridad, todos los del G.N.A. nos encontramos con las manos espesadas simplemente porque no podemos fusilarlo y quitárnoslo de encima. Nos movemos en círculo, tratando de dar con una respuesta. Y él no ha hecho aún nada.»

Por alguna razón, Rogers se halló pensando: «Comete un crimen y el mundo está hecho de cristal.» Emerson. Gruñó.

El teléfono sonó.

Tomó el aparato y escuchó.

—Muy bien — dijo al fin —, reúnase con su compañero. Haré que alguien se encargue de recoger ese papel que usted tiene. Llame cuando el hombre haya llegado a cualquiera sea el lugar a donde se dirige. — Colgó —. Ha hecho un movimiento — le dijo a Finchley —. Ha tomado una dirección de una guía telefónica.

—¿Tiene idea de quién?

—No estoy seguro…

Rogers abrió el dossier de Martino.

—La muchacha — dijo Finchley —. La muchacha a la que conoció aquí.

—Es posible. Si cree que se hallan aún lo bastante allegados para que ella pueda hacerle algún bien. ¿Por qué ha buscado la dirección? Es la misma que tenía cuando le envió el anuncio del compromiso matrimonial.

—Han pasado quince años, Shawn. Tal vez la había olvidado.

—O quizá no la ha conocido nunca.

Y no había garantía alguna de que el hombre fuera a trasladarse a la dirección que había copiado. Quizá la había tomado para algún futuro propósito. No podían correr riesgos. Tenían que estar previstas todas las posibles contingencias. Las guías telefónicas tenían que ser examinadas. Quizá había en ellas alguna huella: huellas dactilares aceitosas, humedecidas por el sudor, o marcas de lápiz, algún indicio…

Seis guías telefónicas de la ciudad de Nueva York. Dios sabía cuántas páginas representaban, y tenían que ser comprobadas cada una de ellas.

—Finch, sus hombres tendrán que hacerse con una serie de guías telefónicas de Nueva York. Usadas. Las vamos a necesitar para someterlas a un análisis en el laboratorio. Tienen que hacerse con ellas inmediatamente.

Finchley asintió con la cabeza y tomó el aparato telefónico.


Un joven que parecía haber llegado de viaje y portaba una baqueteada maleta de cartón, penetró en la droguería de la esquina de la Sexta Avenida y de la calle Siete del West.

—Deseo hacer una llamada telefónica — le dijo al droguero —. ¿Dónde está el teléfono?

El droguero se lo dijo, y el joven consiguió a duras penas pasar la maleta a través del reducido espacio entre los mostradores. La manejó torpemente durante unos cuantos momentos, y fastidió al droguero mientras hacía la llamada.

Cuando el joven se fue, las guías telefónicas del droguero fueron a parar al laboratorio del F.B.I. donde la hoja de papel del cuaderno había sido examinada ya, sin que arrojara resultado alguno.

La primera en ser examinada fue la guía de Manhattan, puesto que se partió de la base de que era la más probable. Los técnicos no trabajaron pasando hoja por hoja. Tenían una guía con la dirección de todos los abonados telefónicos de Manhattan, e iniciaron una investigación que tenía como punto de partida la droguería. Una máquina especial colocó en orden alfabético la dirección de los abonados más próximos, y después los técnicos comenzaron a trabajar sobre la guía recogida en la droguería, empleando su nueva lista para descartar enteras columnas de números que tenían escasas probabilidades bajo ese sistema.

Rogers no había proporcionado a los técnicos el nombre de Edith Chester. Eso hubiese sido más perjudicial. Para cuando le entregasen los resultados, el hombre estaría ya allí. Si es que era allí a donde se había dirigido. Además, no había prueba alguna de que sólo hubiese buscado una dirección. Al final, las seis guías tendrían que ser revisadas y probablemente el examen no demostraría nada. Pero la revisión tenía que ser hecha, y nadie sabía cuántas más habría que realizar después.

Comete un crimen y el mundo está hecho de cristal.


Edith Chester Hayes vivía en el apartamento trasero del segundo piso de una casa de Sullivan Street. El hollín de ochenta años se había asentado en cada uno de los ladrillos, y los humos industriales habían roído la pintura hasta convertirla en escamas. Una estrecha puerta se abría a la calle, y una tenue lámpara amarilla lucía en el portal. Abollados cubos de basura se alineaban delante de las ventanas de los pisos bajos.

Rogers alzó la vista desde el asiento de un coche especial del F.B.I.

—Uno siempre está esperando que derriben estas casas — dijo.

—Y las derriban — repuso Finchley. Pero otras casas se hacen viejas más de prisa de lo que los servicios responsables se deciden a condenarlas.

Su voz era distraída, como si estuviera pensando en una cosa distinta, y estuviese pensando en ello tan atentamente que apenas oía lo que decía.

Estaba arrellanado en su rincón del asiento trasero, frotándose lentamente con la mano el costado de la cara. No prestó atención alguna cuando uno de los agentes del G.N.A. que había seguido al hombre hasta allí se acercó al coche y se reclinó en la ventanilla del lado de Rogers.

—Está arriba, en el rellano del segundo piso, mister Rogers — dijo —. Lleva arriba unos quince minutos, desde que ha llegado aquí, no ha llamado a ninguna puerta. Simplemente está arriba, recostado contra una pared.

—¿Ni siquiera ha pulsado un timbre? — Preguntó Rogers —. ¿Cómo ha entrado en el edificio?

—En estos lugares no cierran nunca con llave las puertas de la calle, mister Rogers. Todo el mundo puede penetrar en los portales cada vez que lo desea.

—Bien, ¿cuánto tiempo puede llegar a estar aquí arriba? Es probable que baje algún inquilino y lo vea. En ese caso, se producirá un alboroto ¿Y qué es lo que se propone permaneciendo en el pasillo?

—No puedo decírselo, mister Rogers. Nada de cuanto ha hecho en todo el día tiene sentido. Pero tendrá que hacer un movimiento muy pronto, aun cuando no sea sino bajar y comenzar a pasear otra vez. Rogers se inclinó hacia el asiento delantero y le dio unos golpecitos en el hombro al técnico del F.B.l., quien tenía puestos unos auriculares y estaba inclinado sobre un pequeño aparato receptor.

