II

El Dr. Erwin Hardwicke hizo rodar el lápiz entre las palmas de las manos. Era una cuestión irritante. Miró al hombre sentado al otro lado de la mesa de su escritorio, con cierta expresión calculadora.

—Lo que no acabo de entender —dijo Hardwicke— es por qué ha acudido usted a nosotros.

—Verá, ustedes son de la Academia Nacional de Ciencias y pensé que…

—Y ustedes son de la CIA.

—Mire, doctor, si le parece mejor, considere esta visita extraoficial. Finjamos que soy un ciudadano intrigado que se dejó caer por aquí para ver si usted podía ayudarme.

—No es que no quiera ayudarle pero no sé cómo podría hacerlo. Todo esto me parece tan nebuloso y tan hipotético…

—¡Pero por Dios hombre! —dijo Claude Lewis—, no puede usted negar las pruebas que tengo… por pequeñas que sean.

—Bien, de acuerdo —repuso Hardwicke—, empecemos de nuevo y examinémoslo punto por punto. Dice usted que tienen a este hombre…

—Se llama Enoch Wallace —continuó Lewis—. Bajo el punto de vista cronológico, tiene ciento veinticuatro años. Nació en una granja de Wisconsin, a pocos kilómetros de la ciudad de Millville, el 22 de abril de 1840, y es hijo único de Jedediah y Amanda. Fue de los primeros en alistarse en respuesta a la llamada de Abraham Lincoln que pedía voluntarios. Se incorporó a la Brigada de Hierro, la cual fue prácticamente liquidada en Gettysburg, en 1863. Pero Wallace consiguió ser destinado a otra unidad de combate y luchó en toda Virginia bajo el mando de Grant. Asistió al fin de la lucha en Appomatox…

—Veo que han investigado sus antecedentes.

—He mirado su hoja de servicios. Su solicitud de alistamiento en el Capitolio del Estado, en Madison. El resto de la documentación, entre la que se cuenta su licenciamiento aquí en Washington.

Y dice usted que aparenta unos treinta años.

—Ni un día más. Y quizá menos que eso.

—Pero usted no ha hablado con él.

Lewis meneó negativamente la cabeza.

—Acaso no sea nuestro hombre. Si tuviésemos sus huellas dactilares…

—En tiempo de la Guerra de Secesión —dijo Lewis—, aún no se tomaban huellas dactilares.

—El último veterano de nuestra guerra civil —comentó Hardwicke—, murió hace unos años. Creo que era un tambor de la Confederación. Aquí debe de haber algún error.

Lewis hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Lo mismo pensaba yo, cuando me destinaron a este caso.

—¿Y cómo fue que lo destinaron a él? ¿Por qué se interesan los servicios de Información en un asunto como éste?

—Reconozco que es algo que se sale un poco de lo corriente —admitió Lewis—. Pero es algo que podría tener consecuencias tan extraordinarias…

—¿Se refiere usted a la inmortalidad?

—Es posible que tal idea cruzara por nuestra mente. Una simple posibilidad de ella. Pero sólo de refilón. Antes tuvimos en consideración otras cosas. Hay algo tan extraño, que merecía una investigación.

—Pero la CIA…

Lewis sonrió.

—Ya sé lo que piensa: ¿por qué no se encargaba de la investigación a un centro científico cualquiera? Supongo que lógicamente así debiera haber sido. Pero uno de nuestros hombres tropezó casualmente con el asunto. Se hallaba de vacaciones. Tenía familia en Wisconsin… y no en aquella región particular, sino a unos cincuenta kilómetros de ella. Oyó un rumor… un rumor muy vago, que apenas pasaba de ser una mención casual. Entonces husmeó un poco por allí. No descubrió mucho, pero sí lo suficiente para hacerle creer que el rumor no se hallaba desprovisto de fundamento.

—Esto es lo que más me intriga —observó Hardwike—. ¿Cómo es posible que un hombre viva ciento veinticuatro años en una localidad sin convertirse en una celebridad de renombre mundial? ¿Se imagina usted el partido que sacarían los periódicos a un notición como éste?

—Me estremezco sólo de pensarlo —repuso Lewis.

—Aún no me ha dicho cómo sería posible.

