CAPITULO III

Había transcurrido una semana desde que el hombre cruzó la frontera. A través del teléfono, la voz de Deptford resultó cansada y vacía. Rogers, cuyos oídos habían estado zumbándole débil pero constantemente durante los últimos dos días, tuvo que aplicarse con fuerza el receptor contra el oído con objeto de poder distinguir lo que le decía.

—Le he mostrado a Karl Schwenn todos los informes, Shawn, y por mi parte he añadido su sumario. Está de acuerdo en que nada más hubiera podido ser hecho.

—Sí, señor.

—En otros tiempos también él fue jefe de sector, ¿sabe? Se da cuenta de lo que son estas cosas.

—Sí, señor.

—En cierto sentido, esta clase de cosas no suceden cada día. Y, bien mirado, a los soviéticos les ocurren aún más a menudo. Me agrada pensar que a nosotros nos cuesta menos tiempo que a ellos tomar decisiones de este tipo.

—Lo supongo.

Ahora la voz de Deptford fue de tono extrañamente inconclusivo, como si estuviera estrujándose la mente en busca de algo que decir que dejase redondeadas las cosas. Pero era una conversación que se había iniciado, condenada ya a arrastrarse más bien que a acabar, y Deptford renunció al cabo de una breve pausa.

—Eso es todo entonces. Mañana puede dispersar al equipo, y usted se mantendrá a la espera hasta que le notifiquemos qué política vamos a seguir con relación a Mar… al hombre.

—De acuerdo, señor.

—Adiós, Shawn.

—Buenas noches, mister Deptford. Depositó el aparato y se frotó la oreja.


Rogers y Finchley estaban sentados en el borde de la litera y a través de la pequeña estancia, miraban al hombre sin cara que se hallaba sentado en la única silla junto a la pequeña mesa en la cual hacia sus comidas. Había sido mantenido en esa habitación durante la mayor parte de la semana y sólo había salido para ir al laboratorio establecido en la habitación contigua. Le habían sido dadas nuevas prendas. Había empleado varias veces la ducha sin oxidarse.

—Bien, mister Martino — estaba diciendo cortésmente el hombre del FBI. — ya sé que se lo hemos preguntado antes; pero, ¿ha recordado algo nuevo desde nuestra última conversación?

«Un último intento» pensó Rogers. «Uno siempre prueba la suerte antes de renunciar totalmente.»

No le había dicho aún a ninguno del equipo que sus servicios ya no se necesitaban. Le había pedido a Finchley que bajase con él al sótano porque, en el curso de un interrogatorio, siempre era mejor que hubiese más de un hombre. Si el sujeto comenzaba a debilitarse, se podían hacer las preguntas alternadamente, haciéndole saltar atrás y adelante como a una pelota de tenis, de manera que su cabeza girase de un hombro al otro como si estuviera observándose a sí mismo en el vuelo.

«No, no, pensó Rogers, al demonio con eso. Simplemente no deseaba bajar aquí solo.»

La lámpara que brillaba encima de sus cabezas parpadeaba sobre el metal pulido. Hubieron de transcurrir un segundo o dos antes de que Rogers se diese cuenta de que el hombre había sacudido la cabeza en respuesta a la pregunta de Finchley.

—No, no recuerdo nada. Puedo recordar haber sido alcanzado por la explosión. Pareció como si viniera directamente contra mi cara. — Ladró una salvaje risa gutural —. Supongo que fue así. Desperté en el hospital de ellos y me llevé la manó a la cabeza.

Su brazo derecho ascendió hacia su dura mejilla, como si eso pudiese ayudarle a recordar. Lo retiró bruscamente casi como si hubiese sufrido un choque, como si eso fuese exactamente lo que le había ocurrido la primera vez.

—Ya — se apresuró a decir Finchley —. ¿Y después qué?

—Esa noche me clavaron en la espina dorsal una aguja llena de algún anestésico. Cuando desperté, tenía este brazo.

El miembro motorizado lanzó destellos y sus nudillos chocaron débilmente contra su cráneo. Bien a causa de ese sonido, o bien a causa del recuerdo de aquel primer momento de sorpresa, Martino parpadeó visiblemente.

Su cara fascinaba a Rogers. Los dos cristalinos de sus ojos, al recoger luz de toda la habitación brillaron oscuramente en su hueco. El ventanillo enrejado parecía como una hilera de dientes revelados en una mueca de desesperación.

Naturalmente, detrás de aquella fachada un hombre que no fuese Martino podía, estar sonriendo ante los esfuerzos que el equipo hacía para penetrar en él.

—Lucas — dijo Rogers con tanta suavidad como le fue posible, sin mirar en dirección del hombre, haciendo el tiro verbal bajo.

La cabeza de Martino se volvió hacia él sin un segundo de vacilación.

—¿Sí, mister Rogers?

Puntería fallada. Si lo habían adiestrado, estaba bien adiestrado.

—¿Le interrogaron a usted intensamente?

El hombre asintió con la cabeza.

—Por supuesto, yo no sé lo que usted considera extenso en casos como éste. Pero pude levantarme y caminar al cabo de dos meses, y varías semanas antes de eso ya habían podido empezar a hablar conmigo. En total, yo diría que consumieron unas diez semanas intentando obligarme a decirles algo que ellos no sabían ya.

—¿Algo sobre el K-Ochenta y ocho quiere usted decir?

—No mencioné el K-Ochenta y ocho. No creo que ellos hayan oído hablar de eso. Simplemente me hicieron preguntas generales: en qué planes de investigación estábamos embarcados… y cosas así.

Puntería fallada. Dos.

