CAPITULO VIII

El joven Lucas Martino se apartó de la mesa recién limpia, sosteniendo en la mano izquierda cuatro tazas y platillos sucios, cada taza en su platillo tal como le había enseñado Bárbara, al objeto de poder llevar dos platillos entre los dedos y los otros dos colocados encima de ellos. La esponja la llevaba en la mano derecha, dispuesto a limpiar todos los sitios sucios sobre las mesas ante las cuales pasaba en su marcha hacia el mostrador. Le gustaba trabajar de esa manera, porque era eficaz, porque así no perdía tiempo, aunque verdaderamente no importaba que dispusiera de mucho tiempo, ahora que la aglomeración de las últimas horas de la tarde había terminado.

Se preguntó qué era lo que producía esas aglomeraciones, mientras colocaba las tazas y los platillos en el cesto que había debajo del mostrador, tras haber echado las cucharillas a una pequeña bandeja. No había ninguna razón manifiesta, porqué, en días indeterminados, Espresso Maggiore solía quedar súbitamente atestado a las cuatro de la tarde. Lógicamente, la gente debiera haber estado trabajando, o dirigiéndose a casa para cenar, paseando en el parque cuando los días eran tan hermosos como aquél. Pero, en lugar de ello, acudían a la cafetería — todos ellos casi al mismo. tiempo — y durante media hora la cafetería estaba completamente atestada. Ahora, a las cinco y cuarto, se hallaba vacía de nuevo, y las sillas permanecían una vez más colocadas en orden contra las mesas limpias. Pero habían sido unos momentos muy atareados, tan atareados, debido a que sólo se encontraban de turno Bárbara y él, que Carlo se había visto obligado a servir también él a las mesas.

Miró las filas de tazas sucias que habían en el cesto. Le pareció que existía también una gran posibilidad de que todos los clientes hubieran hecho el mismo pedido. No capuccino, para cambiar por una vez, sino un simple exprés, y también eso era curioso, como si la mayoría de las entes de la vecindad hubiesen sentido la necesidad de un estimulante, en vez de algo para beber.

Pero todos hacían cosas diferentes: algunos eran dueños de tabernas, otros eran sus empleados, otros eran artistas, otros eran ociosos, otros eran turistas. ¿Había días en los que todo el mundo se sentía cansado sin que importase a qué se dedicaban? Lucas frunció el ceño. Intentó recordar si él mismo se había sentido alguna vez de esa manera. Pero un caso no proporcionaba una prueba concluyente. Tenía que registrarlo en su memoria y pensar en ello, para hacer las pertinentes comparaciones cuando sucediese de nuevo.

Dejó que el pensamiento se deslizara al fondo de su mente cuando Bárbara limpió la última de las mesas y se acercó al mostrador. Sonrió tristemente, sacudió la cabeza y se enjugó la frente ton el dorso de la muñeca.

—¡Uf! ¿No te alegrarás cuando este día haya terminado, Tedeschino?

Lucas sonrió.

—Espera a la aglomeración de la noche.

La observó inclinarse para colocar su tazas en el cesto, y se sonrojó levemente cuando la falda de su uniforme se ciñó sobre sus caderas. Se recobró, y apresuradamente cogió la bandeja de plata para llevarla a la pequeña habitación trasera, que era donde estaba la fregadera.

—Las aglomeraciones de la noche no son para mí aglomeraciones, Ted, Alice y Gloria estarán aquí… y entonces no será ni la mitad de malo. — Bárbara le guiñó el ojo —. Apuesto a que te alegrará ver a Alice.

—¿A Alice? ¿Por qué?

Alice era una muchacha intensa, de cara aguda, que apenas prestaba atención a su trabajo y ninguna en absoluto a los clientes y a las personas con las que trabajaba.

Bárbara se puso en la mejilla la punta de la lengua y miró al suelo.

—Oh, no lo sé — contestó, frunciendo los labios Pero ayer mismo me dijo lo mucho que le gustabas.

Lucas frunció el ceño al oír eso.

—No sabía que tú y Alice hablabais tanto.

No parecía en absoluta propio de Alice. Pero tenía que pensar en ello. Si era cierto, significaba complicaciones. Verse mezclado con una muchacha compañera de trabajo jamás tenía sentido… o al menos eso era lo que había oído decir, y él podía ver claramente su lógica. Además, sabía exactamente qué clase de muchacha deseaba para actuales propósitos. No tenía que ser ninguna de la que pudiera llegar a enamorarse, — Alice encajaba bastante bien en este aspecto, pero tenía que ser también muy fácil, puesto que su tiempo era limitado. Por esta razón tenía que vivir bastante lejos para que no pudiese verla durante el ordinario curso del día, cuando estaba trabajando o estudiando.

—No te gusta Alice, ¿eh?

—¿Qué te hace decir eso? — preguntó, manteniendo los ojos apartados de la cara de Bárbara.

—Tu expresión. Por tus ojos parece como si estuvieras pensando en algo complicado, y tu boca tiene una expresión que demuestra que no te gusta.

—Me observas muy atentamente, ¿no?

—Es posible. Muy bien, si Alice no te conviene, ¿qué me dices de Gloria? Gloria es bonita.

