VII

Así fue como todo empezó, pensaba Enoch, hacía casi cien años. Las divagaciones hechas al amor de la lumbre se convirtieron en realidad y la Tierra ya figuraba en todas las cartas galácticas, como estación de tránsito para muchos viajeros que iban de una a otra estrella. Que de momento fueron extraños para él, pero que ahora ya no lo eran. Ya no existían extraños. Bajo cualquier forma, bajo cualquier finalidad, para él todos eran personas.

Volvió a mirar la anotación del 16 de octubre de 1931 y la leyó rápidamente. Cerca del final, encontró esta frase:


Ulises dice que los thubanos del planeta VI son acaso los mayores matemáticos de toda la Galaxia. Han creado, según parece, un sistema de numeración superior a todos cuantos existen, especialmente valioso para el manejo de las estadísticas.


Cerró el libro y permaneció tranquilamente sentado en la sala, preguntándose si los estadísticos de Mizar X conocían la obra de los thubanos. Tal vez sí, se dijo, porque desde luego, algunas de las matemáticas que utilizaban se salían de lo corriente.

Apartó el libro registro a un lado y rebuscó en un cajón de la mesa, hasta encontrar la carta galáctica. La extendió sobre la mesa y la examinó con el ceño fruncido. Si pudiese estar seguro… Si conociese mejor las estadísticas de Mizar… Durante los últimos diez años o acaso más había trabajado en aquella gráfica, comprobando una y otra vez todos los factores con el sistema de Mizar, haciendo toda clase de pruebas para determinar si los factores que empleaba eran los que debía utilizar.

Levantó el puño cerrado y aporreó la mesa. ¡Si pudiese estar seguro! Bastaría con que pudiese hablar con alguien. Pero esto trataba de evitarlo, en lo posible, porque equivaldría a exhibir el desamparo y la desnudez de la especie humana.

El aún era humano. Era curioso, pensó, que aún siguiese siendo humano y que después de un siglo de relacionarse con aquellos seres de las estrellas, aún continuase siendo un hombre de la Tierra.

Porque, bajo muchos aspectos, había cortado ya sus vínculos con la Tierra. El único ser humano con el que ahora hablaba era el viejo Winslowe Grant. Sus vecinos lo rehuían y no había por allí otras personas, a menos que contase también a los que lo vigilaban, y a éstos los veía muy poco… sólo algún que otro atisbo de ellos, o sus puestos de observación.

Únicamente el viejo Winslowe Grant, con Mary y las demás gentes de las sombras, que a veces venían a pasar algunas horas con él, acompañándole en su soledad.

Éstas eran todas sus relaciones terrestres… el viejo Winslowe y la gente del reino de las sombras. Luego tenía las tierras de labor que se extendían en torno a la casa… pero no la casa, porque ésta ya era extraterrestre.

Cerró los ojos para recordar cómo era la casa en los tiempos de antaño. La cocina estaba en aquel mismo lugar donde entonces él se hallaba sentado, con el enorme fogón de hierro, negro y monstruoso, en aquel lado, mostrando su hilera de dientes de fuego por las rendijas de la parrilla. Arrimada a la pared estaba la mesa donde ellos tres comían. Se acordaba muy bien de aquella mesa, con la vinagrera, el vaso para las cucharas y el grupo de la mostaza, el rábano picante y el chile, como una especie de centro de mesa en medio del mantel a cuadros rojos que la cubría.

Recordaba una noche de invierno cuando él no tenía más de tres o cuatro años. Su madre se afanaba preparando la cena. Él estaba sentado en el suelo, en el centro de la cocina, jugando con unos maderos y escuchando el apagado aullido del viento en los aleros del tejado. Su padre había vuelto de ordeñar las vacas y cuando entró en la casa, una ráfaga de viento y un pequeño torbellino de nieve se colaron de rondón con él. Luego cerró la puerta y el viento y la nieve se quedaron fuera de la casa, condenados a las tinieblas exteriores y a la noche inclemente. Su padre dejó el cubo de leche que traía en el fregadero y Enoch vio que tenía la barba y las cejas cubiertas de nieve y que tenía escarcha en el bigote y las patillas.

Aún recordaba aquella imagen… los tres parecían maniquíes históricos puestos en el gabinete de un museo: su padre con la barba cubierta de nieve y las grandes botas de fieltro que le llegaban hasta la rodilla; su madre con el rostro arrebolado por trabajar frente al fogón y la cofia de encaje en la cabeza, y él echado en el suelo, jugando con los trozos de madera.