—¿Cómo va eso?

El técnico se ajustó más los auriculares.

—Todo cuanto capto es su respiración. De vez en cuando frota los pies contra el suelo.

—¿Le será posible seguirle si se mueve?

—Si permanece en un pasillo estrecho, o se mantiene cerca de la pared de una ¿habitación, sí, señor. Estos micrófonos de inducción son muy sensibles, y lo he colocado de plano contra un tabique de uno de los escalones del primer piso. Puedo situarlo detrás de él, si penetra en un apartamento.

—¿No lo verá?

—Probablemente no, a menos que esté en movimiento cuando mire. Y podemos saber si alguien está de cara a él por, el volumen de los ruidos que hace. Su aspecto es exactamente como el de un estuche de fósforos, y tiene pequeñas hebras de plástico pegajoso sobre las que se arrastra. No hace ningún ruido, y los hilos que arrastra tienen el espesor del cabello. Jamás he tenido complicación alguna con uno de estos aparatos.

—Ya. Hágame saber si hace algún…

—Se mueve.

El técnico accionó una clavija, y Rogers oyó el ruido de pesados pasos sobre las maderas del suelo del pasillo. Después el hombre llamó suavemente a una puerta, y sus nudillos apenas rozaron la madera antes de detenerse.

—Voy a colocarlo un poco más próximo.

Oyeron al micrófono deslizarse en silencio escaleras arriba. Después el altavoz comenzó a emitir sonoramente la pesada respiración del hombre.

—¿Qué es lo que le excita tanto? — se preguntó Rogers.

Oyeron al hombre llamar vacilantemente. Sus pies se movieron nerviosamente.

Alguien avanzaba hacia la puerta. La oyeron abrirse, y después escucharon el espasmódico ruido que hizo una respiración contenida. No supieron si había sido el hombre o no quien había hecho el ruido.

—¿Sí?

Fue una mujer cogida por sorpresa.

—¿Edith?

La. voz del hombre fue baja y afligida.

Finchley se enderezó en su asiento.

—De esto se trataba… esto lo explica. Ha estado todo el día intentando hacer acopio de valor.

—¿Valor para qué? Eso no demuestra nada — gruñó Rogers.

—Soy Edith Hayes — dijo cautelosamente la mujer.

—Edith… soy Luke. Lucas Martino.

—Luke.

—Fue en un accidente, Edith. Abandoné el hospital hace unas cuantas semanas. Me han retirado.

Rogers gruñó:

—Está explicando bien su historia, ¿no?

—Ha tenido todo el día para pensar cómo debía hacerlo — replicó Finchley.

—¿Qué esperaba usted que hiciese? ¿Contarle la historia de veinte años mientras permanece en el umbral de su puerta?

—Tal vez.

—Por amor de Dios, Shawn, si éste no es Martino, ¿Cómo conoce la existencia de ella?

—Puedo pensar en montones de medios por los cuales Azarín podría arrancarle a un hombre esta clase de detalles.

—Eso no es probable.

—Nada es probable. No es probable que cualquier particular célula seminal se desarrollara para convertirse en Lucas Martino. No puedo dejar de recordar que Azarín es hombre que piensa en todo concienzudamente.


—Edith… — dijo la voz del hombre —, ¿puedo… puedo entrar por un momento?

La mujer vaciló durante un segundo. Después contestó:

—Sí, por supuesto.

E hombre suspiró.

—Gracias.

Penetró en el apartamento y la puerta se cerró. El técnico del F.B.I. hizo que el micrófono se moviera hacia adelante y se aplanara contra los paneles.

—Siéntate, Luke.

—Gracias.

Durante unos cuantos momentos permanecieron sentados en silencio.

—Tienes un apartamento muy bonito, Edith. Ha sido instalado muy confortablemente.

—A Sam, mi esposo, le gustaba hacer trabajos manuales — dijo torpemente la mujer —. Lo instaló el. Consumió en ello mucho tiempo. Ahora está muerto. Se cayó de un edificio en el que trabajaba.

Se produjo otra pausa. Después el hombre dijo:

—Lamento que jamás me fuese posible venir a verte después de haber abandonado el colegio.

—Creo que tú y Sam habríais llegado a entenderos muy bien. Era en gran parte como tú eras en otros tiempos.

—No creo que jamás me comportara así contigo.

—Te comprendo.

El hombre se aclaró la garganta nerviosamente.

—Ofreces muy buen aspecto, Edith. ¿Te van perfectamente bien las cosas?

—No puedo quejarme, trabajo. Susan permanece en casa de una amiga desde que sale de la escuela hasta que yo la recojo cuando regreso a casa por la noche.

—No sabía que tuvieses una hija.

—Susan tiene once años. Es una niña muy inteligente. Me siento completamente orgullosa de ella.

—¿Duerme ahora?

—Oh, sí… hace bastante rato que se ha acostado.

—Lamento haber venido tan tarde. Mantendré baja la voz.

—Esa observación no ha sido una indirecta, Luke.

—Lo… lo sé. Pero es tarde. Me iré dentro de un minuto.

—No es necesario que te des prisa. No me voy jamás a la cama antes de medianoche.

—Pero estoy seguro de que tienes cosas que hacer… ropas que planchar, empaquetar la de Susan.

—Eso no me lleva sino unos cuantos minutos, Luke. — Ahora la voz de la mujer parecía un poco más firme —. Siempre nos sentíamos incómodos cuando estábamos juntos. No recaigamos en ese viejo hábito.

—Lo siento, Edith. Llevas razón. Pero, ¿sabes?, no me he sentido ni siquiera capaz de llamarte para preguntarte si podía venir a verte. Lo he intentado, Y me he sorprendido imaginándome que rehusarías verme. He pasado todo el día haciendo acopio de valor para hacer esto.

El hombre se sentía aún incómodo. Por lo que podían juzgar los que escuchaban, no se había quitado aún el abrigo.

—¿Qué es lo que te ocurre, Luke?

—Es complicado. Cuando estaba en su… en el… hospital, me pasaba mucho tiempo pensando en nosotros. No como amantes, ¿comprendes?, sino como personas… como amigos. Nunca llegamos a conocernos el uno al otro, ¿verdad? Al menos, no llegué a conocerte jamás. Me hallaba demasiado abstraído en lo que estaba haciendo y en lo que deseaba hacer. Nunca te presté una verdadera atención. Pensaba en ti como en un problema, no como en una persona. Y creo que esta noche he venido aquí para presentarte mis excusas por ello.