—Y no muy inteligente.

Su novia debía ser alguien con la que pudiera hablar algunas veces.

—Bien. No te gusta Alice, no te gusta Gloria… ¿quién te gusta? ¿Tienes una muchacha oculta en alguna parte? ¿La vas a sacar mañana? Mañana es el día destinado a divertirse, ¿sabes? lunes.

Lucas se encogió de hombros. Lo sabía. Los últimos lunes había estado recorriendo la ciudad.

—No. Si quieres que te diga la verdad, ni siquiera había pensado en que mañana estará cerrado el establecimiento.

—Hoy nos pagan, ¿no? No creas que yo no pienso en ello. Hum, muchacho… mañana tengo una cita, y todo eso.

Lucas sintió que la boca se le torcía.

—¿Tu novio?

—Aún no. Pero puede que llegue a serio… puede que llegue a serlo. Te diré el qué. Es el más encantador individuo que me ha sacado. Suave, buen bailarín, cortés y con ideas de adulto. Una muchacha no encuentra a muchos individuos como ése. Cuando se presenta uno así, procura no dejárselo perder. Pero algunas veces te dices que, si esperas un poco más, quizá se presente alguien más encantador… si le ofreces una oportunidad. — Miró francamente a Lucas —. Supongo que tú puedes imaginarte cómo es la cosa.

—Sí… bien, supongo que puedo. — Se mordió el labio superior, miró al suelo, y de repente dijo: — Ahora tengo que lavar esto.

Con la bandeja de plata en las manos, se volvió y se apresuró a penetrar en la habitación trasera. Echó los cubiertos a la fregadera, abrió el grifo del agua caliente, y permaneció mirándolos, con las manos aferradas al borde de la fregadera. Pero al cabo de un rato se sintió mejor, aun cuando no podía dejar de ignorar el pensamiento de que Bárbara tenía novio.

A juzgar por la lógica, Bárbara no era la muchacha que le correspondía.


En ese particular lunes, el tiempo se mantuvo bueno. El sol lució lo bastante cálidamente para hacer que las calles resultaran confortables, y las estrechas aceras del Village estaban atestadas de sillas en las que los ancianos se sentaban junto a las escalinatas de sus casas para charlar entre sí y con los viejos amigos que pasaban por allí. Los hombres más jóvenes que no tenían que ir a trabajar permanecían reclinados contra los coches aparcados o estaban sentados en sus guardabarros, y las muchachas del Village caminaban muy conscientes de sí mismas. Las gentes llevaban sus perros al césped de Washington Square Park, y en las calles traseras la ropa estaba tendida en las cuerdas que se tendían entre las escaleras de incendios. Los locales de tenis y de pelota a mano del Park Departament se hallaban atestados.

Lucas Martino abandonó su habitación en el sótano y subió a la calle a eso de las dos y media. Con una camisa ligera y pantalón penetró en medio de aquella vida. Se encaminó directamente a la estación del metro, sin mirar a ningún lado, sintiéndose inquieto y turbado. Confiaba en encontrar ese día la muchacha adecuada, y al mismo tiempo se sentía nervioso al pensar en cómo debía abordarla. Pensó en la manera en que los conquistadores del colegio superior habían manejado el problema, y se sintió lleno de confianza en su habilidad para realizarlo lo mismo de bien. Además, una o dos veces había llevado al cine a una muchacha, de manera que no era completamente un novato en el particular código social al que se atenían las muchachas y los jóvenes. Pero no era una compañera social lo que él andaba buscando.

Existía también la cuestión de Bárbara, y le parecía que en eso sólo la autodisciplina podría ser de cualquier utilidad. No podía permitirse verse envuelto en una cosa de largo plazo. No podía permitirse dejar a una muchacha esperando mientras él se hallaba entegado a todos aquellos años de enseñanza que se extendían ante él. Y después de eso, con lo que había ocurrido en Asia el pasado año, parecía más que nunca como si un especialista en ciencias físicas tendría que trabajar para el gobierno. Eso quería decir que durante mucho tiempo tendría que vivir en alguna base en la que se llevaran a cabo proyectos, con escasas facilidades de alojamiento y muy poco tiempo para dedicarlo a otra cosa que no fuese el trabajo. Se conocía a sí mismo y sabía que, una vez comenzase a trabajar, se sumergiría en ello, y prácticamente excluiría todo lo demás.

No, pensó, al recordar la expresión de su madre cuando le dijo que se iba a ir a Nueva York. No, un hombre del que dependieran unas personas no tenía las más de las veces otra alternativa que la de herirlas a ellas o herirse a sí mismo, cuando no ocurrían ambas cosas a la vez. No podía pedirle a Bárbara que se colocara en una situación como ésa.

Además, se recordó a sí mismo, eso no era lo que andaba buscando. Eso no era lo que necesitaba.

Alcanzó la estación del metro, tomó un tren con dirección a Columbus Circle, y hasta que no llegó allí no levantó la cabeza y empezó a mirar a las muchachas.

Caminó lentamente por Central Park, avanzando en la general dirección de la Quinta Avenida. Caminaba un poco consciente de sí mismo, seguro de que por lo menos algunas de las personas sentadas en los bancos se preguntaban qué hacía.

