CAPITULO VII

El avión comenzó a iniciar su final descenso sobre Long Island, para dirigirse al aeropuerto internacional de Nueva York, y la azafata del bar le pidió a Rogers y al hombre que ocuparan sus asientos.


El hombre elevó graciosamente su vaso, colocó el borde contra la cavidad que hacía las veces de boca y apuró su bebida. Depositó el vaso y la rejilla se movió para ocupar su lugar. Se enjugó la barbilla con una servilleta de papel.

—El alcohol es muy malo para el acero con mucho carbón como componente, ¿sabe? — le dijo a la azafata.

Había pasado la mayor parte del viaje en la sala del bar, pidiendo de vez en cuando una bebida, fumando a intervalos, sosteniendo un vaso o un cigarrillo en su mano de metal. Los pasajeros y la tripulación se habían visto obligados a acostumbrarse a él.

—Sí, señor — dijo cortésmente la azafata.

Rogers sacudió la cabeza. Mientras seguía al hombre a lo largo del pasillo hacia sus asientos, dijo:

—No si es acero puro, Mr. Martino. He visto los análisis metalúrgicos referentes a usted.

—Sí — repuso el hombre, y hebilló su cinturón y dejó que sus manos descansaran ligeramente sobre sus rodillas —. Usted los ha visto. Pero esa azafata no los ha visto. — Se colocó el cigarrillo en la boca y dejó que se hundiese allí, sin encender, mientras el avión se inclinaba. Miró a través de la ventanilla que había a su lado —. Es raro — dijo —. Había olvidado ya que se llegaba a una hora tan temprana de la mañana.

En el momento en que el avión tocó la pista, moderó la marcha y comenzó a rodar hacia la rampa de salida, el hombre se deshebilló el cinturón del asiento y encendió su cigarrillo.

—Parece que hemos llegado — dijo convencionalmente, y se levantó —. Ha sido un agradable viaje.

—Muy bueno — repuso Rogers, mientras desataba su propio cinturón.

Miró hacia Finchley, que estaba al otro lado del pasillo, y sacudió la cabeza cuando el hombre del F.B.I. elevó las cejas. No había duda alguna: quienquiera fuese aquel hombre, lo iban a pasar bastante mal con él. Tanto si era Martino como si no.

—Bien — dijo el hombre —. Supongo que no volveremos a vernos socialmente de nuevo, Mr. Rogers. Apenas sé si es conveniente decirle adiós o no.

Rogers le tendió la mano sin pronunciar palabra.

La mano derecha del hombre fue cálida y firme.

—Será bueno volver a ver otra vez Nueva York. Hacía casi veinte años que no estaba aquí. ¿Y usted, Mr. Rogers?

—Unos doce. Nací aquí.

—¡Oh! ¿De veras?

Se movieron lentamente a lo largo del pasillo hacia la puerta trasera. El hombre caminaba delante de Rogers.

—Entonces estará contento de haber regresado. Rogers se encogió de hombros incómodamente.

La risa del hombre fue triste.

—Perdone. ¿Sabe usted?, por un momento había olvidado realmente que este no es un viaje de placer para ninguno de nosotros.

Rogers no supo lo que responder. Siguió al hombre pasillo abajo, hasta el lugar donde las azafatas les entregaron sus abrigos. Salieron a la escalera movible. Los ojos de Rogers se hallaban al nivel de la parte superior de la cabeza descubierta del hombre.

En la pista había un grupo de fotógrafos con sus cámaras apuntadas hacia el hombre y disparando sus flashs en una serie de agudos resplandores.

El hombre intentó volverse sobre la escalera movible. Su dura mano se aferró al hombro de Rogers cuando intentó apartarlo de su paso. El trenzado que había detrás de la rejilla de su boca estaba fuera de la vista. Rogers oyó cerrarse bruscamente las dos hojas con las que trituraba los alimentos.

Entonces Finchley se las ingenió para pasar junto a ellos y comenzó a bajar por la escalera movible. Mientras descendía se introdujo la mano en el bolsillo para sacar la cartera y luego la chapa del F.B.I. resplandeció brevemente bajo los fulgores de luz. Los fotógrafos se detuvieron.

Rogers respiró hondamente y apartó de su hombro la mano del hombre.

