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En el interior de la estación, la máquina transmisora de mensajes emitía un sonido quejumbroso.

Enoch colgó el rifle, dejó el correo y la estatuilla sobre su mesa y cruzó la habitación hacia la máquina, que no paraba de silbar. Oprimió el botón y bajó la palanca. El silbido cesó inmediatamente.

En la placa para mensajes leyó:


N.º 406302 A ESTACIÓN 18327. LLEGARE AL ANOCHECER HORA LOCAL. PREPARA CAFÉ. ULISES.


Enoch sonrió. ¡Ulises y su café! Era el único extraterrestre que había conocido que se aficionó a un producto de la Tierra. Otros muchos los probaron, ya fuesen alimentos o bebidas, pero casi nunca repitieron.

Lo que pasaba con Ulises y él era muy curioso, pensó. Simpatizaron desde el primer momento, desde aquella tarde de tormenta en que estaban sentados en la escalera y la máscara humana se desprendió de la cara de su visitante.

Entonces apareció un rostro espantoso, feo y repulsivo. El rostro de un payaso cruel, pensó Enoch. En el mismo momento de pensarlo, se preguntó por qué había podido escoger una frase tan particular, pues los payasos lo eran todo menos crueles. Pero aquél podía serlo… con su cara abigarrada, su mandíbula dura y enérgica, la boca reducida a un fino trazo.

Entonces le vio los ojos y se olvidó de todo lo demás. Eran muy grandes y tenían una suavidad y la luz del entendimiento brillaba en ellos; lo miraban con simpatía, como otro ser hubiera podido tenderle amistosamente las manos.

La lluvia llegó susurrando sobre la tierra, tamborileó en el techo del cobertizo donde se guardaba la maquinaria agrícola y luego cayó sobre ellos en ráfagas inclinadas que martilleaban coléricamente el polvo del corral, mientras las gallinas sorprendidas y azoradas, corrían alocadamente en busca de cobijo.

Enoch se puso en pie de un salto, agarró al visitante por un brazo y lo llevó bajo la protección del porche.

Allí se detuvieron, uno frente al otro; Ulises terminó de quitarse la máscara, que se había aflojado al romperse, y terminó de mostrar un cráneo lampiño en forma de huevo… y la cara, que parecía pintarrajeada. Dijérase la cara de un indio bravo y belicoso, pintado con los colores de la guerra, con la única diferencia de que aquí y allá mostraba toques de payaso, como si al pintarse la cara de aquel modo hubiese querido poner de relieve lo grotesco y absurdo de la guerra. Pero al mirarla Enoch comprendió que no era pintura, sino la coloración natural de aquel ser procedente de algún lugar perdido entre las estrellas.

Fuesen cuales fuesen las dudas que subsistieran en su ánimo, o el pasmo que aún sintiese, Enoch no tenía ninguna duda de que aquel extraño ser no era de la Tierra. Pues no era humano. Podía tener forma humana, con dos brazos y dos piernas, una cabeza y un rostro, pero había en él algo esencialmente inhumano, casi la negación de la humanidad.

En otras épocas acaso lo hubiesen tomado por un demonio, pero aquellos tiempos ya habían pasado (aunque en algunos lugares aún subsistían) hasta cierto punto, en que la gente creía en demonios, en trasgos o en cualquier otro miembro de aquella legión sobrenatural que, en la imaginación de los hombres antiguos, tenía sus reales en la Tierra.

Dijo que venía de las estrellas. Y era posible que así fuese, aunque aquello no tenía pies ni cabeza. Nadie había podido imaginarlo, ni en las fantasías más descabelladas. Sin ningún asidero, no ofrecía nada a que sujetarse. No tenía puntos de referencia ni podía medirse con nada. Y dejaba una especie de vacío en la mente que acaso podría llenarse, andando el tiempo, pero que entonces no era más que un túnel de pasmo y maravilla que sé extendía indefinidamente.

—No tenga prisa —le dijo el extraterrestre—. Ya sé que no es fácil. Y no conozco nada para facilitar el proceso. Al fin y al cabo, no tengo ningún medio de demostrar que vengo de las estrellas.

—Pero, ¿cómo habla usted tan bien…?

—¿Quiere decir en su idioma? Esto no ha sido muy difícil. Si conociese todos los idiomas de la Galaxia, comprendería que esto ofrece muy poca dificultad. Su idioma no es difícil. Es un idioma fundamental y omite un sinfín de conceptos.

Enoch tuvo que admitir que aquello podía ser cierto.

—Si usted lo desea —prosiguió el extraño visitante—, puedo irme durante un día o dos, para que usted tenga tiempo de pensar. Entonces volveré y usted ya habrá llegado a una decisión.

