Algis Budrys ¿Quién?

CAPITULO I

Era cerca de medianoche. El viento soplaba del río, Gimiendo bajo los puentes de hierro afiligranado, y las veletas en forma de gallo que había sobre los oscuros y viejos edificios tenían la cabeza apuntada hacia el Norte.

El sargento de la Policía Militar había alineado a sus hombres de la escuadra de recepción a ambos lados de la calle empedrada. Bloqueando la calle había una puerta con portillo de cemento y una barrera de madera a listas negras y blancas. Los faros de los super-jeeps de la PM y los del sedán del Gobierno de las Naciones Aliadas arrancaban destellos a los sólidos cascos contra motines de los hombres de la escuadra. Sobre sus cabezas había un cartel de luces fluorescentes:


ABANDONAN LA ZONA ALIADA

ENTRAN EN LA ZONA SOVIÉTICA

En el aparcado sedán, Shawn Rogers esperaba junto con un hombre del Ministerio de Asuntos Exteriores del G.N.A. Rogers era jefe de seguridad de aquel sector del G.N.A. para administrar el distrito fronterizo de la Europa Central. Esperaba pacientemente, sus verdes ojos con expresión de melancolía en la oscuridad.

El representante del Ministerio de Asuntos Exteriores miró su reloj de pulsera de oro.

—Estarán aquí con él dentro de un minuto… — Con la punta de los dedos tamborileó sobre la cartera de negocios —. Si se ajustan a su plan.

—Vendrán puntualmente — repuso Rogers —. Así es como proceden ellos. Lo han retenido durante cuatro meses, pero ahora se presentarán puntualmente para demostrar su buena fe.

A través del parabrisas y sobre los hombros del silencioso conductor, miró hacia la entrada con portillo. Los guardias foronterizos soviéticos que había al otro lado —eslavos y rechonchos asiáticos con informes chaquetas acolchadas— se esforzaban en hacer caso omiso de la escuadra aliada. Se hallaban agrupados en torno al fuego que ardía en un bidón de gasolina delante de su cabaña a rayas negras y blancas. Mantenían las manos extendidas sobre las llamas. Al hombro llevaban sus metralletas de cañón protegido, y colgaban torpe y desmañadamente. Hablaban y bromeaban, y ninguno se preocupaba de vigilar la frontera.

—Mírelos — dijo avinagradamente el hombre del Ministerio de Asuntos Exteriores —. No se preocupan de lo que hacemos. No les importa que nos hayamos presentado aquí con una escuadra armada.

El hombre del Ministerio de Asuntos Exteriores era de Ginebra, que se encontraba a quinientos kilómetros de distancia. Rogers llevaba ya siete años en aquel sector. Se encogió de hombros.

—Todos somos viejos conocidos. Hace ya cuarenta años que se encuentra aquí esta frontera. Saben que no vamos a comenzar a disparar, y también nosotros sabemos que no van a emplear las armas. No es aquí donde se libra la guerra.

Miró de nuevo a los agrupados soviéticos, y recordó una canción que había oído años antes: «Da el derecho a hablar al camarada con la metralleta». Se preguntó si, al otro lado de la frontera, conocían ellos esa canción. Eran muchas las cosas referentes al otro lado de la frontera que deseaba saber. Pero sus esperanzas eran escasas.

La guerra se libraba a través de los archivos de todo el mundo. Las armas eran la información:

Las cosas que uno sabía, las cosas que uno descubría sobre ellos, las cosas que ellos sabían sobre ti. Las naciones aliadas enviaban agentes al otro lado de la frontera, o bien hacía años que los tenían allí, y procedían con los medios a su disposición.

No muchos de esos agentes conseguían obtener abundante información. De forma que era preciso reunir todos los informes que se recibían, esperando que no fuesen demasiado erróneos, y al final, si uno era listo, sabía lo que los soviéticos iban a hacer en su próxima maniobra.

También ellos se habían infiltrado a este lado de la frontera. No muchos de sus agentes conseguían grandes informaciones, o al menos uno podía estar razonablemente seguro de que no las obtenían, pero al final, también ellos descubrían qué iban a hacer las naciones aliadas en su próxima maniobra. De manera que ninguno de los dos bandos hacía nada. Uno trataba de investigar en todas las direcciones y cuando más profundamente se intentaba llegar, más difícil resultaba. A pequeña distancia de ambos lados de la frontera habla algo de luz. Más allá, sólo reinaba una oscura e impenetrable niebla. Pero uno tenla la esperanza de que algún día se inclinaría en su favor.

El hombre del Ministerio de Asuntos Exteriores trataba de sofocar su impaciencia hablando.

—¿Por qué diablos le dimos a Martino un laboratorio situado tan cerca de la frontera?

Rogers sacudió la cabeza.

—No lo sé. Yo no soy el encargado de las cuestiones estratégicas.

—Bien, ¿por qué no conseguimos enviar un equipo de rescate justamente después de haberse producido la explosión?

—Lo enviamos. Sólo que el de ellos llegó primero. Se movieron más de prisa y por eso pudieron llevárselo.

Se preguntó si había sido una simple cuestión de suerte.

—¿Por qué no hemos podido arrancarlo de sus garras?

—Mis tácticas no se desenvuelven en ese nivel. Sin embargo, supongo que nos hubiera procurado complicaciones raptar de un hospital a un hombre gravemente herido.

—Y el hombre era de nacionalidad americana. ¿Qué si hubiese muerto? Los equipos de la propaganda soviética hubieran puesto manos a la obra para demoler a los americanos, y al ser convocado el Congreso del G.N.A. ninguna de las naciones aliadas se habría apresurado a aportar su parte para el presupuesto de los siguientes años.

Rogers gruñó. Esa era la clase de guerra que estaban librando.

—Creo que es una situación ridícula. Un hombre importante como Martino se encuentra en sus manos, y nosotros no podemos hacer nada. Es absurdo.

—En situaciones así es en las que tienen ustedes que intervenir, ¿no?

El representante del Ministerio de Asuntos Exteriores le dio otro giro a la conversación.

