CAPITULO XIV

Anastas Azarín elevó el vaso de té templado, con el dedo índice oprimió la cucharilla contra el costado y bebió sin detenerse hasta que el vaso estuvo vacío. Lo dejó en uno de los círculos de viejas manchas que había en el extremo de la mesa, y la cucharilla tintineó. Su ordenanza penetró desde la oficina exterior, tomó el vaso, volvió a llenarlo y lo dejó donde pudiese cogerlo con facilidad. Azarín movió brevemente la cabeza. El ordenanza dio un taconazo, dio media vuelta y abandonó la habitación.

Azarín le observó irse, con una mueca de regocijo en una de las comisuras de la boca, mueca que arrugó toda su cara antes de desvanecerse tan bruscamente como había aparecido. Durante ese breve momento se había transformado: su cara había sido abierta, franca y amistosa. Pero cuando sus rasgos se suavizaron de nuevo, se borró en ellos toda huella del campesino Azarín. Fue posible ver que Azarín se había enseñado a ser durante los años de su ascenso a través del sistema: impersonal, eficaz, inexpresivo como un leño.

Se inclinó para leer el informe semanal sobre la situación en el sector, y su dedo índice sucio de nicotina siguió las palabras, mientras sus labios murmuraban inaudiblemente.

Sabía que se reían de él a causa de su vicio samovar tan pasado de moda. Pero el ordenanza sabía a su vez lo que le sucedería si el vaso quedaba alguna vez vacío. Sabía que bromeaban a causa de la forma en que, leía, pero sabían lo que les sucedería si encontraba errores en su informes.

Anastas Azarín no se había graduado nunca en sus academias. No había escrito nunca en sus pizarras ni había llenado sus cuadernos de notas. Mientras ellos le sacaban brillo a los pantalones de sus uniformes en los bancos de las clases, él trabajaba en compañía de su padre, manejando un hacha y arrastrando los grandes troncos de árboles, a través del sombrío bosque. Mientras ellos hacían sus exámenes de servicio civil, él vigilaba a las cuadrillas de trabajadores, en la taiga. Mientras ellos se inclinaban sobre sus pupitres, él se encontraba en Manchuria, comiendo un mal arroz con los hombrecillos amarillos. Mientras ellos pasaban las veladas en casa de sus esposas, leyendo los periódicos y pensando en el ascenso, él se hallaba en un hospital, muriendo de tifus.

Y ahora tenía mesa despacho de su propiedad, y una oficina de su propiedad, y un ordenanza de mejillas sonrosadas y ojos grandes que le traía té y daba taconazos. No eran ellos quienes podían bromear, sino él. Era él quien podía reír, y no ellos. Ellos no eran nada, y él era comandante de Sector: Anastas Azarín, coronel del servicio secreto soviético. ¡Gospodin Polkovnik Azarín, por favor!. Se inclinó sobre sus informes, murmurando. Nada nuevo. Como de costumbre, los aliados mantenían muy vigilado su sector. Allí estaba Martino, científico americano. ¿Qué hacía en su habitación?

Heywood, el americano, no podía decirlo. Desde su puesto en el Gobierno de las Naciones Aliadas, Heywood, había conseguido organizar las cosas en forma tal que el laboratorio de Martino quedara instalado cerca del sector de Azarín. Pero eso era todo lo más que había logrado hacer. Conocía a Martino, sabía que Martino se hallaba entregado a algo importante que requería una habitación con un techo de veinte pies de altura y ochocientos pies cuadrados de espacio, y a lo que llamaban Proyecto K-Ochenta y ocho.

Azarín frunció el ceño. Estaba muy bien que tuvieran esa fe en la importancia de Martino, ¿pero qué era el K-Ochenta y ocho? ¿De qué servía un nombre vacío? Heywood, el americano, se mostraba muy locuaz con sus datos, pero el hecho era que no había datos. El sistema de seguridad interna del G.N.A. era de tal índole que nadie, ni siquiera Heywood, podía saber mucho de lo qué sucedía. Esto en sí mismo era completamente normal, puesto que sucedía otro tanto con el sistema soviético. Pero el hecho era que al fin no sería algún agente secreto de capa y espada, con su fláccida piel blanca y sus pequeñas cámaras, quien les entregaría el K-Ochenta y ocho. Sería Azarín, el simple Anastas Azarín, el campesino quien quebraría aquella cosa de la misma manera que un oso destruye a un árbol muerto para hallar la miel.

—Martino tendría que ser interrogado. No había otro método de conseguirlo. Pero a pesar de lo mucho que Novoya Moskva malgastaba su aire a través del teléfono, no existía un medio rápido de conseguirlo. No había personas de confianza en el laboratorio de Martino. Tendría que esperar. Los hombres tendrían que estar preparados a todas las horas, dispuestos a abalanzarse sobre él en alguna calle oscura el día que vagabundeara demasiado próximo a la frontera, si es que esa afortunada circunstancia llegaba a producirse alguna vez. Entonces en tres minutos estaría allí, sería interrogado y sería puesto en libertad, todo ello en cuestión de unos cuantos días, antes de que los aliados pudieran hacer algo. Para entonces los aliados habrían perdido el K-Ochenta y ocho. Y aquel diablo, el americano Rogers, por muy listo que fuese, aprendería al fin que Anastas Azarín era el hombre mejor. Pero hasta entonces, todo el mundo, Azarín, Novoya Moskva, tendría que esperar. Todo se haría en el momento oportuno.

El teléfono que había sobre la mesa comenzó a sonar. Azarín tomó el teléfono.

—Polkovnik Azarín — gruñó.

—Gospodin Polkovnik…

Era uno de sus asistentes. Azarín reconoció su voz y se esforzó en recordar su nombre. Lo recordó.

—¿Bien, Young?

—Se ha producido una explosión en el laboratorio del científico americano.

—Envíen hombres allí. Apodérense del americano.

—Los hombres han salido ya. ¿Qué haremos después?

—¿Después? Tráiganlo aquí. No… un momento… ¿Una explosión, dice? Llévenlo al hospital militar.

—Sí, señor. Confío mucho en que esté vivo, porque ésta, por supuesto, es la oportunidad que tanto esperábamos.

—¿De veras? Vaya a dar sus órdenes.

Azarín depositó el aparato. Aquello era malo. Era la peor cosa que hubiera podido suceder. Si Martino había muerto, o había quedado tan gravemente herido que sería inútil durante semanas, Novoya Moskva se mostraría intolerable.


Tan pronto como su coche se detuvo delante del hospital. Azarín se apeó de él y ascendió rápidamente por los escalones. Pasó a través de las puertas principales y penetró en el vestíbulo, donde estaba esperándole un doctor.