—Resulta un poco difícil de explicar —contestó Lewis—. Se tiene que conocer la región y sus moradores. El extremo de Wisconsin está limitado por dos ríos, el Mississipi por el oeste, y el Wisconsin por el norte. Entre los ríos se extienden anchurosas y dilatadas praderas, con ricas tierras, prósperas granjas y ciudades. Pero las tierras que descienden hasta el río son fragosas y quebradas; abruptos riscos, altivos peñascos, profundas gargantas y acantilados, entre los que quedan algunas regiones aisladas, a modo de bolsas. Para llegar a ellas, sólo hay malas carreteras y las pequeñas y toscas casas de labor están habitadas por unas gentes que tal vez se hallan más cerca de los pioneros de hace cien años que de la civilización del siglo XX. Tienen automóviles, desde luego, y radios y pronto tendrán hasta televisión. Pero son de espíritu muy conservador y retrógrado… no todos los habitantes, desde luego, y de éstos muy pocos, pero esos pocos se encuentran en esos pequeños grupos aislados.

»Hubo un tiempo en que había muchas granjas en esas bolsas aisladas, pero hoy en día apenas nadie puede vivir en esas míseras explotaciones agrícolas. Las dificultades económicas obligan poco a poco a los habitantes de estas zonas a abandonarlas. Venden sus tierras por lo que les quieren dar por ellas y emigran, principalmente a las ciudades, para poder ganarse la vida.

Hardwicke hizo un gesto de asentimiento.

—Y únicamente se quedan, por supuesto, los más retrógrados y conservadores.

—Exacto. La mayoría de las tierras pertenecen actualmente a propietarios que viven fuera de ellas y que las tienen abandonadas. Lo más que hacen es criar en ellas unas cuantas cabezas de ganado. No es un mal sistema de eludir los impuestos para quienes necesitan recurrir a estos medios. Y en los días en que se estilaba el banco de tierra, muchas de estas tierras fueron administradas por este banco.

—¿Quiere usted decir que esas gentes tan atrasadas se han confabulado para no hablar?

—Acaso no sea una conspiración tan declarada como eso —repuso Lewis —. Sólo es su manera de hacer las cosas, una supervivencia de la antigua y recia filosofía de los pioneros. Sólo se ocupaban de sus propios asuntos. No les gustaba que los demás se inmiscuyesen en ellos y en cuanto a ellos, no se metían en los asuntos ajenos. Si un hombre quería vivir hasta tener mil años, esto podía ser asombroso, pero al fin y al cabo era su maldito asunto. Y si quería vivir solo y ser dejado solo mientras lo hacía, era cosa suya también. Podrían comentarlo entre ellos, pero con nadie más. Les molestaría que un extraño quisiera tirarles de la lengua.

»Al cabo de un tiempo, supongo, terminaron por aceptar el hecho de que Wallace continuaba siendo joven mientras ellos envejecían. La costumbre terminó por hacer desaparecer el asombro y probablemente no hablaron mucho de ello, ni siquiera entre ellos mismos. Las nuevas generaciones lo aceptaron porque sus padres no veían en aquello nada de extraordinario… y además, veían muy poco a Wallace, porque éste llevaba una vida muy retraída.

»Y en las regiones vecinas, cuando las gentes pensaban en aquello, se acostumbraron a considerarlo como una especie de leyenda… otra absurda historia que no valía la pena comprobar. Tal vez fuese una simple broma de aquellos rústicos. Una historia como la de Rip Van Winkle que probablemente no encerraba una sola palabra de verdad. Nadie tenía ganas de hacer el ridículo tratando de averiguar lo que tuviese de cierto.

—Pero su agente lo hizo.

—Sí, y no me pregunte por qué.

—Sin embargo, no le habían ordenado que investigase el caso.

—Le necesitaban en otra parte. Y además, allí ya era demasiado conocido.

—¿Y usted?

—Me requirió dos años de trabajo.

—Pero ahora ya sabe la verdad.

—No toda. Hay más incógnitas ahora que al principio.

—Usted ha visto a ese hombre.

—Muchas veces —repuso Lewis—. Pero nunca he hablado con él. No creo que ni siquiera me haya visto. Da un paseo todos los días antes de ir a buscar el correo. Tenga usted en cuenta que nunca abandona sus tierras. El cartero le trae las pocas cosas que necesita. Un saco de harina, una libra de tocino, una docena de huevos, cigarros y a veces vino.

—Pero esto debe de ser contrario al reglamento postal.

—Claro que lo es. Pero los carteros lo hacen desde hace años. No hace daño a nadie y así continúa hasta que alguien se queja. Pero en este caso, nadie se quejará. Es probable que los carteros sean los únicos amigos que ha tenido ese hombre.

—Según tengo entendido, el tal Wallace apenas trabaja sus tierras.

—Así es. Tiene un pequeño huerto y en él cultiva algunas verduras. Sus tierras vuelven a ser bravías y salvajes.

—Pero tiene que vivir. Tiene que sacar dinero de alguna parte.

—Y lo saca —dijo Lewis—. Cada cinco o diez años envía un puñado de piedras preciosas a una empresa de Nueva York.

—¿Las obtiene legalmente?