Una sonrisa forzada y que le pareció poco natural al mismo Enoch, sé dibujó en su cara.

—Esto me daría tiempo —replicó— para dar la alarma en toda la comarca. Podríamos tenderle una celada.

El extraterrestre movió negativamente la cabeza.

—Estoy seguro de que usted no haría eso. Estoy dispuesto a correr ese riesgo. Si desea que…

—No —le atajó Enoch, con tanta calma que él mismo se sorprendió—. No, las cosas tiene que afrontarlas uno solo. Eso es lo que aprendí en la guerra.

—Usted servirá —dijo el extraterrestre—. Servirá perfectamente. No me equivoqué al juzgarlo y esto hace que me sienta orgulloso.

—¿Al juzgarme?

—¿Cree acaso que me presenté aquí por casualidad? Yo ya le conocía, Enoch. Quizá tanto como se conoce usted mismo. Probablemente aún más.

—¿Sabe usted mi nombre?

—Naturalmente.

—Vaya, pues no está mal —comentó Enoch—. Y usted, ¿cómo se llama?

—Me hace una pregunta muy embarazosa —contestó el extraterrestre—. Pues ha de saber que yo no tengo nombre, tal como en la Tierra se entiende. No tengo más que identificación, lo cual basta para mi especie; pero no un nombre que se pueda articular con la lengua.

De pronto, sin ningún motivo determinado, Enoch recordó aquella figura inclinada, montada en el último larguero de una cerca, con un bastón en una mano y un cortaplumas en la otra, aguzando tranquilamente el palo mientras sobre su cabeza silbaban las balas de cañón y a menos de un kilómetro de distancia se escuchaba el fuego de los mosquetones, cuyos fogonazos brillaban entre el humo de la pólvora que se alzaba sobre las líneas.

—Entonces, es necesario que le ponga un nombre —dijo—. Voy a llamarle Ulises. Comprenda que tengo que llamarle de algún modo.

—De acuerdo —repuso el extraterrestre—. Pero, ¿me permite preguntarle por qué ha de ser Ulises?

—Porque es el nombre —contestó Enoch—de un gran hombre de mi raza.

Era algo completamente absurdo, desde luego, porque no existía el menor parecido entre ambos… entre aquel general de la Unión, sentado sobre la cerca aguzando un palo, y el ser que estaba junto a él bajo el porche.[1]

—Me alegro de que lo hayas escogido —dijo el nuevo Ulises, de pie bajo el porche—. A mis oídos tiene un son noble y digno y te diré en confianza que me alegraré de llevarlo. Y yo te tutearé y te llamaré Enoch, que es tu nombre de pila, porque ambos seremos amigos y colaboraremos durante muchos de tus años.

Empezaba a comprender el alcance de aquella conversación y la idea era abrumadora. Tal vez hubiese sido mejor, se dijo Enoch, tardar un poco en comprenderlo, estar tan aturdido que no lo comprendiese en seguida.

—¿No quieres comer nada? —dijo Enoch, esforzándose por desechar de su mente aquella certidumbre, que surgía con demasiada rapidez—. Podría preparar un poco de café…

—Café —dijo Ulises, haciendo chasquear sus delgados labios—. ¿Tienes café?

—Puedo preparar una buena cafetera. Le echaré un huevo para darle mejor sabor…

—Es delicioso —observó Ulises—. De todas las bebidas que he probado en cientos de planetas, el café es la mejor.

Entraron en la cocina, Enoch revolvió las brasas del fogón y puso más leña al fuego. Se fue con la cafetera al fregadero, le echó un poco de agua del cubo y la puso a hervir. Luego se fue a la despensa en busca de unos huevos y bajó al sótano a por el jamón.

Mientras él iba de una parte a otra, Ulises permanecía sentado, muy rígido, en una silla de la cocina y sin quitarle ojo de encima.

—¿Puedes comer huevos con jamón? —le preguntó Enoch.

—Puedo comer lo que sea —contestó Ulises—. Mi especie es muy adaptable. Por esta razón me enviaron a este planeta en calidad de… ¿cómo lo decís vosotros?… un observador, tal vez.

—¿No sería mejor decir explorador? —apuntó Enoch.

—Si, eso es, explorador.

Enoch pensaba que resultaba muy fácil hablar con él… casi tan fácil como con otra persona, a pesar de que, ¡Santo Dios!, parecía muy poco una persona. Más bien parecía la ridícula caricatura de un ser humano.

—Vives aquí, en esta casa, desde hace muchísimo tiempo —afirmó Ulises—. Y le tienes afecto.

—Ha sido mi hogar desde el día en que nací —repuso Enoch—. Estuve ausente de ella durante casi cuatro años, pero siempre fue mi hogar.