Había algo que recordaba tal vez con mayor claridad que todo lo demás. Había una gran lámpara puesta sobre la mesa y en la pared, detrás de ella, estaba colgado un calendario. El resplandor de la lámpara iluminaba como un foco la figura del calendario. Ésta representaba al viejo Santa Claus, montado en su trineo y siguiendo un camino a través de los bosques, mientras todos los pequeños moradores de la espesura salían a contemplar su paso. Una enorme luna se hallaba suspendida sobre los árboles y una gruesa alfombra de nieve cubría la tierra. Un par de conejos, sentados a la vera del camino, miraban con expresión inteligente al Papá Noel; al lado de los conejos había un ciervo, con un mapache un poco más allá, sentado sobre su cola anillada, mientras una ardilla y un pájaro contemplaban la escena desde la rama de un árbol. Santa Claus enarbolaba su látigo en gesto de salutación, tenía las mejillas coloradas y mostraba una alegre sonrisa.

Los renos que tiraban de su trineo se veían frescos, briosos y erguían orgullosos la cabeza.

Durante todos aquellos años aquel Papá Noel decimonónico corrió por las nevadas veredas del tiempo, con su látigo levantado para saludar alegremente a las bestezuelas del bosque. Y la lámpara de resplandor dorado lo acompañó en su cabalgata, esparciendo su viva claridad sobre la pared y el mantel a cuadros.

Eso quiere decir, pensó Enoch, que hay cosas que sobreviven… el recuerdo, el pensamiento y el agradable calorcillo de aquella cocina de su infancia, durante una inclemente noche invernal.

Pero lo que sobrevivía era el espíritu y la mente, pues todo lo demás era perecedero. Había desaparecido ya la cocina, habíase esfumado la estancia con su anticuado sofá y la mecedora; ya no quedaba nada del saloncito con su recargada elegancia de seda y brocado, ni el cuarto de respeto del primer piso y los dormitorios familiares del segundo.

Todo había desaparecido para convertirse en una sola habitación. El segundo piso y todos los tabiques se habían quitado, convirtiendo a la casa en una sola habitación enorme. A un lado de ella estaba la estación galáctica y al otro la vivienda para el guardián de la estación. En un rincón había una cama, una estufa cuyo funcionamiento no se basaba en ningún principio conocido en la Tierra y un refrigerador de construcción extraterrestre. Junto a las paredes se alineaban armarios y estantes, abarrotados de libros, revistas y periódicos.

Únicamente quedaba una cosa de los días de antaño, la única que Enoch no permitió que la brigada extraterrestre que montó la estación desmantelase: la antigua y maciza chimenea de mampostería y piedra que se alzaba junto a una pared del comedor. Aún seguía allí y era lo único que recordaba los días de antaño, el único objeto de origen terrestre, con su enorme y chamuscada repisa de roble tallada por su propio padre en un grueso tronco con una azuela, igualándola después a mano con un cepillo y papel de lija.

En la repisa de la chimenea y esparcidos en el estante y la mesa había objetos y artefactos que no eran de origen terrenal. Algunos de ellos ni siquiera tenían nombres terrestres. Eran multitud de regalos que le habían hecho sus amigos los viajeros, en el transcurso de muchos años. Algunos eran funcionales y otros sólo eran para mirar; algunos eran completamente inútiles porque apenas servían de nada para un miembro de la especie humana o no podían funcionar en la Tierra. Luego había muchos otros cuya finalidad ignoraba por completo, aunque los había aceptado, embarazado y musitando palabras de agradecimiento, de los viajeros bienintencionados que se los regalaron.

Y en el otro lado de la habitación se alzaba la intrincada masa de maquinaria, que llegaba hasta más allá del segundo piso, a la sazón inexistente, y que servía para enviar a los pasajeros a través del espacio que se extendía entre las estrellas.

Una posada, pensó, una posta, una encrucijada galáctica.

Arrolló la gráfica y volvió a guardarla en el cajón. Luego puso el libro registro en el lugar que ocupaba en el estante, entre los demás libros.

Dirigió una mirada al reloj galáctico de la pared y vio que era la hora de irse.