—¿Coronel Azarín? — preguntó el pequeño doctor, inclinándose ligeramente desde la cintura —. Soy el doctor Kothu. Ya me perdonará… pero no me es posible expresarme con facilidad en su idioma.

—Yo domino bastante el suyo — dijo con agrado, Azarín, anticipándose a la sonrisa de agradecimiento que apareció en la cara del hombrecillo. Cuando la vio, se sintió aún mejor dispuesto hacia el doctor —. Y bien… ¿dónde está el hombre?

—Por aquí, por favor.

Kothu se inclinó una vez más y le condujo hacia el ascensor. Una breve sonrisa se extendió por la cara de Azarín cuando le siguió. Siempre se sentía complacido cuando el Anastas Azarín de aspecto tan simple demostraba ser tan culto como cualquiera que hubiese pasado varios años en las universidades. Era algo de lo cual podía sentirse orgulloso el que hubiese aprendido ese idioma mientras se arrancaba de las piernas sanguijuelas en el pantano de una jungla, en lugar de en el libro de algún profesor.

—¿Ha resultado muy herido el hombre? — le preguntó a Kothu en el momento en que salían a otro, pasillo.

—Mucho. Ha estado muerto durante unos momentos.

Azarín volvió la cabeza bruscamente hacia el doctor.

Kothu asintió con cierto orgullo.

—Ha muerto en la ambulancia. Afortunadamente, la muerte no es ya permanente bajo ciertas circunstancias.

Condujo a Azarín a una ventana de cristal instalada en la pared de una habitación con baldosas blancas. Adentro, cubierto aún con los desgarrados restos de sus prendas, increíblemente ensangrentado, un hombre yacía en medio de un revoltijo de aparatos.

—Ahora se halla completamente a salvo — explicó Kothu —. Vea ahí el autoeyector, extrayendo su sangre, y el riñón artificial que la purifica. En este costado de aquí están los pulmones artificiales.

Las máquinas estaban congregadas al azar, en los lugares a donde habían sido traídas apresuradamente desde sus acostumbradas posiciones contra las paredes. Los doctores y las enfermeras se hallaban reunidos en torno a ellos, revisando cuidadosamente su funcionamiento, mientras que otros doctores se ocupaban del hombre, uniendo vasos sanguíneos rotos y aplicando comprensión a su hombro izquierdo sin brazo. Mientras Azarín observaba, los ordenanzas comenzaron a colocar las máquinas en un orden sistemático. La emergencia había terminado ya. Las cosas tomaban un curso rutinario. Una enfermera miró su reloj, echó una ojeada a un estante donde una botella se vaciaba de sangre y la substituyó por una llena.

Azarín frunció el ceño para ocultar su nerviosismo. Le estaba resultando bastante difícil mantener su mirada sobre aquella monstruosa escena. Después de todo, un hombre estaba hecho de tal manera que las cosas de su interior se hallaban decentemente ocultas bajo su piel. Al mirar a un hombre no se veían a los viscosos órganos realizar su repugnante trabajo de mantenerlo vivo y real. Ver a un hombre de aquella manera, abierto, en canal, mientras seres misteriosa y pavorosamente cultos como Kothu tiraban de las húmedas cosas que rellenaban la suave y hermosa piel… Azarín se arriesgó a echar una ojeada de soslayo al pequeño doctor amarillo. Kothu podía hacer aquellas abominables cosas tan sencillamente como aquellos otros doctores. Anastas Azarín podía yacer allí de aquella manera, terriblemente expuesto, para que hombres como Kothu le profanaran a placer.

—Eso está muy bien — gruñó, — pero a mí no me es de utilidad. ¿No puede hablar?

Kothu sacudió la cabeza.

—Su cabeza ha quedado aplastada, y ha perdido buen número de sus órganos sensoriales. Pero esto es sólo un equipo de emergencia, tal como el que hallará en cualquier hospital de accidentes. Dentro de dos meses estará como nuevo.

—¿Dos meses?

—Coronel Azarín, le pido que considere que lo que yace sobre esa mesa apenas es un hombre.

—Sí… sí, por supuesto, debo sentirme afortunado por haberme apoderado de él. Supongo que podrá ser trasladado, ¿verdad? ¿Al gran hospital de Novoya Moskva, por ejemplo?

—Eso podría matarle.

—Azarín asintió con la cabeza. Bien, dentro de lo malo, había algo bueno. Ahora ya no habla duda de que a Martino no podrían arrancarlo de sus manos. Sería Anastas Azarín quien lo haría… Anastas Azarín quien sacaría la miel del árbol.

—Muy bien… haga todo cuanto pueda. Y de prisa.

—Por supuesto, coronel.

—Si necesita algo, venga a mí. Se lo daré.

—Sí, señor. Gracias.

—No hay nada por lo cual tenga que darme las gracias. Deseo a este hombre. Usted hará su mejor trabajo para que yo pueda conseguirlo.

—Sí, coronel.

El doctor Kothu se inclinó ligeramente desde la cintura. Azarín asintió con la cabeza y se alejó por el pasillo abajo hacia el ascensor, sus botas repiqueteando contra el suelo.

Abajo encontró a Young, que acababa de llegar con una escuadra de soldados del servicio secreto soviético. Azarín le dio detalladas instrucciones para que pusiera una guardia y ordenó que la sala de accidentes del hospital quedara sellada. Estaba ya muy atareado pensando en las formas en que se podría propagar esa historia. Los hombres de la ambulancia tendrían que ser mantenidos callados, podía hablar, el personal del hospital también, incluso algunos de los pacientes podían llegar a advertir lo que ocurría. Todos estos riesgos tenían que ser eliminados. Azarín se dirigió a su coche, consciente de lo muy complejo que era su trabajo, de la mucha habilidad que necesitaba un hombre para realizarlo adecuadamente, y de lo inevitablemente que Rogers, el americano, llegaría más pronto o más tarde a convertirlo todo en nada.

Cinco semanas transcurrieron. Cinco semanas durante las cuales Azarín no pudo hacer nada, y durante las cuales Martino no supo nada.


Cada vez que Martino trataba de enfocar los ojos, algo giraba muy suavemente en sus senos frontales. Intentaba comprender eso, pero se sentía muy débil y como desprovisto de huesos, Y la sensación era tan desconcertante que permaneció despierto una hora antes de poder ver.

Durante esa hora yacía inmóvil, escuchando, advirtiendo que tampoco los oídos le funcionaban adecuadamente. Los sonidos avanzaban Y retrocedían con demasiada celeridad; se encontraban súbitamente aquí y después allí. La cara de dolía ligeramente cuando cada nueva vibración le alcanzaba los oídos, casi como si retumbaran ante los sonidos que oía.

