XVII

Los hombres subían por el campo en dirección a la casa. Enoch vio que uno de ellos era Hank Fisher, el padre de Lucy. Conoció a aquel hombre hacía varios años, durante uno de sus paseos, y sostuvo una breve conversación con él. Hank le explicó bastante cohibido y a pesar de que no era necesario que le ofreciese explicaciones, que andaba buscando una vaca perdida. Pero a juzgar por sus modales furtivos, Enoch dedujo que lo que le traía por allí no era buscar una vaca, sino algo inconfesable, aunque no podía imaginarse qué pudiese ser.

El otro individuo era más joven. No aparentaba más de dieciséis o diecisiete años. Era muy probable, pensó Enoch, que fuese uno de los hermanos de Lucy.

Enoch se detuvo a esperarlos frente al porche.

Vio que Hank llevaba un látigo arrollado en la mano. Al verlo, Enoch comprendió la causa de las heridas que cruzaban los hombros y la espalda de Lucy. Sintió un súbito acceso de ira, pero trató de dominarse. Se entendería mejor con Hank Fisher si no perdía los estribos.

Los dos hombres se detuvieron a tres pasos de distancia.

—Buenas tardes —les dijo Enoch.

—¿Has visto a mi chica? —le preguntó Hank.

—¿Y qué si la he visto? —preguntó Enoch a su vez.

—Le arrancaré la piel a tiras —gritó Hank blandiendo el látigo.

—En tal caso —dijo Enoch—, no creo que te diga nada.

—La has escondido —dijo Hank acusador.

—Búscala, si quieres —repuso Enoch.

Hank dio un paso hacia él, pero lo pensó mejor y se detuvo.

—Le he dado su merecido —vociferó—. Y aún no he acabado con ella. No hay nadie en el mundo, ni aunque sea de mi propia sangre, que pueda burlarse de mí.

Enoch dio la callada por respuesta. Hank parecía indeciso.

—Es una entrometida —dijo—. Se metió donde no la llamaban.

El muchacho intervino para decir:

—Yo sólo estaba tratando de domesticar a Butcher. Butcher —explicó a Enoch— es un cachorro de perdiguero.

—Exactamente —asintió Hank—. No hacía nada malo. Mis chicos capturaron a una liebre joven la otra noche. Les costó mucho apresarla. Roy, aquí presente, la ató a un árbol. Y trajo a Butcher sujeto con una correa, para dejar que se lanzase sobre la liebre, pero no le hacía daño, pues él tiraba de Butcher antes de que el perro pudiera morderla. Entonces dejaba que los dos descansasen un poco y luego azuzaba de nuevo a Butcher sobre la liebre.

—Es la mejor manera de adiestrar a un perro de caza —observó Roy.

—Sí, señor —asintió Hank—. Por esto mis hijos apresaron a la liebre.

—La necesitábamos para enseñar al cachorro —observó Roy.

—Todo esto me parece muy bien y me alegro de saberlo —dijo Enoch—. Pero, ¿qué tiene que ver Lucy con todo ello?

—Se interpuso y trató de evitar que adiestrásemos al perro —dijo Hank—. Intentó quitarle Butcher a Roy.

—Esa muda tiene demasiadas ínfulas —dijo Roy.

—Tú cállate la boca —le reprendió su padre con aspereza, volviéndose furioso hacia él.

Roy murmuró algo entre dientes y dio un paso atrás. Hank se volvió de nuevo hacia Enoch.

—Roy le pegó y la tiró al suelo —dijo—. No debiera haberlo hecho. Debiera haber tenido más cuidado.

—No quería hacerlo —se disculpó Roy—. La derribé al levantar el brazo para evitar que se acercase a Butcher.

—Así fue —dijo Hank—. La derribó sin querer. Pero ella no tenía que haber hecho lo que hizo. Dejó a Butcher tieso y agarrotado, para que no pudiese lanzarse sobre la liebre. Sin tocarle siquiera un pelo, fíjate bien, lo dejó agarrotado. No podía mover ni una pata. Esto puso furioso a Roy.

Y dijo con tono anhelante a Enoch:

—¿Y tú, no te hubieras puesto furioso ante una cosa así?