—Muy bien — dijo con suavidad, bajando cuidadosamente la mano del hombre, como si ya no estuviera sujeta a nada —. Todo va bien, hombre. La situación ha sido dominada. El maldito piloto debe de haber radiado algo. Finchley tendrá que hablar con los editores de los periódicos y con los jefes de los servicios telegráficos. No queremos que propaguen la noticia por todo el mundo.

El hombre comenzó a descender y abandonó con inseguridad la escalera movible cuando llegaron al suelo. Murmuró algo que debió ser gracias o una balbuceante excusa. A Rogers le alegró no haberle oído.

—Nosotros nos ocuparemos de la cuestión de las noticias. De lo único que tendrá que preocuparse usted es de las gentes con quienes se encuentre, pero por lo que he visto, creo que sabrá manejarlas perfectamente.

Los resplandecientes ojos de Martino se volvieron salvajemente hacia Rogers.

—Es que usted no me ha observado con demasiada atención — gruño.


Esa tarde Rogers se hallaba en la oficina local del departamento de Seguridad del G.N.A. amasándose de vez en cuando el hombro mientras hablaba. Veintidós hombres estaban sentados en ordenadas filas de sillas, y tomaban notas en cuadernos que reposaban sobre los anchos brazos de las sillas.

—Muy bien — dijo Rogers con voz cansada —. Todos ustedes tienen copias del dossier de Martino. Es muy completo, pero para nosotros no es sino un principio. A todos ustedes se les asignarán misiones oficiales cuando tengan que comenzar a trabajar, pero quiero que cada uno de ustedes sepa lo que se espera que el equipo haga en su totalidad. Cualquiera de ustedes puede llegar a descubrir algo que quizá no le parezca importante a menos de que dispongamos de todo el cuadro. Lo que deseamos es el diagrama de un hombre, desde el último capilar a… — Sus labios se retorcieron —. Remache. Por medio de sus informes individuales vamos a establecer una perfecta descripción de él que nos lo dirá todo desde el día en que nació hasta el momento en que se produjo la explosión en el laboratorio. Deseamos saber qué alimentos le agradan, qué cigarrillos fuma, qué vicios tiene, qué clase de mujeres favorece, y por qué. Deseamos una lista de los libros que lee… y qué es lo que le agrada en ellos. Casi todos ustedes no van a hacer otra cosa sino una intensa investigación sobre él. Cuando hayamos acabado, prácticamente podremos leer su mente.

Rogers dejó que su mano cayese a su costado. — Porque por su mente es por lo único que podemos llegar a reconocerle — prosiguió —. Algunos de ustedes van a recibir la misión de vigilarlo directamente. Serán sus informes los que comparemos con las investigaciones. De manera que tendrán que ser muy detallados, muy precisos. Recuerden que él sabe que está siendo vigilado. Eso quiere decir que gran parte de sus actos estarán encaminados a confundirles. Será en las pequeñas cosas donde podrá cometer algún error. Observen con quién habla, pero presten la misma atención a la forma en que enciende los cigarrillos.

Hizo una pausa.

—Pero recuerden que tienen que vérselas con un genio. Es o Lucas Martino o un agente soviético, pero, quienquiera que sea, es más inteligente que cualquiera de nosotros. Tendrán que afrontar eso, tenerlo bien presente, y recordar que nosotros somos muchos más y que disponemos de un sistema. Naturalmente — añadió con cierto tono de frustración —, también él puede ser parte de un sistema. Pero ellos serían mucho más listos si lo dejaran proceder por su propia cuenta.

De nuevo se detuvo.

—Sí verdaderamente se trata de un agente soviético, entonces tenemos que preguntarnos por qué ha sido enviado aquí. Puede ser que esperen seriamente que vuelvan a destinarlo al programa de desarrollo tecnológico. Si es así, en estos momentos se encuentra en un agujero, pues no tiene a dónde ir. Tal vez haga un intento para salir de la Esfera Aliada. Permanezcan atentos a eso. Pero también puede ser que se encuentre aquí por otra razón. Tal vez los soviéticos se han figurado que lo íbamos a manejar tal como lo estamos haciendo. Si es así, son muchas las clases de conejos que puede comenzar a sacar del sombrero. Estamos enteramente convencidos de que no es una bomba humana o un arsenal andante lleno de ocultos rayos mortíferos y otras cosas así. Estamos convencidos, pero quizá estamos equivocados. Vigílenlo MUY atentamente si comienza a comprar materiales electrónicos o cualquier cosa con la que pueda construir algo.