En su boca había alguna clase de aparato. Su lengua sentía la dura suavidad del metal y la calidad resbaladiza del plástico. «Un entablillado», pensó. «He debido romperme la mandíbula.» La probó y le funcionó bien. Pensó que debía tratarse de alguna especie de entablillado de tracción.

Fuera lo que fuese, impedía que sus dientes se encontraran. Cuando cerraba las mandíbulas, no sentía sino presión y resistencia, y no el endentamiento que se producía al unirse los dientes.

Las sábanas eran cálidas y ásperas, y el pecho lo tenía oprimido. El vendaje lo notaba apelmazado a través de la espalda. El hombro derecho le dolía bastante cuando intentaba moverlo, pero lo movía. Abrió y cerró los dedos de la mano derecha. Bueno. Probó su brazo izquierdo. Nada. Malo.

Yació tranquilamente durante un rato, y al final tuvo que aceptar el hecho de que su brazo había desaparecido. Después de todo, era diestro, y si el brazo era la única cosa que había desaparecido, podía considerarse afortunado. Continuó probando, elevando las caderas cautamente, flexionando los muslos, moviendo los dedos de los pies. No había parálisis.

Había tenido suerte, y ahora se sentía mucho mejor. Probó de nuevo sus ojos, y aunque las sombras continuaron girando, esta vez pudo enfocarlos. Alzó la vista y vio un techo azul, con una luz azul brillando en el centro. La luz le preocupó, y al cabo de un momento se dio cuenta de que no parpadeaba, de manera que parpadeó deliberadamente. El cielo y la luz se volvieron amarillos. Había habido una peculiar desviación a través de su campo visual. Miró hacia sus pies. Sábanas amarillas, colcha blanco amarillenta, paredes amarillas con una franja marrón desde el suelo a la altura del hombro. Parpadeó otra vez, y la habitación se quedó oscura. Miró hacia el techo y apenas vio un débil resplandor en el lugar donde había estado la luz, como si mirase a través de lentes ahumados.

No podía sentir la textura de la almohada contra su cuello. No podía olfatear el olor de un hospital. Parpadeó una vez más y la habitación se aclaró. Miró de lado a lado, y en los bordes de su visión, apenas a la vista y muy próximos a sus ojos, vio dos cortes curvados hacía adentro en lo que parecía ser platino. Era como si su cara estuviese oprimida a la hendidura de la puerta de una celda de confinamiento. Levantó la mano derecha para tocarse la cara.


Cinco semanas… en las cuales Martino no supo nada y durante las cuales Azarín no consiguió realizar nada.

Azarín sostuvo con una mano el aparato telefónico y abrió con la otra la caja de sándalo ataraceado. Seleccionó un cigarrillo con emboquillado dorado y se puso el extremo en un ángulo de la boca, donde no pudiera estorbarle. En su mesa había una perpetua caja de fósforos, y tiró del fósforo e sobresalía. Quedó libre, pero el estirón había sido demasiado irregular y no arrancó una conveniente chispa del pedernal de la caja. El fósforo no llegó a encenderse, lo arrojó a la caja, tiró de él nuevamente y otra vez no consiguió encenderlo. De un manotazo lanzó la caja al cesto de los papeles, abrió un cajón de su mesa encontró verdaderos fósforos y encendió el cigarrillo. El labio se curvó con firmeza para sostener el cigarrillo y poder hablar al mismo tiempo.

—Sí —, señor. Me doy cuenta de que los aliados están ejerciendo sobre nosotros gran presión para que les devolvamos a su hombre.

La conexión con Novoya Moskva era muy deficiente, pero no elevó la voz. En lugar de ello, la bajó, dándole una cualidad dura y mecánica, como si estuviese hablando a base de fuerza de voluntad. Maldijo silenciosamente ante la rapidez con que Rogers había localizado a Martino. Una cosa era negociar con los aliados cuando era posible decir que no se tenía conocimiento de un tal hombre. Otra completamente distinta cuando podían replicar dando el nombre de un específico hospital. Eso quería decir tiempo perdido que hubiera podido ser aprovechado, y la verdad era que tenían gran carencia de tiempo. Pero hasta entonces no habían conseguido mantener oculto a Rogers nada importante.

Muy bien, así era como se habían desarrollado las cosas. Sin embargo, mientras tanto había que atender a aquellas llamadas telefónicas.

—Los cirujanos no habrán completado su operación hasta mañana por lo menos. A mí no me será posible interrogar al hombre hasta quizá dos días después. Sí, señor. Sugiero que del retraso son responsables los cirujanos. Dicen que debemos considerarnos afortunados por el hecho de que el hombre viva, y que todo cuanto están haciendo es absolutamente necesario. La situación de Martino era muy grave. Cada una de las operaciones ha sido extremadamente delicada, y me han informado que los tejidos nerviosos se regeneran muy lentamente, incluso empleando los métodos más modernos. Sí, señor. En mi opinión el doctor Kothu tiene una enorme pericia. Esta opinión ha quedado confirmada por la copia del certificado que me han enviado del cuartel general.

Azarín sabía que en este aspecto se estaba arriesgando un poco. El cuartel general podía llegar a decidir intervenir en el asunto tanto si tenían una razón ostensible como si no, pero creía que esperarían durante un tiempo. Su propio personal había escogido a Kothu y a los demás médicos del equipo del hospital local, puesto que era un establecimiento militar. Vacilarían en intervenir directamente. Y sabían que Azarín era uno de sus mejores hombres. En el cuartel general no se reían de él. Conocían su hoja de servicios.

No, no podía permitirse jugar con sus superiores. Era peligroso practicar una tal cosa, tratándose de un hombre que algún día se encontraría entre los superiores y hacía todos los méritos posibles para ello.

—Sí, señor. Dos semanas.

Azarín mordió el extremo del cigarrillo, y él vacío filtro de cartón envuelto en papel dorado. quedó aplastado. Empezó a masticarlo ligeramente, absorbiendo el humo a través de los dientes.

—Sí, señor. Me doy cuenta de que la demora es bastante grande ya. Tendré muy presente la situación internacional.

Bueno. Le iban a dejar seguir adelante. Por un momento, Azarín fue feliz.

Después su mente reparó en el hecho de que no tenía aún idea alguna de cómo iba a iniciar su interrogatorio, de que no había establecido ni siquiera la primera base.

Azarín frunció el ceño. Preocupado, dijo:

—Adiós, señor.

Depositó el teléfono, y permaneció sentado con los codos sobre la mesa, inclinado hacia adelante el cigarrillo, sostenido entre el dedo pulgar e índice de su mano derecha.