—Me pregunto cómo se lo está tomando. Tengo entendido que quedó en muy malas condiciones después de la explosión.

—Bien, ahora es un convaleciente.

—Me han dicho que perdió un brazo. Pero supongo que ellos se habrán ocupado de eso. Son Muy buenos en prótesis, ¿sabe? Ya allá por el mil novecientos cuarenta mantenían vivas cabezas de perro con corazones mecánicos y cosas así.

—Hum.

«Un hombre desaparece al otro lado de la frontera», estaba pensando Rogers, «y envías agentes para que den con él. Poco a poco, empiezan a llegar los informes. Ha muerto, dicen. Ha perdido un brazo, pero vive. Está moribundo. No sabemos dónde se encuentra. Ha sido trasladado a Novoya Moskva. Se halla aquí mismo, en esta ciudad, en un hospital. Al menos, tienen a alguien en un hospital de aquí. ¿En qué hospital?»

Nadie lo sabía. Y no había posibilidad de descubrir más. Lo que se sabía había sido pasado al Ministerio de Asuntos Exteriores, y las negociaciones habían comenzado. Los de este lado habían cerrado los puestos fronterizos. Los del otro bando casi habían derribado un avión aliado. Los aliados habían aprisionado a algunos barcos pesqueros. Y al final, no a causa de lo que habían hecho los de este lado, sino por alguna razón que sólo ellos conocían, los del otro bando habían dado su brazo a torcer.

Y durante todo este tiempo, un hombre del bando aliado había permanecido en uno de sus hospitales, roto y herido, esperando a que sus amigos hicieran algo por él.

—Circula el rumor de que se hallaba a punto de acabar algo llamado K-Ochenta y ocho — continuó el representante del Ministerio de Asuntos Exteriores —. Teníamos orden de no ejercer demasiada presión, por temor a que se diesen cuenta de lo muy importante que es. Pero naturalmente, era preciso que lo recuperáramos, de forma que tampoco podíamos ser demasiado suaves. Un delicado asunto.

—Lo comprendo.

—¿Cree usted que han conseguido arrancarle el secreto del K-Ochenta y ocho?

—En su bando tienen a un hombre llamado Azarín. Es muy diestro en esas cosas.

«¿Cómo puedo saberlo yo hasta que no haya hablado con Martino? Pero Azarín es condenadamente diestro. Y me pregunto si todos esos rumores no debieran ser evitados a toda costa.»

Al otro lado de la entrada con portillo dos faros resplandecieron, giraron hacia un lado y se detuvieron. La portezuela trasera de un Tatra fue abierta bruscamente, y al mismo tiempo uno de los guardias soviéticos se acercó a la entrada con portillo y empujó la barrera. El sargento de la PM aliada dio una orden para que sus hombres quedasen en posición de firmes.

Rogers y el representante del Ministerio de Asuntos Exteriores descendieron de su coche.

Un hombre se apeó del Tatra y se aproximó a la entrada con portillo. Vaciló en la línea fronteriza y después caminó de prisa entre las dos filas de hombres de la PM.

—¡Santo Dios! — musitó el representante del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Las luces de los faros arrancaron como una llovizna de reflejos azulados del hombre, que acababa de cruzar la frontera. En su mayor parte era metal.


Traía uno de los informes y parduscos trajes civiles soviéticos, zapatos toscos y camisa a rayas pardas. Las mangas del traje eran demasiado cortas, y por ellas sobresalían mucho sus manos. Una era de carne y la otra no. Su cráneo era un ovoide de pulido metal completamente sin facciones, exceptuando una reja en el lugar donde debiera haber estado su boca, y unas cavidades en forma de media luna, curvándose hacia arriba en los extremos, por donde sus ojos atisbaban. Al final de las dos filas de soldados se inmovilizó, y pareció sentirse incómodo. Rogers se acercó a él, y le tendió la mano.

—¿Lucas Martino?

El hombre asintió con la cabeza.

—Sí.

Era su mano derecha la que se encontraba en buenas condiciones. La tendió y Rogers se la estrechó. Su apretón fue fuerte y ansioso.

—Me alegra encontrarme aquí.

—Mi nombre es Rogers. Este señor es mister Haller, del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Haller estrechó mecánicamente la mano de Martino, mirándolo con fijeza.

—¿Cómo está usted? — preguntó Martino.

—Muy bien, gracias — balbuceó el representante del Ministerio de Asuntos Exteriores —. ¿Y usted?

—El coche está ahí, mister Martino — terció Rogers —. Pertenezco a la oficina de Seguridad del sector. Le agradecería que viniese conmigo. Cuanto antes le entreviste, antes habrá acabado todo esto.

Rogers tocó el hombro de Martino y le empujó ligeramente hacia el sedán.

—Sí, desde luego. No hay necesidad alguna de que nos demoremos.

El hombre caminó con el mismo paso rápido de Rogers y montó en el coche antes que él. Haller penetró por el otro lado para colocarse junto a Martino, y entonces el conductor hizo girar el coche y emprendió la marcha hacia la oficina de Rogers. Detrás de ellos, los hombres de la PM se instalaron en sus jeeps y los siguieron. Rogers miró hacia atrás a través de la ventanilla trasera del coche. Los guardias fronterizos soviéticos los seguían con la mirada.

Martino permanecía rígidamente sentado contra el tapizado, las manos sobre el regazo.

—Es maravilloso regresar — dijo con voz esforzada.

—Cualquiera pensaría así — dijo Haller —. Después de lo que esos…

—Creo que mister Martino no ha dicho lo que considera que se espera digan las personas que se encuentran en su situación. Dudo muchísimo que le parezca maravilloso nada.

Haller observó con cierta sorpresa a Rogers.

—Ha sido usted completamente rudo, mister Rogers.

—Me siento rudo.

Martino miró al uno y después al otro.

—Por favor, que no sea yo quien les obligue a discutir — dijo. — Lamento ser causa de disturbio. ¿No será de alguna ayuda el que les diga que sé qué aspecto ofrezco y que por ahora estoy acostumbrado a él?