—Luke… — comenzó la Mujer, y se detuvo. Se movía su rechinante silla —. ¿Quieres una taza de café?

—Sé que te hago sentirte confusa, Edith. Me hubiera gustado manejar esta situación más graciosamente. Pero no dispongo de mucho tiempo. Y es casi imposible ser agradable, cuando he venido aquí ofreciendo este aspecto.

—Eso no tiene importancia — se apresuró a decir ella —. Me interesa muy poco qué aspecto ofreces, siempre que sepa que eres tú. ¿Quieres un poco de café?

La voz del hombre estuvo llena de turbación.

—Muy bien, Edith. Gracias. Parece ser que por alguna razón no podemos dejar de ser extraños, ¿verdad?

—¿Qué te hace decir eso?… No. Llevas razón. Lo estoy intentando con todas mis fuerzas, pero no puedo engañarme a mí misma. Voy a poner al fuego el agua.

Sus pasos, rápidos y erráticos, se desvanecieron en el interior de la cocina.

El hombre suspiró, mientras permanecía sentado solo en la sala de estar.


—Bien, ¿qué piensa ahora? — preguntó Finchley — Cree usted estar oyendo al agente secreto X-Ocho concibiendo un plan para volar Ginebra?

—A mí me parece estar escuchando a un muchacho de la escuela superior — contestó Rogers. — Ha vivido detrás de muros toda su vida. Todos los sabios son así. Saben lo suficiente para abrir el mundo como una naranja podrida, pero su madurez no se remonta más allá de la edad de dieciséis años.

—No estamos aquí para establecer nuevas reglas para manejar a los científicos. Estamos aquí para descubrir si ese hombre es Lucas Martino.

—Y lo hemos descubierto.

—Tal vez hemos descubierto que un hombre inteligente puede tomar unos cuantos fragmentos de información, añadir lo que ha aprendido sobre cierta clase de personas que son en gran medida iguales; decir generalidades y engañar a una mujer que hace veinte años que no ve al original.

—Parece usted un hombre aferrándose a su última posición en una discusión perdida.

—No se preocupe de lo que parezco.

—Para qué cree usted que está haciendo todo esto, si no es Martino?

—Un lugar donde vivir. Alguien que haga encargos para él mientras permanece oculto. Una base de operaciones.

—Santo Dios, hombre, ¿es que no da nunca su brazo a torcer?

—Finch, tengo que vérmelas con un hombre que es más listo que yo.

—Quizá un hombre con emociones más profundas también.

—¿Lo cree usted así?

—No. No… Lo siento, Shawn.


Los pasos de la mujer salieron de la cocina. Parecía haber estado empleando el tiempo en recuperarse. Su voz fue más firme cuando habló de nuevo.

—Lucas, ¿es éste tu primer día en Nueva York?

—Sí.

—Y lo primero que has pensado es venir aquí. ¿Por qué?

—No estoy seguro — dijo el hombre, y pareció más como si no deseara contestarla —. Ya te he dicho que he pensado mucho sobre nosotros. Quizá eso se ha convertido en una obsesión en mí. No lo sé. Supongo que no debiera haber venido.

—¿Por qué no? Yo debo ser la única persona a la que conoces en Nueva York ahora. Has sufrido graves daños, y deseas alguien con quien hablar. ¿Por qué no debieras haber venido aquí?

—No lo sé. — El hombre parecía desesperado —. Ahora te van a investigar a ti, ¿sabes? te traerán a través de tu pasado para tratar de situarme a mí en él. Espero que eso no te lo tomes a mal… Yo no lo hubiera hecho si hubiese pensado que van a encontrar algo que pueda herirte. He pensado en ello. Pero eso no ha sido un obstáculo para mi deseo de venir aquí. Eso no me ha parecido tan importante como todo lo demás.

—¿Como qué, Lucas?

—No lo sé.

—¿Temías que te odiara? ¿Por qué? ¿Por el aspecto que ofreces?

—¡No! No tengo tan mal concepto de ti. Ni siquiera me has mirado con fijeza, ni me has hecho desagradables preguntas. Y yo sabía que no lo harías.

—Entonces… — La voz de la mujer era suave, y tranquila, como si nada pudiera sacudirla ya —. Entonces, ¿pensabas que te odiaría porque me destrozaste el corazón?

El hombre no contestó.

—Estaba enamorada de ti — dijo la mujer —. Si creías que estaba enamorada, estabas en lo cierto. Y cuando no hiciste nada, me heriste.


Abajo en el coche, Rogers hizo una mueca de incomodidad. El técnico del F.B.I. volvió la cabeza brevemente.

—No se deje impresionar por esta clase de conversación, mister Rogers — dijo —. Nosotros la oímos constantemente. Yo también me sentía preocupado cuando comencé. Pero al cabo de un tiempo vienes a darte cuenta de que la gente no debería avergonzarse de que les oigan hablar así. Es honesto, ¿no? Es de lo que la gente habla en todo el mundo. No se sienten avergonzados cuando se lo dicen los unos a los otros, de manera que no debe usted sentirse incómodo al escucharlo.

—De acuerdo — dijo Finchley. — Entonces supongamos que cierra usted la boca y escucha.

—No importa que hable, mister Finchley — dijo el técnico. Queda todo grabado. Podemos volver a escucharlo tantas veces como lo deseemos, se volvió hacia sus instrumentos —. Además, el hombre no ha contestado aún. Está pensando.

—Lo siento, Edith.

—Me has ofrecido excusas una vez esta noche, Lucas. — La silla de la mujer chirrió cuando ella se levantó —. No deseo verte arrastrarte. No deseo que sientas la necesidad de hacerlo. No te odio… no te he odiado nunca. Te amé. Había encontrado a alguien con quien poder vivir. Cuando conocí a Sam, supe cómo.

—Si sientes de esa manera, Edith, lo celebro grandemente por ti.

Por el tono de su voz se comprendía que estaba sonriendo tristemente.

—No siempre he sentido de esta manera. Pero en veinte años se puede pensar mucho.

