CAPITULO V

El octavo día después que el hombre había cruzado la frontera, el anunciador zumbó en la mesa de Rogers.

—¿Sí?

—Mr. Deptford está aquí y desea verle, señor.

Rogers gruñó. Dijo:

—Que pase, por favor.

Deptford penetró en la oficina. Era un hombre delgado, de cara gris, vestía traje oscuro y traía una cartera de negocios.

—¿Cómo está usted, Shawn? — preguntó suavemente.

Rogers se levantó.

—Muy bien, gracias — contestó lentamente —. ¿Y usted?

Deptford se encogió de hombros. Se sentó en la silla que había junto al extremo de la mesa de Rogers y colocó la cartera sobre su regazo.

—Me ha parecido conveniente bajar conmigo la decisión sobre el asunto de Martino. — Abrió la cartera y le tendió a Rogers un sobre de papel manila —. Ahí dentro hay los datos sobre las directrices políticas oficiales, y una carta para usted de la oficina de Karl Schwenn.

Rogers cogió el sobre.

—¿Se lo ha hecho pasar muy mal Schwenn, señor?

Deptford sonrió levemente.

—La verdad es que no saben en absoluto lo que hacer. Y no parece que eso sea culpa de alguien en particular. Pero necesitan sumamente una solución. Ahora, habiendo resuelto sacrificar el programa K-Ochenta y ocho, ya no la necesitan con tanta urgencia. Pero siguen necesitándole, desde luego.

Rogers asintió con la cabeza lentamente.

—Le voy a reemplazar como jefe de sector. Han puesto a un nuevo hombre en mi viejo puesto. En la carta de Schwenn le confían la misión de seguir a Martino. En realidad, creo que Schwenn ha encontrado la mejor solución a una situación complicada.

Rogers sintió que los labios se le estiraban en una incómoda mueca de sorpresa y embarazo.

—Bien.

No había nada más que decir.


—La investigación directa no remedia nada — le dijo Rogers al hombre —. Lo hemos intentado, pero no puede ser hecho así. No podemos demostrar quién es usted.

Los refulgentes ojos le miraron impasiblemente. No había manera de poder saber lo que estaba pensando el hombre. Se encontraban solos en la pequeña estancia, y de repente Rogers comprendió que aquello se había convertido en una cosa personal entre ambos. Ahora podía darse cuenta de que había ido sucediendo gradualmente, que en los últimos días había ido formándose a pequeños incrementos, pero ésa fue la primera vez que reparó en ello, y por eso pareció como si hubiera ocurrido súbitamente. Rogers se sintió responsable personalmente de que el hombre se encontrara allí y de todo cuanto le había ocurrido. Era una forma de sentir improfesional, pero el hecho era que él y aquel hombre estaban allí cara a cara, solos, y que esto los acercaba totalmente.

—Comprendo lo que usted quiere decir — repuso el hombre —. He estado pensando mucho en ello.

Permanecía rígidamente sentado en la silla, su mano colocada sobre las piernas. No había manera de saber si había pensado en ello fría y desapasionadamente, o si esperanzas e ideas desesperadas habían formado eco en su cerebro como hombres en una prisión aporreando los barrotes.

—Creía que me sería posible buscar alguna solución. ¿Qué me dice de las formas que ofrecen los poros de la piel? Estas no pueden haber cambiado.

Rogers sacudió la cabeza.

—Lo siento, Mr. Martino. Créame, nuestros expertos en identificaciones físicas han estado durante días examinando intensamente este asunto. Es cierto que fueron mencionadas las formas que ofrecen los poros. Pero, desgraciadamente, eso no podría servirnos de nada. No nos habíamos preocupado de eso antes de que se produjese la explosión, y en nuestros archivos no hay nada al respecto. A nadie se le ocurrió pensar en detalles tan minuciosos. — Levantó la mano para rascarse la cabeza, y la dejó caer resignadamente —. Me temo que esto mismo puede ser dicho en lo que se refiere a todo lo demás. Tenemos archivadas sus huellas dactilares y fotografías retinales. Todo ello es inútil ahora.

«Y aquí estamos», Pensó, «dando vueltas en torno a la cuestión de si usted es verdaderamente Martino, pero un Martino que se ha pasado al bando de ellos. Hay límites a lo que las gentes civilizadas pueden intentar abiertamente, por muy intensamente que puedan especular. De manera que todo lo demás poco importa. No hay ningún fácil escape para ninguno de los dos, sea lo que sea lo que digamos o hagamos ahora. Hemos tratado de encontrar las respuestas fáciles, y no hemos hallado ninguna. Ahora, tanto para usted como para mí, se trata de dejar correr el tiempo»

—¿No hay nada en absoluto que pudiese dar resultado?