—Lo siento — repuso Rogers —. No era mi propósito enzarzarme en una disputa a causa de usted.

—Por favor, acepte mis excusas también — añadió Haller —. Me doy cuenta de que, a mi propia manera, también yo he sido tan rudo como mister Rogers.

Martino dijo:

—Y de esta manera, nos hemos ofrecido excusas los unos a los otros.

«Así es», pensó Rogers. «Todo el mundo está contrito.»

Ascendieron por la rampa que servía de puerta lateral del edilicio donde estaba instalada la oficina de Rogers, y el conductor detuvo el coche.

—Muy bien, Mister Martino, aquí es donde nos apeamos — dijo Rogers —. Haller, ¿usted comenzará a trabajar en seguida en su oficina?

—Inmediatamente, mister Rogers.

—De acuerdo. Supongo que su jefe y mi jefe podrán comenzar a establecer un plan de acción con respecto a esto.

—Estoy completamente seguro de que el papel de mi ministerio en este caso ha concluido una vez que mister Martino ha regresado a salvo — replicó delicadamente mister Haller —. Mi intención es irme a la cama después de que haya hecho mi informe. Buenas noches, Rogers. Ha sido un placer trabajar con usted.

—Gracias.

Se estrecharon la mano brevemente. Rogers se apeó del coche detrás de Martino y penetró con él a través de la puerta lateral.

—Se ha desembarazado de mí más bien de prisa, ¿no? — comentó Martino mientras Rogers le dirigía hacia una escalera que conducía al sótano.

Rogers gruñó:

—Por esta puerta, por favor, mister Martino.

Salieron a un estrecho corredor con puertas a ambos lados, con un linóleo gris en el suelo y paredes de cemento pintadas. Rogers se detenía durante un momento en cada una de las puertas y las miraba.

—Creo que esta servirá. Por favor entre conmigo, mister Martino.

Se sacó del bolsillo un manojo de llaves y abrió la puerta.

La habitación era pequeña. Había una litera colocada contra una de las paredes, pulcramente hecha con una almohada blanca y una manta del ejército muy estirada. Había también una mesa pequeña y una silla. Una lámpara iluminaba la habitación, y en una de las paredes había dos puertas, una que conducía a un reducido tocador y la otra a un compacto cuarto de baño.

Martino miró en torno suyo.

—¿Aquí es donde celebra siempre sus entrevistas con los que regresar del otro lado de la frontera? — preguntó suavemente.

Rogers sacudió la cabeza.

—Me temo que no. Tendré que pedirle que por el momento permanezca aquí.

Salió de la habitación sin darle a Martino tiempo a reaccionar. Cerró la puerta y le echó la llave. Se tranquilizó un poco. Se reclinó contra la sólida puerta de metal y encendió un cigarrillo, con sólo un ligero temblor en la punta de los dedos. Después echó a andar rápidamente pasillo abajo hacia el ascensor automático para subir al piso donde se encontraba su oficina. Cuando encendió las luces, torció la boca al pensar en lo que dirían sus hombres cuando comenzara a llamarlos, obligándolos con ello a abandonar la cama.

Tomó el aparato telefónico que había sobre su mesa. Pero primero tenía que hablar con Deptford, el jefe del distrito. Marcó el número.

Deptford contestó en seguida.

—¿Diga?

Rogers había esperado encontrarlo despierto.

—Rogers, mister Deptford.

—Hola, Shawn. Estaba esperando su llamada. ¿Ha ido todo bien con Martino?

—No, señor. Necesito que un equipo de emergencia se presente aquí lo más de prisa posible. Necesito a un… no sé cómo demonios lo llaman… un hombre entendido en aparatos mecánicos en miniatura, con tantos ayudantes competentes como le permitan. También deseo que venga un experto en el arte de la vigilancia. Y un psicólogo. Ambos deben traer también el personal necesario, y convenientemente autorizado. Quiero que estos tres hombres claves vengan aquí esta noche o mañana por la mañana. La cantidad de hombres que van a necesitar es una cosa que deben decidir ellos mismos, pero deseo disponer de las autorizaciones para que ningún sello rojo les impida iniciar su trabajo. Lamento muchísimo el que a nadie se le haya ocurrido jamás ahondar en el personal clave lleno de alergias a la droga de la verdad.

—Rogers, ¿qué es lo que ocurre? ¿Qué es lo que anda mal? Sus oficinas no se hallan equipadas para un proyecto como ése.

—Lo siento, señor. No me atrevo a trasladarlo. En esta ciudad hay demasiados lugares sensitivos. Lo he traído aquí y lo he introducido en una celda. He tomado todas las malditas precauciones posibles para que ni siquiera se acerque a mi oficina. Dios sabe en pos de qué va, o qué puede ser capaz de hacer.

—Rogers… ¿ha atravesado Martino esta noche la frontera o no la ha atravesado?

Rogers vaciló.

—No lo sé — contestó.


Rogers hizo caso omiso de la habitación llena de hombres que esperaban y permaneció mirando los dos dossiers, no tanto pensando como agrupando sus energías.

Ambos dossiers estaban abiertos en la primera página. Uno era grueso, y estaba lleno de los resultados de una investigación de seguridad, de informes, de resúmenes sobre el progreso de la carera y de todos los demás datos que a lo largo de los años se acumulan en torno a un empleado del gobierno. En un rótulo decía: Martino, Lucas Anthony. La primera página se componía de los acostumbrados datos de identificación: altura, peso, color de los ojos, color del cabello, fecha de nacimiento, huellas dactilares, plano dental, marcas o cicatrices capaces de distinguirle. Había una serie de fotografías que le habían sido tomadas desnudo. Eran la parte delantera, la parte trasera y los dos perfiles de un hombre musculoso de rasgos controlados y agradablemente inteligentes y de nariz ligeramente gruesa.