—Sí, se puede pensar mucho.

—Es raro. Cuando coges el pasado y comienzas a darle vueltas y vueltas en tu cabeza, puedes empezar a ver en él cosas que te dejaste pasar por alto cuando lo viviste. Vienes a darte cuenta de que hubo momentos en los que una palabra dicha de manera diferente, o una cosa hecha en el momento más adecuado, hubieran podido cambiarlo todo.

—Es cierto.

—Por supuesto, tienes que recordar que puedes estar viendo cosas que no existieron jamás. Puedes estar maniobrando tus recuerdos para colocarlos en línea con lo que deseas que hubiesen sido. No puedes estar segura de que simplemente estás soñando.

—Lo comprendo.

—Es fácil que ocurra eso con un recuerdo.

—Puede llegar a convertirse en una cosa perfecta. En un recuerdo, las gentes se convierten en las gentes que a ti más te gustaron, y nunca se hacen viejas, nunca cambian, nunca viven veinte años separadas de ti, y por ello nunca se convierten en alguien a quien no puedes reconocer. Las gentes de un recuerdo son siempre como tú deseas que sean, y siempre puedes volver a ellas y recomenzarlo todo en el mismo punto en que lo abandonaste, sólo que ahora sabes en qué consistieron los errores y lo que no debiera haber sido hecho. Ningún amigo es tan bueno como el amigo en un recuerdo. Ningún amor es tan maravilloso.

—Sí.

—El… el agua está hirviendo en la cocina. Traeré el café.

—Muy bien.

—Tienes aún puesto el abrigo, Lucas.

—Me lo quitaré.

—Volveré en seguida.


Rogers miró a Finchley.

—¿A dónde cree usted que quiere ir a parar?

Finchley sacudió la cabeza.


La mujer volvió de la cocina. Se oyó el tintineo de unas tazas.

—Me he acordado de no poner ni crema ni, azúcar en el tuyo, Lucas.

El hombre vaciló.

—Has sido muy amable, Edith. Pero… Bien, la verdad es que ya no puedo soportarlo negro. Lo siento.

—¿Por qué? ¿Por haber cambiado? Trae, lo llevaré a la cocina y lo arreglaré a tu gusto.

—Sólo un poco de crema, por favor, Edith. Y dos cucharadas de azúcar.


Finchley preguntó.

—¿Qué sabemos sobre los recientes hábitos de Martino en lo que se refiere a la manera de tomar el café?

—Pueden ser investigados — contestó Rogers. — Será conveniente que no nos olvidemos de hacerlo.


La mujer trajo el café del hombre.

—Espero que así sea de tu gusto, Lucas.

—Eres muy amable. Confío en que no te sientas turbada al verme beber.

—¿Por qué habría de sentirme turbada? No me es difícil recordar cómo eras, Luke.

Permanecieron silenciosos durante unos cuantos momentos. Después la mujer preguntó:

—¿Te sientes mejor ahora?

—¿Mejor?

—No te habías tranquilizado en absoluto. Estabas tan tenso como el día en que me hablaste por vez primera. En el zoo.

—No puedo evitarlo, Edith.

—Lo sé. Has venido aquí confiando en algo, pero ni siquiera te es posible expresarle en palabras. Siempre has sido así, Luke.

—He acabado por darme cuenta de ello — repuso el hombre, con una forzada risa entre dientes.

—¿Te ayuda en algo el reír, Luke? Su voz se debilitó de nuevo.

—No estoy seguro.

—Luke, si deseas volver al punto donde nos detuvimos y comenzar de nuevo, por mí no hay inconveniente.

—¿Edith?

—Quiero decir si deseas cortejarme.

El hombre permaneció mortalmente silencioso durante un momento. Después se levantó pesadamente, haciendo rechinar los muelles de la silla.

—Edith… mírame. Piensa en los hombres que se te reirán hasta que yo muera. Y voy a morir. No pronto, pero de nuevo volverías a estar sola cuando las personas más dependen las unas de las otras. No puedo trabajar. Ni siquiera puedo pedir que te vengas a vivir conmigo a alguna parte. No puedo hacer eso, Edith. No es para eso para lo que he venido aquí.

—¿No es en eso en lo que pensabas cuando yacías en la cama del hospital? ¿No pensabas todas las cosas contrarias a ello, y sin en embargo tenías esperanza?

—Edith…

—La primera vez, nada hubiera podido salir de nuestras relaciones. Y yo amé a Sam cuando le conocí, y fui feliz de ser su esposa. Pero ahora es diferente, y además he estado recordando.


En el coche, Finchley murmuró con salvaje intensidad:

—No lo estropees todo, hombre. No seas estúpido. Procede adecuadamente. Aprovecha tu oportunidad.

Después se dio cuenta de que Rogers le estaba mirando y se quedó bruscamente callado.


En el apartamento, toda la tensión del hombre explotó en su garganta.

—¡No puedo hacerlo!

—Puedes hacerlo si yo deseo que lo hagas — dijo gentilmente la mujer.

El hombre suspiró por última vez, y Rogers pudo verlo con la imaginación: los erectos hombros, encorvados un poco; él, de pie, abriendo el oprimido puño. Martino o no, traidor o espía, el hombre había conquistado, o hallado, un puerto.

Una puerta se abrió en el interior del apartamento. La voz de una niña dijo soñolientamente:

—Mamá… me he despertado. He oído hablar a un hombre. Mamá… ¿Qué es eso?

La mujer contuvo el aliento.

—Este señor es Luke, Susan — se apresuró a decir —. Es un viejo amigo mío, y acaba de regresar a la ciudad. Tenía intención de hablarte de él mañana por la mañana.

Cruzó la habitación y su voz fue más baja, como si estuviera sosteniendo a la niña y hablando con suavidad. Pero todavía con mucha rapidez.

—Lucas es un hombre muy agradable, amor. Ha sufrido un accidente, un accidente terrible, y el doctor ha tenido que hacerle eso para curarlo. Pero no es nada importante.

—Está ahí, mamá. ¡Me mira!

El hombre hizo un sonido en la garganta.

—No tengas miedo de mí, Susan… No te haré daño. De veras, no te haré daño.

El suelo crujió bajo su peso cuando se movió torpemente hacia la niña.