—Bien, mister Martino — dijo Finchley, y el cráneo de Martino se movió pavorosamente sobre a cuello, como si fuera la torreta de un tanque girando —. Se han tomado muchas molestias con usted. Francamente, si nosotros hubiéramos sido los primeros en traerlo aquí hay una probabilidad de que hoy pudiese estar vivo, sí, pero no se habría parecido muchísimo a usted mismo.

El brazo de cristal se crispó agudamente contra el costado de la mesa. Se produjo un silencio prolongado. Rogers medio esperó alguna amarga respuesta del hombre.

—Sí, comprendo lo que usted quiere decir. — Rogers quedó sorprendido ante el completo despego de la voz ligeramente sofocada —. No lo hubiesen hecho si no hubieran esperado que su inversión iba a producir unos buenos beneficios positivos.

Finchley miró esperanzadamente a Rogers. Después se encogió de hombros.

—Creo que lo ha dicho usted del modo más específico posible — le dijo a Martino.

—No han conseguido nada, mister Finchley. Tal vez porque han hecho un trabajo tan bueno. Resulta muy difícil quebrantar a un hombre que no muestra sus nervios.

Un buen punto éste.

Al levantarse, los muslos de Rogers empujaron la litera, y ésta produjo un chirrido al deslizarse sobre el suelo de cemento.

—Muy bien, mister Martino. Gracias. Y lamento el que no hayamos podido llegar a ninguna conclusión.

El hombre asintió con la cabeza.

—También yo lo lamento.

Rogers le observó atentamente.

—Una cosa más. Usted sabe que una de las razones por la que le hemos acosado tanto es porque el gobierno está ansioso sobre el futuro, del programa del K-Ochenta y ocho.

—¿Sí?

Rogers se mordió el labio.

—Me temo que todo eso se ha terminado ya. No pueden esperar por más tiempo.

Martino se apresuró a mirar a Rogers, luego a Finchley y finalmente de nuevo a Rogers. Este hubiera podido jurar que sus ojos resplandecían con una luz propia. Se produjo un seco chasquido, y Rogers miró el borde de la mesa, donde la mano del hombre se había cerrado convulsivamente.

—¿No me van a permitir nunca más trabajar? — preguntó el hombre.

Bruscamente se apartó de la mesa, y permaneció como si también el resto de sus músculos hubiesen sido reemplazados por cables de acero muy tensos.

Rogers sacudió la cabeza.

—No puedo decirlo oficialmente. Pero no creo que se atrevan a dejar a un hombre de su habilidad acercarse a cualquier trabajo secreto. Por supuesto, en su caso es preciso tomar aún una decisión política. De manera que no puedo decir nada definitivo hasta que no sepa en qué consiste esa decisión.

Martino dio tres pasos hacia el extremo de la habitación, giró en redondo y caminó hacia adelante.

Rogers se halló ofreciendo excusas al hombre.

—No pueden correr ese riesgo. Probablemente tratarán de abordar de otra manera el problema que el K-Ochenta y ocho tenía que resolver.

Martino se dio un golpe en el muslo.

—Probablemente recurrirán a esa monstruosidad de Besser.

Se sentó bruscamente, con la cabeza apartada de ellos. Su mano hurgó en el bolsillo de la camisa e introdujo el extremo de un cigarrillo a través de la rejilla de la boca. Un motor zumbó, y el interior trenzado de caucho se cerró en torno a él. Encendió el cigarrillo con su temblorosa mano sana.

—Maldita sea — murmuró salvajemente —. Maldita sea, el K-Ochenta y ocho era la solución. Sufrirán un fracaso si intentan poner en práctica eso aborto que es el trabajo de Besser. Furiosamente, aspiró una bocanada de humo de su cigarrillo.

De repente giró la cabeza y miró a Rogers.

—¿Qué demonios mira usted? Tengo una garganta y una lengua. ¿Por qué no habría de fumar?

—Lo sabemos, mister Martino — dijo suavemente Finchley.

La roja mirada de Martino se desvió hacia él.

—Creen que lo saben. — Se volvió para quedar mirando a la pared —. ¿No estaban ustedes dos a punto de irse?

Rogers movió la cabeza en silencio.

—Sí, sí, estábamos a punto de irnos, mister Martino. Nos vamos. Lo siento.

—Muy bien. — Se sentó y permaneció sin hablar hasta que estuvieron casi al otro lado de la puerta. Entonces dijo —: ¿Pueden proporcionarme algo de tejido para los cristalinos?

—Le enviaré algo inmediatamente. — Rogers cerró la puerta con suavidad —. Se ve que se le ensucian los ojos — comentó.

El hombre del F.B.I. asintió con la cabeza ausentemente, mientras caminaba por el pasillo junto a él.

Incómodo, Rogers dijo:

—Ha sido un verdadero espectáculo el que ha ofrecido. Si es Martino, no se lo reprocho.

Finchley hizo una mueca.

—Y si no lo es, tampoco se lo reprocho.

—¿Sabe usted? — repuso Rogers —, si hubiésemos sido capaces de despejar hoy el misterio de su identidad, habrían podido seguir desarrollando el programa del K-Ochenta y ocho. En realidad no sería dado de lado hasta medianoche. Más o menos dependía de mí.

—¿Sí?

Rogers asintió con la cabeza.

—Le he dicho que se había renunciado al programa porque deseaba ver lo que hacía. Supongo que he pensado que eso podría influir positivamente.

Rogers sentía una peculiar clase de derrota. Había trabajado mucho. Estaba vacío de energía, y en adelante, todo sería un continuo descenso, hasta volver al lugar de donde había venido.

—Bien — dijo Finchley —, no puede decir que no haya reaccionado.

—Sí, lo ha hecho. Ha reaccionado. Pero no ha reaccionado en una forma que hubiese podido sernos de utilidad. Todo cuanto ha hecho es obrar un ser humano normal.

Загрузка...