Sabía que era muy bueno en su trabajo. Pero hasta entonces jamás se había encontrado precisamente en esas condiciones. Pero tampoco se había encontrado en ellas Novoya Moskva, y eso era una ayuda, pero no era ayuda alguna con respecto al problema directo.

Esas temporales detenciones normalmente eran solucionadas bastante bien. En un breve espacio de tiempo, al hombre se le arrancaba diplomáticamente todo cuanto estuviese dispuesto a decir. Usualmente, esto era muy poco. De vez en cuando, se le arrancaba más. Pero siempre el hombre era devuelto lo más de prisa posible. Excepto en los casos en los que era deseable agitar a los aliados por algún más importante propósito, lo mejor era siempre no fastidiarlos. Si se velan disgustados por algo como eso, los aliados podían recurrir a extraordinarios medios de represalia, y entonces nadie podía predecir qué otras estrategias podían frustrar con sus contramovimientos. Igualmente, había ciertos métodos que era preferible no emplear con sus hombres. Devolver a un hombre en malas condiciones invariablemente tenía como consecuencia que las cosas resultaran difíciles durante meses después.

De forma que usualmente no transcurrían más de un día o dos antes de que un hombre fuese devuelto a los aliados. En esos casos, Rogers tardaba un día o dos en descubrir de cuánto había conseguido enterarse Azarín. Era inevitable. Si unas veces Azarín conseguía enterarse de algo útil, Rogers lo neutralizaba en seguida.

En opinión de Azarín, todos esos asuntos eran una penosa pérdida de tiempo y energía.

Pero ahora, con ese Martino, ¿qué tenía? Tenía a un hombre que había inventado algo llamado K-Ochenta y ocho, un hombre de elevada pero indocumentada reputación. Una vez más, Azarín maldijo a las circunstancias de los tiempos en los que vivía. Una vez más fue coléricamente consciente del hecho de que correspondía a un profesional como él remediar lo que tan estúpidamente llevaban a cabo los aficionados como Heywood.

Azarín miró furioso la superficie de su mesa. Y, naturalmente, Novoya Moskva se negaba a obrar como si una tal cosa fuese básicamente culpa suya. Simplemente le acosaban a él para que les ofreciese resultados. Después de todo, ¿no era un jefe del servicio secreto? ¿Por qué tenía que ser ara él tan difícil? ¿Por qué había permitido que transcurrieran cinco semanas?

Siempre ocurría lo mismo cuando había que tratar con los burócratas. En fin de cuentas, ellos tenían libros. Los libros les habían enseñado cómo eran hechas las cosas. De forma que las cosas eran hechas como habían sido hechas en 1914 y en 1941, cuando los libros fueron escritos.

Nadie sabía nada sobre aquel hombre, excepto que había inventado algo. En sus archivos no tenían sobre él otros datos que los correspondientes a su período de estudiante en la academia técnica de Cambridge, Massachussets. Maldiciendo, Azarín lamentó que el S.S.S. no tuviese en realidad algunos de los superhurones que le atribuían los estudios cinematográficos: los audaces y sobrenaturales inteligentes agentes que se las ingeniaban para pasar a través de muros de cemento, para entrar en cajas fuertes, plenas de secretos aliados ordenados alfabéticamente y convenientemente impresos en caracteres cirílicos. Le hubiese agradado mucho tener uno o dos de esos agentes entre sus hombres, para saber que cualquier información que le trajesen sería completamente exacta, correctamente interpretada, lo que querría decir que no tendría que ser confirmada por otros agentes, y que además estos otros agentes no ofrecerían la dificultad de ser sospechosos de haberse sometido a los medios subversivos de Rogers. Tales agentes existían, desde luego. Pero inmediatamente se convertían en profesores y oficiales, porque su número era muy reducido.

De forma que ese Martino había estado protegido por las acostumbradas medidas de seguridad comunes a ambos bandos. Azarín había planeado añadir algún día el K-Ochenta y ocho al siempre incompleto y usualmente anticuado mecanismo de información, que era el mejor que nadie podía concebir. Pero no había planeado que sucediese de esa manera.

Ahora tenía al hombre. Hacía ya cinco semanas que se hallaba en su poder. Le tenía gravemente herido, y sería el objeto de una buena cause célebre si no volvía pronto a las manos de los aliados. Era un hombre que parecía extremadamente valioso, aunque podía llegar a no serio; un hombre que tenía que ser devuelto lo más pronto posible y a la par mantenido todo lo más posible, y con el que nada podía ser hecho inmediatamente.

Era una situación que rozaba los límites de lo cómico en algunos de sus aspectos.

Azarín acabó de fumarse el cigarrillo y aplastó la colilla en el cenicero. La situación se hallaba muy lejos de ser desesperada. Someramente había establecido ya los contornos de un plan, y continuaba trabajando en él. Daría resultados.

Pero Azarín sabía fue Rogers era casi inhumanamente inteligente. Sabía que Rogers sería plenamente consciente de la situación con la que iba a tener que enfrentarse. Y a Azarín no le agradaba la idea de que Rogers pudiese reírse de él.


Una enfermera asomó la cabeza por la puerta de la habitación de Martino. El bajó la mano lentamente y la depositó junto a su costado. La enfermera desapareció, y un momento después penetró un hombre con una bata blanca y la cabeza cubierta con un tejido blanco también.

Era un hombrecillo de cabello ondulado y piel olivácea, anchos dientes en forma de escoplo y mandíbulas nudosas, quien sonrió alegremente al tomarle el pulso a Martino.

—Me alegra mucho verle despierto. Mi nombre es Kothu, y soy el doctor que le atiende. ¿Cómo se siente?

Martino movió la cabeza lentamente de lado a lado.

—Ya veo. Era algo que tenía que ser hecho irremediablemente. Era muy poca la estructura craneal que quedaba, y los órganos sensoriales estaban muy destruidos. Afortunadamente, la naturaleza del accidente consistió en graves quemaduras de la carne que no expusieron su tejido cerebral a un prolongado calor, y eso se vio seguido por una lenta oleada de choque concusionario que aplastó su cráneo sin astillarlo. Ya sé que esto no es agradable de oír, pero de todos los posibles males, es el mejor. Me temo que el brazo fue seccionado por un fragmento metálico. ¿Quiere usted hablar, por favor?

Martino alzó la vista para mirarle. Estaba aún avergonzado del grito que había hecho venir a la enfermera. Intentó imaginar el aspecto que debía ofrecer, visualizar los mecanismos que evidentemente habían reemplazado a muchos de sus órganos, y no pudo recordar exactamente cómo había producido el grito. Trató de reunir aire en los pulmones para llevar a cabo el esfuerzo de hablar, pero sólo experimentó una girante sensación debajo de las costillas, como si una rueda o el impulsor de una turbina girasen allí.