Arrimó la silla a la mesa y se puso la chaqueta colgada en el respaldo de la silla. Luego descolgó el rifle de los soportes que lo sostenían en la pared, y, volviéndose hacia ella, pronunció la palabra que tenía que decir. La pared se deslizó silenciosamente a un lado y él pasó por la abertura al pequeño anexo de mísero mobiliario. La pared volvió a cerrarse a su espalda y no quedó el menor resquicio en ella, aparentemente sólida y lisa.

Enoch salió del anexo al hermoso atardecer estival. Dentro de pocas semanas, pensó, habría los primeros signos del otoño y un extraño y frío temblor en el aire. Florecían los primeros junquillos y el día anterior había observado que algunos de los ásteres primerizos que crecían junto a la antigua cerca, empezaban a mostrar su color.

Dio la vuelta a la esquina de la casa y se dirigió hacia el río, bajando a grandes zancadas por el campo abandonado desde hacía muchos años e invadido por avellanos silvestres y algunos grupos de árboles.

Esto era la Tierra, pensó… un planeta hecho para el Hombre. Pero no solamente para el Hombre, porque también era un planeta para los zorros, los búhos y las comadrejas, para las serpientes, los saltamontes y los peces, para todas las demás formas de vida que pululaban en el aire, la tierra y el agua. Y no solamente estos seres indígenas, sino para otros seres que llamaban su hogar a otras Tierras, a otros planetas que, a pesar de hallarse a muchos años-luz de distancia, en el fondo eran iguales que la Tierra. Pues Ulises, los hazer y todos los demás podían vivir sobre este planeta, si necesario fuese, sin la menor incomodidad y sin tener que apelar a ayudas artificiales.

A pesar de que nuestros horizontes son tan dilatados, pensó, apenas los vemos. Incluso hoy en día, en que parten cohetes llameantes de Cabo Cañaveral para saltar las antiguas fronteras, apenas soñamos en su existencia.

Le asaltó de nuevo aquel acuciante deseo, casi doloroso, de decir a la humanidad todas aquellas cosas que había aprendido. No tanto las cosas concretas, aunque había muchas de ellas que la humanidad hubiera podido utilizar, sino las cosas de tipo general, el hecho no concreto y primordial de que existía inteligencia en todo el Universo, de que el Hombre no estaba solo, y que cuando descubriese la manera, ya no necesitaría volver a estar solo jamás.

Cruzó el campo y la faja de bosque y salió al gran espolón de roca que dominaba el acantilado junto al río. Se apostó en lo alto del espolón, como había hecho miles de otras mañanas, para contemplar el río, que discurría majestuosamente, azul y plateado, por las boscosas tierras bajas.

Viejas y antiguas aguas, musitó, hablando en silencio al río, vosotras lo habéis visto ocurrir todo: los frentes de los glaciares, de más de un kilómetro de altura, que avanzaron para cubrir la tierra y luego volverse hacia el polo centímetro a centímetro lanzando las aguas en fusión de los glaciares en una oleada que llenó aquel valle con una inundación como luego nunca volvió a conocer; el mastodonte, el tigre de dientes de sable y el castor grande como un oso que merodeó por estas viejas montañas e hicieron resonar la noche con sus clamoreos y sus trompeteos; los pequeños y silenciosos grupos de hombres que recorrían los bosques, trepaban por los riscos o remaban en toscas canoas en vuestra superficie, de un lado a otro y a lo largo del río, débiles por su cuerpo, fuertes por su decisión, y persistentes tal como ningún otro ser lo fue jamás; y hacía sólo muy poco tiempo, acudía otra raza de hombres con la cabeza llena de sueños, las manos de crueldad y la terrible certidumbre de un propósito aún mayor en sus corazones. Y antes de esto, porque aquél era un país más antiguo de lo que suele encontrarse, los otros tipos de vida, los numerosos cambios de clima y las alteraciones sobrevenidas en la misma Tierra. ¿Y qué piensas tú de eso?, preguntó al río. Porque tú guardas el recuerdo, tienes la perspectiva y el tiempo y ya debieras conocer la respuesta a esta pregunta, totalmente o en parte.

El Hombre también tendría respuesta a muchas de las preguntas si su existencia se remontase a varios millones de años… como las tendría dentro de varios millones de años a partir de aquella misma mañana estival, si aún existiese sobre la faz del planeta.