El segundo dossier era mucho más delgado. En realidad, en la carpeta no había nada sino las fotografías, y en el rótulo decía: Ver Martino, L.A. (?). Las fotografías mostraban a un hombre musculoso con amplias cicatrices que, como un chal hecho de cuerda, se deslizaban diagonalmente desde su costado izquierdo, a través del pecho, por su espalda y por sus hombros. Su brazo izquierdo estaba mecánicamente levantado hasta lo alto del hombro y parecía haber sido injertado directamente en su musculatura pectoral y dorsal. Tenía espesas cicatrices alrededor de la base del cuello, y una cabeza metálica.

Rogers se levantó de detrás de la mesa y miró a los hombres del equipo especial que permanecían a la espera.

—¿Bien?

Barrister, el inglés perito en servomecanismos, se quitó de los dientes el extremo de la pipa.

—No sé. Es completamente difícil decir algo, definitivo sobre la base de unas pruebas que sólo han durado unas cuantas horas. — Respiró hondamente —. Si quiere que me exprese con entera exactitud, le diré que estoy haciendo pruebas, pero que no tengo idea alguna de lo que mostrarán, si es que muestran algo, o si ello será pronto o tarde. — Hizo un ademán de desesperación —. No hay manera alguna de penetrar en alguien que se encuentra en esa condición. No nos ha sido posible penetrar su superficie. La mitad de nuestros instrumentos resultan inútiles. Hay tantos componentes eléctricos en sus partes mecánicas que, todas las lecturas que tomamos, son enormemente borrosas. Ni siquiera podemos hacer una cosa tan simple como determinar el amperaje que han utilizado. Cada vez que realizamos una prueba, le producimos daño. — Bajó la voz en tono de excusa —. Le hace gritar.

Rogers hizo una mueca.

—¿Pero es Martino?

Barrister se encogió de hombros.

De repente Rogers dejó caer el puño contra la superficie de su mesa.

—¿Qué demonios vamos a hacer?

—Emplear un abrelatas — sugirió Barrister.

En el silencio que siguió, Finchley, que tenía la misión de ayudar a Rogers por encargo del Federal Bureau of Investigation americano, dijo:

—Vean esto.

Tocó un interruptor y el proyector cinematográfico que había traído comenzó a zumbar mientras él se movía para ir apagando las luces de la habitación. Apuntó el proyector hacia una pared blanca e hizo que la película comenzara a girar.

—Ha sido tomada desde encima de su cabeza — explicó —. Con luz infrarroja. Creemos que no ha podido verla. Creemos que estaba dormido. Martino — Rogers tenía que pensar en él dándole ese nombre contra su voluntad — vacía en la litera. La media luna visible de su cara se hallaba cerrada desde el interior, y no había sino los bordes de un flexible trenzado para marcar sus contornos. Debajo, la venda, centrada justamente sobre la aguda curva de la mandíbula, estaba abierta de par en par. La impresión que producía era la de un hombre sin cabello con los ojos cerrados y respirando a través de la boca. Tuvo la sensación de que ese hombre no respiraba.

—Esto ha sido tomado hacia las dos de hoy — dijo Finchley —. Ha permanecido en esa litera durante un poco más de hora y media.

Rogers frunció el ceño ante el matiz de frustración que captó en la voz de Finchley. Sí, era pavoroso no poder decir sí un hombre dormía o no. Pero no merecía la pena obrar si todos iban a permitir que se desequilibraran sus nervios. Estuvo a punto e decir algo al respecto, pero de pronto se dio cuenta de que le dolía el pecho. Relajó los hombros y sacudió la cabeza.

En la película se produjo un sonido.

—Muy bien — dijo Finchley —. Ahora escuchen.

La banda sonora de la película comenzó a emitir.

Martino había empezado a azotar la litera, y su metal arrancaba chispas a la pared.

Rogers parpadeó.

Bruscamente, el hombre comenzó a balbucear en sueños. Las palabras brotaban, y cada sílaba era clara. Pero las palabras eran mucho más rápidas que lo normal, y la voz era desesperada:

—¡Nombre! ¡Nombre! ¡Nombre!

—Nombre Lucas Martino, nacido en Bridgetown, Nueva Jersey, el diez de mayo de mil novecientos cuarenta y ocho, sobre…

—¡Media vuelta! ¡Atención… de frente…! ¡Marchen!

—¡Nombre! ¡Nombre! ¡Atención… Alto!

—Nombre Lucas Martino, nacido en Bridgetown, Nueva Jersey, el diez de mayo de mil novecientos cuarenta y ocho.

Rogers notó que Finchley le tocaba el brazo.

—¿Cree que le hicieron caminar?

Rogers se encogió de hombros.

—Sí, se trata de una verdadera pesadilla, y si ese hombre es Martino, entonces sí, parece como si le hubieran hecho caminar de un lado a otro en una pequeña habitación mientras le disparaban preguntas. Ya conoce su técnica: obligar a un hombre a mantenerse de pie, a moverse, mientras ellos no cesan de interrogarlo. Los equipos se turnan cada unas cuantas horas, de manera que siempre están frescos. Al sujeto no lo dejan ni dormir ni sentarse. Lo hacen caminar hasta que acaba por delirar. Sí, podría tratarse de eso.

—¿Cree usted que ha fingido?

—No lo sé. Pudiera haberío hecho. Pero también puede ser que estuviese dormido. Quizá es uno de sus hombres, y soñaba que nosotros intentábamos arrancarle su historia.

Al cabo de un rato, el hombre quedó quieto en la litera, los antebrazos rígidamente levantados desde los codos, las manos contraídas como rígidas garras. Parecía mirar directamente a la cámara con su cara de forma aerodinámica, y nadie hubiera podido saber si estaba despierto o dormido, pensando o no, temeroso o sintiendo dolor, o quién o qué era.

Finchley detuvo el proyector.


Rogers llevaba despierto treinta y seis horas. Había transcurrido ya todo un día desde que el hombre cruzó la frontera. Rogers se refrotó coléricamente los ardientes ojos cuando penetró en su apartamento. Fue dejando sus prendas en un desordenado reguero sobre la vieja y raída alfombra mientras se dirigía al cuarto de baño. Al hurgar en el armarito de las medicinas para buscar un Alka-Seltzer, envidió a los membrudos hombrecitos como Finchley, que podían estar despiertos durante días sin que su estómago se resintiera de ello.