—El esfuerzo es innecesario — dijo el doctor Kothu —. Simplemente hable.

—Yo…

No sintió diferencia alguna en la garganta. Había creído que encontraría las palabras temblando a través del vibrador de una laringe artificial. En lugar de ello, era su vieja voz. Pero su caja torácica no se hundía sobre deshinchados pulmones y su diafragma no expelía aire. El hablar no requería esfuerzo alguno, como si se tratara de un sueño, y tuvo la sensación de que podría hablar sin detenerse durante días y días enteros, para siempre.

—Yo… Uno, dos, tres, cuatro. Uno, dos, tres, cuatro. Do, re, mi, fa, sol, la, si, do.

—Gracias. El resultado es muy agradable. Dígame, ¿me ve claramente? Cuando me retiro y me muevo, ¿sus ojos me siguen y se enfocan con facilidad?

—Sí.

Pero los servomotores zumbaban en su cara, y deseaba levantar la mano para amasarse el puente, de la nariz.

—Muy bien. Bueno, ¿sabe usted que lleva aquí todo un mes?

Martino sacudió la cabeza. ¿No había nadie intentado recuperarlo? ¿O creían que había muerto?

—Ha sido necesario mantenerle bajo sedación. Espero que se dé cuenta del alcance del trabajo que teníamos que hacer.

Martino movió el pecho y los hombros. Se sentía un tanto torpe en su interior, como si su pecho fuese una bolsa que hubieran llenado de piedras.

—Hemos hecho una gran cosa — dijo el doctor Kothu, con tono justificadamente orgulloso —. Diría que el doctor Verstoff realizó una gran tarea al cráneo, el cráneo protético. Y los doctores Ho y Jansky son quienes se han encargado de conectar los órganos sensoriales protéticos con los adecuados centros cerebrales, de la misma manera que los médicos técnicos Debrett, Fonten y Wassil se han ocupado de los complejos renales y respiratorios. En cuanto a mí mismo, tengo el honor de haber desarrollado el método de la regeneración de los tejidos nerviosos. — Su voz se atenuó un poco —. ¿Tendrá usted la amabilidad de mencionar nuestros nombres cuando regrese al otro lado? No conozco su nombre — se apresuró a añadir —, ni intento conocer su origen, pero hay ciertas cosas que un médico profesional puede percibir. En nuestro lado, aplicamos tres vacunas antivariólicas en el brazo derecho. En cualquier caso… — Kothu parecía definitivamente confuso ahora —. Lo que hemos hecho aquí es completamente nuevo y muy sobresaliente. Y en nuestro lado no publican ahora tales cosas.

—Lo intentaré.

—Gracias. En nuestro lado son muchas las grandes cosas que son hechas por muchas personas. Y los de su lado no lo saben. Si lo supieran, ustedes se pasarían mucho más de prisa a nuestro bando.

Martino no dijo nada. Transcurrió un inconfortable momento, y después el doctor Kothu dijo:

—Debemos tenerle preparado. Una cosa queda por hacer, y la haremos del mejor modo posible. Se trata del brazo. — Sonrió como lo había hecho al entrar —. Llamaré a las enfermeras, y ellas le prepararán. Le veré de nuevo en el anfiteatro de operaciones, y cuando hayamos acabado, estará usted como nuevo.

—Gracias doctor.

Kothu se fue, y las enfermeras penetraron.

Eran mujeres vestidas con blancos uniformes muy almidonados y cubiertas con unas tocas que les ocultaban por completo el cabello. Sus caras eran un poco bastas de piel, pero claras, y carecían de expresión. Los labios los mantenían oprimidos, tal como les habían enseñado a mantenerlos las tradiciones de sus academias, y no los llevaban pintados. Porque en ellas no se advertía ninguno delos indicios comunes a las mujeres de las culturas aliadas, era imposible adivinar su edad y obtener una exacta respuesta. Le desvistieron y le lavaron sin hablarse entre sí ni dirigirle a él la palabra. Le quitaron los vendajes del hombro izquierdo, pintaron la zona con un germicida de color, volvieron a poner un vendaje esterilizado y lo colocaron en una camilla de ruedas que una de ellas había introducido en la habitación.

Trabajaban con completa competencia, sin malgastar movimientos y dividiéndose perfectamente el trabajo; eran un equipo que se había elevado sobre la carne y más allá de toda pericia, menos una, la cual la habían desarrollado tanto en la perfecta práctica de su arte que no importaba si Martino estaba allí o no.

Martino permaneció pasivamente silencioso, observándolas sin hacer nada para estorbar sus movimientos, y ellas le manejaron como si fuese un maniquí para hacer prácticas con él.


Azarín recorrió el pasillo hacia la habitación de Martino, acompañado por Kothu, que caminaba junto a él.

—Sí, coronel, aunque realmente no está aún fuerte, ahora es sólo cuestión de suficiente reposo. Todas las operaciones han constituido un gran éxito.

—¿Puede hablar mucho?

—Hoy no, quizá. Depende del tema de la discusión, por supuesto. Un excesivo esfuerzo sería perjudicial.

—Eso lo decidirá en gran medida él mismo. ¿Está aquí?

—Sí coronel.

El pequeño doctor abrió ampliamente la puerta, y Azarín pasó a través de ella.

Se detuvo como si alguien le hubiese clavado una bayoneta en el vientre. Contempló con fijeza la increíble cosa que había en la cama.

Martino se hallaba mirándole, con las sábanas en torno al pecho. Azarín pudo ver el oscuro agujero donde estaban sus ojos, atisbando desde el metal. El brazo sano se hallaba debajo de las sábanas. El izquierdo yacía a través de su regazo, como la garra de un ser procedente de la luna. La criatura no dijo nada, no hizo nada. Permaneció en la cama mirándole.

Azarín fulminó con la mirada a Kothu.

—Usted no me había dicho que tenía este aspecto.

El doctor se sintió aplanado.

—¡Naturalmente que se lo he dicho! Lo he descrito cuidadosamente las aplicaciones protéticas. Le he asegurado que eran perfectamente funcionales, maravillas de ingeniería, aunque no especialmente cosméticas. Usted lo ha aprobado.

—Usted no me había dicho que ofrecía este aspecto — gruñó Azarín —. Y ahora presénteme.

—Desde luego — dijo nerviosamente el doctor Kothu. Se volvió hacia Martino —, Este señor es el coronel Azarín. Ha venido aquí para observar su situación.

