CAPITULO XIII

Una vez más fue un verano lluvioso en Nueva York. Un día gris seguía a un día gris, e incluso cuando el sol aparecía, las nubes esperaban en el borde del horizonte. El tiempo parecía haberse hecho malo en todo el mundo. Los vientos cálidos barrían las grandes praderas del Norte, y debajo del ecuador había nieve, y hielo, y nieve y hielo de nuevo. Los océanos nunca permanecían serenos, y de un litoral a otro las olas chocaban contra las escolleras con el duro e incesante golpeteo de una artillería de elevada velocidad. Los icebergs se desprendían de los cabos polares, y los pájaros migratorios volaban más cerca de la tierra. Había tumultos en Asia y violentos incendios en Londres.

Shawn Rogers abandonó Nueva York un fecundo día, las llantas de su coche rechinando sobre el húmedo asfalto. A pesar de que el limpiador de su parabrisa no paraba un instante, el mundo parecía confuso, deslizante e impermanente. Su coche era casi el único que avanzaba por la carretera, meciéndose en agudos vaivenes cuando arremetía contra él las ráfagas de viento. Durante todo el camino hasta el final de New Jersey, la lluvia no cesó de perseguirle.

La carretera secundaria que conducía a la granja le sorprendió por el hecho de que era amplia, estaba bien pavimentada y su superficie era suave. Le fue posible conducir prestando a ese acto tan sólo la mitad de su atención.

«Cinco años, pensó, desde que le vi por última vez. Casi seis desde aquella noche en que cruzó la frontera. Me pregunto, cuáles son sus sentimientos hacia las cosas.»

Rogers recibía diariamente informes, pues los hombres encargados de vigilarle seguían al hombre fielmente. Eran hombres del G.N.A. quienes le entregaban la leche, eran hombres del G.N.A. quienes le traían los rollos de alambre de púa y hombres del G.N.A. los que sudaban en los campos que había delante de su granja. Y cada mes, la secretaria de Rogers le traía un informe pulcramente, mecanografiado de todo cuanto hacía el hombre. Pero aún cuando los leía siempre, Rogers había aprendido a darse cuenta de cuán poco era posible saber con exactitud de un hombre y transferirlo con éxito al papel.

La boca de Rogers se movió cuando apareció en ella una esforzado sonrisa. En su cara había un gesto de cansancio, tal vez porque comenzaba a hacerse viejo. ¿Pero qué otra cosa hubiera podido esperar?

«Me pregunto cómo se tomará las noticias que le traigo.»

Y Rogers hizo girar el coche en tomo a la curva, vio la granja que los hombres de vigilancia tan a menudo habían fotografiado para él.

Colocada en un ángulo de la finca, la casa estaba recién pintada y era un blanco edificio de verdes postigos. Había un césped, cuidadosamente recortado y bordeado por setos vivos, y al otro lado del patio de la casa se alzaba un granero sólidamente construido. En esos momentos se hallaba aparcado delante de él un camión de recogida. Junto a la casa había un huertecito diseñado con geométrico exactitud, y la tierra era negra, acabada de ser limpiada de cizaña y no tenía ni una piedra. Una hilera de manzanos se deslizaban junto al camino, con cada una de las ramas podadas y las hojas resplandecientes bajo el agua de la lluvia. El cercado que había junto a ellos brillaba con su alambre nuevo, todos los postes estaban clavados igualmente rectos y todos los alambres extendidos perfectamente paralelos los unos a los otros. Los campos aparecían muy verdes bajo la lluvia, con profundos canales para conducir el exceso de agua, y en el último extremo de la propiedad los arbustos marcaban el borde de un pequeño arroyo.

Cuando Rogers penetró en el patio y se detuvo, un perro trotó hacia él desde detrás del granero y se detuvo bajo la lluvia, ladrándole.