Había bastantes muchachas en el parque, principalmente en parejas, y no le prestaban atención alguna. La mayor parte de ellas caminaban hacia la pista de patinaje, donde suponía que estarían esperándolas aquellos muchachos con los que se habían citado previamente, o bien esperaban que las abordaran un par de jóvenes. Acarició la idea de ir también él a la pista de patinaje, pero había algo tan desesperante carente de propósito en el acto de girar y girar en círculo a los sones de la pegajosa música de un órgano que abandonó la idea casi inmediatamente. En lugar de ello, tomó otro sendero y contorneó el santuario de las aves, sin saber lo que era o para qué era el alto muro. Cuando súbitamente vio un pavo real aparecer en un claro y extender su plumas, se detuvo, extasiado. Permaneció inmóvil durante diez minutos antes de que el ave se alejara. Después soltó los dedos de la malla de alambre y continuó caminando lentamente, moviéndose aún hacia el este.

El parque se hallaba lleno de gente a la clara luz del sol. Cada hilera de bancos ante los cuales pasaba estaban atestados, los cochecitos de bebé permanecían alineados ante los senderos y los niños trotaban detrás de las palomas. Las niñeras hablaban entre sí con sus blancos uniformes, y los ancianos leían periódicos. Las ancianas, con el bolso en su regazo, miraban a través del lago y movían sus vacíos dedos como si estuvieran cosiendo.

Había unas cuantas muchachas que caminaban solas. El las miraba cautamente, con el rabillo del ojo pero no había ninguna que le pareciese adecuada. Siempre volvía la cabeza hacia el lado del sendero y pasaba junto a ellas apresuradamente, o bien se detenía para mirar atentamente su reloj de pulsera mientras ellas pasaban por su lado en dirección contraria.

Consideraba que la clase de muchacha adecuada para él debía tener un especial aspecto: una forma de vestirse, o de caminar, o de mirar en torno suyo que la distinguiera de todas las demás era lógico creer que una muchacha que dejaba a un joven extraño hablarle en el parque tenía una especial clase de actitud, una marca de que no podría describir pero que reconocería. Y, una o dos veces en sus paseos por la ciudad, creía haber hallado a una muchacha así. Pero, cuando se acercaba más a una de esas muchachas, estaba siempre masticando goma, o el carmín de sus labios era espeso y anaranjado, o por alguna otra causa le provocaba una peculiar sensación en la boca del estómago que le obligaba a alejarse tan deprisa como le era posible sin llamar la atención.

Finalmente, llegó al Zoo. Durante un rato estuvo paseando ante las jaulas de los leones. Después penetró en la cafetería y pidió un vaso de leche. Sacó afuera el vaso y se sentó en una mesa de la terraza. Empezaba a sentirse crecientemente torpe, como usualmente le ocurría en cada una de aquellas expediciones. Por eso se tomó bastante tiempo en terminar la leche. Miró de nuevo su reloj, comprobando que eran las tres y media. Tuvo que mirar dos veces su reloj, porque le parecía que había estado en el parque mucho más tiempo que ése. Encendió un cigarrillo, lo fumó hasta apurarlo del todo, y comprobó que eso sólo le había llevado cinco minutos.

Se agitó inquietamente en la silla de metal. Debía levantarse y comenzar a moverse de nuevo, pero se hallaba acosado por la seguridad de que si hacía eso sus pies le sacarían inmediatamente del parque y lo conducirían al metro para regresar al centro de la ciudad.

Se pasó los dedos por la frente. Estaba sudando, había una mujer sentada en la mesa contigua, tomando té helado. Tenía unos treinta y cinco años, según juzgó él, y vestía prendas que parecían caras. Le miró de un modo peculiar, y él bajó la vista. Se levantó, echó hacia atrás la silla haciendo que sus patas produjeran un chirrido al deslizarse sobre las piedras de la terraza, y apresuradamente se dirigió a la plaza, en la que había un estanque con focas.

Estuvo observando a las focas durante unos cuantos minutos, las manos cerradas sobre la barandilla de hierro. La idea de que se hallaba a punto de renunciar a todo el asunto le preocupaba tremendamente.

Después de todo, había pensado en ese asunto y había llegado a una lógica conclusión. En otra ocasión se había atenido siempre a sus decisiones, e invariablemente eso le había dado buenos resultados.

Era la cuestión de Bárbara, se dijo. No habla nada malo en que estuviese enamorado de ella — había amplio espacio para lo ilógico en su lógica —, pero eso estaba destinado a complicar su inmediato plan. Sin embargo, era evidente que no podía hacer otra cosa sino seguir adelante a despecho de todo. Bárbara, o una muchacha como Bárbara, aparecería más tarde, cuando su vida se hubiese asentado. Todo eso pertenecía a un diferente compartimiento de su mente, y no debía entrecruzarse con ese otro propósito.

Era la primera vez en su vida que se sentía incapaz de hacer lo que debía hacer, y eso le preocupaba profundamente. Le hacía sentirse colérico. Se apartó bruscamente de la piscina de las focas y ascendió por los escalones para dirigirse hacia la puerta que había al otro lado de las jaulas de los leones.