Azarín se obligó a acercarse a la cama. La cara se le arrugó en una sonrisa.

—¿Cómo está usted? — preguntó en inglés, tendiendo la mano.

La cosa que yacía en la cama se la estrechó con su mano sana.

—Me siento mejor, gracias — Contesta neutralmente — ¿Cómo está usted?

Su mano, al menos, era humana. Azarín la estrechó cálidamente.

—Bien, muchas gracias. Querrá hablar. Doctor Kothu tráigame una silla por favor. Me sentaré aquí, y hablaremos. — Esperó a que Kothu colocara la silla —. Gracias. Ahora puede irse. Le llamaré cuando desee irme.

—Desde luego, coronel. Buenas tardes, señor —, dijo Kothu a la cosa que yacía en la cama, y se fue.

—Ahora, doctor en ciencias Martino, hablaremos — dijo con agrado Azarín, tras haberse instalado en la silla —. He estado esperando a que se recuperara usted. Espero no estar molestándole, señor, pero comprenderá que hay cosas que aguardan: informes que completar, documentos que rellenar, y así sucesivamente. — Sacudió la cabeza —. Papeleo, señor. Siempre papeleo.

—Desde luego — dijo Martino, y a Azarín le resultó difícil atribuir aquella voz perfectamente. normal a la fea cara —. Supongo que los de mi bando han estado fastidiando a los de su bando para que yo sea devuelto, y eso significa tener que escribir muchísimos papeles, ¿no es así?

«Es inteligente», pensó Azarín. «Desde el primer momento ha intentado descubrir si los suyos han ejercido mucha presión. Bien, si el tono de voz de Novoya Moskva quiere decir algo, la han ejercido de firme.»

—Siempre hay papeleo — repitió sonriente —. Comprenderá usted que soy responsable de este sector y que mis jefes desean informes.

«De forma que ahora puede conjeturar cuanto desee», se dijo.

—¿Se siente cómodo? Espero que todo esté a su entera. satisfacción. Comprenderá que, como coronel al mando de este sector, he ordenado que le prestaran a usted la mejor atención médica.

—Me siento muy cómodo, gracias.

—Estoy. seguro de que usted, como doctor en ciencias, ha debido quedar más impresionado por este trabajo que yo, puesto que no soy sino un simple soldado.

—Mi especialidad es electrónica, coronel, no servomecánica.

«Ah. De forma que ya hemos dejado aclaradas las cosas…»

Bien, no tan aclaradas, pensó furiosamente Azarín, pues Martino no había ofrecido aún signo alguno de que fuera a ser útil. Después de todo, poco importaba que Martino no hablase mucho.

Aquellas primeras conversaciones raramente eran muy productivas en sí mismas. Pero establecían el tono de todo cuanto seguía después. Fue entonces cuando Azarín decidió qué tácticas debían emplear contra aquel hombre. Azarín sabía que tendría que medirse con Martino.

¿Pero cómo podía nadie saber lo que pensaba aquel hombre, cuando su cara era la cara de una bestia de metal, una cosa tallada, inmóvil, sin signos de ninguna especie? ¡En ella no había cólera, ni temor, ni indecisión… ni debilidad!

Azarín frunció el ceño. Sin embargo, al final, ganaría él. Lograría penetrar detrás de aquella máscara, y se haría con el dominio de todos sus secretos.

Si disponía de tiempo, se recordó. Habían transcurrido ya seis semanas. Seis semanas. ¿Hasta qué punto se mostrarían pacientes los aliados? ¿Hasta qué punto se arriesgaría Novoya Moskva a abusar de esa paciencia?

Casi fulminó con la mirada al hombre. Era culpa suya que aquel increíble asunto se hubiera producido.

—Dígame, doctor Martino — repuso —, ¿no se pregunta por qué está aquí, en uno de nuestros hospitales?

—Supongo que porque ustedes se anticiparon a nuestros equipos de rescate.

Estaba empezando a resultar claro para Azarín que aquel Martino tenía el propósito de no facilitarle las cosas para entrar en materia.

—Sí — sonrió — ¿pero no cree usted que su gobierno aliado poca haber tomado mejores precauciones de seguridad? ¿No debieran haber tenido más cerca los equipos?

—Me temo que nunca he pensado en eso demasiado.

Ya. El hombre se negaba a decirle si el K-Ochenta y ocho era considerado normalmente un ingenio susceptible de explotar al azar o no.

—¿Y en que ha pensado usted, doctor en ciencias?

La figura que yacía en la cama se encogió de hombros.

—En nada. Espero a salir de aquí. Hace bastante tiempo que me tienen aquí, ¿verdad? No creo que puedan retenerme por mucho más tiempo.

Ahora la cosa estaba intentando deliberadamente enfurecerle. A Azarín no le agradaba que le recordaran las semanas malgastadas.

—Mi querido doctor en ciencias, es usted libre de irse casi tan pronto como lo desee. — Eso es… exactamente. Casi.

Bien. La cosa comprendía perfectamente la situación, y no se sometería, de la misma manera que su rostro no quedaría bañado en el sudor del miedo.

Azarín se dio cuenta de que las palmas de sus manos estaban humedecidas.

De repente, se levantó. No era conveniente continuar aquello por más tiempo. La base había quedado establecida, el propósito de la conversación había sido realizado, no se podía hacer nada más y para él era cada vez más difícil poder estar por más tiempo con aquel monstruo.

—Tengo que irme. Hablaremos de nuevo. — Azarín se inclinó —. Buenas tardes, doctor en ciencias Martino.

—Buenas tardes, coronel Azarín.

Azarín volvió a colocar contra la pared la silla y salió.

—He acabado por hoy — le dijo gruñonamente al doctor Kothu, y regresó a su oficina, donde se sentó para empezar a tomar té, mirando con el ceño fruncido al teléfono.


El doctor Kothu penetró, le examinó y se fue. Martino yacía de espaldas en la cama, pensando.

Azarín iba a ser difícil de tratar, se dijo, si disponía del tiempo suficiente para tener la oportunidad de imponer su temperamento. Se preguntó cuánto tardaría el G.N.A. en arrancarle de sus manos.

Pero, por el momento, la mayor preocupación de Martino era el K-Ochenta y ocho. Había decidido ya qué improbable combinación de factores había provocado la explosión. Ahora, como haba estado haciendo durante las últimas horas, comenzó a pensar en nuevos medios de absorber la aterradora merma de calor que se desarrollaba el K-Ochenta y ocho.

Comprobó que sus pensamientos derivaban de eso hacia lo que le había sucedido a él. Elevó su nuevo brazo y lo miró con fascinación antes de abandonar el tema. Dejó caer el brazo junto a él, fuera de su campo visual, y sintió el choque contra el colchón.