—Si lo que usted quiere saber es si se trata de algo delictivo, le diré que no lo creo. De todos modos, si alguien quisiera denunciarlo por ello, creo que habría una base legal para hacerlo. No al principio, cuando empezó a enviar piedras preciosas, hace muchos años. Pero las leyes cambian y sospecho que tanto él como el comprador burlan varias de ellas.

—¿Y eso a usted no le importa?

—Visité a esa empresa —contestó Lewis—, y se pusieron bastante nerviosos. En primer lugar, robaban escandalosamente a Wallace. Yo les dije que siguiesen comprándole, y que si se presentaba alguien a investigar, que me lo enviasen inmediatamente. Por último, les pedí que guardasen silencio sobre el asunto y no cambiasen nada.

—No quiere que nadie pueda asustarlo —comentó Hardwicke.

—Exactamente. Quiero que el cartero siga haciendo de recadero y que la empresa de Nueva York continúe comprándole piedras preciosas. Quiero que todo siga tal como está. Y antes de que usted me pregunte de dónde proceden esas piedras, le diré que lo ignoro.

—Quizá tenga una mina.

—¡Menuda mina sería! Una mina que daría diamantes, rubíes y esmeraldas.

—Yo diría que, incluso a los precios que le pagan, recibe mucho dinero.

Lewis asintió.

—Por lo visto, sólo efectúa envíos de piedras cuando necesita fondos. Vive de una manera muy frugal, a juzgar por la comida que compra, y, por lo tanto, no necesita mucho dinero. Pero está suscrito a numerosos diarios y revistas de información, sin hablar de docenas de publicaciones científicas. También compra muchos libros.

—¿Obras técnicas?

—Algunas de ellas sí, en efecto, pero en su mayoría tratan de los últimos adelantos. Física, química y biología… esas cosas.

—Pero yo no…

—Claro que usted no. Ni yo tampoco. No es hombre de ciencia. O, al menos, no tiene una formación científica. En los días en que fue a la escuela eso no se estilaba… quiero decir que no se daba la educación científica actual. Y además, lo que entonces pudiera haber aprendido, hoy de poco le serviría. Asistió a la escuela de primeras letras —una de esas escuelas rurales de una sola habitación— y sólo un invierno en una academia que existió durante un año o dos en la aldea de Millville. Por si usted no lo sabe, le diré que esa academia era de las mejores que existían a mediados del siglo pasado. En cuanto a él, parece ser que era un joven muy inteligente.

Hardwicke movió dubitativamente la cabeza.

—Parece algo increíble. ¿Y usted ha comprobado todo esto?

—Lo mejor que he podido. He tenido que hacerlo con mucho cuidado. No quería levantar la liebre. Ah, me olvidaba de una cosa… escribe mucho. Compra esas grandes agendas o diarios, encuadernados en tela, en lotes de una docena. En cuanto a la tinta, la compra a litros.

Hardwicke se levantó de la mesa y empezó a pasear por la habitación.

—Lewis —dijo—, si usted no me hubiese mostrado sus credenciales y yo no hubiese comprobado su autenticidad, me figuraría que todo esto no pasaba de ser una broma de muy mal gusto.

Regresó a la mesa y volvió a sentarse. Tomando el lápiz, se puso a hacerlo rodar de nuevo entre las palmas de las manos.

—Lleva ya dos años estudiando este caso —dijo—. ¿Y no tiene ninguna idea?

—Ninguna en absoluto —repuso Lewis—. Estoy completamente desconcertado. Por eso me encuentro aquí.

—Sígame contando la historia de ese hombre. ¿Qué hizo después de la guerra?

—Su madre murió —dijo Lewis—, mientras él estaba en el ejército. Su padre y los vecinos la enterraron allí, en sus tierras. Esto era frecuente entonces. El joven Wallace consiguió un permiso, pero no llegó a tiempo para asistir al entierro. En aquellos días no se solían embalsamar a los muertos y se viajaba con mucha lentitud. Después volvió a la guerra. Por lo que he podido averiguar, no le dieron otros permisos. Su padre vivió solo, cultivando sus tierras, haciendo su propio pan, sin necesitar a nadie. Parece ser que fue un buen agricultor, excepcional para su época. Estaba suscrito a varias revistas agrícolas y tenía ideas progresistas. Tenía en cuenta, por ejemplo, la rotación de las cosechas y la prevención de la erosión, entre otras cosas. Sus tierras dejaban mucho que desear según las normas modernas, pero sacaba de ellas su sustento e incluso le permitían reunir algunos ahorros.

»Entonces Enoch regresó de la guerra y ambos cultivaron las tierras juntos durante un año o cosa así. El viejo Wallace adquirió una segadora tirada por un caballo, con una hoz mecánica que segaba el heno o el trigo. Aquello era un sistema revolucionario, junto al cual la guadaña no tenía comparación.