Yo podría ayudar algo, pensó Enoch. No podría darle las respuestas, pero podría ayudar al Hombre a buscarlas. Podría darle fe y esperanza, junto con una finalidad que antes nunca había tenido.

Pero sabía que no se atrevería a hacerlo.

Mucho más abajo, un gavilán describía perezosos círculos sobre el anchuroso curso del río. El aire era tan claro que Enoch se imaginó que podría contar las plumas de las alas desplegadas, si aguzaba la vista.

Aquel lugar casi parecía un lugar encantado, pensó. La amplia perspectiva, el aire límpido y la sensación de aislamiento, casi lindaban con la grandeza del espíritu. Parecía como si aquel fuese uno de esos lugares especiales que todos los hombres deben buscar por sí mismos, considerándose afortunados si alguna vez lo encuentran, porque hay también los que buscan y nunca lo hallan. Y lo que aún era peor, hay los que nunca lo han buscado.

Se irguió sobre la roca y su mirada abarcó el amplio panorama, observando el perezoso gavilán, los meandros del río y la verde alfombra de los árboles; su mente ascendió hasta llegar a aquellos otros lugares, hasta que le rodó la cabeza al pensarlo. Y entonces llamó su hogar a aquel sitio.

Se volvió lentamente, descendió de la roca y avanzó entre los árboles, siguiendo el sendero que él mismo había abierto en el transcurso de los años.

Pensó en bajar un poco por el monte para ir a ver la mata de nicaraguas rosadas, para conjurar en lo posible la belleza que volvería a ser suya en junio, pero pensó que no valía la pena hacerlo, porque aquellas flores estaban escondidas en un lugar recóndito y nada podía hacerles daño. Hubo un tiempo, hacía cien años, en que florecían en todas las colinas y él volvía a casa trayéndolas a brazadas, para que su madre las pusiese en la gran jarra marrón; entonces, durante un par de días, por la casa se esparcía su fragante perfume. Pero ahora se habían hecho muy escasas. Las idas y venidas del ganado que llevaban a pacer al monte y los recolectores de flores las habían expulsado de las colinas.

Algún otro día, se dijo, otro día antes de que viniesen las primeras heladas, volvería a visitarlas para asegurarse de que florecían de nuevo al llegar la primavera.

Se detuvo un momento para contemplar a una ardilla que retozaba en un árbol. Se puso en cuclillas para seguir con la mirada a un caracol que cruzaba el sendero. Hizo un alto al lado de un añoso árbol y examinó los dibujos que hacía el musgo sobre su tronco. Y siguió con el oído los errabundeos de un pajarillo que saltaba trinando de un árbol al otro.

Siguió el sendero hasta salir del bosque y continuó por el borde del campo, hasta llegar a la fuente que brotaba de la ladera.

Vio a una mujer sentada junto a la fuente y la reconoció en seguida: era Lucy Fisher, la hija sordomuda de Hank Fisher, que vivía allá abajo, junto al río.

Se detuvo para mirarla y pensó: ¡Cuán llena está de gracia y de belleza, la gracia y la belleza naturales de una criatura primitiva y solitaria!

Estaba sentada junto a la fuente con una mano levantada y sosteniendo en ella, con sus dedos largos y sensibles, un objeto coloreado y brillante. Tenía la cabeza muy erguida, con una viva expresión de alerta, y el cuerpo recto y esbelto, con aquella expresión vivaz y tranquila, casi de sorpresa.

Enoch avanzó despacio y se detuvo a tres pasos detrás de ella. Vio entonces que lo que tenía entre las yemas de los dedos era una mariposa de colores, una de esas grandes mariposas rojas y doradas que aparecen a fines de verano. Un ala del insecto estaba erguida y derecha, pero la otra estaba torcida y arrugada, y había perdido parte del polvillo que infundía brillo a su color.

Vio que la muchacha no sujetaba a la mariposa, sino que ésta se hallaba posada al extremo de uno de sus dedos, moviendo suavemente de vez en cuando su ala buena para mantener el equilibrio.

Pero él vio que se había equivocado al pensar que tenía la otra ala rota, porque entonces se apercibió de que en realidad, estaba doblada y deformada de un modo extraño.

En aquellos momentos se estaba enderezando lentamente y el polvillo (si es que lo había perdido) volvía a recubrirla. Por último se juntó con la otra ala.