—Me temo que no. No tiene marcas o cicatrices que no pudiesen ser falsificadas, ni tatuajes, nada. Hemos pensado en todo, Mr. Martino. Hemos pensado en todas las Posibilidades. Hemos acumulado un verdadero equipo de especialistas. Todo el mundo se muestra de acuerdo en que no se puede pensar en hallar una rápida respuesta.

—Eso es difícil de creer — dijo el hombre.

—Mr. Martino, usted se halla más profundamente implicado en el problema que cualquiera de nosotros. A usted le ha sido imposible ofrecernos algo útil. Y usted es hombre muy inteligente.

—Sí, soy Lucas Martino — apuntó secamente el hombre.

—Aun cuando no lo fuera. — Rogers apoyó sobre las rodillas las palmas de las manos —. Considerémoslo de manera lógica. En todo cuanto nosotros podamos pensar, ellos han podido pensar primero. Al intentar establecer algo sobre usted es inútil abordar normalmente el problema. Nosotros somos los especialistas encargados de identificarle a usted y la mayor parte llevamos largo tiempo haciendo esta clase de trabajo. Hace siete años que soy jefe del departamento de seguridad del G.N.A. de este sector. Soy el individuo responsable de los agentes que introducimos en su organización. Pero al intentar deshacerle a usted, tengo que afrontar la posibilidad de que otros tantos expertos del otro bando hayan montado sus piezas y de que usted mismo pueda estar a la altura de mi propia experiencia en la cuestión de las falsas identidades. Lo que aquí se halla en conflicto son los totales esfuerzos de dos eficientes organizaciones, cada una de las cuales posee los recursos de la mitad del mundo. Esta es la situación, y todos tenemos que atenernos a ella.

—¿Qué va a hacer usted?

—Para decírselo es para lo que he bajado. No podemos mantenerlo aquí indefinidamente. Nosotros no hacemos las cosas de esa manera. De forma que es usted libre de irse.

El hombre alzó la cabeza bruscamente.

—En eso hay algún inconveniente.

Rogers asintió con la cabeza.

—Sí, lo hay. No podemos permitirle volver a emprender un trabajo sensitivo. Ese es el inconveniente, y usted ya lo conocía. Ahora es oficial. Es usted libre de irse y hacer cuanto quiera, siempre que no tenga nada que ver con la física.

—Ya — repuso tranquilamente el hombre —. Lo que ustedes desean es ver cómo me comporto. ¿Cuánto tiempo ya a durar esa situación? ¿Durante cuánto tiempo me van a estar vigilando?

—Hasta que hayamos descubierto quién es usted.

El hombre comenzó a reír, quieta y amargamente.


—¿De manera que se va de aquí hoy? — preguntó Finchley.

—Mañana por la mañana. Desea ir a Nueva York. Le pagamos el viaje por avión, le hemos concedido una pensión del cien por cien por incapacidad y le hemos dado cuatro meses de paga retrasada, como se la hubiésemos dado a Martino.

—¿Va a hacer que un equipo lo vigile en Nueva York?

—Sí. Y yo iré en el avión con él.

—¿Irá usted? ¿Renuncia al empleo que tiene aquí?

—Si. Ordenes. El es mi bebé personal. Mandaré a la unidad de vigilancia del G.N.A. en Nueva York.

Finchley le miró con curiosidad. Rogers le resistió la mirada. Al cabo de un momento, el hombre del F.B.I. emitió un sonido entre sus dientes superiores y dejó que todo quedara reducido a eso. Pero Rogers vio su boca estirada por la peculiar mueca con la que un hombre trata de demostrar que un compañero de profesión ha dejado de contar con su respeto.

—¿Cuál va a ser su procedimiento? — preguntó Finchley — ¿Simplemente mantenerlo bajo constante vigilancia hasta que haga un movimiento falso?

Rogers sacudió la cabeza.

—No. No podemos limitarnos a estar mano sobre mano. No tenemos a nuestra disposición sino un posible medio de identificación. Tenemos que construir un perfil psicológico de Lucas Martino. Después lo compararemos con los actos y respuestas de ese individuo en situaciones en las que podamos saber exactamente cómo hubiera reaccionado el verdadero Martino. Vamos a ahondar tan profundamente como sea necesario. Vamos a reducir a Lucas a un número determinado de puntos en un diagrama, y después vamos a hacer otro diagrama de ese individuo, para compararlos. De manera que cada vez que haga algo que no hubiese hecho jamás Lucas Martino, lo sabremos. Cada vez que se manifieste en una actitud que el viejo y leal Lucas Martino no se hubiera manifestado, caeremos sobre él como una tonelada de ladrillos.

—Sí, pero…

Finchley parecía incómodo. Ya no pertenecía de manera específica al equipo de Rogers. De ahora en adelante no sería sino el hombre de enlace entre el grupo de vigilancia del G.N.A. al mando de Rogers y el F.B.I. Como miembro de una organización diferente, tendría que prestar su ayuda siempre que fuese necesario, pero su obligación no era ofrecer sugerencias si no las pedían. Y sobre todo ahora, cuando Rogers podía sentirse inclinado a mostrarse susceptible en las cuestiones de rango.

