CAPITULO XV

Eddie Bates era un compañero de viaje. Era un hombre feo, de vientre liso, membrudo y de cara que había quedado grotescamente marcada por el acné. Su juventud había sido miserable, a pesar de que cada día hubiese dedicado media hora a levantar fielmente pesas en su dormitorio. A punto de cumplir veinte años, había pasado seis meses en un reformatorio por asalto y agresión. Hubiera podido ser asalto con intento de asesinato, pero sólo Eddie sabía cuán lejos había planeado ir al empezar a golpear al otro muchacho, un chico bien parecido que había hecho una observación sobre una muchacha a la que Eddie nunca se había atrevido a hablar.

Cuando contaba veinte años, encontró un empleo en un garaje. Trabajaba con un estado ánimo de perpetuo resentimiento que hacía que la mayor parte de los clientes le miraran con desagrado. Sólo uno de ellos, un agradable hombre que conducía un coche caro, se tomó la molestia de cultivar su amistad. Eddie solía hacer algunos encargos para él después del trabajo, y suponía que era criminal de alguna especie, puesto que pagaba bien y le hacia a Eddie entregar sus misteriosos mensajes empleando sinuosos métodos.

Eddie realizaba su trabajo bien y fielmente, pues se sentía ligado al hombre por algo más que por el dinero. El hombre era el único amigo respetable que tenía en el mundo, y cuando le hizo otra proposición, Eddie la aceptó.

Así fue como Eddie se convirtió en compañero de viaje. Su amigo no le pagaba ahora para enviar mensajes evitando verse envuelto en complicaciones. Le había buscado un empleo como mecánico en una línea aérea. Cada mes que Eddie continuaba siendo un respetable ciudadano y obtenía un sueldo de la línea aérea, le llegaba un sobre con una paga adicional por medios tan tortuosos como los que el mismo Eddie había empleado en otros tiempos. Pero entonces Eddie sabía para quién trabajaba su amigo. Pero el hombre era su amigo, y nunca le había pedido hacer algo distinto para ganarse el dinero extra.

Eddie evitaba considerar las realidades de su posición. A medida que pasaba el tiempo, eso fue haciéndose progresivamente más fácil.

Se hizo mayor, y continuó trabajando para la línea aérea. Le sucedieron varias cosas. En primer lugar, tenía un natural talento para manejar maquinarias. Las comprendía, las respetaba y estaba dispuesto a trabajar con infinita paciencia hasta que funcionaban adecuadamente. Eran pocas las personas de las que trabajaban con él que rehuyesen su cara una vez que le habían visto trabajar en un motor. En segundo lugar, ahora tenía novia.

Alice trabajaba en el restaurante donde Eddie comía cada día. Era una muchacha que trabajaba de firme y sabía que la única clase de hombre en el que merecía la pena pensar era un hombre con un sólido y buen oficio. La belleza no era particularmente importante para ella, puesto que por principio desconfiaba de los hombres hermosos. Entre ella y Eddie era una cosa aceptada que se casarían tan pronto como hubiesen ahorrado el dinero suficiente, para comprar una casa cerca del aeropuerto.

Pero ahora Eddie Bates, el compañero de viaje, había sido activado. Permanecía en cuclillas cerca del motor interior del avión, en lo alto de la elevada ala, muy por encima del suelo del hangar, y se preguntó qué iba a hacer.

Había recibido órdenes. Y además tenía la cosa que le había dado su amigo. Era un cartucho de metal del tamaño de una botella de leche, y en uno de sus extremos había un pulsador con algunas calibraciones horarias. Su amigo lo había puesto en hora y se lo había dado, diciéndole que lo colocara en el motor. No le había explicado que su propósito era tan sólo obligar al avión a posarse en el agua en un punto calculado. Eddie había supuesto que su propósito era volar el ala en pleno vuelo. El era un mecánico, no un experto en explosivos. Como la mayor parte de las personas, no tenía una idea exacta del poder de una determinada carga ni hasta qué punto las verdaderas dimensiones del cartucho estaban ocupadas por los aparatos de relojería.

Estuvo vacilando durante largo rato, oculto en la oscuridad cerca del techo del hangar. Añadía cosas vez tras vez, y con ello se sentía más desesperado e indeciso.

No había esperado jamás que le pedirían hacer una cosa así. Gradualmente admitió que, al ir pasando el tiempo, había acabado por creer que nunca le pedirían que hiciese algo. Pero el hombre era su amigo, y Eddie había aceptado su dinero.

Pero ahora tenía otros amigos, y él mismo había estado trabajando en el motor esa tarde, ajustándolo pacientemente.

Pero el dinero era importante. El que le daba su amigo incrementaba grandemente sus ahorros. Cuanto más ahorrara, más pronto podría casarse con Alice. Pero si no colocaba la bomba, cesaría de recibir dinero.

Otras cosas podían suceder si no colocaba la bomba. Su amigo podía dejar de protegerle, y entonces perdería el respeto de los amigos que tenía en la línea aérea y no se casaría jamás con Alice.

Tenía que hacer algo.

Respiró profundamente y, a través de la abierta chapa de inspección, echó la bomba al espacio que había entre el motor y la superficie interior de la nave. Después de eso se apresuró a cerrar la chapa y abandonó corriendo el hangar.

No había hecho sino una cosa para tratar de dominar el completo desvalimiento que sentía. Al deslizar el cartucho a través de la abierta chapa de inspección, sus dedos se habían cerrado sobre él convulsivamente, casi como en un reflejo, casi como si hubiese querido aferrarse a alguna esperanza de salvación, o casi como si se hubiese negado a separarse de algo precioso para él. Y al hacerlo, había sabido que no era sino un gesto vacío, porque ¿que importaba cuándo se estrellaba el avión?

Con ese movimiento había modificado el cronometrador, pero nadie, y menos que nadie Eddie Bates, hubiese podido decir en qué proporción.

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