XII

Enoch se apartó del tanque y recogió el bloque de madera. A su alrededor se había formado un pequeño charco, que brillaba sobre el suelo.

Se fue con el bloque hacia una de las ventanas para examinarlo. Era pesado, negro, de grano fino y a un lado aún tenía un poco de corteza. Lo habían aserrado. Alguien lo había aserrado hasta darle unas dimensiones que permitieran meterlo en el tanque donde descansaba el thubano.

Recordó un artículo periodístico que había leído un par de días antes, en el que un hombre de ciencia argüía que en un mundo líquido la inteligencia nunca podría desarrollarse.

Pero aquel científico se equivocaba, porque los thubanos eran una de las especies inteligentes que habitaban en un mundo líquido, y había otras que pertenecían a la comunidad galáctica. Había muchas cosas, se dijo, que el hombre no sólo tendría que aprender, sino que desaprender, si alguna vez quería convertirse en un miembro de la cultura galáctica.

La limitación de la velocidad de la luz, por ejemplo.

Si nada pudiese moverse a una velocidad superior que la de la luz, entonces el sistema galáctico de transporte sería imposible.

Pero no había que censurar al hombre, se dijo, por haber supuesto que la velocidad de la luz era la velocidad límite del Universo. El hombre —o cualquier ser que pensase como él— únicamente podía valerse de sus observaciones y de los datos que éstas facilitaban, para establecer sus postulados. Y como la ciencia humana no conocía hasta la fecha nada que fuese más rápido que la luz, entonces había que dar como válida la suposición de que nada podía ser más veloz. Pero este postulado era únicamente válido como suposición, y nada más.

Pues los impulsos que transportaban a los seres de una estrella a otra eran casi instantáneos, fuese cual fuese la distancia.

Por más que pensara en ello, tuvo que reconocer que le costaba admitirlo.

Sólo hacía unos instantes, el ser que descansaba en el depósito estaba en otro depósito de otra estación, y el materializador captó su estructura molecular… y no sólo de su organismo, sino la estructura de su misma fuerza vital, el soplo que le infundía vida. Luego esta estructura recorrió casi instantáneamente los insondables abismos del espacio, hasta llegar al receptor instalado en esta estación, dónde los impulsos recibidos sirvieron para duplicar el organismo, la mente, la memoria y la vida de aquel ser, que entonces yacía muerta a muchos años luz de distancia. Y en el depósito, el nuevo cuerpo, la nueva mente, la nueva memoria y la vida cobraron realidad y forma casi instantáneamente… el ser era nuevo por completo, pero réplica exacta del anterior, por lo que la identidad continuaba, lo mismo que la consciencia (el pensamiento únicamente se había interrumpido durante una fracción de segundo), de manera que para todos los fines y propósitos, aquel ser era el mismo.

Existían limitaciones para el envío de estos impulsos, pero estas limitaciones nada tenían que ver con la velocidad, pues los impulsos podían cruzar toda la Galaxia en un tiempo brevísimo. Pero bajo ciertas condiciones, podían alterarse los impulsos y por esto tenían que existir muchas estaciones… millares de ellas. Las nubes de polvo o de gas cósmico y las zonas altamente ionizadas podían alterar los impulsos, y en los sectores de la Galaxia donde reinaban estas condiciones, los saltos de estación a estación eran mucho más cortos, para evitar dichas alteraciones. Había que evitar algunas zonas dando un rodeo, a causa de las elevadas concentraciones de gases o de polvillo que presentaban, y que producían efectos comparables al de la refracción.

Enoch se preguntó cuántos cadáveres de aquel ser descansaban a la sazón en los tanques de las estaciones que había ido recorriendo en el curso de su viaje… del mismo modo como dejaría allí otro cadáver, dentro de pocas horas, cuando él enviase los impulsos correspondientes a la estructura molecular de aquel ser, para que éste continuase su viaje.

Un largo reguero de cadáveres, pensó, quedaba entre las estrellas, para ser destruido por una solución de ácidos y arrojados a tanques enterrados profundamente, mientras el ser continuaba su viaje, hasta llegar a su punto de destino y cumplir el objeto de su travesía cósmica.

¿Y cuál era el objeto, se preguntó Enoch… el objeto que impulsaba a las innúmeras criaturas que pasaban por las estaciones esparcidas por la inmensidad del espacio? Algunos casos, charlando con los viajeros, éstos le existieron el objeto de su viaje, pero en su mayoría nunca supo qué les impulsaba a viajar… ni tenía derecho alguno a saberlo. Pues él sólo era el guardián.