—¿Bien? — preguntó Rogers.

—Bien, lo que usted va a hacer es esperar a que ese hombre cometa una equivocación. Es hombre inteligente, de forma que no la cometerá pronto, y no será grande. Será una cosa sin importancia, y puede que pase años antes de que la haga. Pueden llegar a ser quince años. Puede que muera sin haberla hecho. Y durante todo ese tiempo estará vigilado. Durante todo ese tiempo puede que sea Lucas Martino… y si lo es, ese sistema no lo demostrará nunca.

La voz de Rogers fue suave.

—¿Puede usted pensar en algo mejor? ¿Puede pensar en algo?

No era culpa de Finchley el que estuvieran metidos en aquel lío. No era culpa del G.N.A. el que él hubiera sido trasladado. No era culpa de Martino el que se hubiera producido todo el asunto. Tampoco era culpa suya, pero en cambio, ¿no era culpa suya el que Mr. Deptford hubiese sido degradado? Estaban cogidos en una estructura de circunstancias encajadas las unas en las otras en forma tal que constituían como una especie de laberinto, y nadie podía hacer otra cosa sino seguir el primer camino que se le presentaba por delante.

—No — admitió Finchley —. No se me ocurre ninguna idea digna de ser puesta en práctica.


El campo del aeropuerto estaba envuelto en niebla, y Rogers permanecía solo, afuera, esperando a que se levantara. Se mantenía vuelto de espaldas al coche aparcado a diez pies de distancia, junto al edificio de la administración, donde el otro hombre estaba sentado con Finchley. Rogers se había subido el cuello del abrigo y tenía las manos hundidas en los bolsillos. Miraba la sucia piel metálica del avión que esperaba en la pista. Pensaba en cómo los aviones en vuelo se fundían con el cielo y resplandecían como ángeles, y cómo cuando reposaban en tierra su pureza se veía maculada por incontables regueros de grasa, por manchas de aceite, por las marcas que podían verse en aquellos lugares donde habían resbalado los pies de los mecánicos y por las gotas de agua mezcladas con polvo.

Deslizó dos dedos al interior de su chaqueta, como un carterista, y sacó un cigarrillo. Cerrando sus delgados labios en torno a él, permaneció con la cabeza descubierta en medio de la niebla, su cabello una corona de resplandeciente humedad. Escuchó a los altavoces públicos anunciar que la niebla comenzaba a disiparse y que los pasajeros debían subir a bordo de sus aviones. Miró a través de la pared de vidrio del edificio de la administración y vio que en la sala de espera los pasajeros se ponían de pie, se abotonaban el abrigo y preparaban los billetes.

El hombre tenía que mezclarse al mundo en un momento u otro. Ese era un ordinario avión comercial, y sesenta y cinco personas, sin contar Rogers y Finchley, repararían en él de un solo golpe.

Rogers inclinó los hombros, encendió el cigarrillo y se preguntó qué sucedería. La niebla parecía haberse introducido en sus pasajes nasales y haberse instalado en el fondo de su garganta. Se sentía aterido y deprimido. El empleado encargado de revisar los billetes se colocó fuera de la puerta, y los pasajeros comenzaron a salir de la sala de espera.

Rogers aguzó los oídos para ver si oía el ruido de la portezuela del coche. Al no escucharlo en seguida, se preguntó si el hombre iba a esperar hasta que todo el mundo estuviese a bordo, en la esperanza de ser el último en instalarse en el asiento y así, por un poco tiempo, evitar que se fijaran en él.

El hombre aguardó hasta que los pasajeros formaron el inevitable atasco en torno al empleado. Entonces salió del coche, esperó a que se apeara Finchley y cerró la portezuela con tal fuerza que el ruido que hizo fue como el estampido de una pistola.

Rogers volvió la cabeza en aquella dirección, y se dio cuenta de que todos los demás habían hecho otro tanto.

Durante un momento, el hombre permaneció allí sosteniendo con una mano enguantada una maleta, su sombrero muy encasquetado en su obsceno cráneo, su abrigo abotonado hasta arriba, el cuello levantado. Después depositó en el suelo la maleta, se quitó los guantes y levantó la cara para mirar directamente a los otros pasajeros. Luego levantó su mano de metal y se desprendió del sombrero.

En medio del silencio que se produjo, echó a andar rápidamente, con el sombrero y la maleta en la mano sana, mientras con la otra se sacaba del bolsillo superior el billete. Se detuvo, se inclinó y recogió el bolso de una mujer.

—¿Es de usted esto? — murmuró.

La mujer tomó entumecidamente su bolso. El hombre se volvió a Rogers y con voz deliberadamente alegre dijo:

—Bien, es hora ya de que subamos a bordo, ¿no?

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