XXXII

Enoch atravesó tambaleándose la habitación y se apoyó en el escritorio. El hedor iba disminuyendo y su cabeza se despejaba. Apenas podía creer lo que había sucedido, pues en efecto resultaba increíble que una cosa así pudiese haber ocurrido. Aquella criatura había viajado sobre el materializador oficial, y nadie, salvó un miembro de la Central Galáctica, podía hacerlo por aquella ruta. Y tampoco miembro ninguno de la Central Galáctica, estaba convencido, habría actuado como lo había hecho aquel ser ratuno. Además, éste había sabido la frase que hacía funcionar la puerta. Y nadie, sino él mismo y la Central Galáctica debía conocerla.

Tendió la mano, cogió el fusil y lo empuñó firmemente. Todo estaba bien, pensó. Nada había sido dañado. Pero había un extraño sobre la Tierra y eso era algo que no podía ser permitido. La Tierra estaba vedada a los alienígenas. Como planeta que no había sido reconocido por la confraternidad galáctica, era territorio fuera de sus límites.

Permaneció con el fusil en mano sabiendo lo que había de hacer… echar atrás a aquel alienígena, expulsarlo de la Tierra.

Lo manifestó en voz alta y se abalanzó a la puerta, saliendo fuera y dando la vuelta a la esquina de la casa.

El alienígena corría a través del campo y casi había alcanzado el lindero del bosque.

Enoch corrió en su persecución, pero a medio camino el ser ratuno se sumió en el bosque y desapareció.

El bosque estaba empezando a ser invadido por la oscuridad. Los oblicuos rayos del sol poniente iluminaban el dosel superior del follaje, mas en su suelo habían empezado a condensarse las sombras.

Al meterse en la linde del bosque tuvo un vislumbre de la criatura, que bajando una pequeña barranca, se metía en el declive opuesto, corriendo a través de los helechos que le llegaban casi a la mitad del cuerpo.

Si se mantenía en aquella dirección, se dijo Enoch, se saldría con la suya, pues el declive opuesto de la barranca acababa en un grupo de rocas que estaba sobre un punto saliente rematado por un farallón, con cada lado entrante, de manera que la punta y su masa de cantos rodados se encontraba aislada, colgada sobre el espacio. Sería harto arduo el sacar al alienígena de las rocas si se refugiaba allí, pero cuando menos podría ser sitiado y no lograría salir. Sin embargo, pensó Enoch, no podía perder tiempo alguno, pues el sol se estaba poniendo y pronto estaría oscuro.

Enoch cortó ligeramente hacia el oeste para contornear la cabeza del pequeño barranco, no perdiendo de vista al alienígena en huida. La criatura seguía sobre el declive y Enoch, observando esto, aumentó su velocidad. Por el momento, tenía atrapado al alienígena. En su huida, había pasado el punto sin retorno. Ya no podía dar una vuelta y retirarse de allí. Pronto alcanzaría el borde del farallón, y allí no podría hacer otra cosa sino cobijarse en el grupo de cantos rodados.

Corriendo con todas sus fuerzas, Enoch atravesó la zona cubierta de helechos y salió al declive más pronunciado, a cosa de unos treinta metros debajo del grupo de cantos rodados. Allí no era tan espesa la cobertura. Había escasa maleza y árboles desperdigados. La blanda arcilla del piso del bosque daba paso a piedra triturada, que en el curso de los años había sido arrancada de los cantos rodados por el cierzo invernal, cayendo declive abajo. Allá estaban ahora las piedras cubiertas de espeso musgo, haciendo traicionero el andar.

Mientras corría, Enoch escudriñó con una ojeada los cantos rodados, pero no había en ellos muestra alguna del alienígena. De pronto, por el rabillo del ojo, vio movimiento y se abalanzó tras unas matas de avellanos, viendo a través de ellas al alienígena recortado contra el firmamento, con su cabeza moviéndose atrás y adelante para pasar rápidamente por el declive inferior, y el arma semialzada y dispuesta para ser usada al instante.