»Hasta que una tarde, el viejo salió a segar un campo de heno. Los caballos, asustados por algo, se desbocaron. El padre de Enoch fue derribado del asiento y cayó delante de la segadora mecánica. No fue una manera muy agradable de morir.

Hardwicke hizo una mueca de disgusto.

—Horrible —dijo.

—Enoch fue a buscar a su padre y llevó el cadáver a la casa. Luego tomó una escopeta y salió en persecución de los caballos. Los encontró en un extremo de los pastos, los mató a tiros y allí los dejó. Sí, allí. Durante años, sus esqueletos yacieron entre la hierba, allí donde él los mató, aun unidos a la segadora, hasta que los arneses se pudrieron.

»Después volvió a la casa y tendió a su padre frente a ella. Lo lavó, lo vistió con su traje negro de las fiestas, lo tendió sobre una tabla y luego fue al establo para hacer un ataúd. Hecho esto, cavó una fosa junto a la tumba de su madre. La terminó a la luz de una linterna; luego volvió a la casa y pasó la noche velando a su padre. Al amanecer fue a participar lo sucedido al vecino más próximo, éste lo notificó a los demás y alguien fue en busca de un sacerdote. Al atardecer se celebró la ceremonia mortuoria, terminada la cual Enoch volvió a la casa. Y allí ha vivido desde entonces, pero nunca ha vuelto a cultivar las tierras. Es decir, excepto el huerto.

—Decía usted que esa gente no quiere hablar con extraños. ¿Cómo se las ha arreglado para saber tanto?

—He necesitado dos años. Conseguí infiltrarme. Compré un automóvil desvencijado, me presenté en Millville y dije que era un recolector de ginseng.

—¿Un qué?

—Un recolector de ginseng. El ginseng es una planta.

—Sí, ya lo sé. Pero ahora apenas nadie la emplea.

—Aún la compran algunos herbolarios. Se puede vender una poca para la exportación. Pero yo también buscaba plantas medicinales y pretendía poseer un amplio conocimiento de ellas y de sus virtudes. «Pretendía» no es la palabra adecuada; me hallaba bastante empollado sobre la materia.

—El tipo de alma sencilla —comentó Hardwicke— que aquellas gentes podían entender. Una especie de anacronismo cultural. Y además inofensivo. Tal vez un poco mal de la cabeza.

Lewis asintió.

—Salió mejor de lo que yo mismo esperaba Me limitaba a ir de una parte a otra y escuchar lo que la gente me decía. Incluso descubrí un poco de ginseng. Había una familia en particular… los Fisher. Viven a la orilla del río, al pie de la casa de Wallace, cuyas tierras se asoman al farallón. Esta familia habita en aquellas tierras desde hace casi tanto tiempo como los Wallace, pero son de un genero muy distinto. Los Fisher son una tribu de cazadores de zarigüeyas y de pescadores, amigos de cocinar a la luz de la luna. En mí encontraron un alma gemela. Y era tan enemigo de cambios y tan atrasado como ellos. Guisé con ellos a la luz de la luna, comimos y bebimos juntos y hasta nos fuimos en varias ocasiones a vender nuestras chucherías al pueblo. Salí de caza y de pesca con ellos, nos sentamos juntos, hablamos y me enseñaron un par de sitios donde podría encontrar un poco de ginseng…, «sang» es como ellos lo llaman. Supongo que un etnólogo hallaría una mina de oro con los Fisher. En la familia hay una muchacha…, es sordomuda, pero muy linda, que sabe curar las verrugas por medio de ensalmos…

—Conozco ese tipo humano —dijo Hardwicke—. Yo nací y me crié en las montañas del Sur.

—Fueron ellos quienes me contaron lo de los caballos y la segadora. Así es que un día subí al lugar indicado y me puse a excavar en los pastos de los Wallace. Encontré una calavera de caballo y algunos huesos.

—Pero no había forma de saber si pertenecían a uno de los caballos de los Wallace.

—Quizá no —dijo Lewis—. Pero también encontré parte de la segadora. No quedaba gran cosa de ella, pero sí lo bastante para identificarla.

—Volvamos a la historia de su vida —apuntó Hardwicke—. Después de la muerte de su padre, Enoch se quedó a vivir en la casa solariega. ¿No la abandonó nunca?

Lewis denegó con la cabeza.

—Sigue viviendo en la misma casa. Nada ha cambiado. Y la casa al parecer, no ha envejecido más que su habitante.

—¿Ha estado usted en la casa?

—En ella, no. Junto a ella. Le diré cómo es.

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