Al parecer, mientras había estado bebiendo la leche una muchacha había instalado una silla de campaña delante de las jaulas y estaba sentada en ella, dibujando. La observó con el rabillo del ojo, se acercó a ella, y, sin haberse molestado siquiera en mirarla de un modo particular, preguntó desafiantemente:

—¿No la he visto en algún lugar antes?


La muchacha tenía más o menos su edad, y su pelo era de un rubio pálido, lo llevaba peinado liso y recogido en un moño en la nuca. Era de pómulos elevados, de nariz pequeña y de boca ancha y plena en la que no se aplicaba carmín en las comisuras, sus cejas eran muy espesas y negras, porque se las pintaba con un negro cosmético que parecía más maquillaje de teatro que lápiz para las cejas Llevaba zapatillas de ballet, una blusa de estilo campesino. Sus ojos eran castaños y en ellos había sorpresa…

Lucas se dio cuenta que era casi imposible saber cómo era realmente y se dijo que con toda probabilidad era vulgar, y, además, que se hallaba lejos de ser la muchacha que a él podía llegar a gustarle. Vio que el dibujo que estaba haciendo carecía por completo de vida. Era sin duda alguna un león, pero era como la imagen de un león relleno y cuidadosamente arreglado para colocarlo en un escaparate.

Se sintió furioso con ella por su aspecto, por su carencia de talento, y por estar allí.

—No, supongo que no — dijo, y se volvió para irse.

—Puede que me haya visto — repuso la muchacha —. Mi nombre es Edith Chester. ¿Y el suyo? Se detuvo. Su voz era sorprendentemente suave, y el hecho de que hubiese reaccionado con tanta calma fue más que suficiente para hacerle sentirse como un idiota.

—Luke — contestó, y por alguna razón se encogió de hombros.

—¿Pertenece usted a la Liga de los Estudiantes de Arte? — preguntó ella.

Sacudió la cabeza.

—No, no pertenezco. — Se detuvo, y después, justamente cuando se disponía a abrir la boca para decir algo, se ruborizó —. La verdad es que no la conozco en absoluto. Simplemente…

Se detuvo de nuevo, sintiéndose más estúpido que nunca, y otra vez se sintió furioso.

Sorprendentemente ahora, ella lanzó una risa nerviosa.

—Bien, supongo que eso no tiene importancia. No me va a arrancar de un mordisco la cabeza ¿verdad?

La asociación de ideas fue claramente evidente. Miró su dibujo y dijo:

—Eso no se parece mucho a un león.

También ella miró el dibujo, y contestó:

—Bien, no; supongo que no.

Había deseado provocar en ella una reacción de hostilidad, iniciar una discusión que le hubiese permitido irse. Pero ahora se hallaba más hundido que nunca, y no tenía idea alguna de lo que debía hacer.

—Escuche… voy a ir a al cine ¿Quiere venir conmigo?

—De acuerdo — respondió ella, y una vez más se sintió él cogido en una trampa.

—Mi intención es ver Reina de Egipto — declaró, escogiendo una película lo más lejos posible del gusto de cualquiera con pretensiones de inteligencia.

—Esa no la he visto — repuso ella —. No me importará. — Introdujo los lápices en su bolsa, se colocó debajo del brazo el dibujo y plegó la silla —. Podemos dejar todo esto en la Liga — indicó —. ¿Tienes inconveniente en llevarme la silla? Está sólo a un par de manzanas de aquí.

El la tomó sin pronunciar palabra, y ambos abandonaron juntos el parque. Cuando cruzaron plaza, en su marcha hacia la salida de la Quinta Avenida, miró hacia la terraza de la cafetería, pero la mujer vestida con prendas caras que había estado sentada en la mesa contigua a la suya se había ido.


Permanecía delante del edificio de la Liga, fumando, esperando a que saliera la muchacha. No sabía lo que hacer.

La idea de doblar, la esquina y tomar un autobús que le condujese al centro de la ciudad se le había ocurrido. En el interior del bolsillo, la mano había encontrado ya la moneda para el billete. Pero por entonces era evidente que había abordado a la muchacha en la que no muchos chicos podían estar interesados, que si él la dejaba ahora en la estacada, se sentiría muy herida. La situación no se había producido por culpa de ella — lamentaba que no fuese así — y lo único que podía hacer ahora era cumplir con su compromiso. De manera que permanecía esperándola, haciendo girar la moneda coléricamente en su bolsillo. Al final la muchacha apareció.

Pero entonces él empezaba a sentirse avergonzado de sí mismo. La muchacha salió de prisa y, cuando le vio, sonrió por vez primera desde que la había encontrado. Fue una sonrisa que transformó su cara por un momento antes de que recordase que no debía mostrar alivio por haber comprobado que se hallaba aún allí. Entonces bajó los ojos en un apresurado gesto de decoro.

—Estoy lista.

—Muy bien.

Ahora se sentía fastidiado de nuevo. La muchacha era tan fácil de comprender que consideraba con resentimiento su carencia de esfuerzo. Deseaba a una chica con profundidad, una chica a la que le costara un cierto período de tiempo conocer, una chica cuyo total ser se fuera desplegando gradualmente, pues de esa manera sería siempre interesante y él nunca acabaría de explorarla completamente. En lugar de ello, tenía a Edith Chester.