Suspiró.

—En cuanto a aquellos que se van a encargar de investigar su historia, si alguna vez insinúa en el curso de una conversación una idea que tenga cierto cariz subversivo, deseo saberlo inmediatamente. No sé en qué consiste ese K-Ochenta y ocho, en lo que él trabajaba, pero sus efectos deben ser terribles. Creo que todos apreciaremos el que no construya uno de ellos en la habitación trasera de alguna parte.

Otra vez suspiró.

—Muy bien. Preguntas.

Un hombre levantó la mano.

—Mister Rogers.

—¿Si?

—¿Qué me dice del otro aspecto de este problema? Yo supongo que en Europa hay un equipo tratando de penetrar la organización soviética en cuyas manos se ha encontrado él.

—En efecto. Pero sólo lo hacen porque se comprende que tenemos que prestar atención a todos los cabos sueltos. No llegarán a ninguna parte. Los soviéticos tienen a un individuo llamado Azarín que es el equivalente a un jefe de seguridad de sector. Es muy bueno en su trabajo. Es como un muro de piedra. Si logramos pasar a través de él será por pura suerte. Si no lo conozco mal, todas aquellas personas que de una forma u otra han estado relacionadas con este suceso por ahora se hallarán ya en Ubezkistan, y los informes habrán sido destruidos, si es que alguna vez han existido tales informes. Se una cosa: había algunos hombres que yo creía haber conseguido plantar allí. Han desaparecido. ¿Más preguntas?

—Sí, señor. ¿Cuánto tiempo cree usted que transcurrirá antes de que podamos saber a qué atenernos con todas seguridad sobre ese individuo?

Rogers se limitó a mirar al hombre.


Rogers se hallaba a solas en su oficina cuando Finchley penetró. Afuera comenzaba a oscurecer, y la habitación estaba sombría a despecho de la lámpara que brillaba en la mesa de Rogers. Finchley tomó una silla y esperó, mientras Rogers plegaba sus gafas de lectura y las introducía en el bolsillo superior.

—¿Cómo han ido las cosas? — preguntó.

—Me he preocupado de todo. Prensa, noticiarios y televisión. No le van a hacer esa clase de publicidad.

Rogers asintió con la cabeza.

—Estupendo. Si permitimos que lo conviertan en un monstruo de barraca de ferias, perderemos nuestra última oportunidad. Ya será bastante difícil tal como están las cosas. Gracias por haber hecho usted todo el trabajo, Finchley. Jamás podremos hacer sobre él ninguna observación exacta.

—No creo que tampoco a él le hubiese gustado esa situación — repuso Finchley.

Rogers le miró durante un momento.

—Cuando se trata de algo relacionado con las noticias, ¿no hay nada que se halle en un nivel más elevado que el F.B.I.?

—En efecto. Haré que el G.N.A. se mantenga al margen de ello.

—Estupendo. Gracias.

—Esa es una de las cosas por las que yo estoy aquí. ¿Qué ha hecho Martino después de lo que ha ocurrido en el aeropuerto?

—Ha tomado un taxi para dirigirse a la ciudad y lo ha abandonado en la esquina de la Calle Doce y la Séptima Avenida. Allí hay un ambigú. Ha tomado un bocadillo y un vaso de leche. Después ha caminado hacia Greenwich Avenue, y Greenwich abajo hasta la Sexta Avenida. Por la Sexta abajo ha llegado a la Calle Cuatro. Hace unas cuantas horas estaba paseando por todas esas calles.

—Ha aparecido de nuevo en público. Sólo para demostrar que no ha perdido los nervios.

—Eso es lo que parece. Ha producido una moderada excitación. Las gentes se vuelven para mirarle, pero pocos son los que le señalan con el dedo. A eso se limita todo. No se trata de nada de lo que él no pueda hacer caso omiso. Por supuesto hasta ahora no se ha preocupado de buscar alojamiento. Yo diría que en los últimos momentos se sentía un poco perdido. El próximo informe tiene que llegar dentro de media hora… o más pronto si sucede algo drástico. Ya veremos. Estamos haciendo investigaciones en el ambigú.

Finchley alzó la vista.