Rogers se abotonó el impermeable y se subió el cuello. Se alejó del coche, le dio a la portezuela un empujón para cerrarla y corrió a través del patio hacia el porche trasero, Cuando alcanzó su refugio, la puerta que había directamente enfrente de él se abrió, y se encontró a menos de un pie de distancia del hombre que, vistiendo mono, permanecía en el umbral.

Había un cambio visible en la cara. El metal había adquirido una patina hecha de microscópicos rasguños y roces que habían suavizado su lustre y atenuado la agudeza con la que reflejaba la luz. Los ojos eran los mismos, pero la voz era distinta. Era más opaca, más seca, y parecía brotar más lentamente.

—Mister Rogers.

—Hola, mister Martino.

—Entre.

El hombre se apartó a un lado, fuera del umbral.

—Gracias. Debiera haberle llamado primero, pero deseaba estar seguro de que tendríamos una oportunidad de hablar largo y tendido. — Cuando apenas había cruzado la puerta, Rogers se detuvo incómodamente —. Hay algo más bien importante de lo que debemos hablar, si usted me concede su tiempo…

El hombre asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Tengo trabajo que hacer, pero supongo que usted puede venir conmigo y hablar. Acabo de preparar algo de comida. Habrá suficiente para los dos.

—Gracias.

Rogers se quitó el impermeable y el hombre lo colgó de un clavo que había junto a la puerta de la cocina.

—Yo… ¿Cómo le van las cosas?

—Perfectamente. La silla está allí. Siéntese, y yo traeré la comida.

El hombre se acercó a una alacena y tomó dos platos.

Rogers se sentó ante la mesa de la cocina y miró rígidamente en torno suyo, porque no sabía qué otra cosa hacer.

La cocina estaba ordenada y limpia. Había cortinas sobre las fregaderas y un linóleo sobre el suelo. No podían verse platos en el escurreplatos, la fregadera había sido convenientemente refrotada y todo se encontraba en su lugar, cuidadosa y sistemáticamente. Rogers trató de imaginarse al hombre lavando, planchando y poniendo cortinas… haciendo todo ello de acuerdo con un sistema lógicamente concebido, sin malgastar movimientos, tomándose un mínimo de tiempo y tan cuidadosamente como si realizase una serie de pruebas o comprobara la esfera de un osciloscopio. Día tras día, durante cinco años.

El hombre colocó un plato delante de Rogers: patatas hervidas, remolachas y un espeso trozo de solomillo de cerdo.

—¿Café?

—Gracias. Lo tomaré negro, por favor.

—Como usted quiera.

Se produjo un débil ruido rechinante cuando el hombre colocó la taza con su mano de metal. Después se sentó frente a Rogers y comenzó a comer silenciosamente, sin levantar la cabeza ni detenerse. Evidentemente se sentía impaciente de ingerir la suficiente comida para poder reanudar su trabajo. Rogers no tuvo otro remedio que comer lo más de prisa posible, sin entretenerse a iniciar la conversación. La comida estaba muy bien guisada.

Cuando acabaron, el hombre se levantó y silenciosamente recogió los platos y los cubiertos de plata, los amontonó en la fregadera y vertió sobre ellos agua. Le tendió a Rogers un paño.

—Le agradecería que los secara. De esa manera acabaremos antes.

—Ciertamente.

Permanecieron juntos ante la fregadera y cuando el hombre le tendía un plato o una taza, Rogers los secaba cuidadosamente y los colocaba en el escurreplatos. Cuando terminaron, el hombre guardó los platos en la alacena, y Rogers comenzó a ponerse el impermeable.

—Le atenderé dentro de un minuto — dijo el hombre.

Abrió un cajón y sacó un rollo de vendajes. Mantuvo un extremo entre los dedos de su mano de metal y cuidadosamente empezó a vendarse el brazo, arrollándose la manga de la camisa. Habiéndose sacado unos imperdibles del bolsillo del mono, aseguró los dos extremos. Después extrajo del cajón un bote de aceite y cuidadosamente empapó el vendaje antes de volver a guardarlo todo y cerrar el cajón.