A veces el anfitrión, pensó, aunque no siempre, porque con algunos seres era imposible serlo. Pero siempre era el hombre que vigilaba el funcionamiento de la estación y la mantenía en marcha, disponiéndola para recibir a los viajeros, y reexpidiendo a éstos cuando llegaba el momento de hacerlo. Y que realizaba también las pequeñas tareas que éstos pudiesen necesitar, tratándolos siempre con deferencia y cortesía.

Examinó el bloque de madera y pensó lo contento que estaría Winslowe con él. Muy raramente se encontraban maderas tan negras y pulidas como aquélla.

¿Qué pensaría Winslowe si supiese que las estatuillas que tallaba estaban hechas de una madera que había crecido en planetas desconocidos, situados a muchos años-luz de distancia? Sabía que Winslowe debía de haberse preguntado muchas veces de dónde procedía aquella madera y cómo se la había procurado su amigo. Pero nunca se lo preguntó. Y sabía también, naturalmente, que había algo muy raro en aquel hombre que iba todos los días a esperarlo en el buzón. Pero tampoco le había hecho preguntas al respecto.

Esto era la verdadera amistad, se dijo Enoch.

Aquella madera que entonces tenía en las manos también era otra prueba de amistad… la amistad que demostraban los seres de las estrellas hacia un humilde guarda de una estación remota y provinciana, perdida en uno de los brazos espirales, muy lejos del centro de la Galaxia.

Se había corrido la voz, al parecer, en el transcurso de los años y a través del espacio, de que el guarda de aquella estación coleccionaba maderas exóticas… y las maderas empezaron a afluir. No sólo se las traían los miembros de aquellas especies que él consideraba sus amigos, sino completos desconocidos, como la burbuja gelatinosa que entonces descansaba en el tanque.

Dejó la madera encima de la mesa y se acercó al frigorífico, para sacar un trozo de queso reseco que Winslowe le trajo hacía unos días, y un paquete de fruta que un viajero de Sirra X le regaló la víspera.

—Las he analizado —le explicó el viajero— y puede usted comerlas sin temor. No producirán ningún trastorno en su metabolismo. ¿Aún no ha probado estas frutas? Es una lástima que no las conociese, porque son deliciosas. La próxima vez, si quiere, le traeré más.

De la alacena contigua al frigorífico sacó un panecillo redondo, que formaba parte de la ración que le enviaba regularmente la Central Galáctica. Hecho con un cereal distinto a cuanto se conocía en la Tierra, tenía un marcado sabor a nueces con un ligero deje de especias no terrenales.

Puso la comida sobre lo que él llamaba la mesa de la cocina, aunque no había cocina. Después puso la cafetera sobre la estufa y volvió a su escritorio.

La carta aún estaba allí, abierta, y él la plegó para guardarla en el cajón.

Rasgó las fajas marrones de los periódicos y formó un montón con ellas. Escogió del montón el Times neoyorquino y se instaló en su sillón favorito para leerlo.

SE CONVOCA UNA NUEVA CONFERENCIA DE PAZ, rezaban los titulares del articulo de fondo.

La crisis se había estado gestando desde hacia más de un mes; era la última de una larga serie de crisis que mantenían al mundo en vilo desde hacía años. Y lo peor de todo, se dijo Enoch, era que en su mayoría se trataba de crisis creadas artificialmente por un bando u otro, a fin de conseguir ventajas en la implacable partida de ajedrez de la política, entablada desde que se terminó la segunda guerra mundial.

Las crónicas que publicaba el Times sobre la conferencia tenían una nota bastante desesperada, casi fatalista, como si los cronistas, y acaso los diplomáticos y los políticos aludidos en ellas, ya supiesen de antemano que la conferencia no resolvería nada… si en realidad no servía para agravar aún más la crisis.

Los observadores de esta capital (escribía el corresponsal de Washington del Times) no se hallan muy convencidos de la utilidad que pueda tener la conferencia en este caso, a diferencia de otras conferencias celebradas anteriormente, para aplazar un estallido bélico o mejorar las perspectivas de arreglo. En muchos círculos apenas se oculta la preocupación y se afirma que esta conferencia únicamente servirá para atizar el fuego de la controversia sin abrir en cambio el camino hacia un posible compromiso. En la mente del público, una conferencia sirve para proporcionar un lugar y un tiempo destinado a estudiar reposadamente los hechos y los puntos de litigio, pero son muy pocos los que ven en la convocatoria de esta conferencia un indicio de que vaya a ser también así, en esta ocasión.