—¿Ves? Realmente soy un hombre muy cómico. Mira cómo parpadeo. ¿Ves en cuántos colores se convierten los ojos? ¿No son cómicos?

Respiraba ruidosamente. En el micrófono se escuchaba un continuo, pavoroso ruido.

—Y bien, no tienes miedo de mí, ¿verdad?

—¡Sí! Sí, lo tengo. ¡Apártese de mí! ¡Mamá, mamá, no lo dejes acercarse!

—Pero es un hombre agradable, Susan. Desea ser tu amigo.

—Puedo hacer otras cosas, Susan. ¿Ves? ¿Ves cómo gira mi mano? ¿No es gracioso? ¿Ves cómo se cierran mis ojos?

Ahora, la voz del hombre era urgente, y temblaba bajo la nerviosa jovialidad.

—¡Usted no me agrada! ¡Usted no me agrada! Si es un hombre agradable, ¿por qué no sonríe?

Oyeron al hombre retroceder. La mujer dijo torpemente:

—Sonríe en su interior, amor.

El hombre murmuró:

—Mejor… mejor será que me vaya. No conseguiré sino aturdirla más si me quedo.

—Por favor… Luke…

—Volveré en cualquier otro momento. Te llamaré.

Se enredó con los cerrojos de la puerta.

—Luke… oh, toma tu abrigo… Luke, hablaré con ella. Se lo explicaré; Acaba de despertarse… quizá ha tenido una pesadilla…

Su voz se apagó.

—Sí.

Abrió la puerta, y el técnico del F.B.I. apenas recordó retirar el micrófono.

—¿Volverás?

—Por supuesto, Edith. — Vaciló —. Me mantendré en contacto contigo.

—Luke…

El hombre había salido al pasillo y descendía de prisa por la escalera. El crujido de sus pasos era ruidoso y después se desvaneció cuando rebasó ciegamente el micrófono. Rogers hizo frenéticos ademanes desde el coche, y los dos hombres del G.N.A. se apresuraron a alejarse del edificio en opuestas direcciones. El hombre salió, y se encasquetó el sombrero. A medida que caminaba, sus pasos fueron haciéndose más veloces. Se subió el cuello del abrigo. Casi corría. Pasó junto a uno de los hombres del G.N.A. y el otro se dio prisa en doblar una esquina para circundar la manzana y reunirse con su compañero.

El hombre desapareció entre las sombras de la noche, mientras los hombres destinados a vigilarle procuraban no perderle de vista.

El micrófono, que había quedado en la escalera, funcionaba aún.

—Mamá… mamá… ¿quién es Lucas? La voz de la mujer fue muy baja.

—No importa, amor. Ya no importa.


—Muy bien — dijo ásperamente Rogers —, pongámoslos en marcha antes de que consiga alejarse de nosotros.

Hizo un esfuerzo para serenarse mientras el técnico recogía el micrófono. Puso en marcha el motor y lanzó el coche hacia adelante.

Rogers se hallaba muy atareado con su propia radio, pues estaba cursando órdenes para que otros agentes saliesen al paso del hombre e iniciaran la vigilancia antes de que pudiese desembarazarse de los agentes que le seguían. Finchley no tuvo nada que decir mientras el coche rodaba calle arriba. Cuando pasaron bajo una farola, su cara era macilenta.

El coche pasó junto al más próximo agente del G.N.A. Parecía disgustado, e intentaba caminar lo bastante de prisa para no perder de vista al hombre y al mismo tiempo no tan de prisa como para atraer su atención. Echó una rápida ojeada hacia el coche. Tenía la boca muy apretada, y las aletas de la nariz le brillaban.

La luz de los faros del coche cayó sobre la descomunal figura del hombre. Daba breves y rápidos pasos, los hombros encorvados y las manos en los bolsillos. Mantenía baja la cara.

—¿A dónde va ahora? — preguntó innecesariamente Rogers, puesto que no necesitaba que se lo dijese Finchley.

—No creo que lo sepa — contestó éste.

A través de la oscuridad, el hombre caminaba hacia MacDougal Street. Las luces de las cafeterías situadas sobre Bleecker le esperaban. Las vio y torció abruptamente hacia un callejón.

Una muchacha acababa de descender por los escalones de la casa que había junto a él, y tropezó con ella. Se detuvo súbitamente, y se volvió. Levantó la cabeza, Y abrió la boca. Dijo algo. Se había quedado helado en una pantomima de sorpresa. Las luces del coche se lanzaron contra su cara.

La muchacha gritó. Su garganta se abrió, y se llevó las manos a los ojos. El horroroso sonido que emitió repercutió en la estrecha calle.

El hombre comenzó a correr. Se hundió en el callejón, e incluso para los del coche el sonido de sus pies fue como si alguien estuviese asestando golpes a una caja vacía. La muchacha permanecía quieta ahora, inclinada hacia adelante, sosteniéndose como si se sintiera confusa.

—¡Corran en pos de él!

A su vez, Rogers quedó sorprendido por la nota que había vibrado en su voz. Hundió sus manos en el respaldo del asiento delantero cuando el conductor lanzó el coche hacia el callejón.

El hombre corría muy por delante de ellos. La luz de los faros arrancó destellos a su cuello, y los resplandores de la luz reflejada parpadeaban a las sombras removidas por los ondeantes faldones de su abrigo. Corría torpemente, como un hombre exhausto, y sin embargo, se movía a una velocidad fantástica.

—¡Dios mío! — exclamó Finchley —. ¡Mírelo! — Ningún ser humano puede correr así — dijo Rogers —. No tiene que esforzar los pulmones. No tiene tanta necesidad de oxígeno. Seguirá corriendo a esa velocidad en tanto lo soporte su corazón.

—O más de prisa aún.

El hombre se arrojó contra una pared, quebrando así su impulso. Después se apartó, cruzó una calle y se dirigió de nuevo hacia el centro de la ciudad.

—¡Vamos! — le gruñó Rogers al conductor —. Esfuerce a este carricoche.