Enoch quedóse helado, con su mano tendida asiendo el rifle. Sintió un trallazo de dolor en los nudillos, viendo que los había desollado en la roca al dar una zambullida para ocultarse.

El alienígena desapareció de la vista tras los cantos rodados y Enoch puso lentamente el fusil en donde pudiera manipularlo, caso de que se le presentara ocasión de disparar.

¿Se atrevería sin embargo a disparar?, se preguntó. ¿Se atrevería a matar a un alienígena?

Este podía haberle matado a él, allá en la estación, cuando había quedado mareado por el espantoso hedor. Pero no lo había hecho; en vez de ello, había huido. ¿Fue debido acaso, volvió a preguntarse, a que la criatura aquella se había atemorizado tanto, que todo cuanto se le ocurrió pensar fue huir? ¿O tal vez, había sido tan renuente en matar a un guardián de la estación, como él lo era en matar a un alienígena?

Escudriñó las rocas sobre él; no había ningún movimiento, ni nada se veía. Debía subir aquel declive, y prestamente, se dijo, pues el tiempo obraría en favor del alienígena. La oscuridad no debía tardar ya más de treinta minutos y antes de que se tendiese había de zanjar la cuestión. Si el alienígena escapaba, había poca probabilidad de encontrarlo.

¿Y por qué —preguntóse otra vez, apartándose a un lado— preocuparse con complicaciones ajenas? ¿Pues no estaba dispuesto a informar a la Tierra que había pueblos alienígenas en la galaxia y entregar, sin autorización, tanto del saber y la ciencia de aquellos alienígenas como estuviera en su poder? ¿Por qué haber detenido a aquel alienígena el destrozo de la estación, asegurando su aislamiento por muchos años… pues eso habría sucedido, si con ello hubiera quedado él libre para hacer cuanto quisiera con todo cuanto había dentro de la estación? Habría sido en su beneficio el permitir que los sucesos siguieran su curso.

Pero no podía —clamó Enoch para sus adentros—. ¿Es que no ves que no lo podía? ¿Es que no lo comprendes?

Un crujido en las matas a su izquierda le hizo volverse, con el fusil presto.

Y de pronto apareció Lucy Fisher, a no más de seis metros.

—¡Vete de ahí! —gritó a la muchacha, olvidando que ella no podía oírle.

En efecto, ella no pareció entender. Se movió a la izquierda y con rápido ademán de la mano apuntó hacia los cantos rodados.

—¡Vete! —gritó él de nuevo, con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Vete de ahí! —haciendo al mismo tiempo expresivos movimientos con sus manos para indicarle que debía marcharse, que aquél no era un lugar para ella.

La muchacha meneó su cabeza y se apartó corriendo agachada, moviéndose más a la izquierda y declive arriba.

Enoch se puso en pie abalanzándose tras ella, y al hacerlo, el aire tras él produjo un sonido como de frito y hubo como la aguda mordedura del ozono.

Instintivamente, golpeó el suelo, y allá abajo del declive vio medio metro cuadrado de terreno que hervía y humeaba, con su capa barrida por un tremendo calor, y tornados el propio suelo y la roca en masa borboteante.

Un láser, pensó Enoch. El arma del alienígena era un láser, conteniendo un terrorífico golpe en un exiguo haz luminoso.

Se contrajo y dio una breve carrera ladera arriba, arrojándose postrado tras un grupo de ensortijados abedules. El aire volvía a hacer el sonido de fritura y nuevamente hubo ráfagas de calor y el ozono. Sobre el declive opuesto, echaba vapor un trozo de terreno. Flotaba ceniza, que cayó en los brazos de Enoch. Lanzó una rápida ojeada arriba y vio que las copas de los abedules habían desaparecido, reducidas a ceniza por el láser. Tenues volutas de humo se elevaban perezosamente de los cercenados troncos.