—Usted sabe que todo este asunto hiere, ¿verdad?

—Sí. — Rogers frunció el ceño —. ¿Qué quiere darme a entender con eso?

—Ya lo ha visto usted en el avión. Estaba muriendo a pulgadas, pero no lo ha demostrado ni una vez. Se ha colocado delante de sesenta personas extrañas y les ha refrotado la cara con lo que es, sólo para demostrarse a sí mismo, para demostrárnoslo a nosotros y demostrarlo a ellos que no está dispuesto a meterse a rastras en un agujero. Los ha engañado a ellos, y nos ha engañado a nosotros. No se parece a ningún ser de los que caminan por esta tierra, y ha demostrado que era un hombre tan bueno como cualquiera de nosotros.

—Eso lo sabemos perfectamente.

—Y después, justamente cuando lo ha conseguido, el mundo se presenta y le atiza con demasiada dureza. Se ha visto a sí mismo propagado por todo el mundo aliado en una página entera a todo color. Y ha comprendido que iba a ser catalogado como monstruo para toda la vida. Bien, ¿quién no se hubiera tambaleado ante ese terrible golpe? A mí me ha sucedido en el curso de mi vida, y supongo que también a usted le ha ocurrido.

—Me imagino que sí.

—Pero él ha logrado ponerse de pie. Se ha colocado en una acera para que todo el mundo en Nueva York pueda mirarle, y lo ha soportado. Sabía lo que se siente al recibir un golpe, y ha ido en busca de más. Eso es ser un hombre, Rogers… ¡Maldita sea, eso es ser un hombre!

—¿Qué hombre?

—Maldita sea, Rogers, déles un poco de tiempo y la oportunidad adecuada y no hay un agente secreto que los soviéticos no puedan falsificar. No tenemos un solo hombre al que no puedan reemplazar con un falso agente si desean hacerlo realmente. Nadie, nadie en todo el ancho mundo, puede demostrar quién es, pero nosotros esperamos que este hombre lo haga.

—Tenemos que esperarlo. No podemos hacer otra cosa al respecto. Ese hombre tiene que demostrar quién es.

—Podría ser sencillamente colocado en algún lugar donde fuera inofensivo.

Rogers se levantó para acercarse a la ventana. Sus dedos juguetearon con el cordón de la persiana.

—Ningún hombre es inofensivo en ninguna parte de este mundo. Puede sentarse y no hacer nada, pero está aquí, y todos los demás hombres tienen que resolver el problema de quién es y cómo piensa porque hasta que el problema no haya quedado resuelto, ese hombre es peligroso. El G.N.A. hubiera podido decidir ponerle en una isla desierta, sí. Y probablemente él no habría podido hacer nada. Pero los soviéticos puede que tengan el K-Ochenta y ocho. Y el verdadero Martino puede seguir aún entre ellos. Si consideramos esta posibilidad, ese hombre, aun colocado en una isla desierta, podría ser el hombre más peligroso del mundo. Hasta que no tengamos pruebas, eso exactamente es lo que es, sin que poco importe donde se encuentre. Si hemos de obtener pruebas, las obtendremos aquí. Si no las vamos a obtener, entonces permaneceremos lo bastante próximos a él para detenerlo si resulta no ser nuestro Martino. Esta es la situación, Finchley, y ni usted ni yo podemos impedirlo. Ninguno de los dos seremos lo que bastante viejos para coger el retiro antes de él muera.

—Escuche, maldita sea, Rogers, todo eso lo sé perfectamente. No es mi intención volverme de espaldas a la situación. Pero no hemos cesado de vigilar a ese hombre desde el preciso instante en que cruzó la frontera. Lo hemos vigilado, vamos a seguir vigilándole, porque ésa es la misión que se nos ha encomendado, pero en lo que a mí se refiere…

—¿Cree usted que es Martino?

Finchley se detuvo.

—No tengo prueba alguna que lo indique así.

—Pero no puede evitar pensar que es Martino. ¿Por qué sangra? ¿Por qué lloraría si tuviese lágrimas? ¿Por qué se muestra temeroso y desesperado, y sabe que no tiene a donde ir? — Las manos de Rogers se aferraron espasmódicamente al cordón de la persiana —. ¿No nos ocurre eso a todos? ¿No somos todos seres humanos?

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