VI

Estaba sentado en la escalera a la caída de la noche, contemplando las grandes y algodonosas nubes de tormenta que se amontonaban al otro lado del río, más allá de los montes Iowa. El día había sido caluroso y sofocante; no soplaba una brizna de aire. Frente al granero una docena de gallinas escarbaban el suelo desmañadamente, más para moverse que con la esperanza de encontrar comida, a lo que parecía. Unos gorriones, al volar entre el alero del granero y el seto de madreselva que bordeaba el campo contiguo al camino, producían un susurro áspero y seco, como si el calor hubiese envarado las plumas de sus alas.

Y él permanecía allí sentado, recordaba, contemplando las nubes a pesar de que tenía trabajo que hacer: trigo que sembrar, heno que segar y maíz que cosechar y colgar.

Porque, a pesar de todo cuanto pudiese haber ocurrido, él aún tenía una vida que vivir, unos días que pasar de la mejor manera posible. Dijo para sus adentros que debía de haber aprendido aquella lección en toda su magnitud durante aquellos últimos años. Pero la guerra era algo distinto, en cierto modo, de lo que allí había pasado. En la guerra uno ya lo sabía, lo esperaba y estaba preparado cuando ocurría, pero aquello no era la guerra. Aquello era la paz, a la que él había vuelto, Y uno tenía derecho a esperar que en el mundo de la paz, ésta mantendría alejados de verdad el horror y la violencia.

Entonces estaba solo, como nunca lo había estado. Más que nunca podía hablar de un nuevo comienzo. Pero tanto allí como en las tierras de labor o en el sitio que fuese, sería un comienzo amargo y angustioso.

Permanecía sentado en la escalera, con las muñecas apoyadas en las rodillas, contemplando las nubes que se amontonaban por occidente. Aquello podría significar lluvia y la lluvia sería buena para la tierra… o tal vez no fuese nada, porque por encima de los valles fluviales que se confundían, las corrientes aéreas eran caprichosas y era imposible saber el camino que seguirían aquellas nubes.

No vio al viajero hasta que lo tuvo en la cancela. Era un hombre alto y desgarbado, de ropas polvorientas; tenía aspecto de haber andado mucho. Subió por el sendero y Enoch permaneció sentado esperándolo y mirándolo, sin moverse de la escalera.

—Buenos días, señor —dijo finalmente Enoch—. Hoy hace calor para andar. ¿Quiere sentarse un poco?

—Con mucho gusto —respondió el forastero—. Pero antes, ¿no podría beber un poco de agua?

Enoch se levantó.

—Venga conmigo a la bomba y le sacaré una poca. Está muy fresca.

Cruzó frente al granero hasta la bomba. Descolgó el cazo colgado de una tuerca y se lo tendió al desconocido. Luego accionó arriba y abajo la palanca de la bomba.

—Dejémosla correr un poco —dijo—. Tarda cierto tiempo en salir verdaderamente fresca.

El agua brotaba por el caño, corriendo por las tablas que formaban la cubierta del pozo. Brotaba a chorros intermitentes, mientras Enoch le daba a la bomba.

—¿Cree usted que lloverá? —le preguntó el forastero.

—Eso nunca se sabe —repuso Enoch—. Esperemos a ver qué pasa.

Había algo en aquel viajero que le inquietaba. No era nada determinado, sino algo extraño que le producía una vaga desazón. Lo observó atentamente mientras manejaba la bomba y le pareció que las orejas del desconocido eran demasiado puntiagudas por arriba, pero lo atribuyó a su imaginación, porque cuando volvió a mirarlas le parecieron normales.

—Creo que ahora el agua ya debe de estar fresca —observó Enoch.

El viajero acercó el cazo al chorro y esperó que se llenase. Luego lo ofreció a Enoch. Éste meneó negativamente la cabeza.

—Usted primero. La necesita más que yo.

El desconocido bebió con avidez y derramando mucha agua.

—¿Quiere más? —le preguntó Enoch.

—No, gracias —repuso el forastero—. Pero lo llenaré otra vez para usted, si quiere.

Enoch accionó la bomba y cuando el cazo estuvo lleno, el desconocido se lo tendió. El agua estaba fresca y Enoch, dándose cuenta por primera vez de que tenía sed, casi lo apuró por completo.

