CAPITULO XI

Edmund Starke se había convertido en un anciano. Vivía solo en un bungalow de cuatro habitaciones en las afueras de Bridgetown. Se había resecado hasta adquirir una dureza correosa, sus músculos eran como cuerdas bajo su frágil piel, y sus venas espesas y azules. El cabello le había desaparecido en la parte superior del cráneo, revelando los huecos y protuberancias del hueso, sus lentes eran espesos, y pobres en su montura barata. Sus ojos estaban habitualmente entrecerrados. Como la mayor parte de los ancianos dormía poco y descansaba en breves siestas en vez de dormir de un tirón. Las horas que pasaba despierto las consumía leyendo revistas técnicas y trabajando en un elemental libro de física que, como consideraba suspicazmente, iba a acabar reuniendo todos los elementales libros de física escritos antes.

Ese día se hallaba sentado en la habitación de delante, retorciendo entre sus dedos un periódico y mirando a través de la habitación a la pared opuesta. Oyó pasos en el oscurecido porche de afuera y esperó a que sonara el timbre. Cuando sonó, se levantó con su bata y sus zapatillas, se dirigió lentamente a la puerta y la abrió.

Un hombretón permanecía en el umbral, la cara considerablemente vendada, el cuello del abrigo levantado y el sombrero muy echado sobre los ojos. La luz de la habitación resplandeció en unos lentes muy oscuros.

—¿Diga? — pronunció Starke con su voz de tono elevado y un tanto gutural.

El hombre meció la cabeza con indecisión. Los vendajes sobre su mandíbula superior se abrieron una vez, y mostraron una oscura ranura antes de que le dijese algo. Cuando habló, su voz fue indistinta.

—Profesor Starke.

—Mister Starke. ¿En qué puedo servirle?

—No… no sé si me recuerda. Fui uno de sus estudiantes. En la clase del sesenta y seis en la escuela superior. Soy Lucas Martino.

Sí, le recuerdo. Entre.

Starke se apartó a un lado y mantuvo abierta la puerta. Después la cerró cuidadosamente detrás del hombre, disgustado de tener que protegerse tanto contra las corrientes.

—Siéntese. No, ésa es mi silla. Tome la opuesta.

La principal impresión que producía su visitante era de embarazo. Se sentó con mucha cautela, inseguro de sí mismo, y se abrió el abrigo con torpes y enguantados dedos.

—Quítese el sombrero. — Starke se sentó en su silla y atisbó al hombre —. ¿Avergonzado de sí mismo?

El hombre se desembarazó del sombrero, quitándoselo lentamente. Todo su cráneo estaba vendado, y la blanca gasa se deslizaba hasta el cuello. La señaló con un ademán.

—Un accidente. Un accidente industrial — murmuró.

—Eso no es de mi incumbencia. ¿Qué puedo hacer por usted?

—No… no lo sé — dijo con voz sofocada el hombre, como si sus planes se hubiesen extendido tan sólo a la puerta de Starke y hasta este preciso momento no hubiese pensado qué debía hacer después.

—¿Qué esperaba? ¿Pensaba que me sorprendería al verle? ¿O que me llevaría un sobresalto al verle vendado como al hombre invisible? Bien, no es así. Lo conozco todo sobre usted. Un hombre llamado Rogers vino aquí y me explicó sus circunstancias. — Starke elevó la cabeza —. De manera que sé que está en un apuro. Bien… piense. ¿Qué va a hacer ahora?

—Temía que Rogers se enteraría de lo concerniente a usted. ¿Le molestó?

—Nada en absoluto.

—¿Qué dijo?

—Me dijo que usted podía no ser quien dice ser. Deseó que le diese mi opinión.

—¿No le advirtió que no me lo hiciese saber a mí?

—Me lo advirtió. Le repliqué que haría las cosas a mi manera.

—No ha cambiado.

—¿Cómo lo sabe usted?

El hombre suspiró.

—¿Entonces cree que no soy Lucas Martino?