Los rechinantes tubos llenaron lentamente de agua caliente la bañera mientras él se afeitaba con una navaja. Se pasó los dedos a través del espeso, rizado cabello rojo y frunció el ceño al ver la caspa que se había desprendido.

«Dios», pensó extenuadamente, «tengo treinta siete años y estoy destrozado»

Y cuando se deslizó en la bañera y sintió los efectos del agua caliente en la estropeada cadera donde le habían acertado con una piedra durante un tumulto, se miró el vientre, cuyo abultamiento no podía disminuir ya ningún ejercicio, y el pensamiento se hizo aún más intenso. «Unos pocos años más y seré una verdadera ruina. Cuando venga el tiempo húmedo, esta cadera me va a hacer pasar ratos malísimos. Antes era capaz de permanecer de pie dos o tres días seguidos, pero eso no voy a poder hacerlo de nuevo nunca más. Algún día voy a intentar efectuar algún ejercicio que podía hacer la semana anterior, y no me va a ser posible realizarlo. Y algún día también voy a tomar una decisión o voy a hacer cualquier cosa que tenga que salir bien. Yo sabré que va salir bien… pero saldrá mal. Empezaré a hacer cosas mal, y después de cada una de ellas me entrarán sudores al recordar cómo me he equivocado. La idea empezará a preocuparme, a acosarme, y tendré que vivir con dexedrina. Si los jefes se dan cuenta de ello a tiempo, me proporcionarán un hermoso empleo inofensivo en un rincón cualquiera. Y si no se dan cuenta a tiempo, uno de estos días Azarín acabará por derrotarme completamente, y entonces los niños de todo el mundo hablarán chino.»

Se estremeció. El teléfono sonó en la sala de estar.

Salió de la bañera, se apoyó cuidadosamente en el borde y se envolvió en una de las grandes toallas del tamaño de una manta, las cuales se iba a llevar consigo a los Estados si alguna vez lo destinaban allí. Se dirigió a la mesita donde estaba el teléfono y tomó el aparato.

—¿Diga?

—¿Mr. Rogers?

Reconoció la voz de uno de los telefonistas del Ministerio de la Guerra.

—Sí.

—Mister Deptford desea hablar con usted. No cuelgue, por favor.

—No.

Esperó, lamentando que el paquete de los cigarrillos estuviera al otro lado de la habitación, junto a la cama.

—¿Shawn? En su oficina me han dicho que estaba en casa.

—Sí, señor. Empezaba ya a serme difícil mantener encima la camisa.

—Estoy aquí, en el ministerio. Hace apenas un instante que he hablado con el subsecretario de Seguridad. ¿Cómo van las cosas en ese asunto de Martino? ¿No ha llegado aún a ninguna conclusión definitiva?

Rogers pensó en los términos de su respuesta.

—No, señor. Lo siento. Hasta ahora no hemos dispuesto sino de un día.

—Sí, lo sé. ¿Tiene usted idea de cuánto tiempo más necesitará?

Rogers frunció el ceño. Tenía que calcular cuánto tiempo podrían desear malgastar.

—Yo diría que nos llevará una semana — contestó, albergando una esperanza.

—¿Tanto?

—Me temo que sí. El equipo se ha formado y trabaja con regularidad ahora, pero las cosas están resultando sumamente difíciles. Es como un enorme huevo.

—Ya veo. — Deptford respiró hondamente de una forma que se oyó con mucha claridad a través del teléfono —. Shawn, Karl Schwenn me pregunta si sabe usted lo muy importante que es para nosotros Martino.

Rogers respondió tranquilamente:

—Puede decirle al señor subsecretario que conozco mi oficio.

—Muy bien, Shawn. No era su propósito regañarle. Simplemente deseaba estar seguro.

—Lo que usted quiere decir ese que le está acosando.

Deptford vaciló.

—Alguien le está acosando a él también, ¿sabe? — A pesar de todo, yo preferiría que hubiese un menos de disciplina teutónica en este departamento.

—¿Ha dormido usted últimamente, Shawn?

—No señor. Haré los informes diariamente, y cuando hayamos resuelto esto le telefonearé.

—Muy bien, Shawn. Se lo diré. Buenas noches.

—Buenas noches, señor.

Cogió el aparato. Volvió a introducirse en la bañera, Y yació allí con los ojos cerrados. delante el dossier de Martino se deslizara por el primer plano de su cerebro.

Sin embargo, era muy poco lo que había en informe. El hombre media cinco pies y once pulgadas de estatura. Su peso era superior a las doscientas sesenta y ocho libras. Sus hombros se habían inclinado, pero el bulto de su cráneo de platino salvaba al parecer la diferencia que había en la cuestión de la estatura.

En la actual descripción de su persona no había nada más que fuese aprovechable. En ella no decía nada de los ojos, el cabello o la tez. Tampoco se decía nada de la fecha de nacimiento, aunque un filósofo le había atribuido una edad, la cual, dentro los acostumbrados límites de error, correspondía a 1948. ¿Huellas dactilares? ¿Marcas cicatrices por las que se le pudiera distinguir?

La sonrisa de Rogers fue amarga. Se secó, dándoles patadas envió a un rincón sus prendas sucias y se vistió. Volvió a penetrar en el cuarto de baño, se introdujo en el bolsillo el cepillo de dientes, estuvo un momento pensando, añadió el tubo de Alka-Seltzer y regresó a su oficina.


Eran las primeras horas de la mañana del segundo día. Rogers miró a Willis, el sicólogo, que permanecía sentado al otro lado de su mesa.

—Si de todas maneras iban a entregamos a Martino — preguntó Rogers —, ¿por qué se han tomado tantas molestias con él? No hubiera necesitado toda esa quincallería sólo para mantenerse vivo. ¿Por qué lo han convertido en un objeto de exhibición?

Willis se frotó con la mano la cara.

