XXI

Las altas copas de los árboles gemían al viento que se alzaba. Delante el boscaje de abedules asomaba pálido al difuso resplandor de la linterna. Enoch sabía que aquel grupo de abedules crecía en el borde de una pequeña escarpa que se sumía a siete o más metros, y allí giró a la derecha para contornearla y continuar ladera abajo del cerro.

Le miró por encima del hombro. Lucy le seguía muy cerca. Sonrió ella, manifestándole con un gesto que todo iba bien. Sí hizo un ademán para indicar que ahora debían torcer a la derecha, y que ella debía seguirle muy unida. Aunque —se dijo a sí mismo— probablemente no era necesario indicarle nada, pues ella conocía seguramente la ladera tan bien, o tal vez mejor que él mismo.

Giró pues a la derecha y siguió a lo largo de la rocosa escarpa, llegó a la hendidura y gateó abajo, para alcanzar el declive inferior. Procedente de la izquierda, oía el murmullo del rápido riachuelo que se precipitaba por el rocoso barranco desde el manantial.

La ladera se sumía más escarpada aún, y trazó un camino que esquinaba el áspero declive.

Era curioso, pensó, que hasta en la oscuridad pudiese él reconocer ciertos rasgos naturales… el encorvado y retorcido roble blanco, colgando en insensato ángulo sobre el declive del cerro; el bosquecillo de robles rojos que sobresalía de una cúpula de roca desplomada, situados de tal modo que ningún leñador había intentado talarlos; la pequeña ciénaga repleta de espadañas, que se encajaba cómodamente en una terracita tallada en la ladera.

Lejos, abajo, percibió el resplandor de la luz de una ventana, y descendió hacia ella. Volvió a mirar por encima del hombro y vio que Lucy iba siguiéndole muy cerca.

Ambos llegaron a una tosca valla de estacas y gatearon para atravesarla; el terreno era ahora más llano.

En alguna parte abajo ladró un perro en la oscuridad y otro se le unió en sus ladridos. Más aún se les unieron y la jauría subió corriendo el declive. Llegaron precipitados, giraron en torno a Enoch y la linterna y se abalanzaron a Lucy… transformándose súbitamente, a su vista, en una comisión de bienvenida más bien que en una compañía de guardianes. Brincaron en mescolanza, y las manos de ella palmotearon y acariciaron sus cabezas. Y como a una señal, los canes retozaron alegremente en círculo para volverse de nuevo.

A poca distancia más allá de la cerca de estacas había un huerto y Enoch lo atravesó, siguiendo cuidadosamente un senderillo entre los sembrados. Se encontraron luego en el patio y ante ellos la casa destartalada, con sus perfiles engullidos por la oscuridad, y las ventanas de la cocina iluminadas por la tenue y cálida luz de una lámpara.

Enoch atravesó el patio hasta la puerta de la cocina y llamó con los nudillos, oyendo seguidamente ruido de pasos en el interior.

Abrióse la puerta y apareció enmarcada por la luz Ma Fisher, mujer corpulenta, de elevada estatura y huesuda, embutida en algo que era más un saco que un vestido.

Se quedó mirando fijamente a Enoch, medio asustada y medio belicosa, mas al ver tras él a la muchacha, exclamó:

—¡Lucy!

La muchacha se abalanzó a ella, y su madre la tomó en sus brazos.

Enoch dejó su linterna en el suelo, puso su carabina bajo el brazo y atravesó el umbral.

La familia había estado cenando, sentada en torno a una gran mesa dispuesta en el centro de la cocina. En el centro de la mesa había una ornada lámpara de petróleo. Hank se había puesto en pie, pero sus tres hijos y el forastero permanecían aún sentados.

—Así que la volviste a traer —dijo Hank.

—La encontré —dijo Enoch.

—La estuvimos buscando hasta hace un rato —manifestó Hank—. Íbamos a volver a salir a hacerlo otra vez.

—¿Recuerdas lo que me dijiste esta tarde? —preguntó Enoch.

—Te dije varias cosas.

—Me dijiste que yo tenía el diablo en mí. Vuelve a levantar la mano contra esa muchacha, y te prometo que te enseñaré hasta dónde tengo de diablo.

—Esas baladronadas no sirven conmigo —braveó Hank. Pero se veía que estaba atemorizado. Lo mostraba en la blandura del rostro y la rigidez del cuerpo.

—Pues si quieres verlo, no tienes más que echarme de aquí.

Los dos hombres permanecieron encarados durante unos instantes, y luego Hank se sentó.

—¿Quieres tomar algo con nosotros? —dijo.

Enoch denegó con la cabeza, y volviéndose al forastero, preguntó:

—¿Eres tú el hombre del ginseng?

El aludido asintió, y respondió:

—Así es como me llaman.

—Quiero hablar contigo. Afuera.

Claude Lewis se puso en pie.