Lanzando chillidos, doblaron la esquina. El hombre se hallaba aún muy por delante, y corría sin mirar hacia atrás. La calle estaba franqueada por plataformas de descargue en las traseras de los almacenes. En las casas no había luces y sólo en las esquinas podían verse farolas. Una hilera de luces de tráfico se extendía hacia Canal Street, cambiando del verde al rojo a un ritmo que llenaba de olas toda la longitud de la calle. El hombre corría entre ellas como algo aleteante, impulsado por un viento gigantesco.

—¡Jesús, Jesús, Jesús! — murmuró urgentemente Finchley —. Se matará.

El conductor le imprimió más velocidad al coche para dejar atrás la calle con el pavimento roto por los camiones. El hombre se hallaba bastante más allá de la próxima esquina. Volvió la cabeza hacia atrás por un instante y los vio. Entonces comenzó a correr aún más de prisa, cruzó la calle, dobló la esquina y ahora empezó a correr hacia la Sexta Avenida.

—¡Esa es una calle en contra dirección para nosotros! — gritó el conductor.

—¡Tómela, estúpido! — aulló Finchley, y el coche se lanzó hacia el Oeste mientras el conductor manejaba frenéticamente el volante —. ¡Déle alcance! — volvió a gritar Finchley. ¡No podemos. dejar que corra hasta matarse!

La calle estaba flanqueada por coches aparcados ante los atestados bordillos de las aceras. Los espacios claros eran sólo lo bastante amplios para que un solo coche penetrase con bastante dificultad, y unas cuantas manzanas más adelante otra serie de faros se aproximaban hacia ellos, avanzando cada vez más de prisa.

El hombre corría ahora desesperadamente. Cuando el coche comenzó a darle alcance, Rogers pudo ver su cabeza volverse de lado a lado, buscando algún estrecho callejón entro los edificios, o algún escape de cualquier especie.

Cuando se pusieron a su misma altura, Finchley bajó la ventanilla de su lado.

—¡Martino! ¡Deténgase! ¡No ocurre nada! ¡Deténgase!

El hombre volvió la cabeza, miró, y de repente varió de curso, se introdujo casi a la fuerza entre dos coches aparcados y corrió a través de la calle por detrás de ellos.

El conductor accionó los frenos y movió la palanca del cambio de marcha. La transmisión funcionó, pero dejó rígido el eje. El coche se deslizó sobre ruedas inmóviles, dejando un penacho de humo sobre la calle, mientras de las llantas brotaban llamas, Rogers se inclinó hacia adelante y sus dientes se cerraron con fuerza. Finchley abrió la portezuela y salió.

—¡Martino!

El hombre había alcanzado la acera opuesta.

Corriendo aún hacia el Oeste, no se detuvo ni miró hacia atrás. Finchley comenzó a correr a lo largo de la calle.

Cuando Rogers consiguió abrir la portezuela de su costado, vio al coche que se aproximaba por la próxima calle, a menos de sesenta pies de distancia.

—¡Finch! ¡Sálgase de la calle!

El hombre había alcanzado la esquina. Finchley casi se hallaba ya allí, corriendo aún por la calle, porque no se atrevía a perder el tiempo abriéndose paso entre los coches aparcados parachoques contra parachoques.

—¡Martino! ¡Deténgase! ¡No puede seguir así… Martino… morirá!

El coche que se acercaba los vio y giró frenéticamente a través de la calle. Pero otro coche dobló la esquina de MacDougal y alcanzó a Finchley con su puntiagudo guardabarros. Lo embistió violentamente, con el pecho ya encogido, y lo arrojó contra el costado de uno de los coches aparcados.

Por un segundo, todo se detuvo. El coche con el guardabarros abollado permaneció meciéndose en la boca de la calle. Rogers quedó con una mano en el costado del coche del F.B.I., mientras el olor de la goma quemada lo envolvía.

Después Rogers oyó al hombre, muy abajo de la calle, corriendo aún, y se preguntó si realmente había comprendido algo desde el momento en que la muchacha había gritado al verle.

—Llame — le dijo bruscamente al conductor del F.B.I. —. Diga a sus hombres que se pongan en contacto con mis agentes. Dígales qué camino ha tomado y que se apresuren a seguirle la pista.

Después corrió a través de la calle hacia Finchley, el cual había muerto.


El hotel de Bleecker Street tenía un pupitre de recepción en el vestíbulo y una estrecha escalera que conducía a las habitaciones. La entrada era un exiguo portal entre dos almacenes. El recepcionista permanecía sentado detrás del la silla apoyada contra los escalones y dormía con la barbilla caída sobre el pecho. Era un hombre viejo y consumido, con la cara llena de cañones grises. Esperaba que llegase la mañana para poder irse a la cama.

La puerta de la calle se abrió. El recepcionista no alzó la vista. Si alguien deseaba una habitación se acercaría a él. Cuando oyó que los pasos arrastrados se detuvieron delante de él, abrió los ojos.

El recepcionista estaba acostumbrado a ver tullidos. Las habitaciones estaban llenas de una clase u otra. El recepcionista estaba acostumbrado también a ver todo el tiempo cosas nuevas. Cuando era más joven, le agradaba leer los sucesos en los periódicos. Había sido una sorpresa para él que el metro aéreo de la Tercera Avenida hubiese sido derribado, o que hiciesen los coches con cuatro faros. Pero ahora era más viejo, y sencillamente las cosas se deslizaban junto a su lado. De manera que nunca se sentía sorprendido ante nada que no hubiese visto antes. Si los doctores colocaban a las gentes cabezas de metal, eso no era en gran medida distinto de las piernas artificiales de aluminio que a menudo subían y bajaban por la escalera detrás de él.

El hombre que había delante del pupitre estaba intentando hablarle. Pero durante largo rato, el único sonido que hizo fue una serie de prolongados y huecos ruidos, cada vez que el aire irrumpía en su boca. Durante un momento se agarró al borde delantero del pupitre. Se tocó el costado izquierdo del corazón. Finalmente, esforzándose en pronunciar las palabras, preguntó:

—¿Cuánto cuesta una habitación?

—Cinco pavos — contestó el recepcionista, y se volvió para coger una llave —. El pago es por adelantado.

El hombre se sacó una cartera, tomó un billete y lo depositó sobre el pupitre. No miraba directamente al recepcionista, y parecía estar tratando de ocultar la cara.

—El número de la habitación está en la llave — dijo el recepcionista e introdujo el billete en la ranura de una caja de acero que surgía a través del suelo.