—Si suponemos que es Martino, verdaderamente no se comprende por qué nos lo han entregado. Estoy de acuerdo con usted. Si desde el principio hubiesen estado dispuestos a entregárnoslo, probablemente se habrían limitado a ponerle unos parches al viejo estilo. En lugar de ello, se han tomado muchísimas molestias para reconstruirlo lo más parecidamente posible a un ser humano funcionable.

—Lo que yo creo que ha sucedido es que ellos sabían que les sería útil. Esperaban mucho de él, y deseaban que fuese físicamente capaz de entregarles sus descubrimientos. Es muy probable que ni por un momento se hayan preocupado del aspecto que ahora ofrece para nosotros. Oh, no hay duda de que se han molestado en vestirlo con un mínimo de lo absolutamente necesario… pero quizá era a él a quien deseaban impresionar. En todo caso, posiblemente han pensado que se mostraría agradecido a ellos y les proporcionaría una especie de cuña. Y no descontemos la idea de excitar su admiración puramente profesional. Sobre todo teniendo en cuenta que es un físico. Eso podría ser un puente entre él y su cultura. Si ésta ha sido una de sus consideraciones, yo diría que una técnica sicológica excelente.

Rogers encendió un nuevo cigarrillo, e hizo mueca ante su sabor.

—Ya nos hemos enfrentado otras veces con problemas de esta especie. Podemos barajar casi todas las ideas que deseemos y hacer encajar algunos de los pocos hechos que conocemos. ¿Y qué nos demuestra eso?

—Bien, como he dicho, puede ser que jamás hayan tenido el propósito de permitir que volviéramos a verlo de nuevo. Si trabajamos partiendo la base de esta presunción, entonces ¿porqué al fin lo han dejado irse? Aparte de la presión que hemos ejercido sobre ellos, digamos que él no ha cooperado. Digamos que al final han visto que no iba a ser la mina de oro que ellos esperaban. Digamos que van a planear algo diferente… el Mes próximo o la semana próxima. Mirándolo de esta manera, es comprensible que nos lo hayan entregado, pues puede ser que se hayan imaginado que, si nos devolvían a Martino, les sería mucho más fácil llevar a cabo su próxima maniobra.

—Todo, eso son demasiadas suposiciones. ¿Qué es lo que él dice al respecto?

Willis se encogió de hombros.

—Dice que le hicieron algunas proposiciones.

Decidió, que eran simple cebo y las rechazó. Dice que lo interrogaron, pero que no se fue de la lengua.

—¿Lo considera usted posible?

—Todo es posible. No le han vuelto loco aún. Eso es algo en sí mismo. Ha sido siempre un individuo firmemente equilibrado.

Rogers emitió un sonido despectivo.

—Escuche, ellos vuelven loco a todo el mundo cada vez que desean hacer eso. ¿Por qué no él?

—No digo que no lo hayan vuelto loco. Pero hay una posibilidad de que diga la verdad. Quizá no dispusieran de suficiente tiempo. Quizá él tuvo la ventaja sobre sus acostumbrados sujetos. El hecho de que no tenga facciones movibles y un ciclo respiratorio convulso por los que ellos hubiesen podido ver cuándo se hallaba próximo al borde del derrumbe, puede haberles ayudado.

—Si — asintió Rogers —. Empiezo a darme cuenta de esa posibilidad.

—Y los latidos de su corazón tampoco son un indicador, debido a la gran parte de peso que tiene que soportar su instalación eléctrica. Me han dicho que todo su ciclo metabólico es impuro.

—No puedo comprenderlo — dijo Rogers —. No puedo comprenderlo en absoluto. O es Martino o no lo es. Los soviéticos se toman todas esas molestias. Y luego nos lo devuelven. Si es Martino, sigo sin comprender qué es lo que esperan conseguir. No puedo aceptar la idea de que no esperan conseguir algo. Ellos no son así.

—Tampoco nosotros somos así.

—Desde luego. Escuche, constituimos dos bandos, y ambos estamos convencidos de que el equivocado es el otro. Este siglo transformará la forma de vivir del mundo para los próximos mil años. Cuando son tales las cosas que se hallan en juego, uno procura mucho no dar pasos en falso. Si no es Martino, sin duda alguna saben que no lo aceptaremos sin cerciorarnos profundamente que se trata de él. Si su idea es jugarnos una mala partida imponiéndonos a un individuo falso, entonces son más torpes de lo que dan a entender sus últimas realizaciones. Pero si es Martino, ¿por qué lo han dejado irse? ¿Se ha pasado a ellos? Dios sabe que se han hecho soviéticos siete países de los que jamás hubiéramos sospechado tal cosa.

Se frotó la parte superior de la cabeza.

—Por lo pronto, han conseguido que tengamos que quebrarnos la cabeza a causa de ese tipo.

Willis asintió con la cabeza agriamente.

—Lo se. Escuche, ¿cuánto es lo que sabe usted sobre los rusos?

—¿Sobre los rusos? Tanto como lo que sé sobre otros soviéticos. ¿Por qué?

Willis contestó con reluctancia.

—Bien, es una gran equivocación generalizar sobre estas cosas. Pero algo que estamos obligados a tener en cuenta en la guerra sicológica es la idea que los eslavos tienen de una broma. Particularmente los rusos. No ceso de pensar que, tanto si la cosa comenzó así como si no, cada uno los que lo saben todo sobre ese tipo están riéndose de nosotros ahora. Les gustan muchísimo las bromas prácticas, especialmente aquéllas en las que alguien sangra un poco. Tengo una visión de los muchachos de Novoya Moskva congregados en torno a unas botellas de vodka y riendo, riendo y riendo.

—Eso es estupendo — dijo Rogers — Estupendísimo. — Se pasó la mano por la mandíbula, nos ayuda mucho.

—He creído que usted disfrutaría.

—¡Maldita sea, Willis, tengo que quebrar esa concha suya! No podemos permitir que ande por ahí libre y como un caso sin resolver. Martino es uno de los mejores en su especialidad. Habrá que pensar en él siempre, porque sus ideas serán indispensables en cada uno de los proyectos que llevemos a cabo en los próximos diez años. Estaba trabajando en ese asunto llamado K-Ochenta ocho. Y los soviéticos lo han tenido en su poder durante cuatro meses. ¿Qué es lo que han extraído de él? ¿Qué es lo que le han hecho? ¿Lo tienen aún consigo?