—No, creo que no —contestó Enoch—. Aunque claro, yo no me dedico a cazar liebres con perros adiestrados.

Hank parecía pasmado ante tamaña falta de comprensión.

Pero continuó su relato.

—Roy se enfureció mucho con ella. Ten en cuenta que había criado a Butcher. Quiere mucho a ese perro y no estaba dispuesto a que nadie, ni siquiera su propia hermana, lo dejase agarrotado, como ella le hizo a Butcher. Nunca había visto una cosa así en mi vida. Pero esto no fue todo. Entonces Roy se quedó rígido y cayó al suelo con las piernas encogidas y sujetándose el cuerpo con los brazos. Allí se quedó tendido, hecho una bola. Quedó paralizado como Butcher. Pero ella no le hizo nada a la liebre, no la dejó agarrotada. Únicamente le hizo eso a los de su casa.

—Pero no dolía —observó Roy—. No dolía en absoluto.

—Yo estaba allí sentado —prosiguió Hank—, trenzando este látigo para el ganado. Tenía la punta gastada y le puse una nueva. Vi lo que pasaba pero no intervine hasta que vi a Roy tendido y quieto en el suelo. Entonces le dije: esto ya no lo aguanto. Soy un hombre muy tolerante; no me importa que mi hija haga desaparecer las verrugas con ensalmos y otras cosas parecidas. Ha habido mucha gente capaz de hacer eso. No es nada deshonroso. Pero esto de dejar a los perros y a las personas agarrotados…

—Y entonces fue cuando le diste de garrotazos, ¿no es eso? —dijo Enoch.

—Cumplí con mi deber —manifestó Hank solemnemente—. No estoy dispuesto a tolerar la presencia de brujas en mi familia. Le di un par de latigazos y ella me pidió por gestos que dejase de pegarla. Pero yo tenía que cumplir mi deber y continué arreándole latigazos. Si hubiese continuado, creo que le hubiera quitado para siempre las ganas de hacer esas bromas. Pero fue entonces cuando ejerció sus poderes conmigo. Lo mismo que había hecho con Roy y Butcher, pero de manera distinta. Me dejó ciego… ¡cegó a su propio padre! No podía ver nada. Avancé a tientas por el patio, gritando y dando manotadas. De pronto volví a ver, pero ella había desaparecido. La vi correr por el bosque, monte arriba. Y entonces fue cuando Roy y yo nos fuimos tras ella.

—¿Y crees que la tengo aquí?

—Sé que está aquí —contestó Hank.

—Muy bien —dijo Enoch—. Pues búscala.

—Claro que la buscaré —repuso Hank, ceñudo—. Roy, tú registra el granero. Puede estar escondida allí.

Roy se dirigió al granero. Hank entró en el anexo y salió casi inmediatamente al decrépito gallinero.

Enoch esperaba, con el rifle bajo el brazo.

Se le había presentado una complicación… una complicación mayor que todas cuantas habían surgido hasta entonces. Los hombres como Hank Fisher no se avenían a razones. Sería inútil tratar de discutir con él en aquellos momentos. Lo único que podía hacer era esperar que Hank se calmase. Sólo entonces quizá sería posible hacerle entrar en razón.

Ambos no tardaron en volver.

—No está por aquí —dijo Hank—. Por lo tanto, está en la casa.

Enoch meneó negativamente la cabeza.

—Nadie puede entrar en esa casa.

—Roy —ordenó Hank—, sube esos peldaños y abre esa puerta.

Roy dirigió una mirada medrosa a Enoch.

—Vamos, obedece —dijo Enoch.

Roy se dirigió a la escalera y subió muy despacio por ella. Atravesó el porche, puso la mano en el picaporte y trató de hacerlo girar. Lo intentó de nuevo. Después se volvió.

—Padre, no puedo —dijo—. No puedo abrir esta puerta.

—Eres un inútil —dijo Hank, disgustado—. No sabes hacer nada.

Hank subió los peldaños de dos en dos y cruzó el porche hecho una furia. Asió el picaporte con la mano y trató de hacerlo girar con gesto airado. Lo probó una y otra vez, sin conseguirlo. Luego se volvió hacia Enoch, hecho un basilisco.