El hombre se apresuró a asentir con la cabeza.

—Muy bien. — Muy consciente de sí mismo, hizo un ademán hacia la cara —. Tuve un accidente — explicó —. Un accidente industrial. Una explosión.

—Compañero — repuso el recepcionista —, me importa un bledo. No beba en su habitación y abandónela a las ocho, o serán otros cinco pavos.


Eran casi las nueve de la mañana. Rogers permanecía en su fría y blanca oficina, oyendo sonar el teléfono. Al cabo de un rato, tomó el aparato.

—Rogers.

—Soy Avery, señor. El sujeto se halla aún en el hotel de Bleecker. Ha bajado un poco antes de las ocho, ha pagado otro día de alquiler y ha vuelto a subir a su habitación.

—Gracias. Continúe ahí.

Depositó el aparato y se inclinó hasta que su cara quedó casi tocando la mesa. Se cogió las manos detrás del cuello.

El zumbido del intercomunicador le hizo enderezarse de nuevo. Accionó la clavija.

—¿Sí?

—Tenemos aquí a miss Di Fillipo, señor.

—Hágala pasar, por favor.

Esperó hasta que la muchacha penetró, y entonces su mano se apartó de la clavija.

—Pase, por favor. Esa… esa silla es para usted.

Angela Di Fillipo era una atractiva joven morena. Rogers juzgó que tenía unos dieciocho años.

Penetró con gran confianza en si misma, y se sentó sin dar signos de nerviosismo. Rogers imaginó que en circunstancias ordinarias era tranquila y segura, y que carecía incluso de aquellos pecadillos que hacían que la mayor parte de las gentes inofensivas se sintieran un poco nerviosas en aquel edificio.

—Soy Shawn Rogers — dijo, sonriendo y tendiendo la mano.

Ella la estrechó con firmeza, casi masculinamente, y le devolvió la sonrisa, sin darle la sensación de que estaba tratando de impresionarle.

—Hola.

—Sé que tiene usted que acudir a su trabajo, de manera que no la retendré mucho tiempo. — Examinó el informe —. Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas sobre lo que sucedió anoche.

—Me complacerá ayudarle.

—Gracias. Bien, su nombre es Angela Di Fillipo y vive usted en el treinta y tres de MacDougal Street, aquí en Nueva York, ¿no es así?

—Sí.

—Anoche, a eso de las diez y media, se encontraba usted en la esquina de MacDougal y un callejón entre Bleecker y Houston Street, ¿no es así?

—Sí.

—¿Podría decirme cómo es que se encontraba allí y qué es lo que ocurrió?

—Bien, acababa de abandonar mi casa para ir a la tienda a buscar algo de leche. El callejón se halla junto a la puerta. No advertí particularmente a nadie, pero supe que alguien venía MacDougal arriba, porque oí sus pasos.

—¿Venía hacia Bleecker? ¿O por el lado oeste de la calle?

—Sí.

—Continúe, miss Di Fillipo. Puede que la interrumpa de nuevo, para aclarar algunos puntos, pero lo está haciendo bien.

«Y el informe aumenta», pensó. ¡Pero para lo que nos sirve!»

—Bien, sabía que venía alguien, pero, naturalmente, no presté una especial atención. Me di cuenta de que caminaba de prisa. Después cambió de dirección, como si fuera a entrar en el callejón fue entonces cuando lo miré, por que deseaba retirarme de su paso, había una farola detrás de él, de manera que pude ver que era un hombre corpulento, pero no me fue posible verle la cara. Por la forma en que caminaba, pensé que no me había visto en absoluto. De todas maneras venía rectamente hacia mí, y supongo que me puse un poco tensa. En todo caso, retrocedí un paso, y él simplemente me rozó la manga. Eso le hizo alzar la vista, y entonces vi que había algo raro en su cara.

—¿Qué quiere usted decir por «raro», miss Di Fillipo?

—Sólo raro. Entonces no vi de qué se trataba. Pero tuve la sensación de que no era normal. Y supongo que eso me hizo sentirme un poco más nerviosa.

—Ya.

—Después le vi bien la cara. El se detuvo, y abrió la boca… Bien, su cara era de metal, como uno de esos robots que aparecen en los periódicos dominicales, y parecía sorprendido. Con voz muy peculiar, dijo: «Bárbara… soy yo… el alemán».

Rogers se inclinó hacia adelante sorprendido.

—«Bárbara… soy yo… el alemán». ¿Está segura de eso?

—Sí, señor. Parecía muy sorprendido, y…

—¿Y qué más, miss Di Fillipo?

—Acabo de darme cuenta de qué es lo que me hizo gritar… quiero decir lo que realmente me hizo gritar.

—¿Sí?

—Lo dijo en italiano. — Miró atónita a Rogers — Acabo de darme cuenta de ello.

Rogers frunció el ceño.

—Lo dijo en italiano. Y lo que dijo fue: «Bárbara… soy yo… el alemán».

—Eso no parece tener sentido, ¿verdad? ¿Quiere decir algo para usted?

La muchacha sacudió la cabeza.

—Bien. — Rogers miró sobre la mesa, donde su mano daba golpecitos a un lápiz sobre el secante —. ¿Qué tal es su italiano, miss Di Fillipo?

—Lo hablo en casa todo el tiempo.

Rogers asintió con la cabeza. Después se le ocurrió otra cosa.

—Dígame, tengo entendido que hay un cierto numero de dialectos italianos. ¿Podría decirme cuál empleaba él?

—Parecía bastante corriente. Se le podría llamar italiano americano.

—¿Cómo si hubiese estado en el país mucho tiempo?

—Supongo que sí. A mí me pareció como cualquiera de las otras personas que hay por aquellos barrios. Pero no soy experta. Es una simple opinión.

—Ya. ¿No conoce usted a nadie llamada Bárbara? Quiero decir… a una Bárbara que se parezca a usted.

—No… no, estoy segura de que no conozco a nadie.

—Muy bien, miss Di Fillipo. Cuando él le habló, usted gritó. ¿Sucedió algo más?

—No. Giró en redondo y penetró corriendo en el callejón. Y luego un coche le siguió. Después de eso, uno de los hombres del F.B.I. vino y me preguntó si me encontraba bien. Le dije que estaba bien, y me llevó a casa. Supongo que esto ya lo sabe usted.