—Comprendo… — dijo lentamente Willis —. Me doy cuenta de que puede haberlo dicho casi todo, incluso haberse convertido en un activo agente. Pero, con relación a este asunto suyo, si no es Martino en absoluto… francamente, es algo que no puedo creer. ¿Qué me dice de las huellas dactilares de su mano sana?

Rogers lanzó una maldición.

—Su hombro derecho es una masa de tejido cicatrizado. Si pueden sustituir los ojos, los oídos y los pulmones por partes mecánicas, si pueden motorizar un brazo e injertarlo en una persona, ¿de qué medios podemos valemos para saber a qué atenernos?

Willis se puso pálido.

—Lo que usted quiere decir… es que pueden falsificarlo todo. Es positivamente el brazo derecho de Martino, pero eso no quiere decir necesariamente que sea Martino.

—Exactamente.


El teléfono sonó. Rogers giró sobre su litera y tomó el aparato de la mesita que había junto a él.

—Rogers — murmuró —. Sí. mister Deptford.

Los números luminosos de su reloj flotaban ante sus ojos, y parpadeó agudamente para afirmarlos. Las once y media de la noche. Había dormido un poco menos de dos horas.

—Hola, Shawn. En estos momentos tengo delante de mí su tercer informe diario. Lamento haber tenido que despertarle, pero la verdad es que no parece que haga usted muchos progresos, ¿verdad?

—Lleva usted razón. En cuanto a haberme despertado, quiero decir. No, no estoy haciendo grandes progresos en este asunto.

La oficina se hallaba oscura, a excepción de la franja de luz que se filtraba por debajo de la puerta que conducía al pasillo. En el otro lado del pasillo, en una oficina más grande que Rogers había requisado, unos especialistas en la materia estaban comparando y evaluando los informes que habían hecho Finchley, Barrister, Willis y todos los demás. Rogers podía oír débilmente el incesante tecleteo de las máquinas de escribir y de las máquinas I.B.M.

—¿Podría ser de algún valor el que yo bajase ahí?

—¿Para hacerse cargo de la investigación? Adelante. Cuando quiera.

—Deptford no dijo nada durante un momento. Después preguntó:

—¿Podría ir yo más de prisa que usted?

—No.

—Eso es lo que le he dicho a Karl Schwenn. A pesar de todo le ha confiado el asunto, ¿eh? Shawn, no tenía otro remedio que hacerlo. Todo el programa del K-Ochenta y ocho hace meses que permanece suspendido. A ningún otro proyecto del mundo se le hubiera permitido permanecer abandonado durante tanto tiempo. A la primera duda concerniente a su seguridad, habría pasado a convertirse en una cuestión de simple rutina. Usted lo sabe. Y el interés que ahora se siente debe darle a entender lo muy importante que el K-Ochenta y ocho. Creo que se da cuenta de lo que sucede en estos momentos en África. Es preciso que nosotros dispongamos de algo para mostrarlo. Tenemos que acallar a los soviéticos… al menos hasta que ellos hayan desarrollado algo capaz de estar a la altura de lo nuestro. El ministerio está ejerciendo presión sobre el departamento para que sea tomada una rápida decisión sobre ese hombre.

—LO siento, señor. A ese hombre lo hemos desmontado casi literalmente como a una bomba. Pero no hemos llegado a ningún resultado que nos permita demostrar de qué clase de bomba se trata.

—Debe haber algo.

—Mister Deptford, cuando nosotros enviamos un agente al otro lado de la frontera, lo proveemos de todos los documentos de identidad. Vamos aún más lejos. Le llenamos los bolsillos con monedas soviéticas, las llaves de sus puertas soviéticas, sus cigarrillos soviéticos, sus peines soviéticos. Le damos una de su billeteras, con sus recibos y los tickets de sus lavanderías. Le damos fotografías de parientes y muchachas hechas con la clase de papel que ellos emplean y sus productos químicos, y sin embargo, cada uno de esos productos salen de nuestras fábricas y jamás han visto el otro lado de la frontera.

Deptford suspiró.

—Lo sé. ¿Cómo se lo toma él?

—No puedo decírselo. Cuando uno de nuestros hombres pasa al otro lado de la frontera, dispone siempre de una historia bien urdida. Es un mecánico de automóviles, un panadero o un conductor de tranvías. Y si es uno de nuestros buenos hombres, y para los asuntos importantes sólo enviamos a los mejores, entonces, no importa lo que suceda, no importa lo que hagan, sigue siendo un panadero o un conductor de tranvías. Se muestra tan perplejo como se mostraría un verdadero conductor de tranvías. Si es necesario, sangra, chilla y muere como un conductor de tranvías.

—Sí — dijo con voz tranquila Deptford —. SI, así es. ¿Supone usted que Azarín se pregunta alguna vez si quizá ese hombre es un agente o realmente es un conductor de tranvía?

—Tal vez lo hace, señor. Pero no puede siempre obrar como si lo hiciese, pues de otra manera no podría llevar a cabo su tarea.

—De acuerdo, Shawn. Pero hemos de tener resuelto el caso pronto.

—Lo sé.

Al cabo de un rato. Deptford preguntó:

—¿He sido bastante rudo con usted, ¿verdad, Shawn?

—Algo.

—Usted siempre ha resuelto los asuntos para mí.

La voz de Deptford fue serena, y después Rogers oyó el peculiar ruido de los resecos labios de un hombre cuando abrió la boca para humedecerlos.

—Muy bien. Explicaré la situación a los jefes, y usted haga lo que pueda.

—Sí, señor. Gracias.

—Buenas noches, Shawn. Vuelva a dormirse, si puede.

—Buenas noches, señor.