—Es necesario que haga esto — le explicó a Rogers —. Aquí abundan el polvo y la arena, y eso es malo.

—Desde luego.

—Bien, vamos.

Rogers salió con el hombre al patio, y ambos lo cruzaron para dirigirse al granero. El perro corrió junto a ellos, y el hombre se agachó para darle unos golpecitos en el cuello.

—Vuelve a la casa, tonto. Te mojarás. Vamos, Prince. Vamos, muchacho.

El perro olfateó con inseguridad a Rogers, trotó junto a ellos unos cuantos pasos, y después se volvió.

—¿Prince? ¿Es ése su nombre? Es un perro de bonito aspecto. ¿De qué raza es?

—Es mestizo. Tiene un barril para dormir, detrás del granero.

—¿No lo tiene en la casa entonces?

—Es un perro guardián. Tiene que estar afuera. Además, no le gusta vivir en la casa. — El hombre miró a Rogers —. Un perro es un perro, ¿sabe? Si el único amigo que un hombre tuviera fuese un perro, eso querría decir que no se llevaba muy a bien con los seres de su propia especie, ¿no?

—Yo no diría exactamente eso. A usted le gusta el perro, ¿verdad?

—Sí.

—¿Avergonzado de ello?

—Está usted acosándome de nuevo, Rogers.

Este bajó los ojos.

—Supongo que sí.

Penetraron en el granero, y el hombre accionó el interruptor para encender las luces. Había un tractor en el centro del granero, y a su lado podía verse un bote lleno de aceite de transmisión. El hombre desarrolló un lienzo alquitranado, lo extendió junto al tractor y depositó sobre él las herramientas que había en su interior.

—Tengo que arreglar esta transmisión hoy — dijo —. Este tractor lo compré de segunda mano, y el individuo que lo tenía antes hizo trizas los engranajes. Es necesario que los reemplace hoy, porque mañana tengo que gradar un campo.

Seleccionó una llave inglesa y se deslizó debajo del tractor, arrastrándose sobre la espalda. Empezó a aflojar las tuercas que había en torno al borde de la cubierta de la caja de engranajes, sin prestar una ulterior atención a Rogers.

Este permaneció inseguro frente al tractor, observando al hombre que trabajaba debajo de él. Finalmente, miró en torno suyo para buscar en lo que sentarse. Había una caja colocada contra la pared del granero, se acercó a ella, la cogió y se sentó junto al tractor. Se inclinó hacía adelante hasta que pudo ver la cara del hombre. Pero eso no le sirvió de nada. Aun cuando la caja de engranajes había sido secada por la mañana, todavía goteaba aceite de ella. El hombre trabajaba al tacto, los ojos y la boca estrechamente cerrados, sordo, con el surcos de aceite deslizándose en estrechos regueros a través de su cráneo. Rogers esperó durante diez minutos, observando a las manos del hombre trabajar diestramente en la cubierta, la derecha guiando a la izquierda. Con la llave inglesa desprendía las tuercas, y después la mano izquierda las tomaba con sus duros dedos. Al fin, el hombre, puso a un lado la llave inglesa, localizó sin dificultad el lienzo de las herramientas y dejó caer las tuercas en el interior de la caja de engranajes, y una corredera de apoyo cayó en la mano derecha, que se mantenía a la espera. También la corredera fue a parar al interior de la cubierta, y luego con la mano izquierda comenzó a extraer de sus monturas los engranajes. El hombre salió de debajo del tractor y abrió los ojos.

—Iba a preguntarle… — empezó Rogers.

—Un momento.

Se levantó y llevó los estropeados engranajes a un banco de trabajo, donde maldijo amargamente.