Dio la vuelta a la muchacha para que ésta pudiese verlo y cuando ella lo vio, no dio un respingo de sorpresa. Esto era muy natural, pensó, porque ella ya debía de estar acostumbrada a que alguien viniese por detrás para presentarse de pronto ante ella.

Tenía la mirada radiante y él pensó que su rostro mostraba una expresión de santidad, como si hubiese experimentado un éxtasis del alma. Y de nuevo se preguntó, como hacía cada vez que la veía, qué debía ser la vida para ella, encerrada en un mundo de un silencio doble, incapaz de comunicarse con sus semejantes. Acaso no fuese totalmente incapaz de comunicarse, pero al menos tenía vedado aquel libre curso de comunicación a que todo ser humano por su nacimiento tenía derecho.

Sabia que se hicieron varios intentos para llevarla a una escuela de sordomudos, pero todos fracasaron. Una vez se escapó y estuvo perdida varios días, hasta que por último la encontraron y la devolvieron a su casa. En otras ocasiones se encerró en una terca desobediencia, negándose a secundar los esfuerzos de sus maestros.

Al verla sentada allí con la mariposa, Enoch pensó que comprendía la razón de ello. Ella tenía un mundo, pensó, un mundo suyo, uno al que ella estaba acostumbrada y en el que sabía cómo moverse. En aquel mundo no era una persona lisiada, como a buen seguro lo hubiera sido si la hubiesen obligado a vivir a medias en el mundo humano normal.

¿Qué bien podían hacerle el alfabeto manual de los sordomudos o el arte de leer los labios, si esto le arrebataba su extraña serenidad espiritual interior?

Ella era una criatura de los bosques y las montañas, de las flores de primavera y de las bandadas de aves otoñales. Conocía aquellas cosas, vivía con ellas y, en cierta manera extraña, formaba parte específica de ellas. Ella vivía aparte en una vieja y perdida habitación del mundo natural. Ocupaba un lugar que el Hombre había abandonado desde hacía mucho tiempo, si es que en realidad alguna vez lo vio. Allí estaba sentada, entonces, con la mariposa silvestre rojidorada posada en la punta del dedo, resplandeciéndole en el rostro aquella expresión viva y expectante, y tal vez también de triunfo. Vivía, pensó Enoch, con una intensidad que no podía compararse a la de ningún otro ser viviente.

La mariposa extendió las alas, se alejó flotando de su dedo y se fue revoloteando, tranquila, sin miedo, por encima de la hierba silvestre y los narcisos del campo.

Ella se volvió para seguirla con la mirada hasta que desapareció cerca de la cumbre de la colina, hasta donde trepaba el viejo campo, y luego se volvió hacia Enoch. Sonrió e hizo un movimiento aleteante con las manos, como el de las alas rojas y doradas, pero en él había algo más… una sensación de felicidad y una expresión de bienestar, como si quisiera decir que el mundo era muy hermoso.

Si yo pudiese enseñarle la pasimología de mis amigos galácticos, pensó Enoch… entonces podríamos hablar los dos casi tan bien como con las palabras del idioma humano. Si dispusiese de tiempo, pensó, esto no sería demasiado difícil, porque el lenguaje galáctico de signos se basaba en un proceso natural y lógico que hacia que resultase casi instintivo, cuando se había captado su principio fundamental.

En la Tierra hubo también en la antigüedad lenguaje de signos, y ninguno de ellos estuvo tan desarrollado como el que tuvieron los aborígenes de Norteamérica, con el resultado de que un amerindio, fuese cual fuese su idioma, podía hacerse entender entre otras muchas tribus.

Pero aun así, el lenguaje por signos de los indios no pasaba de ser unas muletas que permitían caminar renqueando cuando no se podía correr, mientras el de la Galaxia era un idioma en sí mismo, que podía adaptarse a numerosos medios y diferentes métodos de expresión. Fue creado en el transcurso de miles de años, con las aportaciones de muchos pueblos distintos, para ser refinado y depurado y pulido en el transcurso de los siglos, hasta que en la actualidad era una herramienta para la comunicación que se sostenía por sus méritos propios.