—Si. Y gracias, miss Di Fillipo. Nos ha sido de gran ayuda. No creo que volvamos a necesitarla, pero si no es así, nos pondremos en contacto con usted.

—Me alegrará serles de utilidad si puedo, mister Rogers. Adiós.

—Adiós, miss Di Fillipo.

Le estrechó la mano de nuevo, y la vio irse.

«Maldita sea», pensó, «ésa es una clase de muchacha que no se sentiría turbada si su hombre pertenece a mi oficio».

Después frunció el ceño. «Bárbara… soy yo… el alemán.» Bien, ésta era una cosa que tenía que investigar.

Se preguntó cómo se sentía Martino, oculto en su habitación. Y también se preguntó cuánto tiempo habría de transcurrir antes de recoger las pruebas necesarias para considerar terminado el caso.

El zumbido del intercomunicador le interrumpió otra vez.

—¿Si?

—¿Mister Rogers? Soy Reed. He estado investigando a algunas de las personas de la lista de conocidos de Martino.

—¿Y?

—Se trata de Francis Heywood, el que fue compañero de habitación de Lucas Martino en el colegio Tecnológico.

¿Se refiere al que llegó a ser una gran personalidad en el Technical Personnel Allocations Bureau del G.N.A.? Ha muerto. Murió en un accidente de aviación. ¿qué ocurre con él?

—El F.B.I. acaba de hacer algunos descubrimientos sobre él. Los han hecho en un nido de los soviéticos en Nueva York. Es una banda muy bien organizada que lleva operando varios años. Colaboradores, en su mayor parte. Cuando Heywood se hallaba en Washington trabajando para el gobierno americano, era uno de ellos.

—¿El mismo Francis Heywood?

—Las huellas dactilares y las fotos se hallan de acuerdo con lo que nosotros tenemos en nuestro, archivo, señor.

Rogers dejó que el aire brotara entre sus labios.

—Muy bien. Tráigalo aquí para echarle una ojeada.

Colgó lentamente.

Cuando tuvo ante sí el informe del F.B.I., la situación resultó perfecta, sin agujeros que no hubiesen podido ser, rellenados con unas cuantas conjeturas experimentadas.

Francis Heywood asistió al colegio Tecnológico con Lucas Martino, y compartió con él una habitación en uno de los pequeños apartamientos dormitorio. El que fuese ya entonces un compañero de viaje era problemático. Pero eso no presentaba ninguna diferencia importante. Era definitivamente uno de ellos en la época en que del gobierno americano fue trasladado al G.N.A. Al trabajar para el G.N.A. fue contratado para asignar al personal técnico clave las mejores facilidades de trabajo para sus específicos propósitos. Había sido adiestrado para esa misma clase de trabajo por el gobierno americano, y estaba considerado como el mejor experto en la especialidad. En algún punto próximo a ese período era cuando debía haberse hecho activista. La conclusión natural era que había estado en condiciones de maniobrar las cosas para que los soviéticos pudiesen apoderarse de Martino. Heywood, en efecto, había sido un talentudo explorador.

Había podido o no había podido saber lo que era el K-Ochenta y ocho. Se suponía que sólo debía tener una somera idea de los proyectos para los cuales hallaba espacio, pero sin duda alguna había debido ser muy fácil para él hacer específicas conjeturas, dada la posición que ocupaba. O, si había creído que debía correr ese riesgo, tal vez había dado los pasos necesarios para descubrirlo. En cualquier caso, había sabido qué clase de hombre y qué proyecto importante podía entregar al otro lado de la frontera.

También esto era secundario. Lo que más importaba era esto:

Un mes después de haber desaparecido Lucas Martino al otro lado de la frontera, Francis Heywood tomó un avión trasatlántico en Washington, donde había estado realizando una misión de enlace que realmente podía haber sido una tapadera para cualquier cosa. Cuando se hallaba en mitad del océano, el avión informó que se habían producido explosiones en los motores, mandó una llamada de socorro y cayó al mar. Los servicios de socorro aéreo encontraron flotando los restos del avión. No recobraron algunos cadáveres, entre los cuales no se encontraba Francis Heywood. El avión se había estrellado y los instrumentos sonoros habían localizado sus piezas en el fondo. Y, en aquel tiempo, en esto había quedado todo. Simplemente, los motores habían tenido dificultades de alguna clase. No se habían recibido informes de que los soviéticos hubiesen enviado aviones de combate para provocar un incidente, y el operador de radio había estado enviando tranquilos mensajes hasta el final.

Pero ahora Rogers pensó en la vieja treta de dejar caer un hombre al agua en un lugar establecido de antemano, y de tener un submarino dispuesto para recogerlo.

Si lo que se deseaba era que al hombre se le diese por desaparecido, entonces se procedía a estrellar a todo un avión comercial ¿a quién podía extrañarle que faltara un cadáver? y el submarino podía asegurarse de que sólo ese hombre no se ahogara. Era un poco arriesgado, pero si el accidente era bien dispuesto de antemano, y el era hombre era diestro, había muchas probabilidades la operación no constituyese un fracaso. Tomó el dossier de Heywood para mirar sus datos personales:

Estatura: 6 pies. Peso: 220. Había sido hombre corpulento, de tez morena. Su edad era casi exactamente la misma que la de Martino. Habiendo vivido en Europa, había aprendido a hablar italiano… con toda probabilidad con acento americano.

Y Rogers se preguntó hasta qué punto Lucas Martino se había explayado con él en el curso de aquellos tres años en los que habían compartido la misma habitación. Hasta qué punto el muchacho solitario de New Jersey había hablado de sí mismo. Se preguntó también si sobre su mesa no habría tenido una fotografía de Edith. O incluso de una muchacha llamada Bárbara, fotografía que Heywood habría visto cada día hasta que se le quedó completamente grabada en la memoria. Tal vez Heywood hubiera podido explicar lo que Angela Di Fillipo había oído la noche anterior en Mac Dougal.

¿Que buen actor era su hombre?, se preguntó Rogers. ¿Hasta qué punto puede ser buen actor un hombre?

«Dios nos ampare, Fincho», pensó.

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