—¿Puede saberse qué pasa aquí? —gritó.

—Ya te dije que no se puede entrar —contestó Enoch.

—¡Eso ya lo veremos! —rugió Hank.

Tiró el látigo a Roy y bajó del porche para plantarse en dos zancadas ante el montón de leña que se alzaba junto al anexo. Con un brusco ademán, arrancó la pesada hacha doble del tajo.

—Ten cuidado con el hacha —le advirtió Enoch—. La tengo desde hace mucho tiempo y la aprecio mucho.

Hank no contestó. Volvió a subir al porche y se detuvo con los pies muy separados ante la puerta.

—Apártate —ordenó a Roy—. Déjame sitio.

Roy se hizo a un lado.

—Eh, un momento —dijo Enoch—. ¿Te propones derribar esa puerta?

—Eso es exactamente lo que pienso hacer.

Enoch hizo un grave gesto de asentimiento.

—Bien, ¿y qué? —dijo Hank.

—Por mí, ya puedes probar.

Hank asentó sólidamente los pies en el suelo y empuñó el mango del hacha con ambas manos. El acero relampagueó sobre su cabeza y luego se abatió en un golpe tremendo.

El filo del hacha chocó con la superficie de la puerta y se inclinó, desviado por ella, cambió de curso y rebotó de la puerta.

La hoja descendió rápidamente, rozó la pierna de Hank y éste casi perdió el equilibrio, arrastrado por su propio impulso.

Luego se quedó allí de pie, con expresión estúpida. Los brazos colgando y las manos empuñando aún el mango del hacha. Su mirada se clavó en Enoch.

—Pruébalo otra vez —le dijo Enoch, invitador.

Hank sufrió un arrebato de cólera. Su rostro estaba congestionado por la ira.

—¡Vaya si lo probaré! —gritó como un poseído.

Volvió a plantar sólidamente los pies en el suelo y ésta vez blandió el hacha no contra la puerta, sino contra la ventana contigua a ésta.

Cuando la hoja chocó contra la ventana, se oyó un agudo ruido metálico y fragmentos de acero saltaron por los aires, brillando al sol.

Hank agachó la cabeza y tiró el hacha, que rebotó en el suelo del porche. Tenía una hoja rota y mellada. La ventana estaba intacta. No mostraba ni un rasguño.

Hank se quedó allí un momento, contemplando el hacha rota, como si no diese crédito a sus ojos.

Tendió la mano en silencio y Roy le puso el látigo en ella.

Entonces ambos bajaron la escalera.

Se detuvieron al pie de ella y miraron a Enoch. La mano de Hank temblaba en el mango del látigo.

—En tu lugar, yo no lo intentaría, Hank —le dijo Enoch—. Soy muy rápido disparando.

Dio unas palmadas a la culata del rifle.

—Te agujerearía la mano antes de que pudieras levantar el látigo.

Hank jadeaba pesadamente.

—Tienes el diablo en el cuerpo, Wallace —dijo—. Y ella también. Los dos estáis de acuerdo. Estoy seguro de que os encontráis a escondidas en los bosques.

Enoch lo miraba, expectante.

—¡Que Dios me asista! —gritó Hank—. ¡Mi hija es una bruja!

—Lo mejor que podéis hacer —le dijo Enoch— es volveros a casa. Si encuentro a Lucy, yo mismo os la traeré.

Ninguno de los dos se movió.

—¡Esto no termina así! —vociferó Hank—. Tienes a mi hija escondida en alguna parte pero yo la sacaré de tus garras. Te aseguró que me las pagarás.

—Cuando quieras —dijo Enoch—, pero ahora no.

Y movió el cañón del rifle con ademán imperioso.

—Vamos, andando —dijo—. Y no volváis. No quiero volver a veros por aquí a ninguno de los dos.

Ambos vacilaron por un momento, mirándolo, tratando de sondearlo y de adivinar cuáles eran sus intenciones.

Luego dieron lentamente la vuelta y ambos se alejaron monte abajo.

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