XXXIII

No lograba uno acostumbrarse a ello, se dijo Enoch mientras caminaban a través del bosque. No transcurría ni un instante sin dejar de percibirlo. Era algo que uno desearía mantener estrechamente apretado contra sí mismo y conservarlo allí para siempre, e incluso aun cuando se alejara de uno, probablemente no lo olvidaría jamás.

Era algo que se hallaba más allá de cualquier descripción —el amor de una madre, el orgullo de un padre, la adoración de una amada, la intimidad de un camarada, era todas esas cosas y muchas más. Convertía la distancia más lejana en algo cercano, temores y penas, aun habiendo en ello una cierta sensación de profunda aflicción, como si uno supiera que nunca, en todo lo que le quedara de vida, viviría un instante como éste, y que al momento siguiente lo perdería y ya jamás sería capaz de recuperarlo. Y, sin embargo, no era así como transcurría todo, porque este instante dominante seguía y seguía existiendo.

Lucy caminaba entre ellos llevando la bolsa que contenía el Talismán fuertemente apretada contra su pecho, con sus dos brazos cerrándose sobre ella. Al mirarla al suave resplandor de su luz, Enoch no pudo evitar el pensar en una niña que llevara a su más querido gato de peluche.

—Hace un siglo, quizá muchos siglos, e incluso puede que nunca haya brillado tan bien como ahora —dijo Ulises—. Ni siquiera yo puedo recordar algo semejante. Es maravilloso, ¿no te parece?

—Sí —admitió Enoch—. Es maravilloso.

—Ahora volveremos a ser uno —añadió Ulises—. Ahora volveremos a sentir. Ahora seremos nuevamente un pueblo, en lugar de muchos pueblos.

—Pero la criatura que lo tenía…

—Era un ser muy astuto —dijo Ulises—. Pretendía obtener un rescate.

—Eso quiere decir que lo habían robado, ¿no?

—No conocemos todas las circunstancias —informó Ulises—. Pero desde luego ya las descubriremos.

Continuaron caminando por el bosque en silencio y a lo lejos, hacia el este, a través de las copas de los árboles, pudieron ver el primer resplandor que anunciaba la salida de la luna llena.

—Hay algo que quisiera saber —dijo Enoch.

—Pregúntame lo que quieras —dijo Ulises.

—¿Cómo es que esa criatura podía llevarlo consigo y no sentir… no sentirse parte de ello? Porque, en caso contrario, no habría podido robarlo.

—Sólo hay uno entre muchos miles de millones que puede… ¿cómo decís vosotros?, sintonizar, quizás. Para ti y para mí no significaría nada. No nos respondería. Lo podríamos tener eternamente en nuestras manos y no sucedería nada. Pero si alguien determinado entre muchos miles de millones pone un dedo sobre él, cobra vida. Existe una cierta relación, una sensibilidad…, no sé cómo decirlo, que establece un puente entre esta máquina extraña y la fuerza cósmica espiritual. Como comprenderás, no se trata de que la máquina, por sí sola, experimente una expansión y establezca contacto con la fuerza espiritual. Es más bien la mente de la criatura viva, ayudada por el mecanismo, la que trae la fuerza hasta nosotros.

Una máquina, un mecanismo, una simple herramienta —hermana tecnológicamente de la azada, la llave inglesa, el martillo— y, sin embargo, tan abismalmente alejada de aquéllas como el cerebro humano pueda estarlo de aquel primer aminoácido que se trasformó en ser sobre este planeta, cuando la Tierra era muy joven. Uno sentíase tentado de decir, pensó Enoch, que esto era lo más lejos que podía llegar una herramienta, que era el último eslabón en la cadena de ingeniosidad poseída por cualquier cerebro. Pero esa sería una forma peligrosa de pensar porque quizá no hubiera límite alguno, quizá no existiera ese último eslabón; puede que no llegara nunca el momento en que cualquier criatura o grupo de criaturas pudiera detenerse en un punto dado y afirmar: sólo podemos llegar hasta aquí, no vale la pena intentar ir más lejos. Porque cada nuevo desarrollo produce, como efectos colaterales, tantas otras posibilidades, abre tantos otros nuevos caminos que recorrer que con cada nuevo paso dado en una dirección determinada se abren más caminos a seguir. Nunca habrá un final, pensó… nunca habrá un final para nada.