Había necesidad de semejante herramienta, porque la Galaxia era una babel. Incluso la ciencia galáctica de la pasimología, pese a hallarse muy perfeccionada, no podía superar todos los obstáculos ni garantizar la comunicación fundamental mínima, en ciertos casos. Pues no sólo había millones de idiomas, sino también aquellas otras lenguas que no eran fonéticas, porque las especies que las hablaban eran incapaces de emitir sonidos. Y ni siquiera el sonido servia cuando la especie hablaba en ultrasonidos, que otros oídos no podían percibir. Existía la telepatía, desde luego, pero por cada especie telépata había otras mil que no lo eran. Había muchas que solamente utilizaban lenguajes de signos o mímicos y otras que únicamente podían comunicarse mediante un sistema escrito o pictográfico, e incluso algunas que tenían pizarras químicas incorporadas a su organismo. Y había aquella especie ciega, sorda y sin habla de las misteriosas estrellas del extremo opuesto de la Galaxia, que empleaba el que acaso fuese el más complicado de todos los lenguajes galácticos: un código de señales que discurrían por su sistema nervioso.

Enoch ocupaba aquel puesto desde hacia casi un siglo, y, aun así pensó, y pese a contar con la ayuda del lenguaje universal de signos y el traductor semántico, que apenas pasaba de ser un triste (aunque complicado) artilugio mecánico, aún a veces tenía grandes dificultades en comprender lo que muchos de ellos decían.

Lucy Fisher tomó una copa que tenía al lado, una copa hecha con una tira doblada de corteza de abedul y la introdujo en la fuente. Luego la tendió a Enoch y éste se acercó a tomarla, arrodillándose para beber. La copa rústica no era completamente hermética y el agua se escurrió de ella por su brazo, mojándole el puño de la camisa y la chaqueta.

Cuando acabó de beber, le devolvió la copa. Ella la tomó con una mano y se llevó la otra a la frente, para acariciársela con la yema de sus dedos suaves, como si impartiese una bendición.

Enoch no intentó hablar con ella. Había dejado de hablarle desde hacia tiempo, pues se dio cuenta de que el movimiento de sus labios, al formar palabras que ella no podía oír, podía resultarle embarazoso.

En vez de hablarle, le puso la ancha palma de su mano en la mejilla, dejándola allí un momento con ademán afectuoso y tranquilizador. Luego se puso en pie y se puso a mirarla; sus miradas se cruzaron por un momento y luego se apartaron.

Enoch cruzó el arroyuelo que nacía en la fuente y tomó el sendero que conducía desde la linde del bosque a través del campo, en dirección a la cresta del monte. A medio camino de la cuesta, se volvió y vio que ella lo estaba mirando. Levantó la mano en gesto de despedida y ella le hizo una idéntica salutación.

Se acordó de que hacía tal vez más de doce años que la conocía. Cuando la conoció era una personilla de unos diez años, que parecía un hada o un animalillo silvestre que corría por los bosques. Recordaba que tardaron mucho tiempo en hacerse amigos, a pesar de que él la veía a menudo, porque corría por montes y valles como si éstos fuesen su campo de juegos… y en realidad lo eran.

En el transcurso de los años la vio crecer y se encontró a menudo con ella en sus paseos diarios, estableciéndose entre ambos el entendimiento que nace entre los solitarios y los proscritos, pero que estaba basado en algo más que eso… en el hecho de que cada uno de ellos tenía su mundo propio y este mundo les había dado una clarividencia de la que sus semejantes se hallaban generalmente desprovistos. Eso no quería decir, pensó Enoch, que se lo hubiesen dicho o hubiesen tratado de comunicarse la existencia de esos mundos íntimos, pero el mero hecho de que esos mundos existiesen en la consciencia de cada uno de ellos, proporcionaba unos firmes cimientos para la construcción de una amistad.

Recordó el día en que él la encontró en el lugar recóndito donde crecían las nicaraguas rosadas, arrodillada con las flores y mirándolas sin recogerlas, y él se detuvo a su lado y le gustó que no hubiese sentido impulso de arrancarlas. Entonces comprendió que ambos, él y ella, hallaban un gozo y una belleza en su simple contemplación, que estaban mucho más allá de la posesión.

Cuando llegó a la cresta de la montaña, descendió hacia la carretera cubierta de hierba que conducía al buzón.

Pero no se había equivocado en la fuente, se dijo, aunque luego le hubiese parecido distinto. La mariposa tenía el ala rota y arrugada y descolorida por falta de polvillo. Era un ala inútil, pero de pronto volvió a estar entera y sana y le permitió alejarse volando.

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