La cafetera se había puesto a hervir y Enoch tiró el periódico para correr a la estufa y retirarla. Luego sacó una taza de la alacena y se dirigió a la mesa.

Pero antes de empezar a comer, volvió al escritorio, y, abriendo un cajón, sacó su gráfica y la extendió sobre la mesa, preguntándose por enésima vez el valor que pudiese tener, aunque a veces parecía tener cierto sentido, en algunas partes de ella.

La había basado en la teoría de la estadística de Mizar y se vio obligado, a causa de la naturaleza del tema, a extrapolar algunos factores y sustituir ciertos valores.

Volvió a preguntarse la validez que su trabajo podía tener y si había cometido algún error en alguna parte. ¿Habría destruido la validez del sistema con sus extrapolaciones y cambios? Y, de ser así, ¿cómo podría corregir los errores para restablecer la validez?

En este caso, se dijo, los factores eran el índice de natalidad y la población total de la Tierra, el índice de mortalidad, la cotización monetaria, el coste de la vida y su nivel, la asistencia a los lugares del culto, los progresos médicos, el avance tecnológico, los índices industriales, la mano de obra disponible, las tendencias que se registraban en el comercio mundial, y otros muchos, entre los que se incluían algunos que a primera vista no parecían tener importancia: los precios alcanzados en las subastas por los objetos de arte, las preferencias demostradas por el público en sus vacaciones, movimientos migratorios, la velocidad de los transportes y la frecuencia de los trastornos mentales.

El método estadístico creado por los matemáticos de Mizar era de aplicación universal, empleado correctamente. Pero él se vio obligado a deformarlo al aplicarlo a la situación que reinaba en un planeta distinto, si quería que se adaptase a la situación existente en la Tierra… Y, después de aquella deformación, ¿podía dársele aún por válido?

Se estremeció al contemplar la gráfica. Si no había cometido ninguna equivocación, si había manejado correctamente todos los factores, si la aplicación del sistema no había ido contra sus mismos principios, entonces la Tierra iba en derechura hacia otra guerra mundial, hacia un holocausto en el ara de la destrucción nuclear.

Soltó los bordes de la gráfica y ésta se enrolló por sí sola hasta formar de nuevo un cilindro.

Tendió la mano hacia uno de los frutos que le había traído el sirrano y le hincó el diente. Luego lo saboreó, notando su delicadeza. Desde luego, pensó, era tan bueno como le había asegurado aquel extraño ser con apariencia de pájaro.

Se acordaba de que hubo un tiempo en que abrigó la esperanza de que la gráfica basada en la teoría de Mizar le indicase, si no un medio para acabar las guerras, al menos un medio de mantener la paz. Pero la gráfica nunca le facilitó el menor indicio del camino que llevaba a la paz. De una manera inexorable, implacable, señalaba hacia la guerra.

¿Cuántas guerras podría soportar aún la población de la Tierra?, se preguntó.

Era imposible saberlo, desde luego, pero la próxima podía muy bien ser la última, pues las armas que se utilizarían en el nuevo conflicto eran de efectos incalculables y nadie podía afirmar aún qué resultados tendrían aquellas armas.

La guerra ya era bastante mala cuando los hombres se enfrentaban con las armas en la mano, pero en la guerra actual la destrucción cruzaría rauda los cielos para abatirse sobre ciudades enteras… y su objetivo no serian las concentraciones militares, sino la población total del planeta.

Tendió la mano de nuevo hacia la gráfica y luego la retiró. No había necesidad de seguirla mirando. Se la sabía de memoria. No encerraba esperanza alguna. Podía estudiarla y darle vueltas hasta el día del juicio final, y no cambiaría nada. No había la menor esperanza. El mundo había tomado de nuevo el camino de la guerra, en medio de una roja niebla de furia e impotencia que lo cegaba, y avanzaba por él rugiendo.

Siguió comiendo la fruta que aún le supo mejor que cuando la probó por primera vez. «La próxima vez le traeré más», le dijo aquel ser. Pero tal vez transcurriese mucho tiempo antes de que volviese, si es que volvía. Muchos de ellos sólo pasaban una vez por la estación, aunque algunos aparecían por allí casi todas las semanas… eran viejos viajeros regulares con los que estableció una íntima amistad.