Volvió a colgar el cazo en la tuerca y dijo al viajero:

—Ahora vamos a sentarnos.

El extranjero sonrió.

—No me vendrá mal —dijo.

Enoch se sacó un pañuelo de hierbas del bolsillo y se secó la cara.

—Cuando tiene que llover, hace mucho bochorno.

Y mientras se enjugaba el rostro, de pronto cayó en la cuenta de lo que le había extrañado del viajero. A pesar de sus ropas desaliñadas y sus zapatos polvorientos, que atestiguaban una larga caminata, a pesar del bochorno precursor de la lluvia, el desconocido no sudaba. Se le veía tan fresco y descansado como si hubiese estado tendido a la sombra de un árbol en primavera.

Enoch volvió a meterse el pañuelo en el bolsillo y ambos se dirigieron a la escalera para sentarse en ella, uno al lado del otro.

—Viene usted de muy lejos, ¿verdad? —dijo Enoch, sondeándolo con delicadeza.

—Sí, de muy lejos —contestó el desconocido—. Estoy muy lejos de casa.

—¿Y aún tiene que hacer mucho camino?

—No —repuso el desconocido—, creo que ya he llegado al sitio adonde iba.

—¿Quiere usted decir que…? —dijo Enoch, sin completar la pregunta.

—Quiero decir aquí mismo —repuso el forastero—, aquí donde estoy, sentado en esta escalera. Buscaba a un hombre y creo que ese hombre es usted. No conocía su nombre ni sabía dónde buscarlo, pero, sin embargo, sabía que algún día lo encontraría.

—¿Yo? —dijo Enoch, asombrado—. ¿Y para qué tenía usted que buscarme?

—Buscaba a un hombre de muchos aspectos. Entre otras cosas, tenía que ser un hombre que hubiese mirado a las estrellas y se hubiese preguntado qué eran.

—Sí —asintió Enoch—, lo he hecho muchas veces. Por las noches, cuando vivaqueaba en el campo, solía tenderme en las mantas para mirar al cielo, contemplando las estrellas y preguntándome qué podían ser, y, lo que aún era más importante, por qué estaban allí. He oído decir que las estrellas son soles iguales que el sol que nos ilumina, pero no se que pensar. No creo que haya nadie que sepa mucho sobre las estrellas.

—Hay algunos —repuso el forastero—, que saben muchas cosas sobre ellas.

—¿Acaso usted? —dijo Enoch con un tono ligeramente burlón, porque el forastero no tenía aspecto de ser hombre que supiese demasiado.

—Pues sí, yo —dijo el forastero—. Aunque no sé tanto como saben otros.

—A veces me he dicho —prosiguió Enoch—, que, si las estrellas son otros soles, pueden tener otros planetas habitados a su alrededor.

Recordaba una noche en que estaba sentado junto al fuego del campamento, charlando con otros soldados para matar el tiempo. Y cuando mencionó su idea de que acaso hubiese habitantes en otros planetas que giraban en torno a otros soles, sus compañeros se burlaron de él y luego, durante muchos días, su idea fue objeto de mofa para ellos, por lo cual no volvió a mencionarla jamás. Aunque por otra parte, no le importaba mucho, porque en el fondo tampoco estaba muy seguro de que fuese cierta; nunca pasó de ser una de esas divagaciones que se hacen al amor de la lumbre.

Y de pronto volvía a mencionarla, y a un completo desconocido. Se preguntó por qué lo había hecho.

—¿Y usted lo cree? —le preguntó el forastero.

Enoch contestó:

—Son simples divagaciones.

—No tan simples —repuso el forastero—. Hay otros planetas y estos planetas tienen habitantes. Yo soy uno de ellos.

—Pero, ¿usted?… —exclamó Enoch, y luego guardó silencio, sobrecogido.

Pues la cara del forastero se había resquebrajado y se le estaba cayendo, y bajo ella distinguió otra cara que no era humana.

Y mientras la falsa cara humana se deshacía y mostraba aquel otro rostro, un terrible relámpago cruzó en zigzag el cielo y el pesado fragor del trueno hizo retemblar la tierra, mientras desde muy lejos le llegaba el susurro de la lluvia que caía en ráfagas sobre las montañas.

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