Hiciérase lo que se pudiera, o dejara de hacerse, allá en la estación, el alienígena suponía faena. Sabía que estaba acorralado y empleaba artimañas.

Enoch se pegó contra el suelo y se inquietó por Lucy. Esperaba que estuviese a salvo. La muy boba debiera haberse quedado al margen. Este no era un lugar para ella. Ni lo había sido nunca en el bosque a aquella hora del día. Tendría de nuevo al viejo Hank buscándola, pensando que la habían raptado. Se preguntó qué diablos se le había metido en el cuerpo.

La oscuridad iba aumentando. Sólo las distantes copas de los árboles recogían los últimos rayos del sol. Rampando por el barranco provenía una frialdad del valle de abajo, y del suelo brotaba un olor húmedo y fresco. De algún escondido agujero clamaba tristemente algún chotacabras.

Enoch salió de tras el grupo de abedules, precipitándose declive arriba. Llegó al tronco caído que había elegido como barricada, y se apostó tras él. No había señal alguna del alienígena, ni ningún otro disparo del láser.

Enoch estudió el terreno ante él. Dos carreras más, una a aquella pequeña pila de roca, y la siguiente al borde de la propia zona de los cantos rodados, y se hallaría sobre el alienígena escondido. Mas, ¿qué haría una vez que estuviese allí?, se preguntó.

Pues sacar al alienígena de su madriguera, arrancarlo de su escondite y derrotarlo, desde luego.

No había planes que pudieran hacerse, ni tácticas que pudieran establecerse de antemano. Una vez que llegase al borde de los cantos rodados debía hacerlo todo sobre la marcha, de oído, valiéndose de cualquier hueco que se presentara. Iba en su desventaja el que no debía matar al alienígena, sino capturarlo y llevarlo a rastras si fuese preciso, forcejeando y chillando, al resguardo de la estación.

Tal vez aquí, al aire libre, no podría emplear su hedionda defensa como lo había hecho en el confinamiento de la estación, por lo que la cosa podría ser más fácil. Examinó el grupo de cantos rodados de un extremo al otro, no observando nada que pudiese ayudar a localizar al alienígena.

Comenzó lentamente a serpear en derredor, dispuesto a la próxima carrera declive arriba, moviéndose cuidadosamente, de manera que ningún ruido pudiera traicionarle.

Por el rabillo del ojo percibió una sombra moviéndose por el declive. Aprestó al punto el rifle. Pero antes de que pudiera encañonarlo, la sombra estaba sobre él, poniéndole de espaldas en el suelo, mientras una manaza le tapaba la boca.

—¡Ulises! —farfulló Enoch, pero la temible figura le siseó previniéndole.

Lentamente se desprendió el peso que le oprimía, y la mano se apartó de su boca.

Ulises hizo un gesto en dirección a la masa de cantos rodados y Enoch asintió.

Ulises se aproximó más e inclinó su cabeza a la de Enoch, cuchicheándole al oído:

—¡El Talismán! ¡Tiene el Talismán!

—¡El Talismán! —repitió Enoch en voz alta, intentando ahogar su grito cuando ya lo había proferido, al recordar que no debía hacer ruido alguno para no ser descubiertos por quien estaba vigilándoles.

Del espolón superior se desprendió una roca, que rodó dando tumbos por el declive. Enoch se pegó más al suelo, tras el tronco derribado.

—¡Abajo! —gritó a Ulises—. ¡Abajo! ¡Tiene un arma!

Pero la mano de Ulises le asió por el hombro.

—¡Enoch! —gritó—. ¡Mira, Enoch!

Enoch se irguió, viendo sobre el grupo de rocas, recortándose en el firmamento, dos figuras asiéndose.

—¡Lucy! —vociferó.

Pues una era Lucy y la otra el alienígena.