—Un hombre no tiene derecho a comprar maquinaria si no la va a tratar adecuadamente. Esta transmisión se halla muy bien diseñada. No hay ninguna razón en el mundo para que nadie tenga complicaciones con ella. — Su voz era casi quejumbrosa —. Una máquina nunca te decepciona si te tomas la molestia de emplearla convenientemente, si la empleas en los trabajos para los que ha sido construida. Eso es todo. Todo cuanto uno tiene que hacer es comprenderlo. Ninguna máquina es tan complicada que un hombre de mediana inteligencia no pueda comprenderla. Pero nadie lo intenta. Nadie piensa que una máquina es digna de que se la comprenda. ¿Qué es una máquina, después de todo? Sólo unas cuantas piezas de metal. La una exactamente como la otra, y uno siempre puede conseguir otra exactamente igual. Pero le diré algo, mister Rogers…

Se volvió súbitamente, quedando de espaldas a la puerta. La luz se hallaba detrás de él, y Rogers sólo veía su silueta, el cuerpo perdido en los informes y angulares contornos del mono, los hombros cuadrados y la cabeza redonda y sin facciones.

—Incluso así, a las gentes no les gustan las máquinas. Los zoquetes las rompen de todas maneras. Las máquinas no hacen otra cosa sino aquello para lo que están hechas. Se limitan a realizar su trabajo y todas se parecen entre sí… pero algo se puede romper en su interior. Quizá entonces se disponen a no arar tu campo, a no sacar agua del pozo, a arrojarte un pistón. A hacer algo de manera que de miedo y no se toman la molestia de entenderlas, por lo cual las tratan mal, así las máquinas se rompen más de prisa y las gentes confían menos en ellas los fabricantes se preguntan: «¿de que sirve construir buenas máquinas?» Los zoquetes las rompen de todas maneras y construyen un material malo, con lo que son muy pocas las buenas máquinas que hay en el mercado. Y eso es una vergüenza.

Dejó los engranajes en el banco y cogió una caja que contenía la serie de substitución. Furioso aún, rompió la tapa de la caja, sacó los engranajes y volvió con ellos junto al tractor.

—Mister Martino… — empezó de nuevo Rogers.

—¿Sí? — preguntó él, depositando en fila los engranajes sobre el lienzo.

Ahora que había llegado el momento de decirlo, Rogers no sabía cómo hacerlo. Pensó en el hombre, cogido en la trampa de su propio casco durante aquellos cinco años, y Rogers no supo cómo expresarse.

—Mister Martino, hay un representante oficial del Gobierno de las Naciones Aliadas con poderes para hacerle a usted una proposición.

El hombre gruñó, cogió el primer engranaje. Y se deslizó debajo del tractor para colocarlo en su lugar.

—Francamente — balbuceó Rogers —, no creo que sepan cómo expresarlo, de forma que me han escogido a mí para que lo hiciese yo, pensando que lo conozco mejor. — Se encogió de hombros —. Pero lo malo es que yo no le conozco.

—Nadie me conoce — replicó el hombre —. ¿Qué desea el G.N.A.?

—Bien, lo que estaba intentando decir es que con toda probabilidad no voy a saber expresarlo convenientemente. No quiero que mis balbuceos influyan negativamente en su decisión.

El hombre hizo un sonido de impaciencia.

—Adelante, hombre.

Después, con infinita suavidad colocó el engranaje en su lugar y tendió la mano para coger el siguiente.

—Bien… usted sabe que en todo el mundo las cosas están volviendo a ponerse tensas.

Se deslizó aún más debajo del tractor, levantó la mano derecha y ayudó a la izquierda a instalar en el lugar exacto el segundo engranaje.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

Tomó el último engranaje, lo montó y obligó a la corredera de apoyo a encajar en su posición, moviéndola con tanta firmeza como era necesario y nada más. Sacó las tuercas de la cubierta de la caja de engranajes y empezó a enroscarlas con la mano.

—Mister Martino… el G.N.A. ha reinstituido el programa K-Ochenta y ocho. Les gustaría que usted trabajase en él.