—Yo también me alegraré de volver a mi hogar —le confió Ulises—. Ya llevo demasiado tiempo ausente. Las misiones como ésta siempre se hacen demasiado largas.

Enoch dejó el cuchillo que empuñaba para cortar una lonja de jamón y se dejó caer pesadamente en una silla, para quedarse mirando de hito en hito a Ulises, sentado al otro lado de la mesa.

—¿Qué dices? —le preguntó—. ¿Dices que te vas a casa?

—Naturalmente —contestó Ulises—. Ahora ya he realizado mi misión. Yo también tengo una casa. ¿No se te había ocurrido pensarlo?

—Pues no, la verdad —musitó Enoch—. No se me había ocurrido.

Y así era, en efecto. No se le había ocurrido relacionar al extravagante ser con una casa y un hogar. Porque solamente los seres humanos tenían algo llamado hogar.

—Algún día —le dijo Ulises—, te hablaré de mi hogar. Es posible que algún día incluso visites mi casa.

—¿Allá entre las estrellas? —preguntó Enoch.

—Sí, ya sé que ahora eso te parece extraño —observó Ulises—. Tardarás un tiempo en acostumbrarte a esa idea. Pero cuando nos conozcas —a todos nosotros— lo entenderás. Espero que seamos de tu agrado. En el fondo no somos malos. Somos muy distintos, pero no somos malos.

Las estrellas, pensó Enoch, se hallaban perdidas en las soledades del espacio y no tenía ni la más remota idea de la distancia a que se encontraban, ni lo que eran, ni por qué existían. Otro mundo, pensó… no, no era exactamente así… muchos otros mundos. Y habitados, tal vez por otros muchos pueblos; pueblos diferentes, sin duda, para cada estrella. Y uno de ellos, un miembro de aquellos pueblos, estaba sentado allí en su cocina, esperando que el café hirviese y que los huevos con jamón se friesen.

—Pero, ¿por qué? —preguntó—. ¿Por qué?

—Porque —contestó Ulises— somos pueblos errabundos. Nos gusta viajar y necesitamos una estación de tránsito aquí. Queremos convertir esta casa en estación y confiarte su custodia.

—¿Esta casa?

—No podemos construir una estación, porque la gente se preguntaría quién la construía y para qué. Por lo tanto, nos vemos obligados a aprovechar construcciones ya existentes y adaptarlas a nuestros fines. Pero únicamente el interior. Dejamos el exterior tal como está; es decir, en apariencia. Pues no queremos que la gente curiosee y haga preguntas. Tiene que haber…

—Pero, ¿estos viajes?…

—Son de estrella a estrella —repuso Ulises—. Más rápidos que el pensamiento. Como vosotros decís, en un abrir y cerrar de ojos. Tenemos lo que vosotros llamaríais maquinaria, aunque no es tal… no se puede comparar con la maquinaria entendida en el sentido terrestre.

—Te ruego que me disculpes —dijo Enoch, confuso—. Pero es que todo esto me parece tan imposible…

—¿Te acuerdas de cuando el ferrocarril llegó a Millville?

—Claro que me acuerdo, aunque entonces no era más que un niño.

—Pues esto viene a ser algo parecido. Se trata de otro ferrocarril, la Tierra es un pueblo y esta casa será la estación de este nuevo ferrocarril distinto al que conoces. La única diferencia será que únicamente tú, en toda la Tierra, conocerás la existencia del ferrocarril. Pues has de saber que la Tierra no será más que un punto de descanso, el fin de una etapa. En la Tierra, nadie podrá sacar billetes para viajar en este ferrocarril.

Dicho de aquel modo, naturalmente, parecía muy sencillo, pero Enoch tenía la impresión de que distaba mucho de serlo.

—¿Cómo pueden ir vagones de ferrocarril por el espacio? —preguntó.

—No son vagones de ferrocarril —le contestó Ulises— sino otra cosa. No sé cómo explicártelo…

—¿Por qué no tratas de buscar a otro… a otro capaz de entenderlo?

—No hay nadie en este planeta que pudiera entenderlo ni remotamente. No, Enoch, tú nos servirás tan bien como otro cualquiera. En cierto modo, mucho mejor que otros.

—Pero…

—¿Qué, Enoch?

—Nada —repuso Enoch.

Se había acordado entonces de que había estado sentado en la escalera, pensando en lo solo que estaba y en un nuevo comienzo, sabiendo que era inevitable empezar de nuevo, empezar otra vez desde cero para volver a edificar su vida.

Y aquí, de pronto, estaba aquel nuevo comienzo… más terrible y maravilloso que todo cuanto hubiera podido soñar, incluso en un momento de demencia.

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