Y luego hubo aquel pequeño grupo de hazers que, bastantes años antes, efectuaron largas paradas en la estación, para sentarse en torno a aquella misma mesa y matar el tiempo charlando. Llegaban cargados con cestas y canastas llenas de comida y bebida, como si fuesen a merendar al campo.

Mas por último dejaron de venir y hacía años que no aparecían por allí. Y lo lamentaba, porque eran unos compañeros muy agradables.

Tomó una taza más de café, sentado ocioso en el sillón, pensando en los buenos días de antaño, en que recibía la visita de los hazers.

Oyó un débil susurro de seda, levantó rápidamente la mirada y la vio sentada en el sofá, vestida con el recatado miriñaque de mediados del siglo XIX.

—¡Mary! —exclamó, sorprendido, poniéndose en pie.

Ella le sonreía de aquella manera tan especial, que era más bonita, pensó, que la de ninguna otra mujer.

—¡Cuánto me alegro de que hayas venido, Mary!

Y luego vio, apoyado en la repisa de la chimenea, vistiendo el uniforme azul de la Unión, con el sable al cinto y su marcial bigote negro, a otro de sus amigos.

—Hola, Enoch —le dijo David Ransome—. Supongo que no te molestamos.

—En absoluto —contestó Enoch—. ¿Cómo pueden molestarme los amigos?

Se quedó de pie junto a la mesa y el pasado acudió de nuevo a él, el pasado bueno y tranquilo, el pasado perfumado por las rosas y libre de obsesiones, que nunca le había abandonado.

Desde muy lejos le llegó el sonido de pífanos y tambores y el tintineo de las armas, cuando los mozos se iban a la guerra, con el coronel muy erguido y bizarro en su uniforme y montado en su gran caballo negro, y las banderas del regimiento ondeando bajo la brisa de junio.

Cruzó la habitación y se acercó al sofá. Luego hizo una ligera inclinación ante Mary.

—Con su permiso, señora —dijo.

—No faltaba más —contestó ella—. Pero si estás ocupado…

—En absoluto. Deseaba mucho que vinieses.

Se sentó en el sofá, no muy cerca de ella, y vio que tenía las manos cruzadas en el regazo, muy compuesta y atildada. Hubiera querido tomarle las manos entre las suyas y sujetarlas por un momento, pero sabía que no podía.

Porque ella no era real.

—Hacía casi una semana que no nos veíamos —observó Mary—. ¿Cómo va tu trabajo, Enoch?

Él meneó dubitativamente la cabeza.

—Continúo con todos mis problemas. Los que me vigilan aún no se han marchado. Y la gráfica anuncia guerra.

David se apartó de la chimenea, cruzó la habitación y se sentó en una silla, arreglando cuidadosamente el sable.

—La guerra, tal como ahora la hacen —manifestó—, es algo muy lamentable. La nuestra era distinta, Enoch.

—En efecto —asintió éste—. Y si una guerra ya es una cosa intrínsecamente mala, ahora aún sería peor. Si en la Tierra hay otra guerra, a nuestros semejantes les será vedado el acceso a la comunidad del espacio, si no para siempre, al menos durante muchos siglos.

—Quizás esto no sea tan malo como parezca —observó David—. Acaso aún no estemos preparados para convivir con los pueblos del espacio.

—Tal vez no —admitió Enoch—. Dudo mucho que lo estemos. Pero tarde o temprano lo estaremos. Y ese día aún se aplazará más, si tenemos otra guerra. Los pueblos del espacio únicamente aceptarán con ellos a una especie verdaderamente civilizada.

—Acaso no sepan lo de la guerra —observó Mary—. ¿Cómo pueden saberlo, si no salen de ésta estación?

Enoch movió la cabeza negativamente.

—Lo saben. Estoy seguro de que nos observan. Y, además, leen los periódicos.

—¿Los periódicos a los que tú estás suscrito?

—Sí, los guardo para Ulises. Esa pila del rincón. El se los lleva a la Central Galáctica cada vez que viene. Siente mucho interés por la Tierra, por los años que ha pasado aquí. Y de la Central Galáctica, cuando él ya los ha leído, tengo la impresión de que van hasta el último confín de la Galaxia.

—¿Te imaginas —dijo David— lo que diría el administrador de uno cualquiera de esos periódicos, si supiese hasta dónde llega su circulación?

Enoch no pudo contener una sonrisa al pensarlo.

—Ahí tienes, por ejemplo, ese diario de Georgia —siguió diciendo David—, que cubre el Estado, como el rocío.

—Tendrá que pensar en una metáfora adecuada para la Galaxia.