Rogers colgó. Sentado, miró la oscuridad que había en torno a sus pies. «Es extraño», pensó. «Deseé tener una educación, y mi familia vivía a media manzana de distancia de los muelles de Brooklyn. Deseaba ser capaz de saber lo que era imperativo categórico y reconocer una cita de Byron cuando la oyese. Deseaba llevar una chaqueta de tweed y fumar una pipa bajo un roble cualquier parte. Y, durante los veranos, mientras asistía a la escuela superior, trabajaba para una compañía de seguros y en tal sentido hacía investigaciones sobre ciertas reclamaciones. Así, cuando se me presentó la oportunidad de aspirar a beca del G.N.A., no la desaproveché, me incorporaron a los que se sometían a un interinato para el departamento de Seguridad. Y aquí estoy, sin haber pensado jamás en ello de una manera u otra. Tengo una buena hoja de servicios, condenadamente buena. Pero ahora me pregunto si no hubiera hecho mucho mejor en dedicarme a cualquier otra cosa.»

Después, lentamente se puso los zapatos, se acercó a la mesa y encendió la luz.


La semana estaba a punto de terminar. Comenzaban a saber cosas, pero ninguna de ellas les era la más leve utilidad.

Barriston depositó sobre la mesa de Rogers los primeros bocetos de ingeniería.

—Creemos que así es como trabaja su cabeza. Es una cosa difícil, puesto que no nos es posible emplear los rayos X.

Rogers miró el boceto y gruñó. Barriston comenzó a indicar algunos detalles específicos, usando el tallo de su pipa para ello.

—Este es el montaje de sus ojos. Tiene visión binocular con enfoque servomotorizado y giratorio. Los motores son accionados por esta pila en miniatura que hay aquí, en la cavidad de su pecho. Lo mismo ocurre con el resto de sus componentes artificiales. Es interesante hacer notar que tiene una completa selección de filtros para los cristalinos de sus ojos. Se los han hecho castaños. De esta manera puede ver el infrarrojo si lo desea.

Rogers escupió una hebra de tabaco que se le había quedado adherida al labio inferior.

—Eso es interesante.

Barrister dijo:

—Aquí, a cada lado de los dos ojos hay dos pickups acústicos. Son sus orejas. Sin duda consideraron que era mejor reunirlos para que ambas funciones quedaran albergadas en esta apertura central del cráneo. Es direccional, pero no tan efectivo como Dios se propuso. Hay algo más el ventanillo que cierra esta apertura es completamente duro, acorazado, para proteger todos esos delicados componentes. El resultado es que se queda sordo cuando cierra los ojos. Probablemente a causa de ello duerme con mayor reposo.

—Cuando no finge pesadillas, si.

—O cuando no las tiene. — Barrister se encogió de hombros —. Eso no es de mi competencia.

—Desearía que tampoco fuese de la mía. Y ahora, ¿qué me dice de este otro agujero?

—¿De su boca? Bien, sobre la mandíbula operable hay otra falsa y fija, probablemente para proteger el mecanismo. Sus verdaderas mandíbulas, los dientes y, sus conductores salivares son artificiales. Su lengua no lo es. El interior de la boca es un material plástico, Teflón probablemente, o algún otro de su especie. A mis hombres les está resultando bastante difícil demostrarlo para someterlo a análisis. Pero él se muestra cooperante en lo que se refiere a dejarnos extraer muestras.

Rogers se lamió los labios.

—Muy bien, de acuerdo — dijo bruscamente —. ¿Pero qué relación tiene todo eso con su cerebro. Cómo lo opera?

Barrister sacudió la cabeza.

—No lo sé. Lo usa todo como si hubiera nacido con ello, de manera que hay alguna clase de relación entre sus centros nerviosos voluntarios y autónomos. Pero no sabemos aún exactamente cómo está hecho. Como le he dicho, se muestra cooperante, pero yo no soy el hombre indicado para comenzar a desmontar todo eso, puesto que con toda seguridad no sabría volver a montarlo otra vez. Todo cuanto sé es que en alguna parte, detrás de esa maquinaria, un cerebro humano funciona en el interior de ese cráneo. Cómo lo han hecho los soviéticos es una cuestión muy diferente. Tiene que recordar que llevan mucho tiempo realizando esta clase de cosas.

Colocó otra hoja encima de la primera, sin prestar atención a la palidez en la cara de Rogers.

—He aquí su central eléctrica. En el dibujo está hecha de un modo basto, pero creemos que es sencillamente una ordinaria pila de bolsillo. Se halla localizada en el lugar donde están sus pulmones, próxima al fuelle que opera sus cuerdas vocales y el más ingenioso circulador de oxígeno del que yo he oído hablar. Proporciona energía eléctrica, por supuesto, y acciona su brazo, sus mandíbulas, su equipo audiovisual y todo lo demás.

—¿Se halla bien protegida la pila?

Barrister permitió que una considerable cantidad de admiración profesional se trasluciera en su voz.

—Lo suficiente bien para que podamos aplicarle los rayos X turbios. Hay una cierta pérdida de corriente, desde luego. Morirá dentro de unos quince años.

—Hum.

—Bien, hombre, si a ellos les hubiese preocupado el que viva o muera, nos habrían proporcionado fotocalcos azules.

—Lo único que a ellos les preocupa es el tiempo. Y si el hombre no es Martino, quince años pueden ser más que suficientes para ellos.

—¿Y si es Martino?

—Si es Martino, y si han logrado atraerlo con algunas de sus persuasiones, entonces quince años pueden ser más que suficientes para ellos.

—¿Y si es Martino y no han logrado atraérselo? Y si tras su nueva armadura, ¿sigue siendo el mismo hombre que siempre fue? ¿Y si no es el Hombre de Marte? ¿Y si es simplemente Lucas Martino, físico?

Rogers sacudió la cabeza lentamente.

—No lo sé. Me estoy quedando sin ideas para dar respuestas rápidas. Pero tenemos que descubrirlo. Antes de que sea demasiado tarde. Tal vez consigamos descubrir todo cuanto ha hecho o sentido, todo cuanto ha hablado y a quién, todo cuanto ha pensado.

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