Y sin embargo, la culpa no era de ella. La culpa era suya, y debía pagar las consecuencias.

—Escuche — dijo —, usted no desea ver esa mala película con un Egipto falso. — Con la cabeza hizo un movimiento hacia el otro lado de la calle, donde en una de las salas caras y de calidad anunciaban una película europea —. ¿Qué le parece si, en lugar de ello, vamos a ver ésa?

—Si usted lo desea, a mí me agradará.

Estaba condenadamente dispuesta a seguir sus sugerencias. Casi experimentó la tentación de hacerla cambiar de idea otra vez, pero se limitó a decir:

—Vamos, pues.

Comenzó a cruzar la calle. Ella le siguió inmediatamente como si hubiese dado por supuesto que él no se iba a molestar en esperarla.

Aguardó ante las puertas del vestíbulo mientras él compraba las localidades, y permaneció tranquilamente sentada junto a él durante la proyección de toda la película. El no hizo movimiento alguno para cogerle la mano o poner el brazo en el respaldo de su silla, y cuando la proyección de la película se hallaba en su mitad, de repente se dio cuenta de que no sabía lo que haría con ella cuando salieran de allí. Sería demasiado temprano para conducirla a casa y darle las gracias por haberle hecho pasar tan buena velada, y sin embargo, sería demasiado tarde para dejarla abandonada, aun cuando pudiese pensar en algún modo gracioso de hacerlo. Experimentó la tentación de excusarse, levantarse y salir de la sala. En cierto modo, a pesar de toda su torpeza y crueldad, eso parecía ser lo mejor que podía hacer. Pero acarició la idea sólo durante unos cuantos segundos, antes de comprender que no podía hacerlo.

«¿Por qué no?», pensó. «¿Soy yo un individuo tan maravilloso que apagaría su vida para siempre?»

Pero no era eso. No era lo que él fuese, sino lo que ella era. El hubiera podido ser el jorobado de Notre Dame, y no obstante esa misma situación habría existido. Era él quien la había colocado en ella, y a él le correspondía mirar de que no se sintiera herida como resultado de algo que él había hecho.

¿Pero qué iba a hacer con ella? Estuvo fumando incesante y furiosamente durante todo el resto de la película, agitándose en su asiento.

La película alcanzó la escena que proyectaban en el momento en que ellos habían entrado, y ella se inclinó hacia él.

—¿Quiere que nos vayamos ahora?

Después de noventa minutos de silencio, su voz le sobresaltó. Era tan suave como lo había sido la primera que le había hablado… antes de que la comprobación de lo que iba a suceder se hubiera hecho luz en ella. Ahora, supuso, había tenido tiempo para calmarse de nuevo.

—Desde luego.

Sentía una cierta reluctancia a irse. Una vez en la calle, vendría el embarazoso, el inevitable «¿Qué hacemos ahora?», y no tendría respuesta alguna. Pero se levantó y abandonaron la sala.

Cuando se encontraban dejado de la marquesina, ella dijo:

—Es una buena película, ¿verdad?

Se puso en la boca el cigarrillo, preocupado.

—¿Tiene que ir a casa ahora o qué? — murmuró.

Ella sacudió la cabeza.

—No. Vivo sola. Pero probablemente usted tiene algo que hacer esta noche. Cogeré un autobús aquí. Gracias por haberme llevado al cine.

—No… no se vaya — se apresuró a decir él. Maldita sea había estado esperando que trataría de desembarazarse de ella —. No haga caso.

Ahora no tenía más remedio que proponer hacer algo.

—¿Tiene hambre?

—Un poco.

—Muy bien, entonces busquemos un lugar donde podamos comer.

—Hay un buen restaurante al volver la esquina.

—Muy bien, vamos.

Por alguna razón, la cogió la mano. Era pequeña, pero no frágil. Ella no pareció ni sorprendida ni alarmada. Preguntándose qué diablos le habla obligado a hacer eso, se dirigió con ella al restaurante.

El local se hallaba casi vacío, y él la condujo a una mesa que había al fondo. Se sentaron el uno frente al otro, y un camarero vino a tomar su pedido. Cuando se fue, Lucas se dio cuenta de que debiera haber pensado en lo que sucedería al entrar allí con ella.

Estaban allí aislados. La alta madera chapeada que había detrás de él los separaba del resto de la sala. A un lado de ellos habla una pared, y al otro, dejando apenas espacio para que la gente se deslizara del reservado, había un acondicionador de aire. Había permitido que él y la muchacha se encontraran en una situación en la que no podían hacer otra cosa sino permanecer sentados y mirarse el uno al otro mientras esperaban a que les fuese servido el alimento.

¿Qué podía él hacer o decir? Al mirar su peinado y el tono metálicamente rosado de la laca de sus unas, no le fue posible imaginar de qué podía agradarle a ella hablar, si su conversación podía tener para él el más ligero interés.

—¿Hace mucho tiempo que está en la ciudad? — preguntó.

Ella sacudió la cabeza.