Ella había subido a hurtadillas hasta donde él estaba. ¡Maldita pequeña estúpida, había llegado solapadamente hasta arriba! Y mientras el alienígena había estado distraído vigilando el declive, se le había acercado y luego asido. Ella tenía un garrote o algo parecido en su mano, alguna vieja rama acaso, y la alzaba sobre su cabeza presta a asestar un golpe, pero no podía hacerlo, pues el alienígena le tenía asido el brazo.

—¡Dispara! —dijo Ulises, con voz apagada y sin tono.

Enoch alzó el rifle, teniendo dificultad con la mira, debido a la oscuridad creciente. ¡Y estaban tan juntos! ¡Demasiado juntos!

—¡Dispara! —volvió a aullar Ulises.

—No puedo —suspiró Enoch—. Está demasiado oscuro para hacerlo.

—¡Tienes que disparar! —conminó Ulises con voz tensa y dura—. ¡Tienes que arriesgarte!

Enoch volvió a levantar el fusil, pareciéndole que la mira estaba más clara, percatándose que su indecisión no estaba tanto en la oscuridad, como en aquel disparo que había fallado en el mundo aquel de los bocinazos graznantes y del estrafalario ser zancudo que en él había irrumpido. Si entonces había fallado, también podía marrar ahora.

—La mira precisó la cabeza de la criatura ratuna, pero de pronto el blanco que presentaba comenzó a moverse.

—¡Dispara! —volvió a aullar Ulises.

Enoch apretó el gatillo y sonó un estampido, y arriba sobre las rocas, la extraña criatura quedóse durante un segundo con sólo media cabeza y con jirones de carne semejantes a oscuros insectos retorciéndose contra el crepúsculo del firmamento de poniente.

Enoch soltó el arma y se tendió sobre el suelo, clavando sus dedos en la musgosa y blanda tierra, mareado por el pensamiento de lo que podía haber ocurrido, desmadejado de agradecimiento por lo que no ocurrió, porque los años de aquel fantástico campo de tiro en que se había ejercitado en su pasatiempo hubieran por fin dado un eficaz resultado.

¡Cuán singular es —pensó— cómo tantas cosas sin sentido forman nuestro destino! Pues el campo de tiro había sido una cosa sin sentido, tanto como una mesa de billar o un juego de naipes… destinado tan sólo a entretener al guardián de la estación. Y, sin embargo, las horas que allí había pasado habían determinado esta hora y final, este simple instante en este confinado declive.

Su mareo se diluyó en el suelo bajo él y le sucedió una paz… la paz del terreno de árboles y bosques, y de la primera calma y quietud de la caída de la noche. Como si el firmamento y las estrellas y el mismo espacio se hubiesen inclinado junto a él y le estuvieran cuchicheando su esencial y única singularidad. Y por un instante le pareció que había asido el borde de alguna gran verdad, y que con esta verdad había llegado a un consuelo y a una grandeza que jamás antes conociera.

—Enoch —murmuró Ulises—. Enoch, hermano mío.

Había algo como un sollozo oculto en la voz del alienígena, y nunca, hasta este momento, había llamado hermano al terrestre.

Enoch se puso de rodillas y arriba sobre la pila de volcados cantos rodados apareció una maravillosa luz, una suave y dulce luminosidad, como si un gigantesco gusano de luz hubiese encendido su lámpara.

El fulgor se estaba moviendo hacia ellos bajando a través de las rocas y pudo ver a Lucy moviéndose con él, como si llevara una linterna en la mano.

La mano de Ulises se tendió en la oscuridad y asió con fuerza el brazo de Enoch.

—¿Ves? —dijo.

—Sí, lo veo. ¿Qué es…?

—Es el Talismán —respondió Ulises, anonadado, ahogándosele la respiración en la garganta—. Y ella es nuestro nuevo custodio. El único que hemos buscado a través de los años.

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