Debajo del tractor, el hombre estiró el brazo para coger la llave inglesa, y sus dedos se deslizaron sobre el aceitoso metal. Se volvió en redondo y probó con el brazo izquierdo. Se produjo un débil tintineo cuando sus dedos se cerraron sobre ella con firmeza, y después otra vez se volvió y empezó a apretar las tuercas.

Rogers esperó, y al cabo de un rato el hombre dijo:

—De manera que Besser ha fracasado.

—Yo no sé nada de eso, mister Martino.

—Ha debido fracasar. Lo siento por él… Realmente creía que estaba en lo cierto. Con los científicos ocurre algo muy raro, ¿sabe usted?… Se supone que son objetivos y despegados y que formulan sus teorías de acuerdo con lo evidente. Pero la pasión de un hombre es la pasión de un hombre, y algunas veces lo pasan muy mal cuando queda comprobado que una idea suya estaba equivocada.

Acabó de colocar la cubierta. Arrastrándose salió de debajo del tractor, dejó la llave inglesa y meticulosamente arrolló el lienzo alquitranado.

—Bien, eso ya está hecho — dijo.

Se puso el lienzo debajo del brazo, se agachó para recoger el bote con el aceite y se aproximó al banco de trabajo, donde depositó las herramientas y cuidadosamente vertió el contenido del bote en un bidón.

De un estante tomó un nuevo bote de medio galón, puso el pitorro en su parte superior y Io llevó junto al tractor, donde abrió el tapón del depósito y vertió sobre la transmisión todo el contenido del bote.

—Ahora estoy seguro de que podré trabajar en ese campo mañana. La tierra tiene que ser removida, ¿sabe usted?, o se quedará costrosa y endurecida.

—¿No va usted a decir nada sobre si acepta o no la proposición?

El hombre acabó de verter el aceite y volvió a colocar el tapón del depósito. Dejó el bote vacío y subió al sillón del conductor, donde empezó a probar los engranajes, sin mirar a Rogers, hasta que estuvo convencido de que había realizado una buena tarea. Entonces volvió la cabeza.

—¿Han decidido que soy Martino?

—Creo — contestó lentamente Rogers — que lo que ocurre es simplemente que necesitan mucho a alguien. Creo que consideran que, aun cuando no sea usted Martino, ha sido adiestrado para reemplazarle. Parece… parece que para ellos es MUY importante que el programa K-Ochenta y ocho sea iniciado de nuevo lo más rápidamente posible. Disponen de muchos técnicos competentes. Pero los genios no aparecen a menudo.

El hombre descendió del tractor, cogió la lata de aceite vacía y la llevó al banco. Su brazo vendado estaba negro a causa del polvo del suelo. De debajo del banco cogió una lata de cinco galones, la destapó y empezó a quitarse el vendaje. El agudo olor de la gasolina llenó el olfato de Rogers.

—Estaba preguntándome cómo era que habían adquirido una total seguridad. No puedo imaginar medio alguno de conseguirlo.

Dejó caer el vendaje en la gasolina. Hundiendo ambos brazos en ella, lavó el vendaje y lo colgó de un clavo para que se secase.

—Sería usted vigilado muy atentamente, desde luego. Y probablemente sería mantenido bajo guardia.

—Eso no me importaría. No me importaría que sus hombres estuvieran en torno mío todo el tiempo.

Del fondo de la lata de gasolina sacó una taza de estaño y se regó el brazo, haciéndolo girar y retorciéndolo para tener la seguridad de que quedaban limpias todas las partes sucias. De un estante tomó un cepillo de pelos finos y rígidos y empezó a frotarse el brazo con metódico cuidado, siguiendo una evidentemente vieja rutina. Rogers lo observó, preguntándose una vez más qué clase de cerebro funcionaba detrás de aquella máscara, que no era ni colérica, ni amarga, ni triunfante.

—Pero no puedo hacerlo — dijo el hombre tomando una lata de aceite para comenzar a lubrificarse el brazo.

—¿Por qué?