Llegaron al lindero del bosque y cruzaron el campo, en dirección a la estación. Desde su borde superior les llegó el sonido de unos pasos precipitados.

—¡Enoch! —gritó una voz desde la oscuridad—. ¿Enoch, eres tú?

Enoch reconoció la voz.

—Sí, Winslowe. ¿Qué ocurre?

El cartero surgió de la oscuridad y se detuvo ante el borde de la luz, jadeante por la carrera.

—¡Enoch, vienen hacia aquí! Un par de coches cargados. Pero les he preparado una pequeña trampa. Allí donde el camino se bifurca para entrar en tus terrenos… en ese lugar tan estrecho, ya sabes. He esparcido dos cajas de clavos por el suelo. Eso los detendrá durante un rato.

—¿Clavos? —preguntó Ulises.

—Es una turba —le dijo Enoch—. Vienen a por mí. Los clavos…

—¡Ah, ya entiendo! —exclamó Ulises—. Para pinchar las ruedas.

Winslowe avanzó un paso, con lentitud, y su mirada se posó sobre el brillo del protegido Talismán.

—Ésta es Lucy Fisher, ¿verdad?

—Pues claro —contestó Enoch.

—Su padre apareció hace un rato por el pueblo, rugiendo, diciéndole a todo el mundo que ella se había vuelto a escapar. La gente ya se había tranquilizado y todo estaba en orden. Pero el viejo Hank volvió a soliviantarlos. Así es que acudí a toda prisa a la ferretería, cogí dos cajas de clavos y me adelanté.

—¿Esa turba? —preguntó Ulises—. No sé…

Winslowe le interrumpió, jadeando por la avidez de contar todo lo que sabía.

—Ese hombre del gingseng está allí, esperándote en casa. Ha traído un camión.

—Ése será Lewis con el cuerpo del hazer —dijo Enoch.

—Parece algo enojado —informó Winslowe—. Dijo que tú le esperabas.

—Quizá no debiéramos quedarnos aquí, de pie —sugirió Ulises—. Mi pobre intelecto tiene la impresión de que muchas cosas se acercan a su crisis final.

—Dime —gritó el cartero—, ¿qué ocurre aquí? ¿Qué es eso que tiene Lucy y quién es ese hombre que te acompaña?

—Más tarde hablaremos de eso —dijo Enoch—. Ahora no tenemos tiempo.

—Pero Enoch, está la turba.

—Hablaré con ellos cuando llegue el momento —dijo Enoch, ceñudo—. Pero ahora debo ocuparme de algo más importante.

Los cuatro subieron la pendiente, abriéndose paso por entre la hierba que les llegaba a la cintura. Ante ellos, la estación se recortaba oscura y angulosa contra el cielo nocturno.

—Están allá abajo, en el cruce —dijo Winslowe, jadeante—. Ese relampagueo de luz que hemos visto son los faros de un coche.

Llegaron al borde del corral y corrieron hacia la casa. La negra mole del camión brilló ante el resplandor que despedía el Talismán. Una figura surgió de la sombra que arrojaba el camión y se les acercó, presurosa.

—¿Eres tú, Wallace?

—Sí —constestó Enoch—. Siento no haber estado aquí.

—Me enojé un poco cuando comprobé que no me estabas esperando —dijo Lewis.

—Surgió algo imprevisto —dijo Enoch—. Algo de lo que debí ocuparme.

—¿Ha traído el cuerpo del honorable? —preguntó Ulises—. ¿Está en el camión?

—Me alegro de que hayamos podido restituirlo —asintió Lewis.