—No, no mucho tiempo.

Eso era lo que sin duda explicaba todo.

Arrojó su cigarrillo, sin cuidarse del lugar en que había caído. Del paquete que llevaba en el bolsillo de la camisa sacó otro y lo encendió, ansiando que el camarero se diese prisa para que de esa manera pudieran al menos comer. Sólo eran las seis.

—¿Quiere… quiere darme un cigarrillo, por favor? — preguntó ella, con voz y expresión inseguras.

El casi dio un salto.

—¿El qué? — Sacó el paquete torpemente —. Oh, Dios, Edith ¡lo siento! Desde luego. Tenga. Yo no…

¿No el qué? Ni siquiera había tenido la cortesía de ofrecerle un cigarrillo. No se había detenido a preguntarse si fumaba o no. La había tratado como si fuese un perro mimado. Se sintió peculiarmente confuso.

Ella tomó el cigarrillo y él se apresuró a encendérselo.

La muchacha sonrió con cierto nerviosismo.

—Gracias. Procedo de Connecticut. ¿De dónde es usted, Luke?

«Debe saber cuáles son mis sentimientos hacia ella», estaba pensando él. «Es algo que se debe transparentar en toda mi persona. Pero se deja continuar porque… ¿Por qué? ¿Porque soy el hombre de sus sueños?»

—De New Jersey — contestó —. De una granja.

—Siempre he deseado poder vivir en una granja. ¿Trabaja aquí?

«Porque probablemente yo soy el primer tipo que ha hablado con ella desde que está aquí, por eso es. Tal vez no soy mucho, pero es todo cuanto tiene.»

—Vivo aquí eventualmente. Trabajo en una cafetería del Village.

Se dio cuenta de que había comenzado a decirle cosas que no tenía el propósito de decirle. Pero ahora tenía que hablar, y además, eso no era en absoluto lo que él había planeado.

—Sólo he ido allí una o dos veces — repuso ella —. Debe ser un lugar fascinante.

—Supongo que en cierto sentido lo es. De todas maneras, voy a comenzar a estudiar el año próximo, y no tendré muchas ocasiones de verlo.

—Oh, ¿qué va a estudiar, Luke?

Así, poco a poco, empezaron a mostrarse más locuaces. Hablaron mientras comían, y las palabras parecían brotar de él a trompicones. Le habló de la granja, del colegio superior y de la cafetería.

Acabaron de cenar y salieron a dar un paseo. Caminaron por Central Park South arriba y después torcieron hacia la parte alta de la ciudad. El continuaba hablando. Ella caminaba junto a él, y sus zapatillas de ballet hacían suaves sonidos sobre el pavimento de asfalto.

Al cabo de un tiempo, llegó el momento de conducirla a su casa. Vivía en el West Side, cerca de la fábrica de gas del Sixties, en el tercer piso de una casa de vecindad. Subió, con ella por la escalera, se encontraron ante la puerta, y de repente se quedó sin palabras.

Se detuvo tan abruptamente como había comenzado, y se mantuvo allí mirándola, preguntándose qué diablos se había apoderado de él. Vio que las raíces de su cabello eran más oscuras.

—He estado aburriéndola — dijo, sintiéndose incómodo.

Ella sacudió la cabeza.

—No, no. Es usted una persona muy interesante. No me ha aburrido en absoluto.

Elevó la vista para mirarle, y renunció incluso al mínimo de disimulo que había conseguido sostener a través de la tarde y de la noche.

—Es muy agradable tener a alguien con quien hablar.

El no supo lo que decir a eso. Permanecieron delante de la puerta, y el silencio creció entre ellos.

—Lo he pensado muy bien — dijo al fin ella.

«No, no lo ha pensado bien», pensó él. «Lo ha pensado terriblemente mal. Lo peor que hubiera podido ocurrirle hoy le ha ocurrido cuando yo le he hablado delante de las jaulas de los leones. Y ahora voy a bajar por esta escalera y jamás la llamaré ni la visitaré de nuevo, y supongo que eso aún será peor. Realmente lo he enredado todo.»

—Escuche… ¿tiene teléfono? — preguntó casi sin darse cuenta.

La muchacha se apresuró a asentir con la cabeza.

—Sí, tengo. ¿Quiere que le dé el número?

—Lo escribiré.

Encontró un papel en su cartera y un lápiz en el bolsillo de su camisa. Escribió el número, se lo guardó la cartera y el lápiz, y de nuevo volvieron a quedar allí sin saber lo que hacer.

—El lunes es mi día de fiesta — dijo él —. La llamaré.

—De acuerdo, Luke.

El la miró, pensando: «No, no, maldita sea, no voy a intentar besarla para desearle las buenas noches. La situación no se presta a eso. Es una cosa extravagante. Ella no es así».

—Buenas noches, Edith.

—Buenas noches, Luke.

Extendió la mano y le tocó el hombro, sintiendo que tenía una estúpida expresión en la cara. Ella levantó la mano y cubrió la suya. Entonces él se apartó y comenzó a bajar apresuradamente la escalera, sintiéndose un estúpido, y un salvaje, y un idiota. Se sentía cualquier cosa menos un muchacho de dieciocho años.