—Eso no me interesa. Ya no es importante si usted asistía a mis clases o no. Si ha venido aquí en busca de ayuda de cualquier especie, ha perdido el tiempo.

—Ya veo.

El hombre comenzó a ponerse el sombrero.

—Espere y oiga mis razones.

—¿Que razones? — preguntó el hombre con amargura —. Usted no confía en mí. Esa es una buena razón.

—Si es eso lo que cree, mejor será que escuche.

El hombre volvió a sentarse.

—De acuerdo.

Parecía no preocuparle nada. Sus respuestas emocionales parecían alcanzarle lenta e indistintamente, como si se deslizaran a través de algodón.

—¿Qué desearía usted que hiciese yo? — preguntó ásperamente Starke —. ¿Acogerlo aquí para que viviese conmigo? ¿Cuánto duraría eso? ¿Un mes o dos, un año? Tendría un cadáver entre sus manos, y seguiría aún sin disponer de un hogar. Soy un anciano, Martino o quienquiera sea usted, y debiera haber tenido eso en cuenta si ha estado haciendo planes.

El hombre sacudió la cabeza.

—Y si no es eso lo que desea, entonces sin duda alguna deseará que le ayude en algún trabajo. Rogers dijo que quizá se trataba de eso. ¿Es así? El hombre elevó las manos desesperadamente.

Starke asintió con la cabeza.

—¿Qué le hace pensar que yo estoy cualificado? ¿Qué le hace pensar que podría trabajar en algo con cuarenta años de adelanto sobre lo que enseñaba en el colegio? ¿Qué le hace pensar que estoy al tanto de los nuevos trabajos en nuestro campo? No tengo acceso a las publicaciones clasificadas. ¿Dónde cree que podríamos conseguir el equipo? ¿Qué le hace pensar que yo pagaría su coste?

—Yo tengo algo de dinero.

—Aun así. ¿Qué cree que ganará con ello si piensa que puede responder a estas objeciones? Esta nación se halla efectivamente en guerra y ni por un momento toleraría un trabajo no autorizado. ¿O no tiene usted el propósito de trabajar en algo importante? ¿Es su intención echar corchos en ratoneras?

El hombre permaneció sentado torpemente, con las manos deslizándose sobre sus muslos.

—Piense en ello.

El hombre levantó las manos y luego las dejó caer. Se inclinó hacia adelante.

—Creía que podía contar con usted.

—Lo ha creído mal. — Starke descartó el tema —. Y ahora… ¿a dónde se va a dirigir desde aquí?

El hombre sacudió la cabeza.

—No lo sé. Verá, había decidido que usted era mi última oportunidad.

—¿No viven sus padres por aquí cerca? Si es que es usted Martino.

—Han muerto ambos. El hombre alzó la vista — A ellos no les estuvo permitido vivir para ser tan viejos como usted.

—No me odie por eso. Lamento que hayan muerto. Nadie dice que uno deba renunciar alegremente a la vida.

—Me dejaron la granja.

—Muy bien, entonces tiene un hogar en el que vivir. ¿Dispone de coche?

—No. Tomaré el tren.

—Envuelto en esos fantásticos vendajes, ¿eh? Bien, si no desea dormir en el hotel, tome mi coche. Está en el garaje. Puede devolvérmelo mañana. Las llaves están sobre el manto de la chimenea.

—Gracias.

—Devuelva el coche, pero no me visite de nuevo. Lucas Martino era el único estudiante cuyos sesos yo admiraba.


—De manera que no está usted seguro — dijo pesadamente Rogers, que permanecía sentado en la misma silla que el hombre había ocupado la noche anterior.

—No.

—¿Y no puede hacer una conjetura?

—Pienso en los hechos. Es un hecho que me reconoció. Quizá intentó engañarme. No vi razón alguna en colocarle pequeñas trampas, de forma que no fingí ser otra persona. Mi fotografía ha aparecido varias veces en el periódico local. La última alusión a mi fue en un artículo titulado «Educadores locales retirados después de un largo servicio». De manera que se hallaba en condiciones de conocer mi nombre. ¿Y debo juzgarle incapaz de una elemental investigación?