—Un guante —terció Mary—. Puede decir que cubre la Galaxia como un guante. ¿Qué os parece?

—Excelente —dijo David.

—Pobre Enoch —observó Mary, contrita—. Nosotros aquí de chiste y él a vueltas con sus problemas.

—No soy yo quién los resolverá, desde luego —le aseguró Enoch—. Pero no pueden dejar de preocuparme. Con quedarme aquí dentro de la estación, para mí ya no hay problemas. Me basta con cerrar la puerta para dejar todos los problemas del mundo en el exterior.

—Pero no puedes hacer eso.

—No, no puedo —convino Enoch.

—Acaso tengas razón —dijo David— al pensar que esas otras especies pueden estar observándonos. Tal vez con la intención de invitar algún día a la raza humana a unirse a ellas. De lo contrario, ¿por qué hubieran querido establecer una estación aquí en la Tierra?

—Están ampliando la red continuamente —contestó Enoch—. Necesitaban una estación en este sistema solar, para proseguir su expansión por nuestro brazo espiral.

—Sí, eso es verdad —asintió David—, pero…, ¿qué necesidad había de que fuese la Tierra? Hubieran podido construir una estación en Marte, poner a un extraterrestre de guardián y les hubiera servido lo mismo.

—Yo también lo he pensado a veces —dijo Mary—. Pero ellos querían una estación en la Tierra y a un terrestre de guardián. Debían de tener algún motivo para ello.

—Yo también confiaba que así fuese —repuso Enoch—, pero temo que hayan venido demasiado pronto. Aún es demasiado temprano para la especie humana. Todavía no estamos maduros. Somos unos simples adolescentes.

—Es una pena —observó Mary—. Con lo mucho que podríamos aprender… Ellos saben mucho más que nosotros. Su concepto de la religión, por ejemplo…

—No sé si en realidad se trata de una religión —dijo Enoch—. No tiene todos esos ringorrangos que suelen acompañar a nuestras religiones. Y no se basa en la fe. ¿Por qué tenía que basarse? Se basa en el conocimiento. Los extraterrestres saben, y esto es todo.

—¿Quieres decir la fuerza espiritual?

—Existe —prosiguió Enoch— con tanta seguridad cómo las demás fuerzas que componen el Universo. Existe una fuerza espiritual, del mismo modo como existen el tiempo, el espacio, la gravitación y todos los demás factores que forman el Universo no material. Existe y los extraterrestres pueden establecer contacto con ella…

—Pero, ¿tú no crees —le preguntó David— que la especie humana también puede intuir la existencia de esta fuerza? No la conoce, pero la siente. Y tiende las manos hacia ella. Como no posee el conocimiento, tiene que pasar como puede con la fe. Y la fe es antiquísima. Tal vez se remonta a los primeros días de la prehistoria. Entonces era una fe tosca, pero una especie de fe, un avanzar a tientas en busca de una fe más profunda.

—Es posible —dijo Enoch—. Pero en realidad, yo no pensaba en la fuerza espiritual, si no en todas las demás cosas, las cosas materiales, los métodos, las filosofías que podrían ser útiles para la humanidad. Nómbrame la rama que quieras de la ciencia, que habrá algo nuevo para nosotros, algo más de lo que tenemos.

Pero su mente volvió a aquella extraña cuestión de la fuerza espiritual y de la máquina aún más extraña que fue construida hacía eones, mediante la cual los galácticos podían establecer contacto con la fuerza. Aquella máquina tenía un nombre, pero no existía palabra alguna en el idioma inglés que se le acercase ni remotamente. «Talismán» era acaso la versión más próxima, pero talismán era un término demasiado tosco. Aunque ésa fue la palabra que empleó Ulises cuando hablaron de ella unos cuantos años después.

Había tantas cosas, tantos conceptos en la Galaxia, pensó, que no podían expresarse adecuadamente en ningún idioma de la Tierra… El Talismán era mucho más que un simple talismán y la máquina que recibió este nombre, algo más que una simple máquina. En ella, además de ciertos conceptos mecánicos, se hallaba involucrado un concepto psíquico, acaso una especie de energía psíquica desconocida en la Tierra. Pero esto no era todo, sino que había mucho más. Si había leído parte de la literatura publicada sobre la fuerza espiritual y el Talismán y se acordaba de que al leerla se percató de cuán pequeña era su estatura, cuánto escapaba aquello a la comprensión de la especie humana.