—No tienes a qué ir —intervino Hank—. Él no puede obligarte. Lo mismo puede hablarte aquí.

—No me importa —dijo Lewis—. En realidad, deseo hablar con él. Tú eres Enoch Wallace, ¿no es así?

—Eso es quien es —confirmó Hank— Debiera haber muerto de viejo hace cincuenta años. Pero míralo. Tiene el diablo con él. Te lo aseguro, él y el diablo tienen un pacto.

—¡Cállate, Hank! —dijo Lewis, quien dando la vuelta a la mesa, fue a la puerta.

—Buenas noches —dijo Enoch a los demás.

—Mr. Wallace —dijo Ma Fisher—, gracias por haber traído de nuevo a mi hija. Hank no la pegará otra vez. Puedo prometérselo. Yo estaré al tanto.

Enoch salió y cerró la puerta. Tomó la linterna del suelo. Lewis se hallaba ya en el corral y fue a él, diciéndole:

—Alejémonos un poco.

Se detuvieron en la esquina del jardín y se encararon.

—Tú has estado vigilándome —dijo Enoch.

Lewis asintió.

—¿De manera oficial? ¿O sólo por curiosidad?

—Lamento que de manera oficial. Mi nombre es Claude Lewis. No hay razón para que no te dijese… que soy de la C.I.A.

—No soy ningún traidor ni espía —repuso Enoch.

—No, en efecto. Sólo te estábamos vigilando.

—¿Sabes lo del cementerio?

Lewis asintió.

—Tú sacaste algo de una tumba.

—Sí —dijo Lewis—. De la extraña lápida.

—¿Y dónde está lo que sacaste?

—Quieres decir el cadáver. En Washington.

—No debieras haberlo sacado —dijo ceñudamente Enoch—. Has causado gran trastorno con ello. Debes devolverlo. Y tan pronto como puedas.

—Eso llevará algún tiempo —respondió Lewis—. Tendrán que expedirlo en vuelo. Veinticuatro horas acaso.

—¿Es lo más rápido?

—Podría hacerlo algo mejor.

—Pues haz lo más que puedas. Es importante que el cadáver vuelva.

—Lo haré, Wallace. Yo no sabía…

—Y, Lewis…

—¿Qué?

—No pretendas dártelas de listo. No te andes por las ramas. Haz sólo lo que te digo. Estoy tratando de ser razonable, porque es lo único que cabe. Pero si intentas alguna argucia…

Tendió una mano y asió la parte delantera de la camisa de Lewis, retorciéndosela.

—¿Me comprendes, Lewis? —añadió.

Lewis quedóse inmóvil, sin intentar desasirse.

—Sí —dijo—. Comprendo.

—¿Por qué diablos hiciste eso?

—Tenía un trabajo…

—Sí, un trabajo. El de vigilarme. No el de robar tumbas.

Le soltó la camisa.

—Dime —dijo Lewis—. Eso de la tumba… ¿qué era?

—Nada que maldito te importe —le respondió Enoch desabridamente—. Lo que sí te importa es devolver el cadáver. ¿Estás seguro de que puedes hacerlo? ¿No hay nada que se te interponga?

Lewis denegó con la cabeza, y añadió:

—Nada en absoluto. Telefonearé en cuanto tenga a mano un teléfono. Les diré que es cosa imperiosa.

—Y lo es —afirmó Enoch—. El volver ese cadáver a su sitio es la cosa más importante que jamás habrás hecho. No lo olvides ni por un momento. Afecta a todos en la Tierra. A ti, a mí, y a cualquiera de los demás. Y si fracasas, me responderás de ello.

—¿Con esa arma?

—Acaso —respondió Enoch—. No se te ocurra bromear. No te imagines que vacilaré en matarte. En esta situación, mataría a cualquiera… a cualquiera en absoluto.

—Wallace, ¿hay algo en ello que puedas decirme?

—Nada de nada —respondió Enoch, volviendo a tomar la linterna.

—¿Vuelves a casa?

Enoch asintió.

—No parece importarte que te vigilemos.

—No. En todo caso, no vuestra vigilancia. Sólo vuestra interferencia. Vuelve a traer ese cadáver y sigue vigilando si lo deseas. Pero que nadie me importune ni me provoque. Las manos fuera. Que no se toque nada.

—Pero, ¡santo Dios!, hay algo en marcha… tú puedes decirme algo.

Enoch vaciló.

—Alguna idea de lo que pasa —insistió Lewis— No los detalles, sino sólo…

—Vuelve a traer el cadáver —respondió lentamente Enoch—, y acaso entonces hablemos de nuevo.

—Se te devolverá —afirmó Lewis.

—Y de lo contrario, puedes ya considerarte muerto desde ahora —dijo tajante Enoch, quien, volviéndose, atravesó el huerto y comenzó a subir el cerro.

Lewis permaneció largo rato en el patio, contemplando cómo el resplandor de la linterna se iba perdiendo de vista.

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