—Tendremos que transportarle al cementerio —dijo Enoch—. No se puede llegar allí con el camión.

—La otra vez fuiste tú quien lo llevaste allí —dijo Ulises—.

Enoch asintió con un gesto.

—Amigo mío —añadió el alienígena—, me pregunto si en esta ocasión me permitirás el honor.

—Pues claro que sí —concedió Enoch—. A él le hubiera gustado de ese modo.

Y las palabras acudieron a su lengua, pero él se las tragó, porque no habría servido de nada decirles aquellas palabras de agradecimiento por aquel gesto que le relevaba de su obligación y que al mismo tiempo le eximía de pronunciar las palabras del ritual.

Junto a él, Winslowe informó:

—Ya vienen. Puedo oírles en el camino.

Tenía razón.

Procedente del camino se escuchó el sonido de pasos avanzando sobre el polvo, sin prisas, sin ninguna necesidad de apresurarse, como el avance insultante y deliberadamente lento de un monstruo tan seguro de su presa que no necesita precipitarse.

Enoch se hizo a un lado y medio elevó el rifle, dirigiéndolo hacia el grupo que surgió de la oscuridad.

Detrás de él, Ulises habló con suavidad.

—Quizá fuera mucho más adecuado llevarle a la tumba acompañado por toda la gloria y desplegado resplandor de nuestro restaurado Talismán.

—Ella no puede oírte —dijo Enoch—. Debes recordar que es sorda. Tendrás que enseñarla.

Pero en el momento en que él trataba de hacerse comprender, surgió un relámpago cegador.

Con un grito contenido, Enoch se medio giró apartando la vista del pequeño grupo detenido junto al camión, y la bolsa que había contenido el Talismán se encontraba a los pies de Lucy y ella sostenía el glorioso resplandor en alto, orgullosamente, de modo que su luz se extendía por todo el patio y por la casa antigua, desparramándose incluso por el campo contiguo.

Se produjo un momento de quietud. Como si todo el mundo hubiera contenido la respiración y permaneciera atento y lleno de respeto, en espera de un sonido que no llegó, que no llegaría nunca, pero que siempre sería esperado.

Y con la quietud llegó una sensación permanente de paz que pareció calar hasta las fibras más profundas del ser. No era nada sintético; no era como si alguien hubiera invocado la paz y se hubiese permitido entonces la existencia de la paz, por tolerancia. Se trataba más bien de una paz presente y actual, la paz del espíritu que se apodera de uno con la calma de una puesta de sol después de un día largo y caluroso, o del tembloroso y fantasmagórico centelleo de un amanecer primaveral. La siente uno dentro de sí mismo y a su alrededor y se tiene la sensación de que no sólo está aquí, sino de que la paz se extiende en todas direcciones, alcanzando a los puntos más alejados de la infinitud, y que posee una profundidad tal que le permitirá durar hasta que se produzca la boqueada final de toda la eternidad.

Lentamente, recordando, Enoch se volvió hacia el campo y los hombres estaban allí, al borde del halo de luz arrojado por el Talismán, formando un grupo gris y arremolinado, como una jauría de lobos burlados detenidos en la débil periferia del resplandor producido por la hoguera del campamento.

Y mientras él observaba, el grupo retrocedió, fundiéndose en la oscuridad del camino polvoriento.

Excepto uno de ellos, que se volvió y echó a correr colina abajo en la oscuridad hacia el bosque, aullando enloquecido por el terror como un perro asustado.

—Allá va Hank —dijo Winslowe—. Ese que corre colina abajo es Hank.

—Siento mucho que le hayamos asustado —dijo Enoch seriamente—. Nadie debería temer a esto.

—Es de él mismo de quien está asustado —dijo el cartero—. Vive con el terror en él.

Y eso era cierto, pensó Enoch. Así era como ocurría con el Hombre; siempre había sido así. Había llevado el terror consigo mismo. Y aquello ante lo que siempre se había sentido aterrorizado era él mismo.

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