El Talismán sólo podía funcionar en manos de determinados seres dotados de unas mentes especiales y de algo más (¿unas almas especiales, acaso?). «Sensitivos» era el término que empleó al traducir mentalmente la expresión que denominaba a esa clase de seres, pero en este caso, tampoco estaba seguro de que el vocablo fuese el adecuado. El Talismán estaba puesto bajo la custodia de los sensitivos galácticos más capacitados, o más eficientes, o más devotos (¿cuál sería el adjetivo exacto?), que lo llevaban de estrella a estrella en una especie de progresión eterna. Y en cada planeta, los seres que lo poblaban establecían una comunión personal e individual con la fuerza espiritual por intermedio y con la ayuda del Talismán y su custodio.

Descubrió que esta idea le producía un escalofrío… el puro éxtasis que debía de producir tender la mano hacia la fuerza espiritual que llenaba la Galaxia e, indudablemente, todo el Universo, para tocarla. ¡Qué seguridad debía de proporcionar! La seguridad de que la vida ocupaba un lugar especial en el gran orden de la existencia, y que los seres, por pequeños, por débiles y por insignificantes que fuesen, ocupaban un lugar en la inmensa extensión del espacio y el tiempo.

—¿Qué te pasa, Enoch? —le preguntó Mary.

—Nada —contestó él—. Sólo estaba pensando. Discúlpame. Procuraré estar más atento.

—Hablábamos —dijo David— de lo que podría darnos la Galaxia. Recuerdo, por ejemplo, esas matemáticas especiales de que tú nos hablaste una vez, diciendo que eran algo…

—Sí, las matemáticas de Arturo —dijo Enoch—. Sé muy poco más sobre ellas que cuando os las mencioné. Son demasiado complicadas. Se basan en un simbolismo de la conducta.

Era dudoso, pensaba, que incluso se las pudiera llamar matemáticas, aunque, en última instancia, esto es probablemente lo que eran. Eran algo que los científicos de la Tierra podrían utilizar indudablemente en el desarrollo de las ciencias sociales, convirtiéndose en una ciencia exacta, pues en ellas resultarían tan lógicas y eficientes como las matemáticas corrientes, empleadas en ingeniería, por ejemplo.

—Y la biología de esa especie de Andrómeda —observó Mary—. La especie que colonizó todos aquellos locos planetas.

—Sí ya sé. Pero la Tierra tendría que madurar un poco en el aspecto intelectual y emocional antes de que pudiésemos atrevernos a utilizarla como hacen los de Andrómeda. Sin embargo, supongo que tendría sus aplicaciones.

Se estremeció interiormente al pensar en la forma en que la utilizaban los de Andrómeda. Comprendió que esto demostraba que él seguía siendo un hombre de la Tierra, sujeto a todos los prejuicios, las manías y los tabúes del espíritu humano. Pues lo que habían hecho los de Andrómeda era sólo de sentido común. Si no se puede colonizar un planeta con la forma que se tiene, pues a cambiar de forma se ha dicho. Uno se convierte en un ser que puede vivir en el planeta y así se procede a su colonización. Si es necesario convertirse en gusanos pues uno se convierte en gusano… o insecto, o en molusco, o en lo que sea. Y no sólo se cambia de cuerpo, sino de mente, adquiriendo la mente necesaria para vivir en el planeta en cuestión.

—Las drogas y los medicamentos, por ejemplo —dijo Mary—. Los conocimientos médicos con que la Tierra podría enriquecerse. ¿Te acuerdas de ese paquetito de drogas que te envió la Central Galáctica?

—Unas drogas —dijo Enoch— que pueden curar casi todas las enfermedades de la Tierra. Tal vez esto sea lo que más me duele. Saber que las tengo aquí, en esa alacena, en este mismo planeta, donde hay tanta gente que las necesita.

—Podrías enviar muestras por correo —apuntó David—, a las asociaciones médicas o a las fábricas de productos químicos.

Enoch denegó con la cabeza.

—Ya pensé en eso, desde luego. Pero tengo que pensar también en la Galaxia. Estoy ligado por ciertas obligaciones a la Central Galáctica. Han adoptado grandes precauciones para no delatar la presencia de la estación. Luego están Ulises y todos mis amigos galácticos. No puedo estropear sus planes. Me siento incapaz de representar el papel de traidor. Porque, pensándolo bien, la Central Galáctica y la labor que realiza es más importante que la Tierra.

—Una lealtad dividida —comentó David, con un ligero deje burlón.