«¿Durante cuánto tiempo voy a permanecer en este lugar?», pensó. Kothu le había dicho que abandonaría pronto la cama. «¿De qué me servirá eso si tienen la intención de mantenerme indefinidamente en este lado de la frontera?»

Se preguntó cuánto era lo que los soviéticos sabían sobre el K-Ochenta y ocho. Probablemente lo suficiente para hacer todo lo posible para retenerlo y arrancarle los datos. Si no hubiesen sabido nada, no habrían ido a buscarlo. Si hubiesen sabido lo bastante para usarlo de nuevo, no se habrían molestado.

Se preguntó durante cuánto tiempo se mostrarían los soviéticos dispuestos a insistir antes de decidirle a renunciar. Uno oía toda clase de historias. Probablemente las mismas historias que los soviéticos oían sobre el G.N.A.

De repente se dio cuenta de que estaba asustado. Asustado por lo que le había sucedido, por lo que Kothu había hecho para salvarle, por la idea de que los soviéticos podían llegar a arrancarle algo sobre el K-Ochenta y ocho, por la súbita sensación de desvalimiento que le había inundado.

Se preguntó si quizá era un cobarde. Era algo que no había considerado desde la edad en que aprendió la diferencia que existía entre la bravura física y el coraje. La posibilidad de que pudiera hacer algo irracional por simple miedo era nueva para él.

Permaneció en la cama, buscando en su mente pruebas en pro o en contra.


Habían transcurrido ya dos meses, y sin embargo, Azarín no sabía aún si el K-Ochenta y ocho era una bomba, un rayo mortífero o un nuevo medio de agudizar las bayonetas.

Habían sostenido varias conversaciones totalmente insatisfactorias con Martino, pero éste no se mostraba dispuesto a someterse. Era siempre muy cortés, pero no le decía nada. Con un hombre, con cualquier hombre, él hubiese podido luchar. Pero con una cara inexpresivo como una pesadilla de los sombríos bosques, con una cosa que permanecía sentada en su silla de ruedas como los dioses a los que veneraban en los templos de la jungla, sabía que si esperaba lo bastante se vería derrotado… y eso era más de lo que podía soportar.

Azarín recordó la llamada telefónica que esa mañana había recibido de Novoya Moskva y dio un puñetazo sobre la mesa.

Su mejor hombre. Ellos sabían que era, su mejor hombre, sabían que era Anastas Azarín, ¡y sin embargo, le hablaban de esa manera! ¡Los burócratas le hablaban a él así!

Y todo era porque deseaban devolver Martino a los aliados lo mas de prisa posible. Si le concedían tiempo, sería una cuestión distinta. Si Martino no tenía que ser devuelto en absoluto, si ciertos métodos podían ser empleados, entonces podría realmente hacer algo.

Azarín permanecía sentado detrás de su mesa buscando la respuesta. Tenía que pensar en algo para satisfacer a Novoya Moskva, para demorar las cosas hasta que, inevitablemente, encontrara el medio de manipular a Martino. Pero nada satisfaría al cuartel general a menos de que a su vez pudiesen satisfacer a los aliados. Y los aliados no se sentirían satisfechos sino recuperando a Martino.

Los ojos de Azarín se abrieron del todo. Sus espesas cejas se elevaron en perfectos semicírculos. Después tomó el aparato telefónico y marcó el número del doctor Kothu. Escuchó la llamada del teléfono. Había hecho uno pensó. Quizá podía hacer dos.

Su labio superior se apartó de sus dientes. Al pensar que Heywood, el americano, era al que mejor podía elegir para llevar a cabo la misión. Hubiese preferido mucho más enviar a alguien sólido, a uno de sus propios hombres, cuyas capacidades conocía y cuyas debilidades podía permitirse. Pero Heywood era el único que podía escoger. Probablemente fracasaría más temprano o más tarde. Pero lo importante era que Novoya Moskva no lo pensaría así. En el cuartel general se sentían orgullosos de aquellos extranjeros y de todo el complicado e ineficaz sistema que los apoyaba. En la cabeza tenían la idea de que un hombre podía ser traidor a su propio pueblo y sin embargo, no estar incapacitado por la debilidad que lo había impulsado a la traición. Sus repetidos fracasos no habían hecho nada para ilustrarlos, y por una vez Azarín se sentía contento de ello.

—¿El doctor Kothu? Soy Azarín. Si le fuera enviado a usted un hombre adecuado, un hombre completo esta vez, ¿podría usted hacer con él lo que ha hecho con Martino? — Con las puntas de los dedos aferró el borde de la mesa, y escuchó. — Exactamente. Un hombre completo. Deseo que haga un hermano para el monstruo. Gemelo.

Cuando acabó de hablar con Kothu, Azarín llamó a Novoya Moskva, inclinado sobre la mesa, el cigarrillo sobresaliendo de su mano. Tenía los labios estirados. Su cara perdió su inexpresividad de leño. Su sonrisa era muy diferente a la que usualmente mostraba al mundo. Como su habitual máscara reticente, se había forjado en el transcurso de los años, desde que abandonó el bosque de su padre. Las líneas de su cara habían sido atezadas por soles extranjeros y refrotadas por las arenas de desiertos extraños. Ahora había venido a él fácilmente, como la sonrisa un tanto juvenil que siempre había tenido. La diferencia estribaba en que Azarín no era consciente de que poseía esa tercera expresión.

Le costó algún tiempo convencer al cuartel general, pero Azarín no sintió impaciencia alguna. Expuso su plan como un hombre asestándole hachazos a un árbol, firmemente y con rítmicos golpes, sabiendo que al final el árbol se derrumbaría.

Por último colgó el aparato y con unos cuantos sorbos vació su vaso de té. El ordenanza le trajo más. Los ojos de Azarín se arrugaron agradablemente en los ángulos cuando pensó una vez más que había sido Anastas Azarín quien había hallado la solución, mientras los burócratas del cuartel general eran presas de la indecisión.

Puso las manos sobre el borde de la mesa y sin apresurarse se Ievantó. Salió a la oficina exterior.

—Desciendo a la calle. Procure que el coche esté esperándome — le dijo al jefe de sus funcionarios.

Al correo le llevaría varios días alcanzar Washington con las órdenes para Heywood, pero al menos esa parte del sistema era infalible. Heywood llegaría en el plazo de una semana. Mientras tanto, no había razón alguna para esperarle. El plan comenzaría a funcionar automáticamente a partir de ese momento. Los aliados comprobarían que resultaba mucho más difícil tratar con Novoya Moskva, ahora que Azarín había allanado bastante las cosas para los del cuartel general. Y, en consecuencia, comprobaría que su teléfono se mostraba mucho más silencioso y mucho menos perentorio.