Rogers tuvo la sensación de haber visto vacilar la compostura del hombre.

Este se encogió de hombros incómodamente.

—No me es posible llevar a cabo ya esa tarea. El vendaje estaba seco, y se arrolló de nuevo el brazo. Evitó los ojos de Rogers.

—¿De qué está usted avergonzado? — preguntó Rogers.

El hombre se acercó al tractor, como si allí se sintiera más seguro.

—¿Qué es lo que ocurre, Martino?

El hombre puso el brazo izquierdo sobre el morro del tractor Y quedó mirando a través de las puertas abiertas del granero.

—Aquí llevo una vida muy buena. Trabajo mis tierras y procuro que se encuentren en forma. Lo he arreglado todo. Supongo que sabe usted cómo estaba cuando vine aquí. He tenido que hacer mucho trabajo. He tenido que reconstruirlo todo, Diez años más y ofrecerá la forma que yo deseo.

—Para entonces estará muerto.

—Lo sé. Pero no me importa. He pensado ello. La cuestión es… — Su mano dio un ligero golpe al morro del tractor —. La cuestión es que necesito de trabajar. Una granja, todo lo de una granja, se halla siempre en el límite de lo que se desarrolla y lo que se pudre. Trabajas las tierras, produce cosechas, y al hacer eso desgastas las tierras. Tienes que fertilizarla, irrigarla, abonarla con cal, pero la tierra no sabe eso. Tienes que devolverle lo que le arrebatas. Los cercados se pudren, construyes fundamentos que se desmoronan, las lluvias vienen y las pinturas se desconchan, las cosechas son destrozadas por el granizo y comienzan a pudrirse, de manera que es preciso trabajar de firme, cada día, todos los días, y solo para poder vivir un poco mejor que antes. Uno se levanta por la mañana y tiene que reparar todo lo que ha quedado destruido durante la noche. No se puede hacer otra cosa. No puedes pensar en otra cosa. Y ahora ustedes desean que vuelva a trabajar de nuevo en el K-Ochenta y ocho.

De repente su mano golpeó con fuerza el tractor y el ruido del metal formó ecos en el granero. Su voz fue un apagado susurro.

—No soy un físico. Soy un granjero. ¡Ya no puedo realizar ese trabajo!

Rogers respiró hondamente.

—De acuerdo. Iré y se lo diré así a ellos.

El hombre se mostró sereno otra vez.

—¿Qué va a hacer después de eso? ¿Van a seguir sus hombres vigilándome?

Rogers asintió con la cabeza.

—Tiene que ser así, hasta que lo hayan bajado a la tumba. Lo siento.

El hombre se encogió de hombros.

—Me he acostumbrado. Y en cuanto a las personas que me vigilan, no tengo nada que pueda hacerles daño.

«No, pensó Rogers, ahora es ya inofensivo. Y yo no voy a cesar de vigilarle. Me pregunto si no voy a acabar viviendo en una granja camino abajo.»

¿O es simplemente, que no se atreve a correr el riesgo de reanudar el proyecto K-Ochenta y ocho? ¿O se arriesgará a ello, después de todo, sabiendo que allí no habrá nadie que pueda decirnos que nos engaña?»

La boca de Rogers se retorció. Una vez más, una vez más por milésima vez, formulaba la vieja pregunta. Algo bullía en su sangre y se estremeció. «Seré un anciano, pensó, y siempre creeré que lo sé, pero nunca obtendré una respuesta.»

—Martino — barbotó —. ¿Es usted Martino?

El hombre movió la cabeza, y el metal resplandeció con un apagado nimbo bajo su película de aceite. Durante un momento no dijo nada, mientras su cabeza se movía de un lado a otro como si estuviese mirando algo perdido. Después su mano se aferró con fuerza al tractor, y los hombros se le hundieron. Por un instante en su voz hubo profundidad, como si hubiese recordado algo difícil que hubiera hecho en su juventud.

—No.

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