—Sí, eso es, exactamente. Hubo un momento, hace muchos años, en que pensé en escribir artículos para enviarlos a alguna revista científica. Una revista de medicina, naturalmente, porque no sé nada de medicina. Las drogas están ahí, desde luego, en el estante, con instrucciones para su uso, pero no son más que píldoras, polvos o ungüentos, o lo que sea. Pero yo sabía de otras cosas, me hallaba enterado de otras cosas que me habían enseñado. No las conocía mucho, naturalmente, pero al menos eran atisbos en otras direcciones. Eran suficientes para que alguien se fijase en ellos y les sirviesen de punto de partida. Alguien más preparado que yo, y que supiese sacarles partido.

—Pero esto no hubiera dado resultado —objetó David—. Tú no tienes conocimientos técnicos, no eres un investigador ni posees estudios superiores. No fuiste a ninguna escuela especializada ni a la universidad. Las revistas no publicarían tus artículos si no pudieses exhibir ciertos títulos.

—Eso ya lo comprendo. Y precisamente por eso no escribí esos artículos. Sabía que hubiera sido perder el tiempo. No hay que culpar de ello a las revistas. Éstas deben tener un sentido de la responsabilidad. No pueden ofrecer sus páginas al primero que se presente. Y, aun en el caso de que los artículos les hubiesen parecido dignos de publicarse, hubieran tenido que averiguar quién era su autor. Y esto les hubiera conducido en derechura a la estación.

—Pero aunque hubieses conseguido publicarlos —señaló David—, el problema aún no estaría resuelto. Dijiste hace un momento que tú tenías que ser fiel a la Central Galáctica.

—Suponiendo —dijo Enoch—que en este caso concreto hubiese conseguido lo que me proponía, tal vez nada hubiera ocurrido. Por el simple hecho de difundir algunas ideas entre los hombres de ciencia de la Tierra para que éstos las desarrollasen, no hubiera perjudicado a la Central Galáctica. El problema principal, por supuesto, hubiera consistido en no revelar la fuente.

—Y aun así —dijo David—, hubieras podido decirles muy poco. Lo que yo quiero decir es que, en términos generales, lo que tienes es muy poco. Gran parte de estos conocimientos galácticos se hallan fuera de nuestro alcance.

—Efectivamente, así es —asintió Enoch—. Por ejemplo, allí tienes la ingeniería mental de Mankalinen III. Si la Tierra pudiese conocerla, indudablemente dispondríamos de un medio para combatir con éxito las neurosis y los trastornos mentales. Las instituciones donde se acoge a esa clase de enfermos quedarían vacías y podríamos derribarlas o emplearlas para otra cosa, pues no las necesitaríamos. Pero los únicos que podrían explicarnos esa terapéutica serían los habitantes de Mankalinen III. Lo único que yo sé es que su ingeniería mental es famosa, pero esto es todo. No tengo la menor idea de lo que se trata. Es algo que sólo esa gente podría proporcionarnos.

—De lo que en realidad hablamos —intervino Mary— es de todas las ciencias innominadas… las ciencias en las que no ha pensado ningún ser humano.

—Como nosotros, tal vez —dijo David.

—¡David! —le reprendió Mary.

—Es absurdo —dijo David, colérico— pretender que somos seres humanos.

—Pues lo sois —dijo Enoch con firmeza—. Para mí, sois seres humanos. Sois los únicos que tengo conmigo. ¿Qué te ocurre, David?

—Creo que ya es hora de que digamos lo que somos en realidad —repuso David—. De que digamos que somos una mera ilusión. Que nos han creado y luego nos han conjurado. Que existimos únicamente para una cosa: para venir a hablar contigo, para sustituir a las personas de verdad que no pueden hacerte compañía.

—¡Mary —exclamó Enoch—, supongo que tú no pensarás eso! ¡No puede ser que pienses lo mismo!

Tendió las manos hacia ella y después las dejó caer, aterrorizado al darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer. Era la primera vez que había intentado tocarla. La primera vez, en el transcurso de tantos años, que lo había olvidado.

—Perdóname, Mary. He hecho una cosa que no debía. Ella tenía los ojos arrasados en llanto.

—David —dijo él, sin volver la cabeza.

—David se ha ido —dijo Mary.

—No volverá —observó Enoch.

Mary movió negativamente la cabeza.

—¿Qué pasa Mary? ¿Puede saberse qué ocurre? ¿Qué he hecho?