—No visitó las oficinas del periódico, mister Starke.

—Mister Rogers, el trabajo de policía es su ocupación, no la mía. Pero si ese hombre es un agente soviético, entonces cabe pensar que le han preparado convenientemente el camino.

—Esa idea ya se nos ha ocurrido a nosotros, mister Starke. No hemos hallado ninguna prueba concluyente de algo como eso.

—La carencia de prueba contraria no establece la existencia de un hecho, mister Rogers, usted da la sensación de ser un hombre que intenta inducir a alguien a tomar la decisión que usted desea.

Rogers se frotó la parte trasera del cuello.

—Muy bien, mister Starke. Muchísimas gracias por su cooperación.

—Me sentía mucho más satisfecho con mi vida antes de que usted y ese hombre viniesen aquí.

Rogers suspiró.

—No es mucho lo que ninguno de nosotros podemos hacer al respecto, ¿verdad?

Se fue, se aseguró de que sus hombres de vigilancia se hallaban adecuadamente situados y emprendió la marcha hacia Nueva York, avanzando por el camino de portazgo a marcha lenta y cautelosa.


La vieja granja de Matteo Martino había permanecido abandonada durante ocho años. Las vallas estaban derribadas y los campos llenos de cizaña. El granero hacía tiempo que había perdido todas sus puertas, y los cristales de todas las ventanas de la casa estaban rotos. En el granero no quedaba ya pintura alguna, y en la casa muy poca. La que había estaba cuarteada, desconchada e inútil. El interior de la casa se encontraba lleno de basura, humedecido por el agua y sucio. Los chiquillos habían penetrado a menudo en ella, a pesar de las patrullas de policía del condado, y escrito mensajes en las paredes. Alguien se había llevado los tubos de plomo de las fregaderas, y alguien había rayado con un cuchillo los pocos muebles que quedaban.

El suelo estaba lleno de canales a los que las aguas de las lluvias habían arrastrado arena lavada. La cizaña había extendido sus duras raíces en la tierra. Alguien había iniciado una pila de hojarasca a lo largo de los restos de la cerca trasera. Los manzanos que había junto al camino aparecían nudosos y retorcidos, con las ramas rotas.

Lo primero que hizo el hombre fue ocuparse de que le instalaran un teléfono. Empezó a encargar artículos de Bridgetown, prendas, monos, camisas de trabajo, pesados zapatos, y después herramientas. Nadie puso en duda la legalidad de lo que estaba haciendo: sólo Rogers hubiese podido oponerse a ello.

Los hombres encargados de vigilarle le observaban trabajar. Le veían levantarse al amanecer cada mañana, prepararse el desayuno en la improvisada cocina, salir con el martillo y clavar clavos, cuando era ya demasiado oscuro para que nadie pudiese ver lo que hacía. Le veían clavar estacas y desenrollar alambre de púas, a la par que destruía la cizaña. Le veían colocar nuevas vigas en el granero, trabajando solo. Al principio trabajaba lentamente, y después con mayor y mayor insistencia, hasta que el sonido del martillo parecía como si no fuese a detenerse ni un momento en todo el día.

Quemó todos los viejos muebles y el viejo linóleo de la casa. Encargó una cama, una mesa de cocina y una silla, las colocó en la casa, y ya no se preocupó de otra cosa sino de ir colocando gradualmente nuevos cristales en las ventanas cuando la reconstrucción del granero le daba un momento de respiro. Cuando hizo eso, compró un tractor y un arado. Empezó a limpiar de nuevo las tierras.

No abandonaba jamás la granja. No hablaba a ninguno de los vecinos que trataban de satisfacer su curiosidad. No trataba directamente con el almacén general. Cuando se presentaban los camiones de Bridgetown para traer los encargos que había hecho por teléfono, daba instrucciones para que los descargaran y nunca salía de la casa mientras los camiones se hallaban en el patio.

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