Cuando fue a trabajar al día siguiente, todo se hallaba revuelto en su mente. Por mucho que pensase en ello, no le era posible comprender lo que le había sucedido el día anterior. Realizó sus tareas como sumido en una niebla mental. Tenía tan revuelta la mente que su cara se mostraba completamente inexpresivo. Rehuyó los ojos de Bárbara, y trató de evitar hablar con ella.

Finalmente, a la mitad de la tarde, ella le acorraló detrás del mostrador. El permaneció allí desesperadamente, cogido entre la máquina exprés y la caja registradora, con una taza vacía colgando de su mano.

Bárbara le sonrió con agrado.

—Eh, Tedesco, ¿estás pensando en tu dinero?

Había una ansiosa tirantez en la piel de los ángulos de sus ojos.

—¿Mi dinero?

—Bien… verás. Cuando alguien está tan abstraído como tú, generalmente la gente le pregunta si está pensando en su dinero.

—Oh. No… no se trata de nada de eso.

—¿Qué hiciste ayer? ¿Enamorarte?

La cara se le puso encendida como la grana. La taza casi se le cayó de la mano, como si él hubiese sido una máquina automática y Bárbara hubiera pulsado un botón. Y después se quedó asombrado ante su reacción. Permaneció con la boca abierta, completamente atónito.

—Bien, bien — dijo Bárbara —. He acertado.

Lucas no tenía ni la menor idea de lo que debía decir. ¿Enamorado? ¡No!

—Escucha… Bárbara… no es de esa manera…

—¿De qué manera? — preguntó ella, y los pómulos se le tiñeron de rojo.

—No lo sé. Simplemente estoy tratando de explicar…

—Escucha. No me importa de qué forma es. Si te produce complicaciones, espero que consigas hallarle una solución. Pero yo tengo a un tipo que de vez en cuando me produce complicaciones a mí.

Al pensar en ello, se dio cuenta de que estaba siendo completamente honesta. Recordó que Tomy era un tipo muy amable, e interesante también. Era una lástima en lo que se refería a Lucas, porque siempre había creído que sería agradable salir con él, pero así era como se desarrollaban las cosas en la vida: lo pasaba bien de vez en cuando, y no tenías derecho a esperar que todo te saliera bien cada vez.

Estaba cerrando ya su mente a cualquier posibilidad de salir juntos en unas cuantas ocasiones y permitir que esas citas se convirtieran en algo más profundo. Era una muchacha con mucho sentido común, y había aprendido que en la vida no se ganaba nada con entregarse a vanas esperanzas.

—Bien, la hora de la aglomeración se acerca a pasos agigantados — dijo agudamente.

Sacó el azúcar de debajo del mostrador y comenzó a rellenar los azucareros que había sobre las mesas. Sus tacones repiqueteaban rápidamente sobre el suelo de madera.

El miró hacia el lugar donde Bárbara se afanaba disponiendo las mesas, y le pareció evidente que, en lo que a ella concernía, todo el episodio había concluido.

No en lo que a él se refería. Apenas si había comenzado. Ahora tenía que ser diseccionado, examinado profundamente para tratar de comprender cada una de las posibles razones de que las cosas se hubiesen desarrollado de aquella manera. Tan sólo el día anterior por la mañana había sido un hombre con un definido curso de acción en la mente, basado en una situación concreta y evidente.

Ahora todo había cambiado, y había cambiado en tan breve espacio de tiempo que era inconcebible que nadie le hubiese dejado simplemente en eso, sin preguntar cómo y por qué.

Y sin embargo, Bárbara estaba haciendo justamente eso: aceptar un nuevo estado de asuntos sin inquirir ni investigar.

Lucas frunció el ceño ante el problema. Era una cosa interesante en la que merecía la pena pensar.

Era incluso algo más que eso, y él era parcialmente consciente de ello. Era un perfecto problema que debía considerar si no deseaba pensar en sus sentimientos hacia Edith.

Permaneció detrás del mostrador, pensaba que todas las personas que siempre había conocido, incluso personas de mente rápida como Bárbara, aceptaban consistentemente las cosas tal como se presentaban. Y no dejó de sorprender el hecho de que, si tantas personas eran de esa manera, entonces debía haber un cierto valor en ello. Realmente era una manera mucho más simple de vivir, puesto que así se malgastaba menos tiempo y se hacía un más eficaz y directo uso de la energía emocional.

Así pues, de eso se infería que había algo ineficaz básicamente equivocado en su forma de entender sus relaciones con las demás personas. No era ninguna maravilla que se hubiese perdido en ese emocional laberinto con Bárbara y Edith.

Su mente acababa de hacerle afrontar de nuevo ese problema. ¿Cuáles eran sus sentimientos hacia Edith? No podía olvidarlo. Le habría pedido el número de su teléfono. Ella esperaría que la llamara. Con entera claridad podía verla aguardando por la noche a que el teléfono sonase. El había contraído una responsabilidad con respecto a ella.

¿Y Bárbara? Bien… Bárbara estaba hecha de dura fibra. Pero a pesar de todo había debido herirla por lo menos un poco.