—Nada —contestó Mary—, salvó que tú nos hiciste demasiado semejantes a seres vivientes. Así, fuimos cada vez más humanos, hasta serlo por completo. Dejamos de ser unos títeres, unos muñecos fascinadores, para convertirnos en seres reales. Creo que David está resentido por eso… no por ser una persona, sino porque es una persona pero continúa siendo una sombra al mismo tiempo. No nos importaba ser títeres o muñecos, porque entonces no éramos humanos. No teníamos sentimientos humanos.

—Mary, te lo suplico —imploró él—. Mary, por favor, perdóname.

Ella se inclinó hacia él, con el rostro iluminado por una profunda ternura.

—No tengo nada que perdonarte —le dijo—. Por el contrario, creo que debería darte las gracias. Tú nos creaste por amor a nosotros, porque nos necesitabas, y es maravilloso sentirse amada y saber que hacemos falta a alguien.

—Pero yo no os he vuelto a crear —arguyó Enoch— hubo un tiempo, hace muchos años en que tuve necesidad de crearos. Pero ahora ya no. Ahora venís a visitarme por vuestra propia voluntad.

¿Cuántos años hacía?, se preguntó. Por lo menos cincuenta. Mary fue la primera, y David el segundo. De todos sus seres queridos, aquéllos eran los que ocupaban el primer lugar en su corazón.

Pero antes de que aquello ocurriese, antes de que lo intentase siquiera, pasó muchos años estudiando aquella ciencia innominada creada por los taumaturgos de Alphard XXII.

Hubo un día y un estado de espíritu en que aquello hubiera sido llamado magia negra, pero no lo era. En realidad, consistía en la manipulación ordenada de ciertos aspectos naturales del universo que la especie humana aún no sospechaba que existiesen. Tal vez aspectos que el hombre nunca descubriría. Pues no existía, al menos en el momento presente, la orientación necesaria del espíritu científico para iniciar los estudios e investigaciones que precederían al descubrimiento.

—David opina —dijo Mary— que no podíamos seguir jugando indefinidamente a este tranquilo juego de las visitas. Tenía que llegar un momento en que afrontásemos la realidad de lo que somos.

—¿Y los demás?

—Lo siento Enoch, pero los demás también.

—Pero, ¿y tú? ¿Y tú qué, Mary?

—No sé —repuso ella—. Mi caso es distinto. Yo te quiero mucho.

—Yo…

—No, no es eso lo que quiero decir. ¡No me entiendes! Me he enamorado de ti.

El se quedó anonadado, mirándola fijamente y escuchó un gran bramido, como si él permaneciese quieto mientras el mundo y el tiempo pasaban impetuosamente a su alrededor.

—Si esto hubiese podido haber continuado como al principio… —murmuró Mary—. Entonces nos alegrábamos de existir, nuestras emociones eran puramente superficiales y todos estábamos tan dichosos y contentos. Éramos como niños felices, correteando al sol. Pero luego nos fuimos haciendo mayores. Creo que yo fui la que más creció.

Le sonrió a través de las lágrimas.

—No te lo tomes tan a pecho, Enoch. Aún podremos…

—Querida —le dijo Enoch—, he estado enamorado de ti desde el primer día en que te vi. Creo que incluso desde antes.

Tendió la mano hacia ella y luego la retiró, al acordarse de que no podía tocarla.

—No lo sabía —dijo ella—. No debía de habértelo dicho. Hubieras podido soportarlo si yo no te hubiese dicho que también te amaba.

Él asintió en silencio.

Ella agachó la cabeza.

—Dios mío, ¿qué habremos hecho para merecer esto?

Alzó la cabeza y lo miró.

—Si pudiera tocarte…

—Podemos continuar como hasta ahora —dijo Enoch—. Puedes volver a venir siempre que quieras. Podríamos…

Ella meneó negativamente la cabeza.

—Sería inútil —dijo—. Ni tú ni yo podríamos soportarlo.

Comprendió que tenía razón. Comprendía que todo había terminado. Durante cincuenta años, ella y los demás acudieron a visitarle. Y ya no vendrían más. El país de las hadas estaba destrozado y se había roto aquel mágico hechizo. Se quedaría solo… más solo que nunca, más solo que antes de conocerla.

Ella no volvería y él no se resolvería a invocarla de nuevo, aunque pudiese, y su mundo de sombras con su amor que también era una sombra, el único amor que había tenido en su vida, desaparecerían para siempre.

—Adiós, amor mío —musitó.

Pero ya era demasiado tarde. Ella se había esfumado.

Y como si fuera desde muy lejos, oyó un quejumbroso silbido que indicaba la recepción de un mensaje.

Загрузка...