Bien. Todo había quedado arreglado. Lo había solucionado el simple, iletrado campesino Anastas Azarín. El zopenco que movía los labios cuando leía. El ignorante del sombrío bosque, que trabajaba mientras Novoya Moskva hablaba.

Los ojos de Azarín parpadearon cuando penetró en la habitación de Martino, se detuvo y miró al hombre.

—Hablaremos más — dijo —. Ahora disponemos de tiempo suficiente para descubrirlo todo sobre el K-Ochenta y ocho.

Fue la primera vez que pudo expresar abiertamente el término. Vio retorcerse al cuerpo del hombre.


Martino descubrió que la primera cosa que se perdía bajo aquellas condiciones era la noción del tiempo. No se sintió particularmente sorprendido, puesto que una experiencia enteramente extraña no podía contener cualquiera de los usuales indicios por los cuales un ser humano adquiría su cronología. La habitación no tenía ventanas, ni relojes ni calendarios. Esas eran las más simples y evidentes carencias. Después, no había cambio alguno en su rutina. No había interrupciones en lo que se refería a sentarse para comer o a tumbarse para dormir, y el hambre y el sueño no proporcionaban ayuda cuando eran constantes. La habitación en sí misma, situada en alguna parte del cuartel general del sector de Azarín, estaba construida para que no ofreciese nada sobresaliente. Era rectangular y hecha de cemento sin pintar desde el suelo al techo. Martino no podía hacer otra cosa sino pasear de un extremo al otro, una de las paredes hacia la cual caminaba era exactamente, igual a la otra, incluso en detalles tales como el grano de la superficie. Cuando caminaba pasaba entre dos idénticas mesas de roble, y detrás de cada mesa había un hombre con un uniforme gris verdoso. Los hombres hacían todo lo posible para parecer exactos. La instalación de luz de hallaba exactamente en el centro del techo.

Martino no tenía idea de por puerta qué había entrado originariamente, o hacia qué pared, había caminado al principio.

Cuando pasaba por entre las mesas, siempre era el hombre de la derecha quien hacía la primera pregunta. Podía ser algo como «¿Cuál es su Apellido?» o «¿Cuántas pulgadas hay en un pie?» Las preguntas carecían de significado, y sus respuestas no quedaban consignadas. Los hombres, que cambiaban de turno en lo que probablemente eran intervalos irregulares pero que no obstante parecían ser siempre lo mismo, ni siquiera se preocupaban de si contestaba o no. Si no estaba equivocado, durante algún tiempo no se había molestado en contestar. Algo más tarde, la irritación le había inducido a dar respuestas absurdas: «Newton» u «ocho». Pero ahora era mucho menos extenuante decir simplemente la verdad.


Sabía lo que le estaba sucediendo. Al final, el cerebro comenzaba, en efecto, a fabricar sus propias drogas de la verdad en autodefensa contra los venenos de la fatiga que lo inundaban. La ecuación era: Respuesta correcta, alivio. Eso no tenía nada que ver con una adrenalina contra el dolor. No había sino aquel acto de caminar a través de un mundo sin significado.

Eso fue lo que al final comenzó a afectarle de modo más intenso. Los hombres sentados detrás de las mesas no le prestaban la menor atención a menos que intentase cesar de caminar. El resto del tiempo simplemente le formulaban sus preguntas, no mirándole a él, sino mirándose el uno al otro. Sospechaba que ninguno sabía quién era ni por que estaba allí. Últimamente había adquirido la absoluta seguridad. Le empleaban solo por que la mayor parte de los juegos a dos manos requieren una pelota. Para ellos no significo nada el que comenzase a dar respuestas correctas, porque no se encontraban allí para juzgar sus respuestas.

Sabía que estaban allí simplemente para ablandarlo, y que al final sería Azarín quien se haría cargo del asunto. Pero, mientras tanto, experimentaba una creciente Y quejumbrosa sensación de terrible injusticia. Se hallaba próximo a llorar mientras caminaba.

También sabía a qué se debía eso. Después de todo, su cerebro habla resuelto el problema. Estaba realizando la ecuación, estaba haciendo lo que ellos deseaban que hiciese. Daba respuestas correctas y, a causa de lo razonable, debieran haber respondido proporcionándole alivio. Pero hacían caso omiso de él, y no mostraban signo alguno de comprender que hacía lo que deseaban que hiciera. Y si hacía lo que deseaban que hiciera y hacían caso omiso de él, el cerebro tenía que llegar a la, conclusión de que por alguna razón no les transmitía sus señales a través de sus actos. Si sólo hubiese habido uno de ellos, el cerebro hubiese podido decidir que ese uno era sordo y ciego, puesto que recitaba sus preguntas con monotonía de idiota. Pero había siempre dos, y en total quizá eran una docena. De manera que el cerebro sólo podía decidir que él era el incapaz de hacerse oír… que era Lucas Martino el que no era nada.

Y, al mismo tiempo, sabía lo que le estaba sucediendo.


Azarín permanecía pacientemente sentado detrás de su mesa, esperando a que llegaran noticias de la habitación de los interrogatorios. Habían transcurrido ya tres días desde que Martino fue traído del hospital, y Azarín sabía, como hombre que conocía bien su oficio, que las noticias llegarían en cualquier momento de ese mismo día.

Era un asunto completamente simple, pensó Azarín. Uno tomaba a un hombre y le arrancaba cosas, cosas más vitales que la piel, aunque él había visto a esa técnica trabajar en manos de hombres que no habían aprendido las más sutiles fases de su oficio. En efecto, era siempre lo mismo, si bien con él los resultados eran mucho mejores. Un hombre lleva muy poco exceso de equipaje en la cabeza. Incluso un burócrata, y Martino no era un burócrata. Cuando más inteligente era el hombre, menos exceso de equipaje y más rápidos los resultados. Cuando el hombre quedaba a punto, estaba como en carne viva, y un toque aquí y otro allí, y soltaba todo cuanto sabía.

Por supuesto, habiendo hecho eso y sabiendo que lo había hecho, el hombre quedaba después vacío para siempre. Comprendía que se había sometido y que después de eso todo el mundo podía usarlo, podía hacer con él lo que deseara. Llevaba la marca. Podías hacer con él lo que desearas. Era una nada viviente.

Ordinariamente, Azarín no experimentaba sino una normal medida de satisfacción por haberle hecho eso a un hombre mientras él continuaba siendo para siempre e imperecederamente Anastas Azarín. Pero en ese caso…

Azarín gruñó a algo invisible.

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