¿Pero cómo se había creado toda aquella situación? En el simple plazo de un día lo había complicado todo. Tal vez era fácil olvidarlo todo y empezar de nuevo, ¿pero cómo podía hacer eso? ¿Podía él dejar que algo como eso se mantuviera en el fondo de su mente para siempre, sin resolver? «Estoy completamente desconcertado», pensó.

Había creído que se comprendía y que se había formado a sí mismo para vivir de la manera más eficaz en este mundo. Había hecho planes sobre esta base, y en ellos no había visto tacha alguna. Pero ahora tenía que volver a aprender casi todo antes de que un nuevo y mejor Lucas Martino pudiera emerger.

Durante un momento más antes de ponerse a trabajar, trató de decidir cómo podía llegar a comprenderlo todo y sin esfuerzo aprender a no malgastar su tiempo analizando cosas que no podían ser cambiadas. Pero la hora de la aglomeración se acercaba. La gente estaba empezando a penetrar ya en la cafetería, y las mesas no se hallaban dispuestas aún.

Tenía que dejarlo en eso, pero no permanentemente. Lo rechazó hacia el fondo de su mente, de donde lo extraería cuando tuviese tiempo… donde podría permanecer siempre, sin variar y esperando a ser resuelto.


Las circunstancias lo tenían cogido en una trampa. Pronto tendría que acudir a un instituto.

Allí tendría que aprender a dar precisamente las respuestas que se esperaban de él, y no otras. Sus estudios se desarrollaban bien, y no había dificultades en cuanto a la beca del Tecnológico de Massachussets. Pero eso exigía mucho de su atención.

Veía a Edith con mucha frecuencia. Cada vez que la llamaba, era siempre con la esperanza de que esa vez sucedería algo; se pelearían, se fugarían, o harían algo lo bastante dramático para resolver de un golpe las cosas. Sus citas eran siempre torturadoras por esa razón, y nunca se mostraban casuales el uno con el otro. El se había dado cuenta de que gradualmente había dejado que su cabello creciese castaño oscuro, y que había cesado de vivir por medio de los cheques que le mandaban sus padres. Pero no tenía idea alguna de lo que podía significar eso. Había encontrado trabajo en un almacén de la calle Catorce, y se había trasladado a un piso vecino, donde algunas veces se visitaban. Pero él no había conseguido otra cosa sino colocarse en una posición en la que, con cada paso que daba para resolver un problema, no conseguía sino hacer peor el otro. De manera que fluctuaba entre ellos. El y Edith raramente se besaban. Jamás se habían entregado al amor carnal.

El siguió trabajando en Espresso Maggiore hasta que los estudios comenzaron a arrebatarle demasiada parte de su tiempo. A menudo hablaba con Bárbara en los escasos momentos de ocio de la jornada. Pero ahora eran simplemente dos personas que trabajaban en el mismo lugar y que se ayudaban la una a la otra a luchar contra el aburrimiento. De las únicas cosas que podían hablar era del trabajo, sus estudios o lo que sucedería a su novio ahora que había sido formado el Gobierno de las Naciones Aliadas y los hombres americanos podían llegar a ser trasladados a las instalaciones técnicas australianas. No había nadie con quien pudiera hablar de cosas importantes.

El otoño de 1968 abandonó Nueva York para dirigirse a Boston. No trabajaba desde enero, había dejado de estar en contacto con su tío y Bárbara. Sus relaciones con Edith eran de tal índole que en ellas no había nada sobre la que pudiera escribir en sus cartas. Intercambiaban tarjetas postales en Navidad de cada año.

El trabajo en el Tecnológico era extenuante. Se daba por supuesto que el cincuenta por ciento de los estudiantes que asistían a las clases no se graduarían, y los que tenían el firme propósito de continuar sus estudios apenas disponían del tiempo necesario para dormir. Lucas raramente dejaba el claustro. Durante tres años hizo un trabajo de estudiante de carrera, y después continuó estudiando hasta conseguir su doctorado. Durante siete años vivió estrictamente en el mismo universo de bolsillo.

Antes incluso de haber alcanzado su grado de vio el comienzo de la cadena lógica que iba a acabar en el K-Ochenta y ocho. Cuando recibió su doctorado, fue destinado inmediatamente a un proyecto de investigación para el gobierno americano y durante años vivió entregado a una investigación tras otra, ninguna de ellas substancialmente diferente de cualquier curso académico. No se le obligó a cumplir el servicio militar. Cuando entregó sus primeros estudios sobre el proyecto K-Ochenta y ocho fue trasladado a una instalación del G.N.A. Cuando los resultados experimentales demostraron que el proyecto era digno de ser desarrollado fueron puestos a su disposición un equipo y un laboratorio, y, una vez más, se convirtió en esclavo de los planes, de las rutinas, de las áreas restringidas. Aunque era libre de pensar, sólo tenía un mundo en el que desenvolverse.

Mientras era aún miembro del Instituto Tecnológico, le había enviado Edith el anuncio de su compromiso matrimonial. Añadió el hecho al problema enterrado, y permaneció cuidadosamente salvaguardado por su perfecta memoria, esperando, a través de veinte años, a que tuviese tiempo libre para pensar.

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